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Luis (Ludovico) de Anjou, Santo |
Obispo
Martirologio Romano: En Brignoles, en la Provenza, de Francia, muerte
de san Luis, obispo. Sobrino del rey san Luis, prefirió
la pobreza evangélica a las alabanzas y honores del mundo,
y joven en años, pero maduro en virtud, fue elevado
a la sede de Tolosa. Debido a su delicada salud,
descansó piadosamente en el Señor (1297).
Fecha de canonización: El papa
Juan XXII lo canonizó el año 1317.
San Luis de Anjou-Sicilia, que murió siendo obispo de
Toulouse a los veintitrés años, nació el año 1274 en
Brignoles, hermosa villa de Provenza. Su madre, María de Hungría,
era sobrina de Santa Isabel y hermana de tres príncipes
que también llegaron a ser reyes y santos: Esteban, Ladislao
y Enrique. Su padre, Carlos II de Anjou, rey de
Nápoles, Sicilia, Jerusalén y Hungría, era el propio sobrino de
San Luis de Francia. El príncipe don Luis brilló desde
su infancia por la seguridad de su juicio, su piedad
sólida, el desprecio de los honores del siglo y una
gravedad que le conciliaban el amor y el respeto de
todos. Desde luego, Dios le llamaba para más alto destino
que el que la historia política de su tiempo parecía
reservarle.
Fue testigo, en sus primeros años, de las sangrientas luchas
que oponían su familia a los reyes de Aragón. Su
abuelo Carlos, al que el papa Inocencio IV había adjudicado
el reino de Nápoles, había soñado con reinar en Italia
entera. Fue víctima del odio de los sicilianos, sublevados contra
su tiranía en las terribles matanzas ocurridas en Palermo conocidas
en la historia por Vísperas Sicilianas, el 31 de marzo
de 1282. Fracasados los planes de conquista de su abuelo,
dos años más tarde, cuando don Luis no tenía más
que diez años, su padre, que trataba de resistir en
Nápoles, era hecho prisionero. Durante tres años iba a permanecer
en Barcelona encarcelado en el castillo Siurana por orden del
rey Don Pedro III. Cuando fue puesto en libertad le
llegaba a don Luis la hora de los trabajos y
sufrimientos más duros: Don Alfonso III de Aragón consentía en
libertar a su padre, pero a condición de que sus
tres hijos fuesen mandados a Barcelona como rehenes.
El cautiverio de
los tres príncipes, don Luis, don Roberto y don Raimundo,
hubo de durar siete años. El príncipe don Luis, el
mayor de los hermanos, tenía entonces trece años; fue tratado
con aspereza, tanto más cuanto que tuvo que pagar el
rencor que animaba al rey de Aragón contra la política
del Papa, que se negaba a revocar la donación e
investidura de los reinos de Aragón, Valencia y condado de
Barcelona a Carlos de Valois, el hijo segundo del rey
de Francia, y acabó coronando al padre de los príncipes
encarcelados como rey de Sicilia, absolviéndole de todas las garantías
que había dado al rey de Aragón cuando le puso
en libertad. El príncipe don Luis aguantó los sufrimientos de
su larga prisión con admirable paciencia. Estaba acostumbrado desde hacía
años a una vida penitente. La reina Doña María, su
madre, declaró que desde la edad de siete años se
salía de noche de su cama para echarse a dormir
en el suelo de su habitación.
En los años transcurridos en
Barcelona se acrisoló la santidad del joven príncipe. Sus guardianes
le trataban duramente, pero él se estimaba feliz sobremanera en
padecer algo a imitación de Jesucristo, su Señor. Les solía
decir a sus hermanos que, según el espíritu del Evangelio,
la adversa fortuna valía más que la próspera, y que
tenían que amar su prisión y alegrarse de que Dios
les proporcionara el medio de darle prueba del amor que
le tenían sufriendo algo por Él. Palabras éstas de verdadero
amor iluminado por el divino sentido de la cruz. Aprovechó
su cautiverio para dedicarse también al estudio, aconsejándose con dos
varones sabios y piadosos de la Orden de San Francisco,
especialmente con el padre Jacques Deuze, que había de ser
más tarde Papa bajo el nombre de Juan XXII. Frecuentaba
la meditación de las cosas de Dios y los misterios
de Cristo Nuestro Señor. Confesaba casi todos los días antes
de oír misa y no dejaba de rezar el oficio
divino. Era especialmente devoto de la cruz y de la
Virgen Santísima. Cuando le concedían libertad la empleaba en visitar
a los pobres enfermos de la Ciudad Condal. Cierto día
reunió a los leprosos para lavarles los pies y servirles
la comida; dicen que uno de éstos estaba tan llagado
que a su vista se desmayaron los otros príncipes. Al
día siguiente, queriendo volverle a ver, resultó imposible encontrarle en
toda la ciudad, de donde se creyó que el mismo
Señor se les había aparecido para recibir los amorosos servicios
del joven don Luis, su fiel discípulo. Entre estas obras
de misericordia se deslizaban los años de su adolescencia, dedicada
al estudio y a la meditación divina, hasta que cayó
gravemente enfermo. Entendió que el Señor le llamaba y le
quería todo para sí en el momento en que se
aproximaba el fin de su cautividad. Entonces hizo voto de
ingresar en la seráfica Orden de San Francisco si se
reponía.
Pronto Dios iba a permitir que realizara su voto. Después
de una larga enfermedad curó como de milagro. Seguidamente llegó
la hora de su liberación: Don Jaime II de Aragón,
hijo y sucesor de Don Alfonso III, buscando la paz
con el Papa y con las casas de Francia y
Nápoles decidió poner en libertad a los hijos de Carlos
II, a condición de que la hija de éste, doña
Blanca, casase con él. Se habló igualmente en estas conversaciones
de Anagni (junio de 1295) de casar al príncipe don
Luis con la princesa Violante, hermana del aragonés. Pero Luis,
deseoso de realizar su promesa de entrar en religión, se
negó, a pesar de las instancias de su padre y
de las dos cortes interesadas en que se cumpliera el
enlace que robusteciera la unión y la paz entre los
dos Estados. Entonces fue cuando pronunció estas palabras en las
que se retrata su alma santa: «Jesucristo –dijo– es mi
reino. Poseyéndole a Él, lo tengo todo. Desposeído de Él,
lo pierdo todo».
De vuelta a Italia con su padre,
renunció a la corona de Nápoles a favor de su
hermano Roberto (enero de 1296), con ganas de realizar cuanto
antes sus deseos de vida retirada, después de recibir las
sagradas órdenes. Pensaba vivir escondido en un convento de la
Orden franciscana en Alemania. Pero la Providencia divina le tenía
preparada otra prueba. Pronunció, efectivamente, sus votos en el convento
de Ara Coeli, de los padres franciscanos de Roma, recibiendo
seguidamente las sagradas órdenes en Nápoles (20 de mayo de
1296). Pero cuando volvió a Roma, el papa Bonifacio VIII
le había designado para ocupar el obispado de Toulouse. El
día de Santa Águeda, habiendo revestido el hábito de su
Orden, atravesó las calles de Roma descalzo desde el Capitolio
hasta San Pedro, donde predicó y fue consagrado. En Toulouse
su administración fue cortísima, pero muy provechosa: reformó el clero,
poniendo todo su cuidado en examinar con esmero a sus
sacerdotes; predicaba a menudo dos veces al día y su
palabra encendida, que convertía las almas, era acompañada de prodigios
que curaban los cuerpos; llevaba una vida austera de ayunos
y disciplinas; visitaba, por fin, a los pobres enfermos, recibiendo
a diario veinticinco de ellos en su casa. A pesar
de su santo celo apostólico, al joven obispo le atemorizaba
la dignidad de su cargo. Llevado de su profunda humildad
parece que pensó pedir su dimisión e implorar del Papa
que le diera permiso para llevar una vida retirada lejos
de los hombres. Otra vez tenían que cumplirse sus anhelos
de perfección de manera impensada, por divina disposición de la
Providencia.
Camino de Roma, donde iba a presenciar los solemnes actos
de la canonización de su pariente San Luis de Francia,
cayó enfermo en Brignoles, donde había nacido veintitrés años antes.
Tuvo pronto la revelación de que allí mismo se le
iban a abrir las puertas del cielo. Veía aproximarse la
muerte sin temor, preparándose a rendir su alma al Señor,
como suelen hacerlo los varones santos, por una profunda meditación
de los misterios sagrados y un abandono total y confiado
a la divina voluntad: «Voy a morir –decía a su
compañero de viaje–, voy a morir, y me alegro como
el marinero que vuelve a divisar la tierra y se
prepara a abordar al puerto después de una larga navegación.
Ya voy a dejar un cargo demasiado pesado para mis
hombros, que no me permitía consagrarme a mí mismo y
a Dios». El día de la Asunción recibió los santos
óleos y, a pesar de que estaba muy débil por
la enfermedad y las austeridades, cuando vio a su Señor
que entraba a visitarle se levantó de su lecho y,
adelantándose a él, puesto de rodillas, recibió por última vez
al huésped amado que le tenía preparada una unión eterna
en los cielos. Sus labios repetían sin parar: «Te adoramos,
Jesucristo Señor nuestro, y te damos gracias por haber querido
rescatar el mundo por tu santa cruz». Pronunciaba también las
palabras de la salutación angélica, y contestaba a su compañero
que le preguntaba por qué: «No tardaré en morir; la
Virgen Santísima acudirá a mi amparo».
Murió el 19 de agosto
de 1297. Su santidad, su pureza heroica fueron puestas de
manifiesto por los milagros que acompañaron su tránsito: uno de
los religiosos que le asistían vio a su alma subir
al cielo en medio de los espíritus bienaventurados que cantaban:
«Así suele tratar el Señor a los que han vivido
con tanta inocencia y pureza». El prodigio más sonado fue
el de la rosa que se le apareció en la
boca para pública manifestación de su pureza y encendida caridad.
Fue sepultado en el coro de la iglesia de los
padres franciscanos de Marsella, multiplicándose los milagros en su sepulcro.
Fueron tantos los enfermos curados por su intercesión, que el
papa Juan XXII no tardó en canonizarle (1317). El día
11 de noviembre del año siguiente, los padres del convento
de Marsella levantaron el cuerpo del Santo del coro de
la iglesia, y lo depositaron en un relicario de plata
puesto en el altar mayor. Presenciaba el acto el rey
de Nápoles y Sicilia, su hermano menor Roberto, al que
había cedido sus derechos a la corona. La devoción que
el pueblo cristiano tributaba al santo príncipe se extendió a
los mismos reinos de la casa de Aragón, secularmente enemistada
con la suya. En 1443, don Alfonso V, que acababa
de conquistar el reino de Nápoles, tomaba la ciudad de
Marsella. Dicen que en ella no hizo ningún botín, contentándose
con llevar en su galera las preciosas reliquias del Santo.
Depositó su tesoro en Valencia, donde la memoria de San
Luis de Anjou fue objeto de gran veneración. Por fin,
el año 1862, el arzobispo de Valencia concedió a la
Iglesia de Toulouse una reliquia del que había sido su
obispo.
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