¿COMO HACER
ORACION DE CONTEMPLACION?
1. Se requiere soledad y silencio:
Hay que empezar por crear soledad. "Así
lo hacía El siempre que oraba", dice Santa Teresa. Soledad
para entender "con Quién estamos". Silencio
del cuerpo y de la mente para buscar a Dios en nuestro interior. Es en
el silencio cuando Dios se comunica mejor al alma y el alma puede mejor
captar a Dios. En el silencio el alma se encuentra con su Dios y se deja
amar por El.
Según Sta. Teresa, la oración de
contemplación es la "Fuente de Agua Viva" que prometió
el Señor a la Samaritana (cfr. Jn. 4). "Mirad que os llama
a todos ... no dijo a unos daré y a otros no". Es decir,
no dijo que daría de esta "Agua" a ciertos escogidos,
sino dijo: "Todo el que beba de este agua, no
volverá a tener sed" (Jn. 4, 13).
La persona debe poner su deseo y su disposición,
principalmente su actitud de silencio (apagar ruidos exteriores e interiores).
El silencio aún no es contemplación, pero es el esfuerzo
que Dios requiere para dársenos y transformarnos. Además,
orar se aprende orando, "sin desfallecer", como dice el Señor.
La única forma de aprender a orar es: orar, orar, orar.
La participación de Dios escapa totalmente
nuestro control y El -soberanamente- escoge cómo ha de ser su acción
en el alma del que ora. En ese silencio de la oración contemplativa
Dios puede revelarse o no, otorgando o no gracias místicas o contemplativas.
Esta parte, el don de Dios, no depende del orante, sino
de El mismo, que se da a quién quiere, cómo quiere, cuándo
quiere y dónde quiere. La efectividad de la oración contemplativa
no se mide por el número ni la intensidad de las gracias místicas,
sino por la intensidad de nuestra transformación espiritual: crecimiento
en virtudes, desapego de lo material, entrega a Dios, aumento en los frutos
del Espíritu, etc.
La oración contemplativa es siempre
una experiencia transformante, haya gracias místicas o
no.
Anthony
de Mello S.J.
Ayudas
para la oración
ÍNDICE
Quisiera haceros una serie de indicaciones sobre la
oración que han demostrado ser de suma utilidad para
muchas personas y que es probable que puedan ayudaros
también a algunos de vosotros. Se ha dicho muchas
veces, y con razón, que la oración es algo
connatural al hombre. En el fondo, el hombre es un
«animal orante. Pero, precisamente porque eso es
cierto, no quisiera que pensarais que la oración es
fácil y que no requiere aprendizaje. También
el andar es connatural al hombre, pero lleva tiempo y muy
penosos esfuerzos aprender a mantenerse erguido y a caminar.
E igualmente connatural al hombre es el amor, a pesar de lo
cual son muy pocos los seres humanos que dominan el arte de
amar, que también requiere mucho aprendizaje. Pues
bien, lo mismo sucede con la oración. Si somos
capaces de aceptar que la oración es un arte que, al
igual que otras muchas artes, requiere un exigente
aprendizaje y muchísima práctica, si es que se
desea ser experto en ella, entonces creo que habremos dado
un gran paso en la tarea de aprender dicho arte y, con el
tiempo, sobresalir en él.
Ahora bien, las indicaciones que voy a daros no
tendrán el mismo valor para todos y cada uno de
vosotros. Algunas de ellas resultarán para algunos de
vosotros completamente inútiles e incluso molestas y
perjudiciales. Si es así, no tengáis reparo en
rechazarlas, porque se supone que deberían ayudaros a
orar de un modo más fácil, más sencillo
y más eficaz, no a complicaros las cosas ni a crearos
más tensión.
Una vez despejado el terreno con estas advertencias
preliminares, comenzaré haciendo la siguiente
afirmación general: la principal razón por la
que la mayoría de las personas hacen muy pocos
progresos en el arte de la oración es que se olvidan
de dar a ésta todas las dimensiones humanas que
requiere.
Me explicaré: somos seres humanos, criaturas
ubicadas en el tiempo y en el espacio. Criaturas que tienen
un cuerpo, que hacen uso de las palabras, que viven en
estructuras colectivas (o comunidades) y que se ven
influidas por emociones. Nuestra oración debe, pues,
contener tales elementos. Necesitamos palabras para orar.
Necesitamos orar con nuestros cuerpos. Necesitamos un tiempo
y un lugar apropiados para la oración... No estoy
sugiriendo que ésta sea una norma general, ni mucho
menos. Lo que digo es que, de ordinario, nuestra
oración necesita todas esas cosas, especialmente en
sus primeras etapas, cuando aún no es más que
una tierna planta en crecimiento; y lo más probable
es que siga necesitándolas cuando ya se ha convertido
en un frondoso árbol, aunque para entonces ya haya
desarrollado su propia identidad y sea capaz de elegir
cuidadosamente entre dichos elementos (el tiempo,
el espacio, el cuerpo, las palabras, la
música, los sonidos, el ritmo, la comunidad, las
emociones...). En esta charla me propongo hablar de algunos
de ellos, comenzando por el cuerpo.
El cuerpo en la
oración
Cierto autor habla de un hombre al que encontró
cómodamente repantigado en su sillón mientras
fumaba un cigarrillo. Nuestro autor le dijo: «Pareces
abstraído en tus pensamientos...» Y el otro le
replicó: «Estoy orando».
«¿Orando?», le preguntó aquél;
«y dime: si el Señor resucitado se encontrara
aquí en todo su esplendor y su gloria,
¿estarías sentado de ese modo?»
«No», respondió el otro, «supongo que
no...» «Entonces», dijo el autor, «en
este momento no tienes conciencia de que está
presente aquí contigo. Por tanto, no estás
orando».
Hay mucho de verdad en lo que dice este autor.
Pruébalo por ti mismo. Un día en el que
sientas aridez o sequedad espiritual, trata de evocar la
imagen de Jesucristo delante de ti, en todo el esplendor de
su resurrección. Entonces permanece de pie (o
sentado, o de rodillas) ante él, con tus manos
devotamente unidas en actitud orante. En otras palabras,
expresa con tu cuerpo el sentimiento de reverencia y
devoción que te gustaría sentir en su
presencia, pero que en ese momento no sientes. Lo más
probable es que, al cabo de un rato muy breve, constates
cómo tu corazón y tu mente están
también expresando lo mismo que expresa tu cuerpo. Tu
conciencia de su presencia se verá intensificada, y
tu tibio corazón empezará a sentir calor. Esta
es la gran ventaja de orar con el cuerpo, de llevar nuestro
cuerpo a la oracion. Hoy está de moda insistir en que
somos seres humanos de carne y hueso, seres corporales;
incluso tienes que oír
cómo algunos te dicen: «Yo no sólo tengo
un cuerpo, sino que soy mi cuerpo».., hasta que llega
el momento de orar. Entonces es como si fueran puro
espíritu o puro intelecto; del cuerpo, sencillamente,
se prescinde.
Comunicación
no-verbal
Muchos psicólogos son conscientes del valor que
tiene el expresar cosas con el cuerpo, en lugar de hacerlo
con palabras. Es algo que he intentado hacer en terapias de
grupo. Y a veces consigo que una persona se comunique con
otra, dentro del grupo, únicamente con los ojos.
«Di algo a tu vecino con los ojos (o con las
manos)», le digo yo. La fuerza comunicativa que se
consigue es casi siempre evidente. A veces la persona dice:
«No puedo hacerlo», y confesará que tiene
miedo a parecer ridícula. Pero muchas veces no es el
sentido del ridículo el que la retiene, sino la
profundidad y la autenticidad de la comunicación que
ello implica; una profundidad y una autenticidad a la que
esa persona no está acostumbrada y que es incapaz de
soportar. Las palabras, en cambio, son un medio más
cómodo de expresión: podemos ocultarnos
detrás de ellas, podemos usarlas (y es lo que hacemos
por lo general) no para comunicarnos, sino para impedir una
verdadera comunicación.
A veces digo al grupo: «Vamos a emplear los diez
primeros minutos de esta sesión en comunicarnos sin
palabras. Emplead los medios que queráis, menos las
palabras, para comunicaros con los demás». Una
vez más, se trata de invitarles a que se comuniquen
con el cuerpo, con los ojos, con las manos, con los
movimientos... Pues bien, la mayoría de las personas
rehusan la invitación, porque les resulta algo
demasiado amenazador. La fuerza y la verdad de esta
comunicación son para ellas realmente
insoportables.
Cuando os retiréis luego a vuestras habitaciones
para orar, intentad hacer lo siguiente: poneos ante una
imagen de Jesucristo, o imaginad que él se encuentra
delante de vosotros. Miradle de un modo suplicante,
permaneced así durante un rato y comprobad qué
es lo que sentís. Luego cambiad esa mirada por una
mirada de amor..., de confianza..., de entusiasmo..., de
aflicción y arrepentimiento..., de abandono... Tratad
de expresar con los ojos estas u otras actitudes. Lo
más probable es que salga muy beneficiada la
intimidad y profundidad de vuestra comunicación con
el Señor.
Podéis también tratar de expresaros
únicamente con el cuerpo. Haced de ello todo un rito.
Ponte a solas en su presencia durante un rato. Luego,
lentamente, levanta la cabeza hasta que tus ojos queden
fijos en el techo. Mantén esa postura unos instantes.
A continuación, eleva poco a poco las manos, con las
palmas hacia arriba, hasta que queden a la altura del pecho.
Déjalas ahí un momento. Luego acércalas
lentamente la una a la otra hasta que queden juntas, siempre
con las palmas hacia arriba, como sosteniendo una patena o
un plato. (También pueden adoptar la forma de un
cuenco o de un cáliz). Esta postura pretende expresar
el ofrecimiento a Dios de la propia persona. Mantén
esa postura durante tres o cuatro minutos, y luego,
lentamente, haz que la cabeza y las manos vuelvan a su
posición primera. A continuación, puedes
expresar de nuevo esta misma actitud de ofrenda repitiendo
el mismo rito (o, tal vez, inventando uno nuevo), o puedes
también pasar a expresar una distinta actitud o
disposición.
He aquí otro ejemplo: mantente erguido en medio de
la habitación, con la vista al frente, como si
estuvieras mirando al horizonte. Luego, poco a poco, alza
las manos hasta la altura del pecho y estíralas hacia
afuera, con los brazos totalmente extendidos en cruz y las
palmas de las manos hacia adelante. Mantente así
durante tres o cuatro minutos. Puedes usar esta postura para
expresar el ardiente deseo de que venga el Señor, o
bien para manifestar una actitud de acogida (referida al
Señor o referida a todos los hombres, tus hermanos, a
quienes quieres acoger en tu corazón).
Un último ejemplo: ponte por un momento en
presencia del Señor. A continuación,
arrodíllate y junta las manos en actitud orante a la
altura del pecho. Permanece así unos minutos. Luego,
muy poco a poco, ponte a cuatro patas, como si fueras una
bestia de carga ante el Señor. Humíllate
aún más, hasta quedar tendido en el suelo, y
extiende los brazos de modo que tu cuerpo adopte la figura
de una cruz. Permanece así durante unos minutos, en
expresión de postración, de súplica o
de impotencia.
No os limitéis a estos ejemplos que os he
ofrecido. Sed creativos y tratad de inventar vuestra propia
forma de expresar, de manera no verbal, la adoración,
la ternura, la aflicción o cualquier otra actitud, y
descubriréis el valor que encierra el orar con el
cuerpo. Ya hace muchos siglos que esto fue observado por san
Agustín, el cual dijo que, por alguna misteriosa
razón que él no alcanzaba a comprender,
siempre que alzaba sus manos en oración notaba
cómo, al cabo de un rato, su corazón se
elevaba hacia Dios. Lo cual me recuerda
que es precisamente esto (alzar sus manos hacia arriba) lo
que el sacerdote hace en la Misa cuando dice:
«¡Levantemos el corazón!»
¡Lástima que no tengamos la costumbre de alzar
todos las manos cuando respondemos: «Lo tenemos
levantado hacia el Señor»!
El cuerpo en
reposo
Lo que he sugerido hasta ahora será de utilidad
para vosotros si queréis usar activamente vuestro
cuerpo en la oración; en otras palabras, si
queréis orar activamente con vuestro cuerpo. O, lo
que es lo mismo, será de utilidad en aquellos
momentos en que recurráis a lo que podríamos
llamar «oración devocional».
Pero hay otra forma de oración (otras muchas
formas, en realidad): la oración de quietud y reposo,
oración de la fantasía y las formas mentales,
en la que el movimiento del cuerpo sería más
un obstáculo que una ayuda. Lo que entonces se
necesita es una perfecta inmovilidad del cuerpo que fomente
la paz y ayude a disipar las distracciones. Para conseguir
esa inmovilidad, sugiero lo siguiente:
Siéntate en una postura cómoda (lo cual no
significa «indolente») y pon las manos en tu
regazo. Toma conciencia de las diversas sensaciones que
ahora voy a mencionar; sensaciones que tú tienes,
pero de las que no eres explícitamente consciente.
Toma conciencia del contacto de tu ropa con tus hombros...
Al cabo de tres o cuatro segundos, fíjate en el
contacto de esa misma ropa con tu espalda, o de ésta
con el respaldo de la silla... Fíjate luego en la
sensación de tus manos que descansan sobre tu
regazo... De tus muslos en contacto con el asiento... De las
plantas de tus pies en contacto con los zapatos... Luego
toma conciencia de tu postura sedente... Y vuelve de nuevo a
los hombros, a la espalda, a las manos, a los muslos, a los
pies... No te demores más de tres o cuatro segundos
en cada una de estas sensaciones.
Al cabo de un rato, puedes pasar a las sensaciones en
otras partes de tu cuerpo. Lo importante es que
sientas esas sensaciones, no que las pienses.
Muchas personas no tienen ninguna clase de sensación
en algunas partes de su cuerpo, o en ninguna de ellas. Lo
único que tienen es una especie de «mapa
mental» de su cuerpo. Por eso, al hacer este ejercicio,
es probable que pasen de una noción o imagen (de sus
manos, de sus pies, de su espalda...) a otra, pero no de una
sensación a otra.
Si permaneces en este ejercicio durante un rato,
comprobarás cómo tu cuerpo se relaja. Si te
pones tenso, toma conciencia de cada una de las tensiones
que experimentas. Comprueba dónde estás
sintiéndote tenso y de qué tensión se
trata; en otras palabras, cómo estás
poniéndote tenso en esa zona concreta...
También esto irá llevándote, poco a
poco, a una mayor relajación física. Al final,
tu cuerpo quedará perfectamente tranquilo y sosegado.
Permanece en esa quietud durante algún tiempo.
Saboréala, descansa en ella... No hagas el más
mínimo movimiento, por muchas ganas que sientas de
cambiar de postura, de moverte o de rascarte... Si las ganas
de moverte aumentan, toma conciencia de ello, del propio
impulso, y éste no tardará en apaciguarse, y
tú volverás a experimentar un gran sosiego
corporal. Este sosiego o quietud constituye una excelente
plataforma para la oración. Pasemos ahora a la
oración en cuanto tal.
Por supuesto que la quietud corporal no va a resolver
todas las dificultades que aún se te van a presentar
en la oración, y entre las cuales ocupan un lugar
destacado las distracciones de la mente. Pero si hay algo
que tu cuerpo puede hacer para ayudarte a combatir dichas
distracciones.
Los que están familiarizados con la
práctica del «yoga» nos dicen que, cuando
logran dominar la postura del «loto», suelen
experimentar un sosiego perfecto, no sólo de su
cuerpo, sino también de su mente. Y algunos llegan a
decir que en esa postura les resulta imposible pensar. La
mente queda en blanco, y lo único que pueden hacer es
contemplar, pero no pensar: hasta tal punto puede influir el
cuerpo en nuestro estado anímico. Ahora bien, la
postura del «loto» es algo a lo que sólo se
llega a base de muchísimo esfuerzo y muchos meses de
disciplina, lo cual, desgraciadamente, está fuera del
alcance de la mayoría de nosotros. Pero, sin
necesidad de dicha postura, todavía es mucho lo que
tu cuerpo puede hacer para ayudarte a combatir las
distracciones.
Una de las cosas que puedes hacer es mantener los ojos
semiabiertos y mirar a un punto situado como a un metro de
distancia. Esto ha demostrado ser de gran ayuda para muchas
personas, que, en cambio, cuando cierran del todo los ojos,
de algún modo parecen tener ante sí una
especie de pantalla en blanco en la que, a
continuación, su mente procede a proyectar toda clase
de pensamientos e imágenes. Mantener los ojos
semiabiertos les ayuda a concentrarse. Naturalmente, es
importante que la vista no vaya de un lugar a otro y que los
ojos no se fijen en un objeto móvil, porque ello
constituiría otro motivo de distracción. Si
ves que el mantener los ojos semiabiertos te sirve de ayuda
en la oración, fijalos en un objeto o en un punto
poco distante y sumérgete en la oración. Una
última precaución: cerciórate de que
tus ojos no se fijan en un objeto luminoso, porque es
probable que ello ocasione una forma mitigada de
hipnosis.
Otra cosa que puedes hacer es mantener la espalda recta.
Curiosamente, el hecho de que la espina dorsal esté
doblada fomenta las distracciones, mientras que, si se
mantiene recta, la distracción es menos probable.
Recuerdo haber oído que algunos maestros
«Zen» saben si sus discípulos están
distraídos o no, simplemente con observar si su
espalda está erguida o encorvada. Ahora bien, yo no
estoy tan seguro de que una espalda encorvada sea indicio
seguro de una mente distraída. En ocasiones, yo mismo
he orado sin distracción alguna a pesar de no
mantener recta la espalda. Pero si creo que una espalda
recta es de gran ayuda para sosegar la mente. De hecho,
algunos monjes tibetanos conceden tal importancia a la
posición erecta de la espalda que recomiendan
tenderse totalmente boca arriba mientras
se medita. ¡ Un estupendo consejo... si no fuera porque
la mayoría de las personas a las que yo conozco se
quedan dormidas a los pocos minutos de haber adoptado
semejante postura!
El problema de la
tensión y el nerviosismo
Por desgracia, hoy son muchas las personas totalmente
incapaces de estar tranquilamente sentadas. Están tan
nerviosas y tensas que el mero hecho de permanecer sentadas
un par de minutos tiende a incrementar su tensión.
Sin embargo, es importante para la oración el que
seamos capaces de estar físicamente tranquilos. Ni
que decir tiene que es posible hacer oración (y, de
hecho, se hace) en movimiento; pero, por lo general, no
será una oración profunda. Tan pronto como una
persona que anda moviéndose de un lado para otro se
ve invadida por un «acceso» de oración
profunda, tiende a quedarse quieta, como si de pronto se
hubiera visto inmersa en un «algo» indefinible. Es
cierto que hay profundas experiencias místicas que le
sobrevienen inesperadamente al ser humano y que le inspiran
a éste un deseo irrefrenable de brincar, danzar y
moverse de un lado a otro; pero esas experiencias son
más la excepción que la norma. De ordinario,
la oración profunda es inseparable de una quietud y
un sosiego corporal. Por eso no te recomiendo que pasees
mientras oras. Pero si, por lo que sea, sientes una fuerte
necesidad de moverte, te recomiendo lo siguiente:
Toma conciencia de esa necesidad o impulso que sientes.
Observa los efectos físicos que ello produce en tu
cuerpo: la tensión, la zona concreta en que sientes
dicha tensión, la resistencia que opones al impulso
de moverte... Si, al cabo de unos minutos, no has logrado
tranquilizarte, entonces camina muy lentamente de un lado a
otro de tu habitación, de la siguiente manera: mueve
hacia adelante tu pierna derecha y sé plenamente
consciente de la sensación de movimiento que
experimentas en tu pie derecho al levantarlo, al posarlo en
el suelo, al sentir sobre él el peso de tu cuerpo...
Luego haz lo mismo con tu pie izquierdo. Tal vez te ayude a
concentrarte el verbalizar internamente esos movimientos:
«Mi pie derecho se levanta... Mi pie derecho avanza...
Mi pie derecho se ....... Mi pie derecho se asienta... Mi
pie izquierdo se levanta... Mi pie izquierdo avanza... Mi
pie izquierdo se ....... Mi pie izquierdo se
asienta...» Esto te ayudará sobremanera a calmar
tus tensiones corporales y tu necesidad compulsiva de
moverte. Trata luego de permanecer durante un rato en una
determinada postura y comprueba si puedes mantenerla el
tiempo suficiente como para orar.
Si, por la razón que sea, resulta que estás
tan tenso y nervioso que todo lo anterior no te ayuda en
absoluto, entonces te sugiero que pasees arriba y abajo en
tu habitación o en un tranquilo rincón del
jardín. Esto puede aliviar tu tensión. Pero
cerciórate de que, mientras paseas arriba y abajo, no
«pasean» también tus ojos de un lado a
otro, porque ello te impedirá concentrarte y orar.
Recuerda, no obstante, que esto no es más que una
concesión temporal a tu nerviosismo, y no dejes de
intentar volver a una postura de inmovilidad y de
acostumbrar a tu cuerpo a permanecer quieto y sosegado.
Hay otra cosa que también puedes hacer si no te es
posible dejar de moverte: orar con tu cuerpo del modo en que
te sugería antes, moviéndolo con gestos lentos
y pausados, o cambiar tu postura cada tres o cuatro
minutos (muy lentamente, eso si, sin
ninguna brusquedad: como los pétalos de una flor al
abrirse). Es muy posible que, al cabo de un rato, consigas
quedarte en una de esas posturas y no tengas ya necesidad de
cambiar.
Tu postura
favorita
Si logras adquirir alguna experiencia en la
oración, no tardarás mucho en descubrir la
postura que mejor se te adapte, y casi invariablemente
adoptarás dicha postura cada vez que ores.
Además, la experiencia te enseñará
cuán acertado es que te atengas a esa postura y no la
cambies con demasiada facilidad. Parecerá
extraño que nos resulte más fácil amar
a Dios o entrar en contacto con El por el hecho de adoptar
una postura y no otra, pero esto es precisamente lo que nos
dice Richard Rolle, un célebre místico
inglés.
Sea cual sea la postura que mejor te resulte para orar
(de rodillas, de pie, sentado o postrado), te recomiendo que
no la cambies fácilmente, aun cuando al comienzo te
parezca ligeramente difícil o dolorosa. Ten paciencia
con el dolor, porque el fruto que obtengas de la
oración merecerá la pena. Sólo en el
caso de que el dolor sea tan intenso que sirva
únicamente para distraerte, deberás cambiar de
postura. Pero hazlo siempre muy suave y lentamente,
«como los pétalos de una flor al abrirse o al
cerrarse», en palabras de un maestro indio de
espiritualidad.
La postura ideal será la que logre combinar el
debido respeto a la presencia de Dios con el reposo y la paz
del cuerpo. Sólo la
práctica te proporcionará esa paz, ese sosiego
y ese respeto; y entonces descubrirás en tu cuerpo un
valioso aliado para tu oración e incluso, a veces, un
estimulo positivo para orar.
La fragilidad de
nuestra vida de oración
Hay personas a las que no les gusta nada que se hable
tanto de «ayudas» para nuestra vida de
oración. ¿Acaso, piensan ellas, es nuestra vida
de oración algo que necesite ser tan cuidado,
protegido y «mimado»? ¿Acaso el estar tan
curvados sobre nosotros mismos, el velar tanto por nuestra
vida de oración y el rodearía de tantos
mecanismos de protección no es exagerar
excesivamente?
Puede que lo sea. Pero lo cierto es que nuestra vida de
oración, como cualquier otra vida en el planeta, es
sumamente frágil; y, cuanto antes logremos
comprenderlo, tanto mejor. La Naturaleza nos ha rodeado de
toda clase de ayudas sin las que no podríamos
sobrevivir. Si, por ejemplo, la presión
atmosférica sobrepasa, por arriba o por abajo, un
determinado punto, o si la temperatura aumenta o disminuye
excesivamente, entonces la vida (animal, vegetal e incluso
humana) se extingue inmediatamente. Necesitamos comer y
beber a diario, y llenar de aire nuestros pulmones cada
minuto, si queremos sobrevivir. Por otra parte,
¡cuántos esfuerzos hace la ciencia médica
para proteger nuestra salud y nuestro bienestar
físico...! Gracias a todas estas precauciones, los
seres humanos podemos hoy vivir más tiempo y
más saludablemente.
Y no es que nuestra vida de oración vaya a
necesitar siempre todas esas ayudas y apoyos. Llegará
un momento en que el tierno arbolito se convierta en un
robusto roble, y entonces podremos resistir los embates de
los vientos de la vida y hasta aprovecharnos de ellos. Pero,
mientras ese crecimiento no se haya producido, deberemos
proteger muy bien el «arbolito», cuidarlo y
alimentarlo constantemente. Tal vez sepamos por experiencia
cuán fácilmente se deteriora (y hasta se echa
a perder por completo) nuestra vida de oración cuando
olvidamos protegerla con el recogimiento, con el silencio,
con la lectura espiritual y con tantas
otras ayudas que, al cabo de un tiempo, parecen resultar
molestas a quienes están impacientes por lograr
resultados y tratan de obtener frutos de un árbol que
no han cultivado laboriosamente.
Escoger un lugar para
orar
Una ayuda para la oración que suele pasarse por
alto es el «lugar». El lugar que escojas para orar
puede afectar enormemente a tu oración, para bien o
para mal. ¿No te ha llamado nunca la atención el
que Jesús escogiera determinados lugares para orar?
Si alguien no tenía necesidad de hacerlo, seria
él, que era el Maestro de la oración y que
estaba en constante contacto con su Padre celestial. Y, sin
embargo, Jesús se toma la molestia de subirse a una
montaña cuando quiere orar largo y tendido. La cima
de una montaña parece ser su lugar favorito para
orar: sube a orar a lo alto de una montaña antes de
pronunciar el Sermón del Monte, o cuando le buscan
para hacerle rey, o el día de la
transfiguración... O bien, acude al huerto de
Getsemaní, que también parece haber sido uno
de sus lugares preferidos de oración. O, simplemente,
se retira a lo que los evangelios llaman «un lugar
desierto». Jesús se aleja y escoge un lugar que
invite a la oración.
Hay, pues, ciertos lugares que parecen favorecer la
oración. La tranquilidad de un jardín, la
umbrosa ribera de un río, la paz de una
montaña, la infinita extensión del mar, la
terraza abierta a las estrellas de la noche o a la belleza
de un amanecer, la sagrada oscuridad de una iglesia
tenuemente iluminada...: todas estas cosas parecen casi
producir por sí solas la oración en nuestro
interior.
Naturalmente, no siempre tendremos la suerte de tener a
mano semejantes lugares, sobre todo los que estamos
condenados a vivir en las enormes ciudades modernas; ahora
bien, si hemos disfrutado alguna vez de esos lugares,
podremos llevarlos siempre en el corazón. Entonces
nos bastará con volver a ellos en la
imaginación para sacar de la oración todo el
provecho que sacamos cuando estuvimos realmente en ellos.
Incluso una fotografía de dichos lugares puede
ayudarnos a orar. Conozco a un santo y muy piadoso jesuita
que posee una pequeña colección de las
típicas fotografías de calendario con
preciosos paisajes y que, según me contó
él mismo, cuando se siente cansado, le basta con
mirar durante un rato una de esas fotografías para
ponerse en trance de oración. Teilhard de Chardin
habla del «potencial espiritual de la materia». Y
es que la materia está en realidad cargada de
espíritu, y éste pocas veces resulta tan
evidente como en esos lugares propicios a la oración,
con tal de que sepamos captar todo el potencial oracional de
que están cargados.
Hemos de tener mucho cuidado de no incurrir en una
especie de «angelismo» que nos haga pensar que
estamos por encima de todas esas ayudas que tales lugares
pueden ofrecernos para la oración. Hace falta
humildad de nuestra parte para aceptar el hecho de que
estamos inmersos en la materia y de que dependemos de la
materia incluso por lo que atañe a nuestras
necesidades espirituales. Recuerdo que, estando yo
todavía en mi etapa de formación, un jesuita
nos decía lo siguiente: «El error que solemos
cometer los jesuitas cuando tratamos de ayudar a los laicos
a orar consiste en pensar que, como nosotros no necesitamos
ayudas para orar, tampoco las necesitan ellos. Pero los
laicos necesitan la ayuda que un ambiente de recogimiento
supone para la oración: el ambiente de una iglesia,
por ejemplo, con sus imágenes y sus cuadros que
tratan de evocar a Dios. Con nosotros, los jesuitas, la cosa
es distinta, porque, debido a nuestra formación
intelectual, podemos en cualquier momento interrumpir
nuestro trabajo en el despacho o en la mesa de estudio y,
allí mismo, sumergirnos en la oración,
rodeados de libros, de papeles y de todo ese ambiente del
trabajo cotidiano». Ahora que ya tengo alguna
experiencia en orientar a jesuitas en su oración y en
su vida espiritual, estoy absolutamente convencido de que
aquel buen padre tenía razón en lo que
decía acerca de los laicos, pero estaba muy
equivocado con respecto a sus hermanos jesuitas, que, a fin
de cuentas, también somos seres humanos, y por eso
tenemos tanta necesidad como los laicos de un lugar y una
atmósfera adecuados para orar; más aún,
tenemos más necesidad que ellos, debido precisamente
a nuestra formación, a veces excesivamente
intelectual.
En los Ejercicios Espirituales recomienda san Ignacio
que, para mejor obtener el fruto espiritual que busca en la
primera semana de los Ejercicios («contrición,
dolor, lágrimas por sus pecados»: EE. 4), el
ejercitante cierre las ventanas de su habitación al
objeto de crear una atmósfera de oscuridad y
recogimiento (cf. EE. 79). Intentadlo también
vosotros. O dad un paso más y encerraros en una
habitación absolutamente a oscuras e iluminadla
únicamente con la débil luz de una vela. Luego
poneos a orar y comprobad si ello afecta a vuestra
oración (tened cuidado, eso sí, de no fijar la
vista en la llama, porque podríais entrar en trance
hipnótico). Supongo que la idea que subyace a la
costumbre de celebrar la cena de Navidad a la luz de las
velas es que esta luz crea una atmósfera que influye
en nuestro estado de ánimo, del mismo modo que la luz
de los tubos fluorescentes crea una atmósfera
totalmente distinta. Fijaos en el efecto que produce en
vosotros un día nublado y el que produce un
día radiante y soleado
después de una semana de lluvia,
cuando todo respira vida y frescor, y comprenderéis
que todas estas cosas «materiales» influyen muy
profundamente en nuestro estado de ánimo. Muchos
santos lo han comprendido así y han obtenido de ello
un gran provecho espiritual.
Orar en el mismo
lugar: lugares «santos»
Quiero sugeriros ahora algo que habrá de
extrañar a quienes no lo han experimentado. Se trata
de que, en la medida de lo posible, oréis en un lugar
como cualquiera de los que os he indicado (un lugar en el
que poder estar en contacto con la naturaleza), o bien en un
lugar «santo», es decir, un lugar reservado a la
oración: una iglesia, una capilla, un oratorio... (Si
esto no fuera posible, reservad al menos un rincón
para la oración en vuestra habitación o en
vuestra casa, y orad allí cada día; ese lugar
adquirirá para vosotros un carácter sagrado, y
al cabo de un tiempo comprobaréis que os resulta
más fácil orar allí que en cualquier
otro lugar).
Poco a poco, iréis desarrollando lo que yo
llamaría un «sentido de los lugares
santos». Comprobaréis cuán fácil
es orar en lugares que han sido santificados por la
presencia y la oración de hombres santos, y
comprenderéis la razón de las peregrinaciones
a dichos lugares. Conozco a personas que son capaces de
entrar en una casa y detectar con bastante precisión
la situación espiritual de la comunidad que la
habita, porque pueden «olerla», percibirla en el
ambiente. A mi mismo me resultaba difícil creerlo,
pero he tenido muchas pruebas de ello, y ahora ya no puedo
dudarlo.
En cierta ocasión hice un retiro bajo la
dirección de un maestro budista que nos dijo que
probablemente nos resultaría más fácil
meditar en la sala de oración que en nuestras
habitaciones. Y, con gran sorpresa por mi parte,
comprobé que era cierto. Él lo atribuía
a las «buenas vibraciones» de aquella sala,
producto de tanta oración como se había hecho
en ella. Yo lo atribuí a la autosugestión, al
hecho de que el maestro lo había sugerido. Cuando,
poco después, dirigí yo un retiro parecido a
un grupo de jesuitas, tuve la precaución de no hacer
sugerencia alguna acerca del lugar de oración. Pues
bien, para mi sorpresa, muchos de aquellos jesuitas vinieron
a decirme espontáneamente que les resultaba mucho
más fácil meditar y encontrar paz y
tranquilidad en la capilla que en sus habitaciones. Recuerdo
también lo que, años más tarde, me
contó un colega jesuita: había dado unos
Ejercicios en cierto lugar, cerca del cual vivía un
«sannyasi» (un santón hindú) que, al
concluir los Ejercicios, fue a verle y le dijo:
«¿Qué hacían ustedes todos los
días entre las nueve y las diez de la noche? Desde mi
casa podía sentir cómo aumentaban las buenas
vibraciones... » El jesuita no salía de su
asombro: todas las noches, entre las nueve y las diez, se
reunían los ejercitantes en la capilla para tener una
«Hora Santa» junto al Santísimo.
¿Cómo podía haberlo detectado aquel
«sannyasi», con la calle de por medio, si nadie
había ido a contárselo?
Lo cual me lleva al punto siguiente: muchas personas
tienen un carisma especial que las induce a orar delante del
Santísimo. De algún modo, su oración se
hace más viva en presencia de la Eucaristía.
Sabemos de algunos santos que han sentido este carisma tan
intensamente que eran capaces, como por instinto, de saber
si el Santísimo estaba o no reservado en un lugar,
aunque no hubiera signos externos que lo revelaran; o que
podían incluso detectar la diferencia entre una forma
consagrada y otra no consagrada, simplemente por ese
especial instinto hacia el Santísimo Sacramento. Tal
vez vosotros no poseáis un carisma o instinto tan
intenso, pero silo suficiente, quizá, como para haber
observado que vuestra oración es distinta cuando la
hacéis delante del Santísmo. Si es así,
os aconsejo que «explotéis» ese carisma,
que no dejéis que se extinga, porque habrá de
proporcionaros enormes beneficios espirituales. Orad ante el
Santísimo siempre que podáis.
Y una última observación acerca del lugar
de oración: sea cual sea el lugar en el que
oréis, procurad que siempre esté limpio.
Recuerdo haber leído un libro budista sobre la
meditación donde se daban instrucciones muy
detalladas y concretas acerca del modo de preparar el lugar
de la misma: «Barrer y fregar cuidadosamente el lugar,
decía el libro, y cubrirlo con una sábana
perfectamente limpia; a continuación, tomar un
baño para purificar el cuerpo y vestirse con ropa
ligera y que esté también perfectamente
limpia; quemar un par de barras de incienso para perfumar la
atmósfera. Entonces puede darse comienzo a la
meditación». ¡ Excelente consejo,
realmente! ¿No habéis observado lo que influye
en la devoción el hecho de celebrar la
Eucaristía en un altar en mal estado, con unos
ornamentos viejos y raídos y con un mantel sucio? No
lo permitáis fácilmente (os sorprenderá
comprobar, si no lo sabéis, lo que pueden hacer un
par de religiosas que se encarguen de estas cosas). Procurad
que esté todo perfectamente limpio (el altar, el
suelo, el cáliz, los candelabros...), usad un mantel
blanco como la nieve y unos ornamentos sencillos, pero
atractivos, ¡ .. .y será como si os hubierais
renovado interiormente!
Recuerdo haber entrado en una pequeña capilla
budista en el Himalaya y ver allí, delante de una
imagen de Buda, unos recipientes de plata, de distintos
tamaños, perfectamente relucientes y llenos de agua
cristalina, cuya sola visión me impresionó, y
sigue impresionándome todavía hoy cuando lo
recuerdo. Aquello bastó para, de algún modo,
sentirme en presencia de Dios.
Prestad atención, pues, al
lugar donde realizáis el culto, y no tardaréis
en comprobar los benéficos efectos que habrá
de producir en vuestra oración.
Ayudas para la
oración: el tiempo
Os decía en una charla anterior que a la
mayoría de nosotros nos cuesta mucho aceptar nuestra
dependencia de la materia y obrar en consecuencia.
Aparentemente, la materia nos pone límites,
concretamente a nuestra libertad; por eso nos resistimos a
escoger un lugar que invite a la oración (¿por
qué no vamos a poder orar en cualquier parte, sin
tener que preocupamos tanto del lugar en que tengamos que
hacerlo?). Nos resistimos también a pedir ayuda a
nuestro cuerpo, a buscar posturas que favorezcan la
oración ¿por qué no va a servir cualquier
postura? ¿Por qué tenemos que depender de
nuestro cuerpo?).
Pero tal vez no haya ninguna dependencia que nos cueste
más aceptar que nuestra dependencia del tiempo.
Sería estupendo que no tuviéramos necesidad de
tiempo para orar; que pudiéramos
«comprimir» toda nuestra oración en un
denso y compacto minuto, y punto. ¡Hay tantas cosas que
hacer, tantos libros que leer, tantos trabajos que realizar,
tanta gente con la que hablar...! Para la mayoría de
nosotros, las veinticuatro horas del día no son
suficientes para hacer todo lo que tenemos que hacer. Por
eso nos parece una verdadera lástima tener que
dedicar una gran parte de ese precioso tiempo a la
oración. ¡ Si fuera posible disponer de una
«oración instantánea», del mismo
modo que tenemos «café instantáneo»
o «té instantáneo»...! ¿No vale
decir aquello de que «todo cuanto hacemos es
oración»...? Seria una estupenda forma de eludir
la dificultad...
Pero, a medida que pasan los meses y los años,
sabemos que esa fórmula, sencillamente, no funciona.
No existe tal «oración instantánea»,
como no existe la «relación
instantánea». Si queremos establecer una
relación profunda y duradera con alguien, debemos
estar dispuestos a darle a esa relación todo el
tiempo que haga falta. Pues bien, lo mismo ocurre con la
oración, que, a fin de cuentas, es relación
con Dios. A medida que pasan los años, constatamos
también que nos hemos engañado a nosotros
mismos cuando hemos intentado tranquilizarnos queriendo
creer que todo cuanto hacíamos era oración.
Habría sido más exacto creer que todo cuanto
hacíamos debería ser oración.
Pero, desgraciadamente, lo que debería ser, y lo que
de hecho es una realidad en la vida de muchas personas
verdaderamente santas, no es una realidad para nosotros.
Simplemente, antes de hacer nuestro ese slogan de que
«todo es oración», no hemos llegado a esa
profundidad de comunión íntima con Dios que es
necesaria para hacer que realmente cada una de nuestras
acciones sea una oración.
Tal vez sea más exacto decir que los dos
principales obstáculos que le impiden orar al hombre
moderno son: a) la tensión nerviosa, que le hace
imposible estarse quieto; y b) la falta de tiempo. El hombre
moderno tiene su tiempo sometido a excesivas y apremiantes
exigencias y, desgraciadamente, es demasiado
propenso a sentir que la oración es
una pérdida de tiempo, sobre todo cuando esa
oración no obtiene resultados inmediatos y
perfectamente palpables para la mente, el corazón y
los sentidos.
El ritmo de la
oración: «Kairós» versus
«Chronos»
A no ser que hayamos recibido del Señor un
especial don para orar (un don que, por lo que me
enseña la experiencia, no es nada frecuente),
tendremos que dedicarle una gran parte de nuestro tiempo a
la oración si queremos hacer progresos en ella y
profundizar nuestra relación con Dios. Aprender a
orar es exactamente igual que aprender cualquier otro arte o
técnica: requiere muchísima práctica,
muchísimo tiempo y muchísima paciencia, porque
hoy estás exultante y mañana estás
abatido, hoy sientes que has hecho grandes progresos y
mañana te preguntas si no te habrás quedado
totalmente atascado; y requiere, además, ser
practicada con regularidad y hasta diariamente. Si quieres
aprender a jugar al tenis o a tocar el violín,
sería inconcebible que un día le dedicaras un
montón de horas, y al día siguiente ni
siquiera pensaras en ello; sería absurdo que
sólo jugaras o tocaras cuando te apeteciera: tienes
que hacerlo con regularidad, te apetezca o no, si es que
realmente quieres que tus manos y todo tu cuerpo se adapten
perfectamente a la raqueta o al arco y si de verdad deseas
desarrollar ese «sexto sentido» que puede
convertirte en un auténtico «virtuoso». Si
te entrenas o estudias «a rachas», de manera
esporádica, es muy probable que ni siquiera consigas
empezar a dominar el arte; sencillamente, estás
perdiendo todo el tiempo que le dedicas. Orar sólo
cuando tienes ganas es tan funesto como jugar
únicamente cuando te apetece... si lo que pretendes
es dominar el arte. Cuanto menos ores, tanto peor
aprenderás a orar.
Hace algunos años se puso de moda una
teoría que fue etiquetada con el nombre de
«Ritmo de la oración» y que, en mi
opinión, hizo mucho daño (a mi vida de
oración ciertamente se lo hizo). Y, aun cuando haya
perdido una gran parte de la popularidad de que gozó
hace años entre sacerdotes, religiosos y religiosas,
tengo la sensación de que aún permanece viva y
sigue causando daño. Por eso quisiera explicarla y
tratar de refutarla. ¡Ojo!: no estoy en contra de toda
teoría conocida con ese nombre de «ritmo de la
oración», sino únicamente contra la
modalidad a la que voy a referirme.
Según dicha teoría, las diferentes personas
están diferentemente constituidas por lo que se
refiere a la oración, del mismo modo que lo
están por lo que se refiere al ejercicio
físico. Es indudable que todo el mundo necesita
realizar una cierta cantidad de ejercicio físico para
conservar la salud. Pero unas personas lo necesitan
más que otras. Unas personas necesitan hacer
ejercicio a diario; otras no: les basta con hacerlo cuando
el cuerpo siente necesidad de ello. El ejercicio regular, el
hacer ejercicio de acuerdo con un programa, parece tan
irracional (aunque quizá no tan nocivo) como el comer
de acuerdo con un programa preestablecido. Hay que comer
cuando se tiene hambre; lo contrario es irracional,
además de perjudicial.
Lo mismo ocurre con la oración, según la
mencionada teoría. No hay ninguna duda de que la
oración requiere tiempo. El problema es determinar
cuánto tiempo... y a qué hora.
¿Deberá ser un largo período de tiempo
cada vez: una hora entera o más? ¿Deberá
hacerse una vez al día o incluso más de una
vez al día? Hacer esto significaría orar de
acuerdo con un cronómetro y no de acuerdo con la
dinámica de la gracia y las propias necesidades
espirituales. Hay dos palabras en griego para referirse al
tiempo: chronos, que hace referencia a la cantidad
(horas, minutos, segundos...), y kairós, que
significa la hora de la gracia, no la hora del reloj. Este
último habría sido el sentido en que
Jesús habría hablado de su «tiempo»
o de su «hora»: habría hablado de su
kairós, del tiempo divinamente
señalado, de la hora de la gracia. Pues bien, dice
esta teoría, oremos no de acuerdo con un horario y un
programa preestablecidos, sino de acuerdo con nuestro propio
kairós personal. Busquemos el tiempo de la
gracia, estemos alerta a la llamada de Dios a orar y a
nuestras propias necesidades espirituales y, cuando suene
esa llamada o sintamos la necesidad, entonces oremos y
démosle a la oración todo el tiempo que haga
falta para satisfacer dicha necesidad o responder a dicha
llamada divina.
La teoría es verdaderamente atractiva, porque
parece bastante razonable. Siento tener que decir que yo
mismo me «convertí» a ella y la puse en
práctica durante algunos años, con no poco
daño para mi vida de oración. Y, de entre los
muchos sacerdotes, religiosos y religiosas a los que he
aconsejado espiritualmente, no sé de nadie que haya
sacado algún provecho de esta teoría.
Permitidme que os explique por qué.
En primer lugar, como ya he dicho, cuanto menos ores,
tanto peor aprenderás a orar, porque siempre lo
dejarás para otro momento. Hay mil cosas que reclaman
nuestro tiempo y nuestra atención: toda clase de
emergencias, de situaciones urgentes, de crisis...; y no
tardas en darte cuenta de que hace muchísimo que no
le dedicas tiempo a la oración, que no oras; que, tal
vez, tu única oración sea la Misa y alguna que
otra función litúrgica. Poco a poco, vas
perdiendo el «apetito», las ganas de orar; tus
«músculos» o tus «facultades»
para la oración se atrofian, por así decirlo;
y, salvo en momentos de verdadero apuro, cuando necesitas
desesperadamente la ayuda de Dios, empiezas a vivir
prácticamente sin orar. Yo sostengo que el hombre es,
esencialmente, un «animal orante». Si fuera capaz
de acallar todo su bullicio interior, si pudiera ser ayudado
a reconciliarse consigo mismo, la oración
brotaría espontáneamente en su corazón.
Sin embargo, el hombre siente también en su interior
una profunda resistencia a orar. Muchas veces se decide a
hacerlo, a reconciliarse consigo mismo, a presentarse ante
su Dios..., pero siente dentro de él una resistencia,
una voz apenas perceptible que le incita a desistir.
¿Acaso no lo hemos experimentado todos nosotros cuando,
después de haber desoído esa voz y habernos
decidido a orar, sentimos una y otra vez la tentación
de renunciar, de marchar de la capilla o del lugar en el que
estamos orando, de abandonar ese mundo desconocido en el que
estamos aventurándonos y regresar a los escenarios,
sonidos y ocupaciones de la rutina cotidiana de ese mundo en
el que nos encontramos más a nuestras anchas?
Y esto me lleva al segundo argumento en contra de la
teoría del «reza cuando te lo pida el
cuerpo». Acabo de decir que el peligro de esta
teoría radica en que cada vez oigas más
espaciada y tenuemente la llamada y te hagas menos sensible
a ella. Y he dicho también que hay otra llamada, la
llamada a huir de la oración, que no deja de
solicitar a nuestra mente. En los Ejercicios Espirituales,
san Ignacio, hablando de esta voz que nos llama a huir de la
oración, dice que constituye una de las experiencias
típicas de la persona que trata de darse a Dios y a
la vida de oración. Dice también Ignacio que
hay períodos de consolación, en los que orar
resulta muy fácil y placentero, y períodos de
lo que él llama «desolación», en los
que se hace excesivamente difícil orar, y uno acaba
perdiendo el gusto por la oración y hasta sintiendo
hacia ella verdadera repugnancia. Cuando esto sucede, dice
Ignacio, lejos de ceder y abandonar la oración con el
propósito de volver a ella cuando el temporal amaine,
debemos considerar que se trata de un ataque del maligno y,
consiguientemente, debemos oponerle resistencia: a) no
reduciendo en lo más mínimo el tiempo que
hemos asignado a la oración; b) no efectuando
ningún cambio en nuestro horario o programa de
oración; y c) añadiendo incluso un tiempo
extra al tiempo que nos habíamos fijado. Este
último consejo suele revelarse sumamente beneficioso
incluso desde el punto de vista psicológico, porque,
cuando sabes que vas a ceder a cualquier tentación en
el sentido de que dejes de orar, es probable que tú
mismo provoques cada vez más ese tipo de tentaciones,
aunque sea inconscientemente; mientras que, cuando la
tentación es combatida enérgicamente y se
incrementa el tiempo de oración, aquélla
tiende, de un modo u otro, a disiparse.
Esta manera que tiene Ignacio de ver las cosas es, desde
luego, diametralmente opuesta a la teoría que estoy
tratando de refutar. Y la propia experiencia os
demostrará la sabiduría de la visión de
Ignacio y los fecundos beneficios espirituales que encierra.
Infinidad de personas me han contado cómo han tenido
que esforzarse en su oración por combatir las
distracciones, resistir la tentación de levantarse y
huir, ignorar la insistente voz que trataba de persuadirles
de que estaban perdiendo el tiempo, reforzar su
determinación de resistir hasta el final durante todo
el tiempo que se habían fijado para orar... y
cómo de pronto, misteriosamente, la situación
había cambiado por completo y se habían visto
inundadas de luz, de gracia y de amor de Dios. Si hubieran
huido al entender que aquél no era su
«kairós», se habrían perdido las
abundantes gracias que Dios había reservado para
dárselas, al final de su oración, como
recompensa a su esfuerzo y a su fidelidad.
Me acuerdo ahora de un estudiante jesuita al que le fue
dado vivir una profunda experiencia de Cristo (una
experiencia que produjo un efecto decisivo en su vida
espiritual) el día en que hizo justamente lo que
acabo de decir: resistir la tentación de sucumbir
ante la repugnancia y las distracciones y de abandonar la
oración. Había ido a la capilla una noche a
cumplir su «deber» diario de dedicar una hora
entera a la oración. Al cabo de diez minutos,
empezó a experimentar lo que ya había
experimentado frecuentemente o, por mejor decir, cada vez
que acudía a la oración: un fortísimo
impulso de levantarse y marchar de allí. Pero aquel
día resistió al impulso, no tanto por un
motivo verdaderamente espiritual cuanto por la
consideración puramente práctica de que no
tenía nada especial que hacer durante aquella hora y
que, por consiguiente, tanto le daba perderla en la capilla
como en su habitación. De modo que aguantó
hasta el final. Y diez minutos antes de que se cumpliera la
hora... sucedió: Cristo entró en su vida y en.
su mente como nunca lo había hecho antes, invadiendo
su corazón y todo su ser con la conciencia cierta de
Su consoladora presencia. He ahí el caso de un hombre
que siempre agradeció profundamente el no haber
seguido lo que podría haber pensado que era su
«ritmo de oración». Y como él hay
muchos. Estoy completamente seguro de que todos vosotros
estáis en el mismo caso; pero no os fiéis de
mi palabra: intentadlo vosotros mismos durante un
período de seis meses y lo comprobaréis.
Y tengo una tercera y última razón para
oponerme a la teoría del ritmo de la oración,
y es la siguiente: cuando una persona ha hecho ciertos
progresos en su vida de oración, es probable que
llegue a lo que los autores denominan la
«oración de fe». Es ésta una forma
de oración en la que la persona, por lo general, no
experimenta ningún tipo de consolación
sensible. De ordinario, siente muchas ganas de orar; pero,
en el momento en que va a hacerlo, tiene la sensación
de «estar en blanco», como si estuviera perdiendo
el tiempo, y generalmente se ve tentada a interrumpir su
oración y dejarla para otro momento. Pues bien, es de
vital importancia que esa persona no deje de orar, sino que
siga insistiendo en ello, aunque tenga la sensación
de estar perdiendo el tiempo. Lo que le está
ocurriendo, aunque ella tal vez no lo sepa, es que
está adaptándose poco a poco a otra clase de
consolación que, en ese momento, no parece ser sino
sequedad; su visión espiritual está
aprendiendo dolorosamente a discernir la luz donde ahora no
parece haber más que oscuridad; en otras palabras:
está adquiriendo nuevos gustos, nuevos sabores en el
terreno de la oración. Si decidiera seguir la
teoría del «ora cuando te apetezca», corre
el riesgo de no sentir ningún tipo de llamada a la
oración o, más exactamente, de sentir la
llamada, pero también de perder toda gana de orar en
el momento de responder a la llamada; y entonces, justamente
cuando está progresando en el arte de orar, cuando
está ascendiendo a un nuevo y superior nivel de
oración, es probable que se dé por
vencida.
Quizá algún día tenga ocasión
de explayarme más sobre las dos últimas
razones (la necesidad y la sabiduría de orar
más, y no menos, cuando nos encontramos en
desolación espiritual, y el complejo asunto de la
«oración de fe»). De momento, me conformo
con hacerlas constar a modo de refutación de la
teoría que hemos venido exponiendo. Pero hay un
punto, bastante relacionado con el tema de la
«oración de fe», que quisiera subrayar. Y
es éste: un hombre verdaderamente espiritual siente
un deseo casi habitual de orar; anhela constantemente
alejarse de todo y comunicarse en silencio con Dios, entrar
en contacto con el Infinito, con el Eterno, con el que es
Fundamento de su ser y nuestro Padre, con la Fuente de toda
nuestra vida, de nuestro bienestar y de nuestra fuerza. No
sé de un solo santo que no haya sentido este
constante deseo, este compulsivo instinto, estas ganas casi
innatas de orar. Lo cual no significa que lo hicieran. De
ningún modo. Muchos de ellos estaban demasiado
ocupados en realizar la obra que Dios les había
encomendado y no tenían tiempo para satisfacer
plenamente su deseo. A pesar de lo cual, el deseo no
desaparecía, sino que originaba en ellos una santa
tensión, de modo que, cuando estaban orando,
sentían la urgencia de andar de aquí para
allá haciendo grandes cosas por Cristo; y cuando
estaban trabajando por Cristo, anhelaban alejarse de todo
para estar a solas con El. San Pablo, aunque en otro
contexto, expresa perfectamente esta tensión cuando,
hablando, no de la oración, sino de su deseo de morir
y estar con Cristo, dice a los filipenses: «Para mi, la
vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Pero, si el vivir
en la carne significa para mí trabajo fecundo, no
sé qué escoger. Me siento apremiado por las
dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo,
lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; mas, por otra
parte, quedarme en la carne es más necesario para
vosotros para progreso y gozo de vuestra fe...» (Flp
1,21-25). Pablo era un hombre sumamente activo,
profundamente comprometido con su trabajo y con la vida de
sus comunidades; sin embargo, sentía esta
tensión entre la necesidad de seguir trabajando y el
deseo de estar con Cristo.
Lo mismo puede decirse de otro hombre extraordinariamente
activo: san Francisco Javier; o de san Juan Maria Vianney,
que tuvo que resistir constantemente la tentación de
dejar su parroquia y hacerse ermitaño para emplear
todo su tiempo en estar con Dios. Este intenso deseo de huir
y estar a solas con Dios hace que toda la vida y la
actividad del apóstol sea una oración; que el
apóstol se encuentre constantemente inmerso en una
atmósfera de oración. El Mahatma Gandhi
solía expresarlo diciendo que podía
perfectamente pasarse días enteros sin ingerir
ningún alimento, pero que no le era posible vivir un
solo minuto sin oración. Y afirmaba que, si se le
privara de la oración durante un solo minuto, se
volvería loco, dado el tipo de vida que llevaba.
Tal vez sea ésta la razón por la que
nosotros no sentimos esa necesidad constante de orar y nos
dejamos seducir por teorías como la que hemos
mencionado: porque no vivimos con la radicalidad con que el
Evangelio nos desafía a vivir por eso no sentimos
constantemente la necesidad del alimento, la ayuda y la
energía que sólo la oración puede
ofrecernos. No «hambreamos» la oración; de
hecho, sólo sentimos tal hambre muy raras veces,
porque tenemos muchas cosas (muchos intereses, muchos
deleites y muchos deseos mundanos; muchos problemas y muchas
preocupaciones) en que ocupar nuestra mente y nuestro
entendimiento. Estamos demasiado llenos de todo eso para
poder sentir el gran vacío de nuestro corazón
y la gran necesidad que tenemos de Dios para llenar.
Tipos de
oración
Santo Domingo
de Guzmán (El Greco)
Los
caminos de la oración son muchos. Se puede orar de
varias formas. Existen muchos modos de entrar en contacto
con Dios. Cada quien elegirá el suyo de acuerdo a su
personalidad, a sus circunstancias personales, a lo que le
llene más espiritualmente en cada momento
determinado.
Las
principales formas de oración son:
Consiste
en repetir con los labios o con la mente, oraciones ya
formuladas y escritas como el Padrenuestro, el
Avemaría, el ángel de la guarda, la Salve.
Para aprovechar esta forma de oración es necesario
pronunciar las oraciones lentamente, haciendo una pausa en
cada palabra o en cada frase con la que nos sintamos
atraídos. Se trata de profundizar en su sentido y de
tomar la actitud interior que las palabras nos sugieren. Es
así como podemos elevar el alma a Dios. Podemos
apoyarnos en la oración vocal para después
poder pasar a otra forma de oración. Todos los pasos
en la vida se dan con apoyos, y la oración vocal es
un apoyo para las demás. La palabra escrita es como
un puente que nos ayuda a establecer contacto con Dios. Por
ejemplo, si yo leo "Tú eres mi Dios" y trato de hacer
mías esas palabras identificando mi atención
con el contenido de la frase, mi mente y mi corazón
ya están "con" Dios.
Un libro
nos puede ayudar mucho en el camino a encontrarnos con Dios.
No se trata de leer un libro para adquirir cultura, sino de
tener un contacto más íntimo con Dios y el
libro puede ser una ayuda para conseguirlo. No se trata de
aprender cosas nuevas, sino de charlar con Dios acerca de
las ideas que nos inspire el contenido del libro.
Hay que
leer hasta que encontremos una idea que nos haga entrar en
contacto con Dios y ahí frenar la lectura
"saboreando" el momento. Es así como se profundiza en
las ideas del libro para escuchar a Dios.
Si cuando
estamos leyendo, se produce una visita de Dios,
abandonémonos a Él.
Al orar
hay algo que nos "llama", una idea en la que sentimos la
necesidad de profundizar. Para profundizar volvemos a la
idea para verla en todos sus aspectos hasta que llegue a
sernos personal, hasta que la hagamos propia. Esta idea
mueve nuestra voluntad, nuestra capacidad para el amor, el
deseo y el afecto. Esta oración debe terminar con un
propósito de vida de acuerdo a las ideas en las que
hemos profundizado en compañía de
Dios.
Consiste
en leer un pasaje del Evangelio, contemplarlo, saborearlo y
compararlo con nuestra vida, tratando de ver qué es
lo que debo cambiar para vivir de acuerdo a los criterios de
Cristo. Al leer el Evangelio nos vamos a familiarizar con
los gestos y las palabras de Cristo, y a comprender su
sentido. Poco a poco iremos cambiando nuestra mentalidad y
nuestra conducta de acuerdo a los criterios del Evangelio.
Comparamos nuestro actuar en la vida con la vida de
Jesús en el Evangelio. Se trata de mirar a
Jesús más que mirar el pasaje del Evangelio,
escuchar su Palabra.
Al orar
de esta forma, hemos pasado de la reflexión que se
detiene a mirar en cada punto a un mirar simplemente a
Cristo.
Para
ponerlo en práctica conviene seguir los siguientes
pasos:
a)
Ponernos en presencia de Dios y ofrecerle nuestra
oración. Leer lentamente la escena del Evangelio para
tener una visión rápida de conjunto, del lugar
donde sucede. Por ejemplo, en Belén, en el templo de
Jerusalén, etc. Después pedirle a Dios que
adquiramos un conocimiento más hondo de Jesús
para amarlo más y poderlo servir mejor.
b) Volvemos
sobre el pasaje evangélico y:
- Vemos a
los personajes que hablan y actúan en el pasaje.
Fijarnos en cada uno en particular viendo primero su
exterior para luego contemplar sus sentimientos más
íntimos, sean buenos o malos. Sacar algún
fruto personal.
-
Después escuchamos las palabras: Penetrar en su
sentido, poner atención a cada una de ellas. Algunas
palabras las podemos escuchar dirigidas a nosotros
personalmente. Sacar un fruto personal.
- Como
tercer punto, consideraremos las acciones: seguir las
diversas acciones de Jesús o de las demás
personas. Penetrar en los motivos de tales acciones y los
sentimientos que los han inspirado. Sacar algún fruto
personal, recordando que la oración nos debe llevar a
la conversión de corazón.
c)
Terminar charlando con Jesús o con su Madre la
Santísima Virgen María acerca de lo que hemos
descubierto.
Dios
está presente en nuestra vida. Los acontecimientos de
la vida son un camino natural para entrar en contacto con
Dios. Es necesario buscar la presencia de Dios en nuestra
vida y descubrir qué es lo que Dios quiere de
nosotros. Esta búsqueda y este descubrimiento son ya
una oración. Estar atentos a lo que Dios quiere de
nuestra vida es hacer oración y nos invita a
colaborar con Él. De esta "mirada" sobre mi vida
nacerá el asombro, el agradecimiento, la
admiración, el dolor, el pesar, etc. De esta manera
nuestra vida entera será una
oración.
Se le
conoce también como silencio en presencia de
Dios.
Este es
el punto donde culminan todos las formas de orar de las que
hemos hablado con anterioridad. Es el momento en que se
interrumpe la lectura, o se deja la reflexión sobre
un acontecimiento, una idea o un pasaje del Evangelio. Se da
cuando ya no hay deseos de seguir lo demás: se ha
encontrado al Señor con toda sencillez,
después de recorrer un camino. Hemos experimentado
interiormente que Dios nos ama a nosotros y a los
demás. Es guardar silencio en presencia de Dios con
un sentimiento de admiración, de confusión, de
gratitud, cuando nos sentimos invadidos por la grandeza de
Dios y su amor hacia nosotros y nos ofrecemos a
Él.
La
oración contemplativa es mirar a Jesús
detenidamente, es escuchar su Palabra, es amarlo
silenciosamente. Puede durar un minuto o una hora. No
importa el tiempo que dure ni el momento que escojamos para
hacerla.
Para
tener una oración contemplativa, debemos:
a)
Recoger el corazón: Olvidarnos de todo lo
demás, encontrándonos con Él tal y como
somos, sin tratar de ocultarle nada.
b) Mirar
a Dios para conocerle: No se puede amar lo que no se conoce.
Al mirarlo debemos tratar de conocerlo en su interior, sus
pensamientos y deseos.
c) Dejar
que Él te mire: Su mirada nos iluminará y
empezaremos a ver las cosas como Él las
ve.
d)
Escucharle con espíritu de obediencia, de acogida, de
adhesión a lo que Él quiere de nosotros.
Escuchar atentamente lo que Dios nos inspira y llevarlo a
nuestra vida.
e)
Guardar silencio: Silencio exterior E INTERIOR. En la
oración contemplativa no debe haber discursos,
sólo pequeñas expresiones de amor. Hablar a
Jesús con lo que nos diga el
corazón.
Thomas Merton
La oración
contemplativa
- Capítulo XV del libro LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA
- Editorial PPC. Madrid 1996. Págs. 117-125
XV
La oración contemplativa es, en cierto
modo, simplemente la preferencia por el desierto, el
vacío, la pobreza. Cuando uno ha conocido el sentido
de la contemplación, intuitiva y
espontáneamente busca el sendero oscuro y desconocido
de la aridez con preferencia a ningún otro. El
contemplativo es el que más bien desconoce que
conoce, más bien no goza que goza, y el que
más bien no tiene pruebas de que Dios le ama. Acepta
el amor de Dios en fe, en desafío a toda evidencia
aparente. Ésta es una condición necesaria, y
muy paradójica, para la experiencia mística de
la realidad de la presencia de Dios y de su amor para con
nosotros. Sólo cuando somos capaces de «dejar
que salgan» todas las cosas de nuestro interior, todos
los deseos de ver, saber, gustar y experimentar la presencia
de Dios, entonces es cuando realmente nos hacemos capaces de
experimentar la presencia con una convicción y una
realidad abrumadoras, que revolucionan toda nuestra vida
interior.
Walter Hilton, un místico inglés
del siglo catorce dice en su Scale of Perfection:
- Es mucho mejor ser separado de la visión del mundo en esta noche oscura, por muy penoso que eso pueda resultar, que morar fuera, ocupado en los falsos placeres del mundo... Porque cuando estás en esa noche, te encuentras mucho más cerca de Jerusalén que cuando estás en la falsa luz. Abre tu corazón al movimiento de la gracia y acostúmbrate a residir en esta oscuridad, intenta familiarizarte con ella y encontrarás rápidamente que la paz, y la verdadera luz de la comprensión espiritual inundarán tu alma...
La contemplación es esencialmente una
escucha en el silencio, una expectación. Y
también, en cierto sentido, debemos empezar a
escuchar a Dios cuando hemos terminado de escuchar.
¿Cuál es la explicación de esta paradoja?
Quizá que hay una clase de escucha más
elevada, que no es una atención a la longitud de
cierta onda, una receptividad para cierto mensaje, sino un
vacío que espera realizar la plenitud del mensaje de
Dios dentro de su aparente vacío. En otras palabras,
el verdadero contemplativo no es el que prepara su mente
para un mensaje particular, que él quiere o espera
escuchar, sino el que permanece vacío porque sabe que
nunca puede esperar o anticipar la palabra que
transformará su oscuridad en luz. Ni siquiera llega a
anticipar una clase especial de transformación. No
pide la luz en vez de la oscuridad. Espera la Palabra de
Dios en silencio, y cuando es "respondido", no es tanto por
una palabra que brota del silencio. Es por su silencio mismo
cuando de repente, inexplicablemente revelándose a
él como la palabra de máximo poder, llena de
la voz de Dios.
Pero no debemos aceptar una visión
puramente quietista de la oración contemplativa. No
es mera negación. Nadie se convierte en contemplativo
sencillamente por «oscurecer» las realidades
sensibles, y permanecer solo consigo mismo en la oscuridad.
En primer lugar, uno que hace eso como un montaje, a
propósito, como conclusión de un razonamiento
práctico sobre el tema, y sin una vocación
interior, sencillamente entra en una oscuridad artificial
que se ha fabricado él mismo. No está solo con
Dios, sino solo consigo mismo. No está en presencia
del Único Trascendente, sino de un ídolo, el
de su propia identidad complaciente. Se ve inmerso y perdido
en si mismo, en un estado de narcisismo inerte, primitivo e
infantil. Su vida es »nada» no en el sentido
misterioso, dinámico, en el que la nada del
místico es paradójicamente el todo de Dios. Es
sencillamente la nada de un ser finito, abandonado a si
mismo en su propia trivialidad.
Los místicos Rhenish del siglo catorce
tuvieron que luchar contra muchas formas heréticas de
contemplación y contra la pasividad de la voluntad
propia, arbitraria, de los que abrazaban la forma quietista
de oración de una manera sistemática,
dedicándose a cultivar simplemente la inercia como si
ella fuera, por si misma, suficiente para resolver los
problemas. De ésos dice Tauler:
- Estas personas han entrado en un camino sin salida. Confían totalmente en su inteligencia natural y están totalmente orgullosos de ellos mismos al hacerlo. Nada saben de las profundidades y riquezas de la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Ni siquiera han formado sus propias naturalezas por el ejercicio de la virtud y no han avanzado en los caminos del verdadero amor. Confían exclusivamente en la luz de su razón y en su falsa pasividad espiritual.
El problema que entraña el racionalismo
es que se engaña a sí mismo en su
racionalización y manipulación de la realidad.
Hace culto del «permanecer sin moverse", como si eso en
si mismo tuviera un poder mágico para resolver todos
los problemas y llevar al hombre al contacto con Dios. Pero
de hecho es sencillamente una evasión. Es una falta
de honradez y seriedad, una banalidad con la gracia y una
huida de Dios. Esto es realmente el "quietismo puro". Pero,
¿podemos decir que algo semejante existe en nuestros
días?
El quietismo absoluto no es un peligro
omnipresente en el mundo de nuestro tiempo. Para ser un
quietista absoluto, uno tendría que hacer esfuerzos
heroicos para permanecer sin hacer nada, y tales esfuerzos
están más allá del poder de la
mayoría de nosotros. Sin embargo, existe una
tentación de una clase de pseudoquietismo que afecta
a los que han leído libros sobre el misticismo sin
entenderlos en absoluto. Y eso los lleva a una vida
espiritual deliberadamente negativa, que no es más
que una dejación de la oración, por ninguna
otra razón que por la de imaginar que, dejando de ser
activo, uno entra en la contemplación. Eso lleva en
realidad a la persona a estar vacía, sin una vida
espiritual, interior, en la que las distracciones y los
impulsos emocionales gradualmente los afirman a expensas de
toda actividad madura, equilibrada, de la mente y el
corazón. Persistir en esta situación de
paréntesis puede llegar a ser muy perjudicial
espiritual, moral y mentalmente.
El que sigue los caminos ordinarios de la
oración, sin prejuicio alguno y sin complicaciones,
será capaz de disponerse mucho mejor para recibir su
vocación a la oración contemplativa a su
debido tiempo, dando por sabido que le llegará su
momento.
La verdadera contemplación no es un
truco psicológico, sino una gracia teologal.
Sólo nos viene en forma de un regalo, y no como
resultado de nuestro empleo inteligente de técnicas
espirituales. La lógica del quietismo es una
lógica puramente humana, en la cual dos más
dos son cuatro. Desgraciadamente, la lógica de la
oración contemplativa es de un orden enteramente
diferente. Está más allá del dominio
estricto de causa y efecto, porque pertenece enteramente al
amor, a la libertad, a los desposorios espirituales. En la
verdadera contemplación no hay "razón por la
que" el vacío nos deba llevar necesariamente a ver a
Dios cara a cara. Ese vacío nos puede llevar de la
misma manera a encontrarnos cara a cara con el demonio, y de
hecho a veces lo hace. Es parte del riesgo de este desierto
espiritual. La única garantía contra el
enfrentamiento con el demonio en la oscuridad, si es que
podemos hablar realmente de algún tipo de
garantía, es simplemente nuestra esperanza en Dios,
nuestra confianza en su voz, en su misericordia.
Ha quedado claro que el camino de la
contemplación no es de ninguna manera una
"técnica" deliberada de vaciarse uno mismo, para
conseguir una experiencia esotérica. Es una respuesta
paradójica a la llamada de Dios casi incomprensible,
lanzándonos a la soledad, zambulléndonos en la
oscuridad y el silencio, no para retirarnos y protegernos
del peligro, sino para llevarnos a salvo a través de
peligros desconocidos, por un milagro de su amor y de su
poder.
El camino de la contemplación no es, de
hecho, camino alguno. Cristo es el único camino, y
él es invisible. El "desierto" de la
contemplación es sencillamente una metáfora
para explicar el estado de vacío que experimentamos
cuando hemos abandonado todos los caminos, nos hemos
olvidado de nosotros mismos y hemos tomado a Cristo
invisible como nuestro camino. Como dice san Juan de la
Cruz:
- Y así grandemente se estorba un alma para venir a este alto estado de unión con Dios, cuando se ase a algún entender, o sentir, o imaginar, o parecer, o voluntad, o modo suyo, o cualquiera otra obra o cosa propia, no sabiéndose desasir y desnudar de todo ello... Por tanto, en este camino, el entrar en camino es dejar su camino; o por mejor decir, es pasar al término y dejar su modo, es entrar en lo que no tiene modo, que es Dios. Porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos, ni maneras, ni menos se ase ni puede asir a ellos... aunque en sí encierra todos los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene todo.
Esto podría completarse con las
palabras que siguen de John Tauler:
- Cuando hemos probado esto en la auténtica profundidad de nuestras almas, nos hace hundirnos y disolver-nos en nuestra nada y pequeñez. Cuanto más brillante y más pura es la luz que se derrama en nosotros por la grandeza de Dios, tanto más claramente veremos nuestra nada y pequeñez. En realidad así es cómo podemos discernir la autenticidad de esta iluminación. Porque es el brillo divino de Dios en lo más profundo de nuestro ser, no por medio de imágenes, no por medio de nuestras facultades, sino en las auténticas profundidades de nuestras almas. Su efecto será hundirnos más y más en nuestra propia nada.
Se pueden sacar dos sencillas conclusiones de
todo esto. Primero, que la contemplación es la
culminación de la vida cristiana de oración,
porque el Señor no desea nada de nosotros más
que convertirse él mismo en nuestro "camino", en
nuestra "verdadera vida". Esta es la única finalidad
de su venida a la tierra para buscarnos, para poder
elevarnos, juntamente con él, al Padre. Sólo
en él y con él podemos alcanzar al Padre
invisible, al que nadie podrá ver y seguir viviendo.
Muriendo a nosotros mismos, y a todas las "maneras",
"lógicas" y "métodos" propios nuestros,
podemos ser contados entre aquellos a los que la
misericordia del Padre ha llamado a sí en Cristo.
Pero la otra conclusión es igualmente importante.
Ninguna lógica propia puede conseguir esta
transformación de nuestra vida interior. No podemos
argumentar que el "vacío" es igual a la "presencia de
Dios", y luego sentarnos tranquilamente para conseguir la
presencia de Dios vaciando nuestras almas de toda imagen. No
es cuestión de lógica ni de causa y efecto.
Tampoco es cuestión de deseo, o de una empresa
proyectada, o de nuestra propia técnica
espiritual.
Todo el misterio de la oración
contemplativa simple es un misterio de amor divino, de
vocación personal y de don gratuito. Esto, y
sólo esto, consigue el verdadero
«vacío», en el que ya nada queda de
nosotros mismos.
Un vacío deliberadamente cultivado,
para llenar una ambición espiritual no responde en
absoluto al concepto de vacío espiritual. Es la
plenitud de uno mismo. Tan lleno que la Luz de Dios no tiene
sitio alguno por donde poder penetrar. No hay grieta ni
rincón abandonado donde algo pueda encajarse en ese
duro corazón, fruto de la autoabsorción, que
es nuestra opción de vivir centrados en nuestro
propio ser. Y, en consecuencia, cualquiera que aspire a
convertirse en contemplativo debe pensarlo dos veces antes
de ponerse en camino. Quizá la mejor forma de
convertirse en contemplativo seria desear con todo el
corazón ser cualquier cosa menos contemplativo.
¿Quién sabe?
Pero, naturalmente, tampoco eso es verdad. En
la vida contemplativa, ni el deseo ni el rechazo del deseo
es lo que cuenta, sino sólo aquel "deseo" que es una
forma de "vacío", que asiente con lo desconocido y
avanza tranquilamente por donde no ve camino alguno. Todas
las paradojas acerca del camino contemplativo se reducen a
ésta: estar sin deseos significa ser llevado por un
deseo tan grande que es incomprensible. Es demasiado grande
para ser completamente sentido. Es un deseo ciego, que
parece un deseo de "la vaciedad", sólo porque nada
puede contentarlo. Y porque es capaz de descansar en la
vaciedad, entonces, relativamente hablando, descansa en la
vaciedad. Pero no en una vaciedad como tal, en una vaciedad
por si misma. Realmente no existe tal entidad como pura
vaciedad, y la vaciedad meramente negativa del falso
contemplativo es una "cosa", no la "nada". La «cosa"
que se reduce a la oscuridad misma, de la cual todos los
demás seres están excluidos deliberadamente y
por todos los medios.
Pero la verdadera vaciedad es la que
trasciende todas las cosas, y aún es inmanente a
todas ellas. Porque lo que parece vaciedad en este caso es
puro ser. O al menos un filósofo podría
describirla así. Pero para el contemplativo es otra
cosa. No es ni ésta ni aquélla. Todo lo que
digáis de ella es diferente a lo que se decía.
Lo propio de la vaciedad, al menos para un cristiano
contemplativo, es puro amor, pura libertad. Amor que
está libre de todo, no determinado por nada, o visto
en alguna clase de relación. Es un compartir, a
través del Espíritu Santo, en la infinita
caridad de Dios. Y así, cuando Jesús dijo a
sus discípulos que amaran, se refería a una
forma de amar tan universal como la del Padre, que
envía su lluvia lo mismo sobre justos que sobre
pecadores. "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto." Esta pureza, libertad e indeterminación
del amor es la auténtica esencia del cristianismo. A
esto aspira sobre todo la vida monástica.
Pequeño tratado de
oración contemplativa
para buscadores solitarios de Dios
ALGUNOS
CONSEJOS A LA HORA DE USAR UNA IMAGEN
Una
imagen es una obra de arte destinada a propiciar la
oración y la contemplación. No es por lo tanto
un objeto de decoración o de adorno.
Ha sido creada para ayudar a los creyentes en la plegaria
individual, familiar o de pequeños grupos.
Mantenla oculta siempre que no estés en
oración y evita que lo profanen miradas de otras
personas o las tuyas propias cuando no estás
orando.
No es un objeto para enseñarlo a las amistades ni una
decoración exótica para la casa.
Es una evocación de lo Sagrado a través de una
imagen.
Antes de elegir un icono, una imagen o una figura, mira bien
si realmente evoca en ti lo Sagrado. No tengas prisa en
elegir. Tómate todo el tiempo que haga
falta.
Un icono, una figura, una imagen, un templo o cualquier
lugar de oración no es imprescindible;
afortunadamente Dios está en todas partes; pero lo
que tienes que ver es si tú lo ves en todas partes.
Si es así, no te hace falta ningún elemento
externo de ayuda, pero tienes que ser muy sincero y si no es
así, y resulta que una imagen, un icono, determinadas
iglesias o cualquier otro elemento te ayuda a evocar la
presencia de lo Sagrado, entonces es bueno y sabio el que lo
utilices.
ALGUNOS
CONSEJOS SOBRE LA ORACIÓN
En la oración no se trata de pedir cosas a Aquel que
todo conoce. La oración no es para decirle a Dios lo
que quieres sino para escuchar lo que Él quiere para
ti y que no es otra cosa que compartir lo que Él es:
Tranquilidad profunda, Beatitud, Paz, Bondad, Belleza, Amor
...
No se trata de pedir cosas sino de comprender que no
necesitas nada más que la presencia de Dios y
descansar en esa morada llena de sus cualidades.
Antes de orar debes de comprender que detrás de todos
tus deseos de objetos o de situaciones del mundo, solo hay
un deseo: la paz profunda. Y ese deseo último que
tanto anhelas y que proyectas en los objetos y situaciones
del mundo solo lo puedes obtener en la interioridad. La
tranquilidad y la plenitud solo están en tu
espíritu, que es el espíritu de
Dios.
Una persona se pone a orar cuando ha comprendido claramente
la futilidad y la relatividad de todos los objetivos
convencionales humanos que, aún teniendo su
importancia relativa, no pueden darle la paz profunda, la
plenitud que todo ser humano anhela con nostalgia. Es
comprendiendo claramente esto, bien sea por la propia
inteligencia, o movido por las constantes dificultades de la
vida, cuando uno se acerca a la Paz, la Belleza, la Bondad,
la Plenitud y la Alegría que proporciona el contacto
con lo Absoluto y con lo Sagrado a través de la
oración en su calidad más
contemplativa.
Sumergirse en el "acto orante" es el síntoma
más claro de que se ha llegado al discernimiento
(entre lo verdadero y lo falso), al desapego (de las cosas
del mundo), a la sumisión (a la presencia de Dios), a
la humildad (respecto a nuestra capacidad humana), a la
sabiduría (habiendo comprendido donde está la
plenitud y el gozo verdaderos), a la caridad (al abrazar en
nuestra oración a toda la creación), y a todas
las demás virtudes... Todas las virtudes están
contenidas en la oración.
Orar es un acto simple de colocación ante la
presencia de lo Sagrado.
No te compliques con rituales ni con palabrería o con
lecturas excesivas. Orar es muy sencillo, no hace falta que
te leas todos los libros que hay sobre el tema. Se trata de
orar, no de leer sobre ello. Vale más un minuto de
presencia en lo Sagrado que un año de lecturas sobre
la oración.
El rato de oración es un paréntesis de
tranquilidad en tu vida. Nunca tengas prisa. La prisa, la
ansiedad, la complicación y la dispersión son
los mayores enemigos del espíritu. Mantenlos a raya
cueste lo que cueste. Nunca te dejes llevar por ellos.
Mantente todo el tiempo que haga falta hasta que reconozcas
la presencia de lo Sagrado. Esto puede llevarte desde unos
pocos minutos hasta horas. Ten paciencia y
espera.
Evita hacerlo de manera mecánica y rutinaria; hazlo,
no por obligación, sino por devoción. Eso te
coloca en una actitud y en una atmósfera totalmente
diferentes.
El pensamiento racional puede llegar a ser un gran enemigo
del espíritu. No pienses, razones ni elucubres sobre
lo que haces. Simplemente hazlo; simplemente reza. Entra en
esa atmósfera, no pienses sobre ella. El pensamiento
no entiende esos estados y antes, durante o después
de la oración, pondrá todo tipo de
impedimentos y de razonamientos haciéndote ver lo
absurdo de la práctica. El pensamiento
empleará todo tipo de argumentos de lo más
convincentes e ingeniosos. ¡No hagas caso al
pensamiento! Diga lo que diga la mente, tú
continúa con tu práctica de
oración.
Ten en cuenta que esto te sucederá, incluso,
después de muchos años de práctica y de
frecuentación de esos "lugares del Espíritu".
Muchos son los testimonios de personas de oración y
de vida interior que así lo confirman. Nunca hagas
caso a esos pensamientos. La mente pensante,
hiperdesarrollada en las personas actuales, no puede abarcar
ciertas moradas y se resiste con todas sus fuerzas poniendo
una barrera que debemos vencer con perseverancia e
inspiración.
* *
*
Enciende una vela delante del Oratorio y siéntate en
el suelo, con las piernas cruzadas, sobre los talones o en
un banquillo, según prefieras.
Puedes permanecer así desde unos minutos.... hasta el
día entero. No hay límite para la
adoración. Acuérdate del consejo
evangélico de «permanecer en oración
constante».
Preferentemente puedes rezar el Santo Rosario o el Ave
María, haciéndolo con tranquilidad y dejando
que en tu alma se reproduzca la receptividad de la Virgen
María ante el anuncio del Ángel.
También puedes emplear una invocación
más simple como por ejemplo:
AMOR
PADRE
DIOS
¡¡ TE AMO
!!
La repetición se irá uniendo, poco a poco, a
la respiración: AMOR al tomar aire, AMOR al
expulsarlo.
Puede llegar un momento en el que el aliento en sí,
se transforma en oración. El contenido de la palabra
se trasvasará al aliento, al cuerpo y al mundo.
Entenderás lo que es «ver a Dios en las formas y
las formas en Dios».
Si decides usar otra plegaria, mira que sea una sencilla
frase o palabra que evoque en ti lo Sagrado y que
repetirás con tranquilidad dejándote impregnar
por su sabor.
Puedes centrar tu atención en el corazón. Eso
enraíza la oración en el cuerpo y despeja a la
mente del continuo pensamiento. De esa manera el
espíritu se "corporaliza" y el cuerpo se
"espiritualiza". En el corazón vivirá entonces
una llama orante permanentemente encendida; como una luz que
señala donde hay un "templo vivo de Dios".
Puedes abrir los ojos de vez en cuando un momento y mirar a
la imagen que te inspira, de manera que añadas un
impulso más hacia las alturas a través de la
visión.
No fuerces la plegaria, ni mucho menos la
respiración. Una de las claves fundamentales de la
oración está en aprender la manera en que la
plegaria "suceda" por sí misma, a su propio ritmo,
"se rece" en ti, lo mismo que la respiración "ocurre"
sin ningún esfuerzo.
Los momentos más propicios para la oración son
el amanecer y el anochecer (los tradicionales momentos de
Laudes y Vísperas), pero puedes hacerlo en cualquier
otro momento del día o de la noche.
Con el tiempo la oración se irá haciendo
continua en tu vida, tanto la «Oración
Verbal» cuando sea posible, como la «Presencia en
el Sabor de lo Sagrado» que se mantendrá como
plano de fondo a lo largo de todo el día.
Sobre ese sagrado "lienzo de fondo" verás que se van
dibujando las situaciones, los movimientos, las
conversaciones, el trabajo etc... Toda tu vida
quedará cubierta por el manto de tranquilidad de lo
Sagrado e iluminada por la "dorada luz del Tabor"; un gran
manto de tranquilidad, lucidez, comprensión y gracia
que irá abarcando las situaciones, los paisajes, las
personas en cada momento de tu vida.
También con el tiempo esa invocación, ese
sabor o esa luz, se mantendrán por la noche durante
los sueños.
Si sois una familia, acostumbraros a orar juntos al
atardecer o antes de dormir. ¡Apaga la
televisión y enciende el Oratorio... tu alma te lo
agradecerá!
A los niños les resulta muy fácil la
oración siempre y cuando no se les complique con
palabrerías inútiles o con doctrinas que no
llegan a comprender. Enséñales a orar con el
Padre Nuestro o con una invocación simple. Ya
tendrán tiempo para doctrina y teología
más adelante. Los niños captan
magníficamente el "sabor" de lo Sagrado y les deja un
recuerdo indeleble en sus almas. Valen más unos
minutos de oración contemplativa todas las noches
&endash;viendo además el ejemplo de sus
padres&endash; que todas las explicaciones teóricas
que se les pueda dar. Cuando sean mayores te
agradecerán las horas pasadas en esa atmósfera
sagrada en vez de viendo la televisión. Habrás
sembrado una semilla de paz, alegría y plenitud con
unas consecuencias que ni siquiera imaginas
ahora.
Si en periodos largos de oración sientes molestias en
el cuerpo, aprende a moverte muy lenta y armoniosamente.
Inclínate hacia delante, hacia los lados o
extiéndete hacia atrás. Haz, armoniosa y
lentamente, torsiones hacia los lados o cualquier otro
movimiento que te alivie las molestias. Aprende a moverte
tan suavemente que el movimiento no perturbe el estado de
oración. Así el movimiento también
será oración e invocación.
De la misma manera que una palabra o una frase pueden
invocar y evocar lo sagrado, también un movimiento,
un gesto o la evocación visual de una imagen pueden
hacerlo. Si sinceramente ese es tu caso hazlo así,
pero no lo hagas por estar a la moda o por ser original;
mira si eso realmente te sitúa en presencia de lo
Sagrado. A fin de cuentas lo que importa es llegar a la
presencia de Dios y el vehículo que empleemos para
ello será, simplemente, aquel que más nos
ayude a ese fin.
Reconocerás la presencia del Espíritu por sus
frutos. Ahí donde aparezca una Alegría sin
motivo mundano, una Bondad desinteresada, un Amor en estado
puro y sin excepciones, una Belleza que todo lo abarca con
su manto, una Paz interior y un Agradecimiento
independientes de las circunstancias exteriores, ahí
estará sin duda el Espíritu.
Cuando aparezca esa Alegría sin objeto,
contémplala, quédate mirándola;
permanece en esa vivencia durante todo el tiempo que puedas,
minutos, horas o días. Cuando aparezca la Bondad,
contémplala, quédate impregnándote de
esa vivencia; quédate con ella todo el tiempo que
puedas. Así con todas las demás cualidades
divinas: el Amor, la Libertad, la Misericordia, la
Infinitud, el Silencio, la Paz profunda, etc... Conforme
vayan apareciendo en la oración, quédate
contemplándolas y así irán tomando cada
vez más presencia en tu vida.
También reconocerás la presencia de lo Sagrado
cuando al intentar describir la vivencia aparezcan las
paradojas. Expresiones como: una "vacuidad plena", una
"plenitud sutil", un "silencio sonoro", una "densidad
ligera", una "soledad acompañada", etc. denotan que
se ha visitado ese lugar donde mora el
Espíritu.
A veces también lo puedes reconocer por algunos
cambios físicos: notarás un cambio en la
respiración que tomará una calidad
"diferente", más profunda o más intensa o
más lenta, según el momento o las personas.
Puedes notar también algunos cambios en la calidad de
la mirada, o en la relajación de la columna o de los
plexos nerviosos. Pero todos estos cambios, si es que
ocurren, ocurrirán de manera espontánea y como
consecuencia de la profundización, no puedes
forzarlos ni fingirlos desde afuera.
De la oración contemplativa al silencio contemplativo
solo hay un paso. No fuerces el silencio; llegará de
forma natural cuando el alma quede impregnada del
Espíritu en una unidad. Entonces, de manera natural,
cesará la repetición de la plegaria y te
mantendrás en la simple presencia silenciosa. No
quieras, por orgullo, llegar a lo más alto y
permanece tranquilamente ahí donde Dios te ha puesto
y donde puedas sentir su presencia. En estos tiempos es una
pena que muchas personas con gran capacidad y
vocación de interioridad, por querer llegar
directamente al último peldaño de la
unión mística.... ni siquiera alcancen el
primero de paz interior. El silencio forzado será un
silencio "vacuo", desprovisto de gracia, y que no tiene
ningún sentido espiritual. Con frecuencia, incluso,
se convierte en algo angustioso. Eso en vez de acercarte al
Cielo, te deja a las puertas del Infierno. El silencio en
sí mismo no es el objetivo, sino la presencia de
Dios. La presencia de Dios viene acompañada de
silencio, pero el silencio no siempre es acompañado
por la presencia de Dios.
La palabra caerá como una fruta madura cuando
aparezca lo que ella invoca. Entonces reposa y descansa en
ese Santo Silencio, en esa Santa Presencia. Cuando veas que
ese perfume desaparece, cuando veas que vuelve la inquietud
o la sequedad, entonces vuelve a la palabra hasta que el
fuego se avive de nuevo. Una y mil veces.
Por otra parte no debes forzar la oración verbal, la
palabra, cuando veas que el silencio te ha tomado o
esté llamando a tu puerta. En esos momentos, incluso
la palabra que te elevaba puede convertirse en un estorbo y
hacerte descender de esa «ligereza plena». No
tengas miedo al silencio. La simple presencia, o el simple
aliento son oración cuando están impregnados
de Gracia.
Si tienes la bendición de encontrar un maestro de
oración aprende de él, será una gran
suerte. Desgraciadamente en los tiempos que corren, esto es
cada vez más difícil por no decir imposible.
Esto no debe desanimarte, confía en la
inspiración y en la ayuda del Espíritu Santo y
haz el camino en soledad. Si no tienes ayuda en la tierra
confía en la ayuda del Cielo. La ayuda para el
espíritu llega a raudales a las pocas personas que,
en este profanado mundo de hoy en día, optan por una
orientación interior. Con el tiempo puede que
encuentres a algunas pocas personas como tú. Os
reconoceréis enseguida.
Aunque estés en soledad, ponte en camino y ora en
soledad. El mundo del espíritu ha estado desde
siempre lleno de ermitaños y solitarios, y ahora, con
el actual descalabro espiritual, sigue estándolo
aunque permanezcan ocultos en las ciudades. Si lo puedes
hacer en grupo o en familia hazlo así, pero sea cual
sea la situación no dejes de meditar, orar y
contemplar lo Sagrado.
No puede un ser humano hacer acto más bello que la
oración. Sumergirse en el acto orante es sumergirse
en la belleza que encierra dicho acto... El abandono y la
entrega al acto orante es la mayor belleza que puede
acompañar nuestra vida; esa entrega... esa
rendición ante lo que nos sobrepasa...
Uno puede optar por cubrir su vida con un manto de belleza o
permanecer en la sequedad, el desasosiego, la inquietud, la
fealdad o en la amargura. En algún momento de tu vida
tendrás que optar por lo uno o por lo otro,
más allá de ideologías, argumentaciones
y razonamientos de la mente pensante.
Merece la pena apostar por lo primero y que tu paso por este
mundo esté acompañado de la Luz, el Calor y la
Belleza de lo Sagrado, convirtiéndote así en
un foco de irradiación de esas cualidades para tu
entorno.
Si tu impulso y tu vocación son fuertes, esa
opción se hará de una vez y para siempre. Pero
lo más habitual es que esa opción sea un gesto
que se renueva cada día o cada momento del día
en una apuesta y una decisión constante.
Hay momentos de "sequedad" interior; cuando la "noche
oscura", el desánimo y la aspereza invaden cada
célula. En esos momentos lo mejor es poner orden en
la vida exterior y mantener un "mínimo" de
oración. Pueden bastar tres minutos a la
mañana y tres a la noche. Eso no cuesta ningún
esfuerzo a pesar de que estemos en plena "noche oscura".
Aunque te parezca poco, eso es mejor que nada. En esos
momentos tienes que ser humilde y reconocerte en tu
humanidad. No puedes en ese estado ponerte metas muy altas;
se como un niño, Dios no te pide nada más
allá de tus posibilidades actuales.
Comprobarás como tan solo tres avemarías
pueden obrar milagros...
ALGUNOS
CONSEJOS PARA CUANDO SE HACE ORACIÓN EN
GRUPO
Si en algún momento tienes la bendición de
encontrar otras personas que, como tú, también
practican la oración contemplativa, puede ser
positivo el reunirse para orar en común algún
día de la semana o quizás en períodos
más largos como un fin de semana.
Cuando varias personas se reúnen es necesario un
mínimo de estructuración para que la
reunión pueda ser espiritualmente productiva y no
termine por ser un desorden y una dispersión
totalmente antiespiritual. Recuerda que la belleza y el
orden son un reflejo y una cualidad de lo
Absoluto.
Al tomar cualquier decisión, hasta la más
mínima, o hasta la que parezca sin ninguna
importancia, no perdáis nunca de vista el objetivo de
«estar en presencia de lo Sagrado». Comprobar si
aquella decisión realmente es buena para favorecer la
presencia de Dios o no.
Hay que ser muy sincero y muy tajante en esto porque de ello
depende la eficacia espiritual del grupo.
Tanto en el caminar solitario como cuando se hace en
pequeños grupos, es posible y puede ser incluso
recomendable la practica del Oficio Divino o la simple
salmodia del Salterio como fuente de gracia, de
inspiración y, cuando se hace en grupo, como
oración compartida. Esto se puede hacer al comienzo
del periodo de práctica y sin que llegue a ser la
parte predominante, de manera que la mayor parte del tiempo
sea de oración interior.
Los salmos se pueden recitar en grupo simplemente con el
tono normal de lectura, pero todavía mejor es hacerlo
con la entonación gregoriana que es muy sencilla de
aprender y practicar, y que además crea una
atmósfera mucho más contemplativa.
En reuniones de varios días, y si esto fuera posible,
se puede incluir la celebración de la
Eucaristía. Hacerlo de la manera más austera.
Hacerlo sin prisa. Que no se pierda el sabor interior orante
durante la celebración.
De utilizar cánticos, que sean gregorianos, evitando
esa clase de músicas emocionales y dulzonas que se
acostumbran hoy en día y que no favorecen para nada
la elevación espiritual. No confundáis una
subida emocional o sentimental, con la ascensión
espiritual. Es mejor no emplear cantos antes que emplearlos
mal. Si no conocéis la música gregoriana mejor
hacerlo con la simple y austera palabra, y con abundantes
momentos de silencio.... la mejor de las
músicas.
Al estar en grupo es mejor marcar unos periodos de
oración que resulten adecuados para el grupo. Alguien
se encargará de marcar el tiempo con un toque de
campana y si se hace la salmodia, alguien se
encargará de dirigirla mínimamente.
Sobre todo nada de complicación y de
dispersión. Lo más simple es lo más
eficaz. Si a la simple oración se añaden
algunos elementos es con el fin de facilitar la presencia
del Espíritu, la inspiración, o el
funcionamiento grupal, pero no es para nada obligatorio. Si
no es necesario añadir nada, tanto mejor; y si se
hace, que sea para mejorar la calidad de transparencia
interior no para difuminarlo todo con decoraciones o
emocionalidades.
El lema de un grupo contemplativo orante debe de ser el
tradicional monástico de «Soledad
compartida».
Inicien siempre con la oración dada a María La Inmaculada Concepción.
“SEÑORA Y MADRE nuestra.
María. La Inmaculada Concepción, te suplicamos que intercedas por
nosotros ante el Santo de los Santos, la Trinidad Santísima, para que
nos de fervor y corazón dispuestos a las inspiraciones y gracias del
Espíritu Santo.
Todo por los méritos de la
Sangre de Cristo, el Cordero de DIOS que quita los pecados del mundo, en
su Nombre; por la acción del Espíritu Santo y por tu entrega y oración.
Amén.”
- Si están en grupo, divídanse, inmediatamente, en” células trinitarias de oración”, repitiendo: Somos esclavos de la Esclava de DIOS, de la Orden Trinitaria, amén”.
(Igual hagan en la oración individual).
- Una vez reunidos y sin pérdida de tiempo digan, cerrando los ojos, para mayor recogimiento y gracias:
- Espíritu Santo bendito: penetra profundamente en mí para hacer una nueva creación. (Repítanlo tres veces).
- Después de una pausa breve, o más o menos breve, según lo sientan digan: “DIOS mío”, “me abandono en Ti”. (siete veces también).
- Tras breve silencio:
“DIOS Padre, DIOS Hijo, DIOS
Espíritu Santo, Santísima Trinidad: Haz en mí tu Voluntad e impúlsame a
hacerla” (siete veces también). Concluyen repitiendo; Amén.
Abren los ojos, tras una breve pausa (más o menos larga, según lo sientan. Pues el Espíritu estará en ustedes y Él los guiará).
- Vuelvan entonces al grupo general sin deshacer las células. Pues deben mantener el clima de oración. Esto es, de disponibilidad y de abandono.
De silencio interior y de vacío y entrega disponible, para llenarse de modo personal y colectivo.
- El pastor o guía del grupo, señalado para el acto, lea entonces una de las actas o parte de ellas, o parte de un Evangelio y reflexionen, según el Espíritu les guíe.
- Esto, de este modo, para las reuniones de estudio que serán una o dos por mes.
- Haya otras reuniones de oración semanales de modo regular, para crecer en oración y respirarla. Esto es: vivir en estado de oración.
- La necesidad y las circunstancias pueden aumentar la frecuencia, hasta hacer de cada uno de ustedes, individuos orantes en sus actividades.
- Esto es: con estilo de vida consecuente.
Un modo de vivir y de hacer.
- No malgasten su tiempo.
- No dejen de cumplir con sus deberes y actividades propias, personales y de estado.
- El modo de orar, como se indica, debe hacer de ustedes, por la acción del Espíritu Santo, en ustedes creaturas ejemplares.
- Sean noticia feliz de un orden nuevo.
- Esto es: del Reino.
- Muestren que el Reino es posible y saludable, ahora y aquí, con el modo de vivir y hacer de ustedes.
- Sean irreprensibles.
- Cuando obren mal, pidan perdón.
- Si contra ustedes mal se hace, perdonen.
- No se cansen de dar pasos constantes de reconciliación.
- Por esto, amen.
- Muestren el amor ustedes de modo espontáneo y normal, con el modo prudente de entregarse.
- Bendigan siempre.
- La Bendición sea de este modo:
- A ustedes en sí, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y uniéndose a María Santísima la Inmaculada Concepción cuya gracia y compañía invocarán.
- A sus familiares inmediatos con quienes vivan en la misma forma. Todos los días y con la frecuencia que les sea posible, hasta crear el hábito en ustedes de bendecir, perdonar y amar, que todo se produce así por el esfuerzo del Espíritu en ustedes si tal lo hacen. Y este modo, sea con ustedes y con todos y con todo.
- Bendigan los ambientes que comprenden personas, ideas y circunstancias concurrentes.
- Bendigan las actividades.
- Bendigan la naturaleza y el cosmos.
- Sean ustedes bendición permanente para todo y para todos.
- Respiren bendiciones. Esto es: Amor.
El amor es bendición; porque
presencia de Nosotros es. Esto es: deben ustedes, dar de ustedes. Darse
al modo Mío y como Yo: Darse ustedes sin esperar la recompensa.
- Traten de adquirir los de mi Orden este hábito.
- Estimúlense, los unos a los otros a hacerlo.
- Muévanse los unos a los otros a hacerlo, a experimentarlo y practicarlo.
- Traten, individual y colectivamente de vivir esto, hasta hacerlo tan natural y tan normalmente, como respirar, y como, aun sin darse cuenta y sin pensarlo, en ustedes, fluye la sangre entre sus venas.
- Si tienen problemas que los llenen de odio, individual y colectivamente, considérenlos en oración. Trátenlos en oración, no en innecesarios análisis y disgreciones; sino en orante y decidida entrega sino en constante y decidida entrega, como aquí ya se ha escrito: involucrando nuestra asistencia, sin descanso y solo eso. Porque solo eso basta. Y, Yo, Nosotros, el Santo de los Santos, DIOS, tu DIOS, el Único y El Cordero de DIOS que quita los pecados del mundo, El Santo de los Santos, La Trinidad Santísima, vendrá a ustedes y dará la solución indispensable.
Oren le he dicho.
Oren, Oren, Oren.
El modo de hacerlo es este y
para esto, para crear hábitos de amor,
climas de amor, un modo de amor, esto es; el amor que da
la paz. La única y verdadera paz y la que no es del mundo y que solo
DIOS da.
- No se reúnan para juzgar a los demás.
- Háganlo para amar. Para esto, reúnanse cuanto sea necesario y ustedes en particular, para esto, oren.
- No se detengan a compadecerse.
- Sigan con la cruz que Yo les mando: la del amor. El amor es la cruz que para ustedes quiero y, no es la más fácil y la que menos cuesta y pesa. Es pesada y cara; porque vida de ustedes les exige. Porque, para llevarla, hay que vivirla. Esto es: deben ustedes dar de ustedes, darse al modo mío y como Yo:
- Amen, no esperen ser amados.
- Sirvan, no esperen ser servidos.
- Comprendan, no esperen que a ustedes los comprendan.
- Den, no esperen recibir.
- Cuando den y será siempre, en lo que den, dense ustedes mismos. Por esto, lo de ustedes sea diferente del estilo de los otros.
- Sean mi noticia.
- Anuncien mostrándome en la concordancia de los frutos; en el modo de los actos.
- Sean ustedes mansos y humildes de corazón.
- En un mundo de arrogantes, ustedes no lo sean.
- En un mundo de injusticias, ustedes sean justos.
- En un mundo de mentira, sean ustedes veraces.
- En un mundo de ambiciones de poder, de riquezas y de prestigios, sean ustedes pobres.
- Vacíense de todo, por amor.
- Amen, Amen, Amen.
- Solo el amor los salvará.
- Solo el amor transformará la tierra.
- Solo el amor hará un mundo nuevo.
- Solo el amor hará una raza de hombres nuevos.
- Solo el amor transformará la historia creando un mundo nuevo, el soñado por el hombre. Y eso, solo Yo lo puedo hacer y quiero hacerlo.
- Ayúdenme ustedes.
- Ayúdenme
Ayúdenme Ayúdenme - “No serán dignos de mi Reino, esto es, de Mí; si con amor no viven la cruz que les señalo. La personal que ustedes tienen. La que ahora cada uno lleva.
Eso sí, ayúdense como
cirineos, a compartir sus cruces, a llevarlas, a enseñarlas con amor.
Para eso, oren los unos a los otros y bendíganse los unos a los otros.
Oren, Oren, Oren.
Bendiciones.
Pincha la foto y verás unaa página:
No hay comentarios:
Publicar un comentario