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miércoles, 29 de agosto de 2012

“Psicología y conciencia moral”



 

“La conciencia moral de la mujer
en el contexto de la cultura contemporánea”


La conciencia mística

            “Conócete a ti misma, alma hermosa: tú eres la imagen de Dios. Conócete a ti mismo, hombre tu eres la gloria de Dios”
            Estas palabras de san Ambrosio nos invitan a asomarnos a las profundidades de nosotros mismos para descubrir allí una vida que permanece oculta a las miradas superficiales.
            La cultura contemporánea lleva a los hombres a vivir en un gran desconocimiento y aún en el rechazo de lo que san Basilio llamó: “la chispa del amor divino que ha sido escondida en lo más íntimo de nuestro ser”. Esta chispa no es otra cosa que la ley de Dios inscrita en el corazón del hombre. Este es el primer nivel de la conciencia, donde el hombre oye el eco de la voz del Creador diciéndole qué es lo bueno, para que lo siga, y qué es lo malo, para que lo rechace.
            Esta conciencia sobre el bien y el mal pertenece a la lay natural y es cognoscible por la sola razón natural del hombre.
            Pero existe otra ley, la ley divina, que solamente se puede conocer por revelación sobrenatural de Dios.
            Este aspecto más profundo de la conciencia supone el conocimiento natural, pero va mucho más allá, porque se refiere a la vida sobrenatural. La llamaremos conciencia mística, porque se refiere a aquello que permanece escondido para la luz natural de la razón pero puede ser conocido si se recibe la luz sobrenatural de Dios, acogiendo la gracia y dejándose modelar por ella.
            Para entender en qué consiste, cómo se alcanza y qué efectos tiene sobre la persona esta vida sobrenatural, nos apoyaremos en los escritos de un místico español: Juan Arintero.
            Según Arintero la vida sobrenatural es la participación en la vida íntima de Dios.
            Tenemos conciencia de lo místico cuando percibimos y conocemos esta vida sobrenatural que transcurre en lo más profundo de nosotros mismos; cuando esta vida mística, que es la vida de la gracia se hace consciente  y conocida experimentalmente por la persona.
            Para llegar a ser conscientes de esta vida, para percibirla, es necesario transitar las vías del camino místico, que no es un privilegio de unos pocos, sino aquello  a lo que estamos llamados todos. Los hombres carnales o simplemente racionales no pueden captar esta vida porque aún no tienen desarrollado el sentido necesario para percibirlo.
            Al comienzo esta vida divina se vive inconscientemente y muchos nunca salen de esta fase de principiantes.
            Esta vida comienza a ser percibida cuando el alma ya afianzada en la virtud va conformando cada vez más su voluntad con la de Dios. Se empiezan a sentir los impulsos divinos, y en la medida que se los sigue, cada vez se hacen más claros, y así el alma comienza a notar y reconocer la vida divina en sí.
            Cuanto más dócilmente se siguen los impulsos del Espíritu más claramente se sienten. Pero hasta que no se está muy adelantado en la virtud y muy unidas la voluntad propia con la divina, no se perciben estos impulsos como divinos.
            Muchos nunca salen de esta etapa de niñez espiritual y así nunca llegan a descubrir  la vida sobrenatural que fluye desde el centro de su propio ser. Así, no descubren al Espíritu Santo que habita en el alma sustancialmente con el Padre y el Hijo, vivificándonos, santificándonos y deificándonos.
            Esta deificación es la vida sobrenatural participada en nosotros. A medida que el alma se purifica y deja de poner obstáculos a la acción deificadora de Dios, la imagen del Verbo se hace más viva hasta quedar transformada en Él.
            Pero estas experiencias no podemos juzgarlas solo con nuestra razón natural. Dice Arintero: “La razón humana desfallece ante tan incomprensibles misterios: pero los corazones iluminados sienten y experimentan, desde esta misma vida, esta realidad inefable que no puede caber en palabras ni en conceptos, ni menos en sistemas humanos. Lo que estas almas logran balbucear desconcierta nuestras débiles apreciaciones”[1]
            Esta vida mística no puede ser definida con precisión, porque de lo contrario dejaría de ser sobrenatural y sería tan natural como nuestros pensamientos.
            Hay que llegar a ser espirituales para entender este lenguaje divino, porque sólo éstos tienen el sentido para percibirlo y examinarlo, porque sólo creciendo espiritualmente se desarrollarán las potencias cognoscitivas de la vida del espíritu.
            Para poder entender un poco en qué consiste esta vida divina en nosotros vamos a iluminarnos con  la experiencia de una gran mística: Teresa de Ávila.
            El libro que utilizaremos será “Las moradas”, donde ella describe el alma del justo como un castillo de diamantes o de un  muy claro cristal donde hay muchos aposentos.[2]
            Sobre la necesidad de conocer nuestro interior nos dice: “¿No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos? ¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quien fue su padre ni su madre ni de qué tierra? Pues si esto sería gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotros cuando no procuramos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en nuestros cuerpos y así a bulto, porque lo hemos oído y nos lo dice la fe, sabemos que tenemos almas. Más qué bienes puede haber esta alma o quien está dentro de esta alma o el gran valor de ella, pocas veces lo consideramos; y así se tiene en tan poco procurar con todo cuidado conservar su hermosura”[3]
            En las primeras moradas la vida espiritual está casi apagada y aunque Dios permanece resplandeciente en el fondo del alma – la séptima morada – no hay ninguna manifestación de Él, ya que por estar aún demasiado ocupada el alma en las cosas del mundo, no percibe la irradiación de la luz Divina.
            En las segundas moradas el alma, que se esfuerza por adelantar en la virtud, no oye la voz de Dios que la llama desde la séptima morada, sino a través de las voces de otras personas, o de libros o enfermedades.
            En las terceras moradas, luego de que el alma ha librado el combate contra todo lo que la aparta de Dios, vive ya vida de piedad, evita el pecado y practica la oración con facilidad.
            En las cuartas moradas Dios comienza a intervenir en el alma por los dones del Espíritu Santo y éste invade el alma hasta la transformación de amor. Entonces el alma se entrega a Él con humildad y paciencia y favorece su acción.
            En las quintas moradas se da la unión de voluntades; en las sextas Dios purifica y enriquece el alma son sus toques y en las séptimas se da la unión transformante. Aquí Dios invade totalmente el alma.
            La santa describe el camino progresivo que realiza el alma desde la indiferencia a la acción de Dios en el centro del alma, que permanece siempre allí, aun cuando nosotros no tengamos conciencia de ello, pasando por las etapas de purificación hasta las moradas séptimas donde el alma ha sido completamente invadida por Dios y se ha dado la unión transformante.
            Es necesario conocer la estructura del mundo interior para ir descubriendo que en el fondo del alma – la séptima morada – hay verdaderamente un Cielo, porque allí vive la Santísima Trinidad.
            Santa Teresa se lamentaba mucho de haber pasado mucho tiempo sin haber tenido el conocimiento del tesoro que llevaba en sí misma y por tanto tener tan descuidada esta morada más profunda del alma. A través de la acción de Dios en su alma Teresa descubre la estructura de su mundo interior. Es Dios quien le descubre lo que ella es.[4]
            Sólo a la luz de Dios el alma puede alcanzar el conocimiento de sí y no analizándose directamente.
            Cuando comenzamos a adentrarnos en nosotros mismos, la luz que procede de lo más profundo de nuestra alma nos ilumina gradualmente, llevándonos desde la visión más tenue hasta la más clara.
            Es bajo los resplandores del Rey que puso su morada en lo más íntimo de nosotros mismos que vamos descubriendo quienes somos.
            Cuanto más nos aproximamos a esta morada, al mostrarnos Dios su infinita grandeza, nos revela al mismo tiempo nuestra infinita pequeñez.
           
            Hablemos ahora de la importancia de este conocimiento de sí, de la vida sobrenatural y de las consecuencias que esto tiene en la vida de la mujer.
            Esta profundización en su interioridad, realizada a la luz de Dios, debe llevarla a descubrirse llamada a ser: “Hija del Padre, Esposa de Cristo y Templo del Espíritu Santo”
            Esta es la sublime misión y vocación de la mujer, y sólo desde ese conocimiento, desde esta conciencia sobrenatural puede configurar su vida acorde a tan alta meta. Las decisiones profundas no pueden tomarse sino desde esta perspectiva. Escuchemos lo que Edith Stein nos dice sobre esto: “Decisiones libres de menor importancia podrán, en cierto modo, ser tomadas desde un punto situado “mucho más al exterior”; pero serán decisiones “superficiales”, será pura “casualidad” el que una decisión así sea la adecuada, porque únicamente partiendo desde el centro más profundo se tiene la posibilidad de medir todo con la regla última”[5]

            El que esté llamada a ser “Hija del Padre, Esposa de Cristo y Templo del Espíritu Santo” no significa que llegue a serlo sin su voluntad, sino que una vez que se ha tomado conciencia de ello hay que poner los medios para alcanzar este fin.
            Como nos dice Edith Stein, para medir todo con la regla última hay que partir desde el centro más profundo de uno mismo. Dios mismo quien revela a la mujer su designio para ella. A medida que se acerca más a la última morada, la luz que procede del gran Rey que allí mora le muestra quién es ella y lo que puede llegar a ser si se deja modelar por la gracia.
            Ella debe llegar a ser “Hija del Padre, Esposa de Cristo y Templo del Espíritu Santo”; esto es: debe reconocerse como criatura y recibir de Él el ser divino. Descubrir y aceptar que Otro la pensó y la creó y por esto debe buscar humildemente en la oración silenciosa que el Padre le revele su designio sobre ella y responder: “fiat”, como lo hizo Aquella que por ser la más perfecta de todas las mujeres es su modelo: María. Como Ella debe acoger en sí – aun cuando no las comprenda -  las palabras que provienen del Padre y obedecerlas con amor filial.
            Debe llegar a ser Templo del Espíritu Santo. Siendo dócil a la acción del Divino Huésped del alma, éste morará en ella y le comunicará su propia vida divina, lo que se manifestará interior y exteriormente. Interiormente, escuchando las divinas inspiraciones que la llevarán a reflejar  exteriormente, en sus acciones, el modo de obrar  conforme a la voluntad de Dios.
            Y debe llegar a ser Esposa de Cristo, el Verbo Eterno, que encarnándose nos configura a Él. Llegar a esto es llegar al más alto grado de amor, el del amor puro, que no desea nada más.
            Edith Stein nos dice qué es ser Esposa de Cristo: “ «Sponsa Christi» no es sólo la virgen consagrada a Dios, sino también toda la Iglesia y toda alma cristiana. Ser esposa de Cristo significa pertenecer al Señor y no anteponer nada al amor de Cristo. Poner el amor de  Cristo por encima de todo, no sólo en la convicción teórica, sino en la profundidad del corazón y en la praxis de la vida”[6]
            Cuando la mujer toma conciencia de esta vida sobrenatural que hay en ella y se reconoce llamada a ser “Hija del Padre, Esposa de Cristo y Templo del Espíritu Santo” ha encontrado el mapa de ruta para encaminar su vida a la Patria Celestial.
Obedeciendo su conciencia natural solamente no se ha asegurado aun que en la tarde de la vida, cuando comparezcamos ante el soberano Juez, sea digna de ser admitida a la Vida Eterna. Es necesario que la conciencia vaya más allá y descubriendo la vida de la gracia, viva según ella.
En la cultura contemporánea es mucho más difícil para la mujer descubrir en sí este mundo interior, porque ella se haya dividida. El episodio que nos narra el Génesis sobre el pecado original parece reproducirse hoy cotidianamente. La ruptura de la unidad que se dio con la introducción del pecado se ve hoy muy patente en la vida de la mujer.
Con el pecado – como señala Juan Pablo II en Mulieris Dignitatem – el hombre rechaza la plenitud del bien, querida por Dios desde el principio, y que brota de la vida sobrenatural.
Si la mujer vive apartada de Cristo, persiste en ella esta división, y no puede sanarse de la herida del pecado. El pecado original ha afectado  de manera diferente al varón y a la mujer. En  la mujer, como dice Edith Stein, esta herida hace que pase de ser compañera a ser una molestia que en vez de ocupar el lugar del servicio alegre se convierte en dominadora.
Esta voluntad de dominio es la que la lleva a rechazar aquella misión que está en su misma naturaleza: la de ser compañera del varón y se transforma en su contendiente, en su enemiga, teniendo como consecuencia la degradación de la familia y de la cultura.
A la mujer le fue confiado de una forma especial, desde su creación, gestar, cuidar y acompañar el desarrollo del ser humano, tanto en el aspecto físico como en el espiritual. Dios la dotó especialmente para ello.
El que tentó a la primer mujer sabe que Dios confió gran parte de su obra a ella – una parte esencial – y que de su desobediencia al plan creador depende en gran medida que el “Non serviam” se renueve en cada generación.

Es necesario que la mujer descubra nuevamente toda su dignidad de “Hija del Padre, Esposa de Cristo y Templo del Espíritu Santo”. Debe seguir el ejemplo de las mujeres santas, que son quienes encarnan el ideal femenino. Debe emprender el camino hacia su interioridad, hacia el Sagrario interior donde habita la Trinidad.
            “…sólo a partir de la última profundidad del alma -  nos dice Edith Stein – punto céntrico del Creador, puede recabarse una imagen realmente adecuada de la Creación; sólo desde ahí es posible “un trato correcto con el mundo; sólo desde ahí puede hallar el sitio que en el mundo le corresponde”[7]
Si vive sumergida en lo más profundo de su alma, en una relación profunda e íntima con el Rey que habita en la morada más interior; si su vida es una vida Eucarística, si ésta es el centro de su vida, su corazón comenzará a latir al unísono con el de Cristo, y al ser deificada, con sólo su presencia llevará a Cristo donde quiera que vaya.
También ella, como María, hará de su vida un continuo “Fiat” a la voluntad el Padre, viviendo así el perfecto ideal femenino.



[1] Arintero, Juan, “La evolución mística”, BAC. Madird, 1968, pág. 43
[2] Teresa de Ávila, “Las moradas”, Ed. Paulinas, Colombia, 1986, pág. 36
[3] Ibidem, pag. 37
[4] P. María Eugenio del Niño Jesús, “Quiero ver a Dios”, Editorial de Espiritualidad, Madrid, 2002, pág.59
[5] Stein, Edith; “Ciencia de la cruz”, Obras Completas V, Monte Carmelo, Burgos, 2004, pág. 341
[6] Stein, Edith; “Problemas de la formación de la mujer”, Obras Completas IV, Monte Carmelo, Burgos, 2004, pág. 519
[7] Stein, Edith; “El castillo interior”, Obras Completas V, Monte Carmelo, Burgos, 2004, pág. 100

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