Espiritualidad
del Desierto
"Huiré
lejos, y moraré en el desierto" (Sal 54, 8).
"Tornará
su desierto en vergel, y su soledad en paraíso de Yavé" (Is 51, 3).
"Vivir
en el desierto no significa sólo vivir sin los hombres, SINO ADEMÁS, vivir con
Dios y para Dios" (Dr. Serge Boulgakoff').
"El
que con DIOS está nunca está menos solo que cuanto está solo. Pues entonces
goza sin trabas de su dicha; entonces es dueño de sí mismo para gozar de DIOS
en sí y de sí en DIOS" (Guillermo de Sr. Thierry).
PRIMERA PARTE
EL DESIERTO
"la
seduciré, la llevará al desierto y le hablaré al corazón" (Os 2,16)
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Gracia de
predilección es la que Dios te da con traerte al Desierto. Gratuito es el
llamamiento y tu perseverancia se la deberás únicamente a la condescendencia
divina. Ten siempre ante los ojos esa fineza del amor de Dios para con tu alma
y la irás estimando gradualmente. Pese a tus lecturas y a lo que llamas tu
experiencia, no sabes, al entrar, lo que la soledad del Desierto te reserva.
Aquí,
como en todas partes, no hay dos almas que sigan exactamente la misma pista;
Dios no se repite en sus creaciones. Muy pocas veces (tal vez nunca) revela por
adelantado sus designios.
Entra en
el Desierto, humilde y sosegado. Al Dios que te espera, la única cosa de valor
que le has de presentar es tu entera disponibilidad. Cuanto más ligero sea tu
equipaje humano, cuanto más pobre seas de lo que estima el mundo, mayor será tu
oportunidad de éxito, ya que Dios gozará de mayor libertad para manejarte. le
llama a vivir a solas con El solo: a nada más.
La acción
directa sobre los hombres, aunque sea por la pluma, para nada entra en las
perspectivas intencionales del Desierto. Luego has de consentir en perderte
enteramente. Si abrigas el secreto deseo de ser o hacerte "alguien",
vas derecho al fracaso. El Desierto es implacable: expele infaliblemente a todo
el que se busca a sí mismo.
Entra en
él en santa desnudez...
CAPÍTULO I
EL DESIERTO DEL ÉXODO
AUSENCIA DEL MUNDO
"Condujo
a su pueblo por el desierto, porque es eterna su misericordia" (Sal 135.16)
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La entrada
en el Desierto es siempre un momento solemne. Abandonas el ambiente normal de
las relaciones sociales por la incógnita de la soledad. Se empieza por
desgarramientos, rupturas, tal vez repudiaciones. No se lleva a cabo sin
lágrimas esa universal y definitiva repulsa de cuanto nos era más querido. Lo
suyo les costó a los Hebreos dejar Egipto, y lo lamentaron por mucho tiempo.
Eso que salían en familia. A ti se te pide la fe y el valor de Abrahán: "Sal
de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre, para la tierra que Yo te
indicaré... Fuese Abrahán conforme le había dicho Yavé" (Gén 12,14).
No se lee
que vacilara o le pesara. Échalo todo por la borda, y pronto. Los miramientos,
los aplazamientos sólo harán que sean más costosos unos sacrificios que un día
bien tendrás que aceptar, so pena de nunca ser Ermitaño y no poder perseverar.
El Dios que te llama a esas renuncias será tu fortaleza. Hizo salir a los
judíos de Egipto "in manu forti".
"Dios
no desata, arranca; no doblega, rompe; más que separar rasga y devasta
todo", así
habla Bossuet en el 2º sermón de la Asunción.
Más tarde
entenderás esta palabra de Dios: "Vosotros mismos habéis visto... cómo
os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí" (Ex 19, 4)
No le
tomes el peso a tu cruz; se te caería el alma a los pies. Fíate del que, por
amor, te recibe tal como eres; sin hacer caso de tu indignidad, y dice: "Voy
a seducirle, le llevaré al desierto y le hablaré al corazón..." (Os
2,16-18).
El
Desierto, al mismo tiempo, fascina y aterra. Es la tierra de la gran soledad, y
el hombre, por instinto, teme el cara a cara consigo mismo. El Ermitaño es un
separado efectivo. La esencia del Desierto es la ausencia del hombre; el
Desierto puro no tolera ni la vida. El mar de arena, al igual que la cima helada
de los montes, es la naturaleza virgen, tal como salió de las manos del
Creador, sobre la cual parece posarse aún el Espíritu de Dios que se cernía
sobre las aguas al comienzo del mundo (Gén 1,2). Las almas ricas sienten el
hechizo de esa virginidad del paisaje. El Desierto es puro y purifica; donde no
está el hombre, tampoco está el pecado ni el ruido de los negocios terrenales.
La
soledad te resultará buena, pero su austeridad te dará en rostro. Dios mismo
define el Desierto: "tierra de arenales y barrancos, tierra árida y
tenebrosa, tierra por donde no transita nadie y donde nadie fija su
morada" (Jer 2,6).
Emparedado
dentro de ti mismo, habrá horas en que sentirás la nostalgia de los
intercambios humanos, y el Desierto te parecerá horriblemente vacío y absurdo.
No has venido en plan de turista, acampas en él como un nómada, sin esperanza
de regreso. En esos "combates del Desierto" de que habla San Benito,
apenas si tendrás mas apoyo valedero que el de Dios, aun cuando aparente
desentenderse. Alguien ha escrito: "El Desierto no sostiene al débil,
lo aplasta. El que gusta del esfuerzo y la lucha, ése puede sobrevivir"
(P. de Foucauld).
Es la
verdad, y da que pensar. Tendrás que aprender a resolver tú solo tus problemas,
y sólo te quedará una seguridad: la fe bien templada: Ojalá puedas ser, merced
a una oración humilde, de esos atletas "capaces, con la ayuda de Dios,
de arrostrar con el solo vigor de tus manos y brazos la lucha contra los vicios
de la carne y del espíritu" (Regla de San Benito).
Te gustaba
la soledad como descanso, para tomarte un respiro en medio de quehaceres
aguantados por el afán de vivir y aguijoneados por la necesidad de producir. En
adelante, la soledad es tu medio vital, y nadie espera ya el fruto de tu
actividad. Único recurso que te queda: derramar, sin utilidad aparente, sobre
loS pies de Jesús, el precioso perfume de tus capacidades humanas. Si
consientes en ello, tu recompensa será espléndida.
Defiende
los accesos de tu Desierto. ¿De qué te serviría la clausura si dejas a los
hombres que te la invadan con la prensa, la correspondencia, las visitas? No
olvides que la ausencia del hombre es su característica esencial.
Para ti
el Desierto no es un marco, es un estado de alma. Esa es su dificultad radical.
El centro de La soledad eres tú en quien la referida ausencia del hombre y de
sus vanidades crea una primera zona de silencio. En la estepa sólo se oye un
ruido: el gemir del viento. Un refrán árabe dice que es el desierto que llora
porque querría ser pradera. Es tu caso, tierra árida y sin agua, que suplica al
Señor haga llover su rocío. Fuera del soplo del Espíritu nada se ha de oír. No
te dé por poblar ese silencio con recuerdos, imágenes del pasado, curiosidades
o distracciones mundanas, sucedáneos de la vida en sociedad. El Desierto no
admite componendas; con fuerza brutal obliga a escoger; es la pista inhóspita,
el incesante ir adelante con el equipaje más ligero posible, o la muerte. No
brinda ni consiente nada que divierta. Lo perderías todo; el diletante mataría
al contemplativo. Pronto la tosca monotonía del Eremitorio acabaría por
cansarte, y el atractivo del mundo, por ser tu tormento. Languidecerías, como
un desarraigado, de sed maligna. Dos veces desdichado, te verías privado del
objeto de tus deseos y Dios te dejaría de lado. Sin duda el Desierto es el país
de la sed. Lo mismo que a Agar (Gén 21), lo mismo que a Elías camino del Horeb
(I Re 19), te ocurrirá pensar que es mejor morirse. No vuelvas atrás, Dios te
sustentará.
Esa
incomunicación no es cosa fácil; entrenándote con dura ascesis es como llegarás
a levantar ese antemural del silencio.
Persevera,
trabaja por reducir todas tus facultades a la unidad, a la simplicidad del
silencio. No pasará mucho tiempo sin que Dios te visite. Se presentó a Elías en
el Horeb al filo de un silencio tal que se hubiese oído el susurro de la más
leve brisa. Cuando el Señor quiere levantar un alma basta la contemplación le
exige el silencio de todas las facultades y que sólo cuente con El. En cuanto a
ti, no te ocupes ya de ti mismo. Cuando des oídos sordos a las quejas de la
naturaleza, cuando niegues audiencia a toda inquietud, a todo deseo .que no sea
el del amor, cuando seas indiferente sobre tu suerte terrestre, cuando ya casi
no pienses de ti ni en bien ni en mal, y no te importe un ardite el juicio de
los hombres; cuando, en una palabra, estés habitualmente olvidado de ti mismo,
entonces habrás penetrado en el Sancta Sanctorum del silencio, el recinto
inviolable del alma donde Dios reside y te convida. DE ti como de Moisés dirá: "él
vive permanente en mí casa. Cara a cara hablo con él, y a las claras, no por
figuras; y él contempla el semblante de Yavé" (Núm 12,7-8).
Toda la
espiritualidad del Desierto se encierra en esta sentencia profunda de San Juan
de la Cruz: "Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla
siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma" (Puntos
de amor, 21). ¿Te ocurre pensar que es en ti donde se dice? Audición sublime,
ahí está toda la vida eremítica. Has de mostrarte insaciable por escuchar ese
Verbo, y nadie si no es el Padre, ni libros ni teólogos, te la puede hacer oír:
"Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no le trae"
(Jn 6, 44). Esa palabra eterna será tu alimento: la Escritura, la
Eucaristía, la contemplación, te la suministrarán. Gustarás ese Maná de Dios
(Ex 16). El Espíritu Santo guiará tu alma hacia ella con infinita más suavidad
y delicadeza que la nube luminosa (Ex 40,36-38). El te adoctrinará como desde
un Sinaí interior, en la ley de los perfectos. Dios pactará contigo la alianza
de los desposorios (Ex 19) y te dirá al corazón cómo le agrada la liturgia del
amor para la que te tenía reservado. Para aplacar tu sed hará brotar del seno
mismo de tu aridez el agua de su gracia, de sus dones, con que podrás beber de
la fuente misma de la vida Trinitaria (Núm 20,1-11). En ti se repetirán las
antiguas "magnalia Dei", siempre que te avengas a surcar con
arrojo la estepa.
Porque
hay que estar siempre en marcha. El Eremitorio no es la Tierra de Promisión; no
te es lícito instalarte en él con el confort de unos hábitos acariciados o de
una tranquilidad egoísta. El Verbo es tu manjar. Mas también esa Pascua se ha
de comer de pie, ceñidos los lomos y el bastón en la mano. Eres un peregrino
sin domicilio, sin equipaje, sin seguridad del mañana. Para el hombre que se
aventura en el desierto no hay vivienda, hay una pista por la que da prisa por
alcanzar "un paisaje del que no se vuelve". Ese paisaje es
Dios mismo visto a cara descubierta, y sólo la muerte nos lo muestra así. El
amor debe aguijonearte y quitarte todo posible entusiasmo por fabricarte un
refugio cómodo. "Como anhela la cierva las corrientes aguas, así te
anhela a ti mi alma, ¡oh Dios! Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo.
¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios?" (Sal 41, 2-3).
Sólo El
sabe el momento y el camino. No tengas plan de vida, consérvate libre de todo
cuanto pueda impedir que Dios te mueva a su gusto. Sabores y sinsabores no
entran en cuenta. Has de estar disponible y maleable. El Pueblo Elegido sólo
sabía una cosa: avanzaba hacia la Tierra Prometida; desconocía las etapas. En
aquel éxodo el Señor se reservaba todas las iniciativas. El pueblo se detenía,
reanudaba la marcha, se orientaba sin más señal que la nube a la que seguía a
ciegas (Ex 40,36-38). Se te pide un abandono así, que descansa en la fe en la
Sabiduría, el Poder y el Amor de tu Padre que está en los cielos.
"Lo
sabe todo, lo puede todo y me ama". Graba esto en el corazón y en la palma de las
manos. Moisés canta la maternal solicitud de Dios. A ella debe el ermitaño
entregarse. De ti se trata: "Le halló en tierra desierta, en región
inculta, entre aullidos de soledad. Le rodeó y le enseñó, le guardó como a la
niña de sus ojos. Como el águila que incita a su nidada, revolotea sobre sus
polluelos, así El extendió sus alas y los cogió y los llevó sobre sus plumas.
Sólo Yavé le guiaba; no estaba con él ningún dios ajeno" (Deut
32,10-12).
Te lo
juegas casi todo si vacilas en lanzarte a ese abismo. Si quieres "hacer tu
vida", puede que Dios lo consienta, pero oye su amenaza terrible: "Esconderé
(de él) mi rostro, veré cuál será su fin" (ib. 20).
Lo demás
se adivina sin dificultad: perecerás de hambre y de sed, en un género de vida
que no tolera la mediocridad, y serás un "seglar" bajo el
sayal de un ermitaño.
CAPÍTULO II
EL DESIERTO DE JUAN BAUTISTA
BAJO EL TECHO DE CRISTO
"Maestro...
¿dónde moras? Venid y ved" (Jn 1,38-39)
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Tu
pensamiento más familiar ha de ser la gratuidad y eternidad de tu vocación, con
su cortejo de gracias. "No sois vosotros los que me habéis elegido a mí,
sino Yo el que os elegí a vosotros" (Jn 15, 16). "Antes que te
formara en las maternas entrañas te conocía" (Jer 1,5). "Yavé me
llamó desde antes de mí nacimiento, desde el seno de mi madre me llamó por mi nombre"
(Is 49,1). Cf. Gál 1, 15 - San Pablo.
Tan
verdad lo es de ti como de Jeremías, Isaías, Juan Bautista, San Pablo. Tu
convocatoria al Desierto es eterna como todo lo que te concierne, y trae su
origen de una preferencia inexplicable del amor de Dios para contigo. Por toda
la eternidad cantarás el privilegio de tamaña misericordia del Señor.
Cualesquiera sean las circunstancias y los motivos personales conscientes que
determinaron tu resolución, es el Espíritu Santo el que te ha traído al
Desierto, como lo hizo con Jesús (Mt 4, 1). En realidad, fue el caso del
Precursor- Dios te guardaba a la sombra de su mano (Is 49,2), esa mano de padre
que te ha modelado, que levanta en tu derredor un muro defensivo, que te
dispensa su gracia, te estrecha en la ternura de su abrazo. Esa mano te separa
y te consagra. Te separa de lo profano y te consagra al servicio exclusivo de
su amor. Te preserva de la cercanía indiscreta de las criaturas, te defiende
contra ti mismo, tan propenso a tenderles los brazos. Su contacto te vivifica,
purifica y caldea. A El sólo debes todas tus riquezas naturales y
sobrenaturales. El Desierto del Ermitaño no es un calabozo enloquecedor donde
se le somete a completa incomunicación. Sea tu fe bastante para vivir la
realidad de que eres "el niño llevado a la cadera y acariciado sobre las
rodillas. Como consuela una madre a su hijo" Dios te consuela (Is
66,12-13). Entonces "latirá de gozo tu corazón y tus huesos reverdecerán
como la hierba" (ib. 14).
Como el
Precursor, tú has sido querido para Cristo, no sólo en el sentido en que
entiende San Pablo que todos los elegidos han sido predestinados (Ef 1,4),
antes bien para no tener aquí abajo otra razón de ser que el amor y la
glorificación de Jesús. Eres más que el amigo del Esposo. Tu alma es realmente
la Esposa y puedes tomar como propias las efusiones del epitalamio místico del Cantar
de los Cantares: "Yo soy para mi amado y mi amado es para mí"
(6,3).
San Juan
no vivió en la intimidad de Cristo. Más dichoso que él eres tú, que posees la
Eucaristía y conoces todas las maravillas de la gracia.
Puedes
con todo derecho esperar recibir "el beso de la boca", prometido a
quienes lo dejan todo por seguirle, y el Desierto se tornará "en jardín
con macizos de balsameras" donde el Amado "se recrea entre azucenas"
(Can 6 2-3). En este sentido "el más pequeño en el reino de los cielos es
mayor que él" (Mt 11, 11).
Ten buen
cuidado de no quitarle al Eremitorio su sello de austeridad. Por aquello de que
la contemplación es el ejercicio más excelente de la caridad, viene a veces con
fuerza la tentación de poner en sordina la rudeza de vida de que todos los
anacoretas han dado ejemplo. Juan Bautista, puro como el que más, no le daba al
cuerpo sino lo estrictamente necesario para no morir. El mundo está necesitado
de expiación y tú mismo no estás sin pecado, ni sin tendencias perversas. Si el
Precursor hubiera asistido a la Pasión, habría ardido en deseos de seguir al
Esposo hasta el martirio. Fuele dada, sí, la gracia de derramar su sangre, pero
sin el resplandor de la cruz que a ti te ilumina. Dichoso tú si el Eremitorio
te cercena hasta el máximo ese confort que tanto hambrea el sentido moderno. El
ahorro de tiempo, la superioridad del rendimiento, la liberación del espíritu,
no son con frecuencia sino coartadas. El Ermitaño no tiene en absoluto por qué
acompasar el ritmo de su vida a la carrera desbocada de un mundo cuya escala de
valores es la inversa de la suya. ¡Se nutre de eternidad!
En la
esfera de lo temporal no tiene deseos, sólo tiene necesidades; aprenda a no
forjárselos. La incomodidad en todo debe serte familiar; el "puedo
prescindir" ha de regular tus instalaciones y tus reclamaciones. Más vale
que la obediencia sea para ti freno que no estímulo. El Desierto natural se
subleva contra toda sensualidad; por eso son tan pocos sus amadores. Pero los
que se han dejado seducir saben por experiencia que de un cuerpo tratado con
dureza, el espíritu emerge en la pureza y en la luz. Sin ese gusto por las
austeridades ¿ cómo serías sucesor de los mártires?
Ojalá puedas
merecer el elogio del Bautista hecho por Jesús: "Juan era la antorcha que
arde y luce" (Jn 5,35) (lucerna ardens et lucens). Según arde y se
consume, el Ermitaño ilumina como la lámpara del sagrario.
Se
consume mediante la pureza que sofoca los apetitos carnales, se consume por la
penitencia, que le lleva a renunciar a las fuentes de alegría de los hombres.
Se consume sobre todo por el amor que es un fuego. El ardor de esa llama,
avivada por el Espíritu Santo ha gastado hasta el cuerpo de los místicos y
liberado el alma de la Santísima Virgen de sus lazos terrenales. Tu pasión ha
de ser Jesucristo y el celo de su gloria en ti y en los demás. Quizá obtengas
el languidecer tras su venida y apropiarte el gemido de la Esposa en el Apocalipsis:
"¡Ven!" Entonces se te dirá: "El que tenga sed que venga; el que
quiera, que tome gratuitamente el agua de la vida" (Ap 22,17). El vacío,
la aridez, la austeridad del Desierto activan el paso por la pista que conduce
.a la tierra del descanso. En un instante Juan olvidó las penalidades de los
años duros de su preparación, cuando vio ante sus ojos al "Cordero de
Dios", cuyos caminos el allanaba (Jn 1,23). Entonces su único anhelo fue:
"Es necesario que El crezca y que yo mengue" (Jn 3,30), no sólo en
renombre sino aun en su ser espiritual, al presentir el sublime ideal que
formulará San Pablo: "Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí"
(Gál 2,20). Así acaba por consumirse divinizándose la pequeña lámpara.
Para ti
la venida del Mesías no es un futuro. Vives bajo el techo de Jesús, cada día te
alimentas de su carne, su vida te anima, su Espíritu te guía y estimula, con El
estás muerto y resucitado. ¿Por qué tu caridad iba a quedar en un poco de
rescoldo? La única explicación de la vida eremítica es ésta: un gran amor requiere
la máxima soledad. Tal será tu programa. En el Cuerpo Místico de Cristo te
corresponde ser el corazón. Si eso no, ¿qué eres tú, que ni tienes obras, ni
predicas, ni administras siquiera los Sacramentos?
Tu vida
escondida habla al mundo, mas no será luz para él sino, precisamente, en cuanto
brote de un amor concentrado. El Precursor fue un testigo sin igual de
Jesucristo a quien tenía por misión señalar: "Ecce", "Helo aquí
. También tú en la Iglesia y de cara al mundo eres su testigo; pero lo que en
ti habla no es lengua, es tu estado, tu mismo ser. Vives superiormente la
doctrina, el ejemplo de Jesucristo, y el ardor de tu fe en acto obliga a pensar
en la trascendencia de Aquel que la inspira: "Brille así vuestra luz
delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a
vuestro Padre celestial" (Mt 5,16). Si, conforme al designio divino, tu
vida reproduce la imagen perfecta del Hijo, por el hecho mismo evoca el modelo
(Rom 8,29). Haces realidad el dicho de San Pablo: "Llevamos siempre en
nuestros cuerpos los sufrimientos mortales de Jesús, a fin de que .también la
vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2 Cor 4, 10).
Jesús es
Dios, y, por tanto, eres el testigo de Dios que se refleja en ti como en un
espejo (2 Cor 3,18). Por tu renuncia de las criaturas proclamas su nada frente
al ser de Dios. Por tu sacrificio de los goces que ellas te procuran, pregonas
la suficiencia de Dios, soberana felicidad. Por tu aplicación exclusiva a la
oración, publicas su infinita Majestad y su Soberanía. Y tu testimonio es de
tanto mayor alcance cuanto tu vida está más oculta y silenciosa en la
contemplación de esta sobrecogedora trascendencia de Dios.
Su
irradiación sobrepuja infinito el conocimiento que de ella alcanzan los
hombres. Al testimonio no le basta ser dado, tiene que ser acogido. No es
cuestión de reportaje, es cuestión de gracia. Sólo .Dios abre los ojos a la
luz. Por brillante que sea, el ciego no la percibe. El Verbo venido a este
mundo "era la luz de los hombres, y la luz ha brillado en las tinieblas y
las tinieblas no han podido alcanzarla" (Jn ,15). Con oración y
sacrificios merecerás a los demás la gracia de ser dóciles al testimonio. Mucho
predicó Jesús; atribuye el fruto de su apostolado a la oblación muda del
Calvario: "Cuando fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mí"
(Jn 12,32).
Eres
verdaderamente un precursor que abre camino. Pero te hace falta una fe que
traslada montes para creer en semejante eficiencia en un contexto vital tan
modesto y descarnado.
Juan
creyó en su misión; cree tú en la tuya. No se buscó a sí mismo; nada hizo por
dejar su soledad y deslizarse en el séquito privilegiado de Jesús. Amigo del
Esposo como era, se regocijó del júbilo del Esposo, contentándose él con el
terrible aislamiento de las mazmorras de Maqueronte, de donde no salió más que
para el cara a cara de la eternidad. El que Jesús no le haya llamado al Colegio
Apostólico, a la fundación de la Iglesia, a la dicha de su intimidad, no arguye
menos amor. De ninguno de los Apóstoles hizo panegírico mayor que del que
calificó "más que profeta". "Os aseguro que no ha surgido entre
los hijos de mujer uno mayor que Juan el Bautista" (Mt 11,9-11). Tenía que
ser el modelo alentador de las almas que renunciarían a todo incluso a la
suavidad de los favores divinos, para que sea glorificado en ellas y por ellas
el Dios mismo de toda consolación. No es poco olvidarse hasta ese extremo y
aguantar en el Desierto esa suprema austeridad del silencio de Dios, sin que se
cuarteen ni la fe ni la esperanza.
El Precursor
supo comprender la actitud misteriosa de Jesús respecto de él, y, en la
robustez serena de su fe "por Cristo" -tan distante- "abundaba
su consolación" (cf. 2 Cor 1,5). Su felicidad no fue otra que la aurora de
la salud del mundo (cf. Lc 2,29-32). Como no ha recibido ministerio alguno en
la nueva economía, se oculta en el silencio de la contemplación. De hecho, el
amigo del Esposo es también la Esposa, y desde la Visitación no ha salido de la
cámara nupcial en que el Verbo la colma de claridades...
Sea la
luz de tu oscuro sendero la máxima de San Juan de la Cruz: "El amor no
consiste en sentir grandes cosas, sino en tener grande desnudez y padecer por
el Amado?' (Punto de amor, nº 36).
CAPÍTULO III
EL DESIERTO DE JESUS
LOS COMBATES DEL DESIERTO
"El
Espíritu le empuja hacia el desierto. Estuvo en él... tentado por
Satanás" (Mc 1)
|
Cuenta
San Marcos que Jesús al momento de salir del agua, después del bautismo, vio
los cielos abiertos y al Espíritu Santo como una paloma descendiendo sobre él
(1, 10). Y cuando la voz del Padre hubo sonado, "al punto, prosigue el
evangelista, el Espíritu Santo lo empuja al desierto" (v. 12). Advierte la
relación que parece establecer el texto entre la plenitud del Espíritu
posándose sobre Jesús y su apartamiento al Desierto. Hay aquí un misterio que
interesa al Ermitaño antes que a nadie.
La
palabra que pronuncia el Padre es palabra de amor: Tú eres mi Hijo, el amado,
en ti me complazco" (Mc 1, 11). El Espíritu que se da es el Espíritu de
Amor. La retirada al Desierto es la respuesta de Amor a esa palabra, a ese don
del Amor. El Hijo de Dios ninguna necesidad tiene de prepararse al Apostolado.
Pero su Humanidad, colmada de manera singular en aquella hora, suspira por
hallarse a solas con su Padre. Tiene razón Guardini en pensar que el Espíritu
"lo saca fuera, a la soledad, lejos de los suyos, lejos de la multitud que
estaba junto al Jordán, al Desierto donde sólo están su Padre y El" (El
Señor 1).
Quizá no
has reconocido tan a las claras el impulso de la gracia conduciéndote al
Eremitorio. Es a veces el concurso de unas circunstancias muy profanas, que más
parecían atropellarte que dejarse dirigir. Alguien que no eras tú, el Espíritu
Santo, accionaba los mandos, y combinaba todas las cosas para traerte aquí. El
fue quien te arrojó fuera, a la soledad". Una sola es tu respuesta
posible: un asentimiento de amor. Únicamente a ese precio se conquista la
perseverancia en el desierto. El Papa Pío XII lo declaraba: "Ni el miedo,
ni el arrepentimiento, ni la prudencia sola son los que pueblan las soledades
de los Monasterios. Es el amor de Dios."
Poco te
costaría fijar con parsimonia los límites de tus expiaciones; el espíritu
moderno no gusta de duelos interminables. El amor, en cambio, es insaciable y
sus propios dones le enardecen. Estás en tu derecho sí emancipas la mente y el
corazón de las contingencias de la vida del mundo, a fin de poder así aplicar
todos tus resortes internos a las verdades eternas, a "la Verdad soberana,
Dios, que es luz" (Jn 1,5) y "amor" (4.8).
¡Ah! pero
no creas con esto entrar en el descanso. No obstante toda su pureza y santidad,
Jesús se impuso una cuaresma sobrehumana, símbolo elocuente de la lucha que
tendrás que reñir para asentar en ti el predominio tranquilo de todas las
virtudes. La emprende de cara con el demonio y lo derriba, para prevenirte de
los combates que te esperan, y enseñarte los medios de vencerlo. Los muros de
tu alma los levantarás con la llana en una mano y la espada en la otra (Neh
4,12). Bastante más sudor y tiempo del que piensas lleva el pacificar esa alma.
Entre la "sinceridad" de tus esfuerzos y la "verdad" de tus
renunciamientos se abre ancho foso; no tardarás en experimentarlo.
Ingresas
en el Desierto no con la inocencia de Jesús, sino con la corrupción radical de
tu naturaleza, agravada con las torceduras y lesiones que le han infligido tus
hábitos y pecados. Los lazos no los has roto rasgando pergaminos, sino sajando
en materia viva, y los tocones pujantes de tu afectividad no dejarán de echar
brotes. A menudo sentirás la tentación de compadecerte de ti mismo. Sé
intransigentemente fiel a la obediencia y te salvarás.
La Regla
bajo la que militas será tu gran purificadora y pacificadora, aun cuando te
parezca un laminador implacable. Recetará una "dieta" absoluta a tu
amor propio bajo todas sus formas, y restablecerá por grados la jerarquía y la
armonía de los valores naturales y sobrenaturales que llevas en ti. Ese orden
asegura la tranquilidad: es lo que San Agustín llama la paz. El Eremitorio te
la promete, no sin prevenirte que se trata de una paz armada, y que un fallo en
la vigilancia, en la energía o en la oración puede replantear toda la cuestión.
Nuestra paz es precaria porque llevamos dentro, junto con los enemigos que la
amenazan, las complicidades que comprometen nuestras defensas. Con todo, ya es
mucho haber interpuesto espacio entre tus pasiones y sus objetos. Ármate de
valor : "nuestros actos nos cambian", escribe el Padre de Montcheuil.
Una renuncia que hoy te parece harto costosa, perderá su virulencia inicial si
la aceptas con generosidad. Conforme vaya creciendo, la caridad te hará amable
algún día lo que en este momento te repugna, cuando la fe árida y trabajosa
prevalece aún sobre un amor vencedor de todo egoísmo.
El
demonio no es un mito, y si bien es excesivo verle en todas las tentaciones, la
tradición monástica concuerda en atribuirle especial encarnizamiento contra los
anacoretas. El Desierto, por lo que dice el Evangelio (Mt 12,43) era tenido por
el lugar propio de su guarida, y el monje en aventurada ofensiva se proponía
desalojarlo. San Mateo establece explícitamente una conexión entre el retiro de
Jesús en el desierto y la tentación: "Jesús fue conducido por el Espíritu
al desierto 'para' ser tentado por el diablo" (4, 1).
Por el
conocimiento de tus deslices habituales, por la experiencia del pasado y lo
cuesta arriba de ciertos sacrificios, podrás llegar a barruntar las luchas que
te aguardan. En el Desierto, las hay clásicas, que en una forma u otra
difícilmente podrás eludir: nacen de las propias excelencias del yermo. Resulta
a veces agotador el enfrentamiento con esos monstruos de dentro, invulnerables
en su inconsistencia.
La
soledad te pone a cubierto de los intentos de perversión del mundo. El no ver,
no oír, no oler, no tocar.., te afianza en una zona de seguridad relativa, pero
un peligro te acecha: el replegarte sobre ti mismo, lo cual desarrolla en ti
una sensibilidad excéntrica, cierta exacerbación ficticia de las potencias
afectivas e imaginativas que confiere a las cosas mas nimias una resonancia
desmedida, y te pone en trance de caer en la obsesión. Pruebas interiores se
levantan, que serán niñerías, pero que turban la paz y hacen sufrir mucho. En
la vida activa te encogerías de hombros, y a otra cosa. En el Desierto, esos
fantasmas te acosan. Para purificar tu alma Dios puede echar mano de tu
susceptibilidad ante el padecer. Mas la astucia del demonio sabe sacar partido
de ella. Abre el corazón a un guía perspicaz y te salvarás de escollos que más
de uno no sabe esquivar: la excentricidad, la manía persecutoria, los
escrúpulos, la melancolía con todos sus sobresaltos. Los perpetuos
descontentos, los hastiados son las víctimas imprudentes de la reclusión. Los
místicos son su mayor triunfo...
El ayuno
que el Desierto impone a tus facultades cuyo juego normal asegura
ordinariamente la expansión y la felicidad de los humanos, produce en ti el
triunfo de la primacía de lo espiritual. Sin embargo, los instintos son
indestructibles y nunca lograrás que el corazón y la carne no se conmuevan. El
autor de tu estructura es Dios; no te toca ni lamentarla ni ponerte a
trastornar tan admirable ordenación. El dominio sobre los instintos es
delicado.
Además,
la memoria y la imaginación atizan la desazón de la privación, y el demonio
tiene poder directo sobre nuestras facultades sensibles. No es raro que los más
puros sean presa de las tentaciones menos confesables, o de los ímpetus
afectivos más desesperados.
Hay que
conformarse humildemente, orar, mantener paz y confianza. Resistir a estos
impulsos es un hermoso acto de fe, de esperanza, de amor; es asimismo la más
austera de las penitencias. Considera que es un crisol purificador por donde
pasaron tantas almas santas; las vidas de los Padres del Desierto te
tranquilizarán. El demonio perderá una baza, sí en vez de perder tú los
estribos, reflexionas con calma que eres hombre y no ángel, y que vas hacia
Dios caminando sobre tus dos pies y no volando con alas de serafín...
La
contemplación, el acto más divino, el ejercicio más perfecto de la caridad,
puede dar origen asimismo a las más sutiles tentaciones, al menos en su grado
inicial, cuando tiene más de adquirida que de infusa. El orgullo no tiene
asidero en el místico auténtico: la actividad intensiva del don de temor lo
pulveriza. No es místico quien quiere. El que, en expresión de San Benito,
después de domeñar los vicios de la carne y el espíritu "con el solo vigor
de brazos y manos", alcanza a rozar al Invisible, a deleitarse
legítimamente en las realidades supraterrenales por las cuales lo ha dejado
todo, a gustar lo bueno que es Yavé (Sal 33,9): ese tal puede tropezar en el
lazo de la yana complacencia y de la presunción. El demonio le susurrará que
pertenece a la "aristocracia" del mundo espiritual y le persuadirá
que, rebasando el estadio del aprendizaje, puede lanzarse desbocadamente, sin
control, por la vía de las grandes singularidades penitenciales, o, al
contrario, relajar su rigor y dejar lacias las riendas: "Si eres Hijo de
Dios, tírate abajo" (Mt 4,6).. La respuesta del humilde es sencilla: No
puedo tirarme abajo puesto que no estoy arriba. Por supuesto, hay que estar
bastante adelantado en la perfección para advertirlo. Única salida: abrirse y
obedecer.
Obedecer
al propio guía, pero obedecer al Espíritu Santo, al Espíritu de Jesús que te ha
conducido al Desierto. Si eres auténticamente hombre de oración, estás salvado.
¿Qué hizo Jesús solitario, sin predicar, sin comer ni beber, quizá sin dormir?
Contemplaba. Con toda su alma estaba cara a Dios, sus potencias eximidas de
toda otra actividad se expansionaban en la contemplación. La luz beatífica
inundaba su mente, su voluntad ardía en la caridad del cielo. Los Dones del
Espíritu Santo rendían en El todos sus frutos. Libre de toda ocupación
terrestre, Jesús pudo dilatar su oración hasta una plenitud que ya no superó.
La tuya
será más modesta y más intermitente. Al menos en alas del deseo, trata de
unirte a Dios con la mayor frecuencia e intensidad posible. Suplícale sin
descanso que se dé a ti. La oración mística está en la línea de tu vocación de
cristiano y de ermitaño. Pide esa gracia, pero acepta con apacible humildad que
te sea aplazada o negada. Haz lo que está de tu parte por disponerte al don
eventual de Dios.
Por toda
la eternidad no harás sino contemplar. La vocación del monje es escatológica: su
intento es vivir anticipadamente a la manera de los bienaventurados. El
Desierto, cerrado del lado de la tierra, sólo tiene vistas al cielo, y la pista
por la que caminas desemboca en Dios. Sé generoso; no serán ángeles los que te
servirán, el Maestro en persona se ceñirá, te hará sentar a su mesa y te
obsequiará (Lc 12,37).
CAPÍTULO IV
EL DESIERTO DE MAGDALENA
LA COMPUNCION
"Le
son perdonados sus muchos pecados puesto que amo mucho" (Lc 7,7)
|
Aceptemos
la tradición que venera a María Magdalena en el desierto de la Sainte Beaume.
El monaquismo la honra como Patrona. Medita los versos que le dedica el
Evangelio y síguela de corazón en su retiro. Su ejemplo te infundirá grandes
ánimos. No eres mejor que ella ni más que ella mereces la misericordia del
Señor. Eso que en sus extravíos la excusaba una ignorancia que no puedes tú
alegar. De común con ella tienes el ser una oveja perdida que el Salvador ha
buscado y traído sobre sus hombros al redil (Lc 15,4-7).
Y en el
desierto ¿qué hizo? Sin duda expió con dura penitencia. Sobre todo recordaba la
luz de la inolvidable mirada con que Jesús la envolviera. ¿No piensas alguna
vez en esa mirada extraordinaria de Cristo cuyo benéfico poder menciona a
menudo el Evangelio? "La miró y la amó."
En tu
caso, como en el de Magdalena hay que invertir los términos: te ama y te mira.
El te amó primero (1 Jn 4,10). Tu deber en el Desierto es vivir bajo esa
mirada. Dios no aparta sus ojos de ti. Bueno es no echar en olvido que
"ven sus ojos el mundo, y sus párpados escudriñan a los hijos de los
hombres" (Sal 10,4); que "los ojos de Yavé están en todas partes
observando a los buenos y a los malos" (Prov 15,3); que tus obras están
escritas "en su libro" (Sal 138,16).
No creas
que sea una mirada glacial y terrorífica; Dios sigue siendo Padre en su
justicia. Hasta cuando apenas si pensabas en él y sorbías el pecado como agua,
El posaba en ti una mirada de misericordia: su gracia te penetraba para traerte
a penitencia. ¿ Por qué esa preferencia? "Amé a Jacob más que a Esaú."
¿Por qué? San Pablo responde: "Tiene misericordia de quien quiere, y a
quien quiere endurece." Oh hombre! ¿Quién eres tú para exigir cuentas a
Dios?" (Rom 9, 14, 20).
Magdalena,
incansablemente, rumiaba aquella misericordia incomprensible cuya fascinadora
ternura captara en la pupila de Jesús, en casa de Simón el Fariseo. Creyó ella
haber, tomado la iniciativa de su arriesgada determinación; era la gracia de
Cristo la que la atraía. De lejos la veía en sus perplejidades, como divisaba a
Natanael bajo la higuera, e invisiblemente sugería a su alma los pasos a dar y
le infundía la fuerza de darlos. Fue la voluntad de Jesús la que dobló las
rodillas de la pecadora y quebrantó su corazón. Así hizo contigo. Magdalena
pudo entonces levantar hacia El unos ojos que reflejaban un alma purificada,
transfigurada, abrasada. No podrá ya olvidar la mirada de Jesús que le decía:
"Tus pecados te son perdonados... Tu fe te ha salvado, vete en paz"
(Lc 1,48); ni aquella otra mirada iluminada con claridades de Bienaventuranzas,
con que la abrazaba cuando sentada a sus pies contemplaba en El al Verbo hecho
carne (Lc 10,39); ni, en fin, la mirada de noble gratitud con que le pagaba la
unción de Betania. Los ojos de Jesús fueron la lámpara de su gruta provenzal.
El
sentimiento punzante de sus miserias pasadas suscitaba siempre en ella un
asombro renovado ante las privanzas de que se juzgaba indigna y que sin embargo
acogía sin reticencia, con un corazón arrebatado, tan viva era su fe en el
perdón divino.
Si
quieres ser feliz en el Desierto tienes que apropiarte esa misma fe. Los
hombres no saben perdonar. Tal vez encuentres siempre Simones para echarte en
cara tus faltas, como si, no pocas veces, su virtud fuese otra cosa que pura
fortuna. El hombre pecador se acuerda, Dios ofendido olvida.
"Aunque
vuestros pecados fuesen como la grana, quedarían blancos como la nieve. Aunque
fuesen rojos como la púrpura vendrían a ser como la lana blanca" (Is 1
,18). Ha echado "tras de sí" todos nuestros pecados, y no recobrarán
vida en su memoria (Is 38,17). Aplícate estas confesiones divinas: "¿No es
Efraín mi hijo predilecto, mi niño mimado? Porque cuantas veces trato de
amenazarle, me enternece su memoria, se conmueven mis entrañas" (Jer
31,20).
La
compunción deja de ser auténtica sin esa confiada y tranquilizadora certeza.
Desconfiar del perdón es injuriar .al corazón paternal de Dios. Si el Ermitaño
llora al recordar sus extravíos, que sean lágrimas de gozo. Dios es más
admirable cuando restaura que cuando crea. En la vida espiritual nada será definitivo,
pero tampoco hay nada irreparable.. El P. de Foucauld escribía a L. Massignon:
"No, las faltas pasadas no me espantan... Los hombres no perdonan porque
no pueden devolver la inocencia perdida; Dios perdona porque borra hasta las
manchas y devuelve en plenitud la hermosura. primera."
Sólo el
demonio puede insuflar el desaliento. ¿Por qué razón sus patrañas iban a tener
más peso que la palabra de Dios? "Yo te he formado, tú estás para
servirme... Yo he disipado .como nube tus pecados, como niebla tus iniquidades.
Vuelve a mi, que Yo te he rescatado" (Is. 44, 21). "Por mí lo juro,
sale de mi boca la verdad, y es irrevocable mi palabra" (Is 45,23).
Aún así,
¿ te interesa expiar? Hazlo más con el fuego del amor que con la fiereza de las
maceraciones. ¿ Crees que Magdalena fue perdonada a poca costa? Sólo una cosa
le pedirá el amor: subir al Calvario, estarse al pie de la Cruz y contemplar el
horrible suplicio del objeto más sublime de su amor. No se le dejará ni decir
una palabra, ni esbozar un ademán por calmar sus dolores o infundirle ánimo.
Para la pecadora, esa viene a ser la satisfacción más singular y terrible.
Averigua
ahora algo que ignoraba todavía: la atrocidad y malicia de la ofensa hecha a la
Majestad del Dios trascendente. En la perspectiva del Cristo sonriente de
Betania, su pecado tenía proporciones humanas. En el Calvario, de golpe, mide
la inmensidad de su falta al manifestarse en todo su rigor la justicia del
Padre, que no perdona ni a su Hijo único (Rom 8,32). No puede menos de ver con
sus propios ojos lo que es la reparación de valor infinito de una ofensa, la
suya, de malicia infinita. Antes que San Pablo ella se dice: "Me ha amado
y se ha entregado por mí (Gál 2,20). Ve de adivinar la sacudida, el
enajenamiento, el quebranto de aquel corazón enamorado. Conserva en su memoria
visual las últimas miradas de Jesús, tan preñadas de tristeza, de angustia, de
pavor, con ciertos destellos extraños como de desesperación: "Padre, ¿por
qué me has desamparado?" (Mt 27,46).
Nada le
será ahorrado a Magdalena: las blasfemias, los gritos de odio, las burlas, el
ruido de los martillos, los gemidos del condenado, le despedazan los nervios y
el corazón. Desde el centro mismo de la escena puede contemplar el tormento de
cada músculo del Salvador cuyo cuerpo es todo una llaga, y le es dado reconocer
la horrenda eficacia de sus caídas. Ahora es cuando descubre lo que son
realmente para Dios el orgullo, la lujuria, los amores ilícitos, el egoísmo.
Aquí el pecado es despojado de las circunstancias concretas que le dan su
hechicero encanto. Cuando Jesús pronunció el "tengo sed", no se le
consintió a Magdalena como tampoco a la Virgen, que le ofrecieran el menor
alivio.
¡Horas
dramáticas! ¡Crisol justiciero para aquella amante de Jesús! Fue el castigo de
sus pecados, la más atroz satisfacción. Tenía aquel corazón que ser estrujado
en el lagar del Gólgota hasta la última gota de sus deleites pecaminosos.
Su único
consuelo fue aquella postrera mirada de Jesús, vuelto hacia su Madre para
decirle: "Mujer, he ahí a tu hijo" (Jn 19,26). Pero ¡qué mirada. En
el fondo de esos ojos velados por lágrimas, sudor y sangre! Ya la muerte
proyectaba en ellos su sombra. Magdalena se preguntaba cómo podían ser aquéllos
los ojos de Betania...
Así fue
la compasión de Santa Maria Magdalena, el acto final del perdón divino,
satisfacción más cumplida, en un instante, que toda una vida de ayunos,
vigilias, flagelaciones. Lo probable es que en su desierto de Provenza no pasó
un solo día sin revivir las horas cumbres de la Humanidad, que fueron su propio
Calvario.
Deja que
tu amor de Ermitaño medite la Pasión de Jesús desde el ángulo que te concierne
a ti, como lo hicieron Magdalena, Pablo y tantos otros santos. Pascal se queda
corto cuando le hace decir a Jesús: "Por ti derramé tal gota de mi sangre."
Es todo. la sangre la que ha sido vertida por cada uno de nosotros. Tal vez
encuentres sabor especial en salmodiar cada una de las Horas Canónicas, unido a
Cristo en este o aquel momento de su martirio, en pasar todos los días un rato
en el Calvario, aunque sólo sea mediante la evocación explícita del sacrificio
cruento del Redentor al asistir a Misa.
Lamentas
ser de pedernal cuando recuerdas tus faltas. Es probable que la metafísica del
arrepentimiento te afecte medianamente. Si llegas a enamorarte apasionadamente
de Jesús ninguno de sus tormentos te dejará indiferente, insensible, y la
convicción de la parte que en ellos te corresponde, te hundirá en el corazón el
dardo del pesar y de la detestación. No sutilices en el análisis de tus
sentimientos. La contrición genuina no puede abolir cierta complacencia animal
de la naturaleza, cierto encanto refinado al recordar el placer gustado.
Duélete de la ofensa inferida a Dios, si no consigues detestar sensiblemente la
voluptuosidad que te embargó. Más claro que tú ve el Señor en los oscuros
repliegues de tu alma; deja en sus manos el juicio. ¡Dichoso Pedro cuyas
lágrimas cavaron barrancos en las mejillas! Es cuestión de gracia. Se requiere
tiempo para bajar tan hondo en la propia miseria; no se conoce la malicia del
pecado sino expiándolo.
Empieza
por amar; el amor engendra la compasión y de la compasión nace la penitencia.
El
corazón del Ermitaño debe estallar o ablandarse en la cercanía de Dios, so pena
de no abrirse a las llamadas del Amado que desea tenerlo como comensal:
"He aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la
puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo" (Ap 3,20).
Hay que
estar limpio. Ejercítate en esa delicadeza de conciencia que no es escrúpulo
sino sentido del pecado. Es fruto del espíritu de adoración y del don de temor.
Si en alguna parte se ha encomendado la confesión diaria es en el Yermo.
La
compunción se ha de iluminar siempre con las claridades de la gloria; de lo
contrario, se hunde en la desesperación. Mejor que nadie lo sabía Magdalena,
que vio la primera al Señor en la mañana de Pascua. Sin echar en olvido un
punto de las angustias del Gólgota, tampoco dejó en su desierto de oír el
acento personalísimo de la voz de Jesús llamándola por su nombre familiar:
"¡Myriam!". En ese momento volvió a descubrir la mirada de Betania
irradiando una majestad glorificada que a su vez le aseguraba a ella la dicha
futura. Desde ese día, Magdalena vivió la vida de resucitada, tal como la iba a
definir San Pablo. A ejemplo suyo, los anacoretas han fijado su sala de espera
más allá de este mundo, y se ingenian por vivir como si hubiesen traspuesto ya
el umbral de la eternidad.
"Para
nosotros, escribe el Apóstol, nuestra patria está en los cielos, de donde
esperamos ardientemente al Salvador, al Señor Jesucristo. El transformará
nuestro miserable cuerpo haciéndolo conforme a su cuerpo de gloria en virtud de
la fuerza eficaz que posee de someter a sí todas las cosas" (Flp 3,20-21).
La
conciencia del pecado debe hacer rebotar el alma hacia esas alturas. La
historia de nuestra desgracia personal no termina con la confesión, por humilde
que sea. Se continúa en su redención y culmina en la gloria. En el texto de la
Epístola a los Filipenses San Pablo, una vez más, nos invita a la santidad, a
partir del hecho de la Resurrección corporal de Cristo que confirma nuestra
resurrección espiritual. Bien muerta al pecado estaba Magdalena y su corazón
volaba en pos de su tesoro: Jesucristo en su triunfo.
El
Ermitaño ve que su destino de gracia ilumina su soledad, pero con la condición
de mantener hasta el último aliento la voluntad de no pedir a la tierra nada,
de entender a la letra la consigna del Apóstol: "Si, pues, resucitasteis
con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra
de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque estáis
muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste
Cristo, que es vuestra vida, entonces también vosotros apareceréis con él llenos
de gloria" (Col. 3,1-4).
Colmado
como has sido por Dios, esmérate por ser la alegría de su corazón. Sé, en el
desierto del mundo, un fruto suculento de su gracia. "Como uvas en el
desierto hallé Yo a Israel" (Os 9,10).
CAPÍTULO V
EL DESIERTO DE SAN PABLO
EL DESCUBRIMIENTO DE CRISTO
"Pues
para mí el vivir es Cristo..." (Flp 1,21)
|
Se habla
poco de la marcha de San Pablo al Desierto a raíz de su conversión. El mismo
nos la da a conocer incidentalmente:
"Cuando
plugo al que me eligió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia,
revelar en mí a su Hijo para que lo anunciase a los Gentiles, al momento no
consulté más con carne y sangre, ni subí a Jerusalén a los que eran Apóstoles
antes que yo, sino que marché a Arabia" (Gál 1,15-17).
Bajo la expresión
"sin consultar carne y sangre se deja adivinar lo fiero de la decisión: el
soltar las amarras, el afrontar lo desconocido. Pablo no discute, obra; igual
que en el camino de Damasco. En las manos de Dios, el recién convertido es el
hombre del servicio hasta la esclavitud, y la perspectiva de un sacrificio, así
sea el de la vida, jamás le ha retenido o retardado en la obediencia. A él,
como a Jesús, es el Espíritu Santo el que le arroja fuera, y le empuja a la
soledad.
¿Acaso tu
rompimiento es mayor que el del Apóstol? No se te pide que reniegues de tu
pasado religioso, de tu pueblo, de tus amistades, para afiliarte a una secta de
la que eras el perseguidor, si bien por motivos nobles. Sin embargo, todos
tenemos nuestro "Isaac" muy querido que inmolar... No remolonees.
Vienes al Yermo tan rico espiritualmente como Pablo. El iba hondamente
afectado. La costumbre lima las aristas de la vida cristiana. ¿Por qué
Jesucristo, el amigo de tu alma desde la infancia, te es tan indiferente?
Suplica a Dios te lleve a un camino de Damasco donde el encuentro con Jesús te
derribe y te haga para siempre su prisionero, prisionero de corazón, y, por lo
mismo, prisionero del Desierto.
No está
en tu poder el recibir un choque tan llamativo. Una sola palabra ha encadenado
al Apóstol irrevocablemente: "Yo soy Jesús a quien tú persigues."
Pablo huye al Desierto con esa revelación. Necesita estar solo para
escudriñaría, exprimir de ella toda la luz y todo el amor. Se propone hacer
rendir todo su contenido vital a ese primer toque. "Por la gracia de Dios
soy lo que soy, y la gracia no ha sido estéril en mí" (I Cor 15, 10). Con
la fogosidad de su juventud, la violencia del temperamento y el fuego de la
caridad que le abrasa, Pablo debió ser un terrible anacoreta. Talla tenía para
haberlo sido toda su vida, mas su vocación era otra. Las austeridades del
apostolado sobrepasarán con creces las maceraciones del desierto (2 Cor 11).
Por severo que sea tu tenor de vida jamás sufrirás por Cristo la larga pasión
del Apóstol (Cf. 2 Cor 6).
En su
misterioso Desierto ¿en qué puede San Pablo ser modelo tuyo? En esto: que se
retiró a él con Jesús. Jesús luz, Jesús caridad. Esa ha de ser toda tu
contemplación, toda tu ocupación. Destinado como le tiene para vastas empresas,
Dios activa la revelación con su Apóstol. Tú, en cambio, tienes toda una vida
para estudiar las dimensiones inconmensurables de la persona, de la misión y
enseñanzas del Verbo Encarnado. Con la Biblia, libro por excelencia del
Ermitaño, en las manos, estás en posesión de cuanto Dios tiene dicho a los
hombres desde el principio del mundo. Los escritores sagrados: Profetas,
Apóstoles, Evangelistas, el mismo San Pablo, ponen a disposición tuya la luz
que les ha inspirado, y que sigue alumbrando a la Iglesia. El Verbo de Dios se
ha hecho "Escritura" antes de hacerse "Carne" y
"Pan". Ahí tienes tu Maná en sus tres formas. ¿Y morirías de hambre?
El
centro, la cúspide de toda esa revelación es Jesucristo. Pablo se retira a la
soledad para meditar y saborear el extraordinario designio de Dios respecto de
nosotros, "el misterio escondido desde siglos y generaciones", y que
acaba de serle manifestado: "Cristo entre vosotros" (los gentiles)
(Col 1 ,26-27). Durante esos dos o tres años de anacoretismo se despliega ante
la mirada atónita de su alma la prodigiosa historia del amor de Dios para con
su criatura, historia que para él se cifra toda en el Cristo que lo ha
deslumbrado (Gál 1,17).
Ese mismo
ha de ser el tema de tus habituales reflexiones: el designio eterno de Dios,
que se realiza en ti en el tiempo de tu existencia. El Ermitaño no abriga otra
ambición que la de cooperar en él con entera buena voluntad.
Dichoso
tú si la luz brota del corazón. Jesús quiso mostrarse primero a Saulo en el
esplendor de su carne glorificada, en la que no faltaría el detalle conmovedor
de las cicatrices de la Pasión, para hacerle comprender más a lo vivo aquellas
sencillas palabras: "¿Por qué me persigues?" (Hech 9,4). Desde ese
día Pablo ama a Jesús con una pasión casi salvaje: "El. amor de Cristo nos
apremia" (2 Cor 5,14). "Si alguno no ama al Señor, sea anatema"
(1 Cor 16, 22).
"¿Quien
nos separará del amor de Cristo?" (Rom, 8,35).
Lee y
relee el Evangelio a fin de que la persona de Cristo cobre vida y relieve a tus
ojos. Es preciso que su Humanidad se te haga familiar y que su encanto te
conmueva y cautive como cautivó a cuantos tuvieron la dicha de conocerle. Los
misterios de su vida terrestre son la versión en lengua inteligible para
nosotros de las divinas perfecciones que nos incumbe imitar. Sin El nos traería
de cabeza esta consigna "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto" (Mt 5,48).
En el
desierto comprendió Pablo que esa perfección se nos da a conocer en Jesucristo,
la fiel "imagen de Dios invisible (Col. 1, 15). Después, descubre en la
enigmática expresión del. camino de Damasco, la deslumbradora maravilla de
nuestra unión con Cristo, prefacio, a su vez, de la revelación subsiguiente del
plan de Dios sobre el hombre; no hallamos gracia ante Dios sino en su Hijo
Único, y en la medida exacta en que le pertenecemos y semejamos: "Nos ha
escogido en El desde antes de la creación del mundo, para ser santos e
inmaculados en su presencia por el amor, predestinándonos a ser hijos suyos por
medio de Jesucristo" (Ef 1, 4-5).
Más
adelante precisa los lazos íntimos que nos ligan al Verbo Encarnado, Cabeza del
Cuerpo Místico. cuyos miembros hemos venido a ser, Pablo, y nosotros por el
Bautismo (1 Cor 12,13-27), vivificados por su Espíritu, viviendo de su vida
hasta poder y deber en cierto sentido identificamos con El; "Ya no vivo
yo, es Cristo quien vive en mí" (Gál 2, 20).
Ahora le
parece haber saltado a otro mundo, el mundo venidero; cree que, muerto al
pecado, resucitado con Cristo, tiene que vivir la vida escatológica que llenará
de entusiasmo a los primeros cristianos y a generaciones de ascetas:
"Para nosotros nuestra patria está en los cielos" (Flp 3, 20)
"Sois ciudadanos de los santos" (Ef 2,19).
"Si, pues, resucitasteis con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde
está Cristo… Porque estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en
Dios" (Col 3,1-3).
Única
aspiración de Pablo, configurarse con Cristo. El Espíritu Santo enfoca su
atención especial sobre el misterio de la Cruz que le ha merecido a él como a
nosotros esa vocación.
Su
programa es el mismísimo del Ermitaño: "Sí ahora vivo en carne, viva por
la fe en Dios y en Cristo que me amo y se entregó por mi" (Gál 2, 20).
Nadie ha
penetrado más a fondo el sentido de 1a Cruz. A la luz del misterio, el ex
fariseo, tan versado en la ciencias de las Escrituras, se percata de que
ignoraba la clave de las mismas, y ahora les descubre un sentido nuevo, el
único auténtico. Vuelve a leer la Biblia, es una inundación de claridad.
Descifra el Pentateuco a la luz del Sacerdocio de Cristo, y, al reflexionar
sobre sí mismo y recordar sus pecados y su incorporación a Cristo arde en
deseos de "llevar en su cuerpo las marcas de Jesús" (Gál 6,17), de
"castigar su cuerpo y esclavizarlo" (í Cor 9,27), "estar
crucificado con Cristo" (Gál 2,19) y "no gloriarse sino en la cruz de
Nuestro Señor Jesucristo" (Gál 6,14). Desasido hasta en su fibras más
hondas de todo cuanto no es divino y que él mira como cosa despreciable (ut
stercora) (Flp 3,8); verdugo de su carne, lucha, pero "no como quien
azota el aire" (1 Cor 9,26); escrutador celosísimo de las Escrituras (Flp
3,5); levantado a la cima de la contemplación (2 Cor 12,2); místico enamorado
que suspira por ir a unirse con Cristo (Flp 1 ,23) ése era San Pablo, la figura
gigante del anacoretismo.
Posiblemente
el Desierto lo hubiera retenido si Dios no le hubiese explícitamente llamado al
apostolado, dándole, por revelación, "el conocimiento del misterio de la
salud en Cristo" (Ef 3,3), y encomendándole la misión de anunciado (ib 8-9).
El Espíritu a su vez le infunde un aumento de caridad para con las almas que
deben integrarse en el Cuerpo Místico de Cristo. Y deja la soledad espoleado
por la ambición cósmica de "recapitular en Cristo todas las cosas"
(Ef 1, 10) acuñada en la divisa: "Es preciso que El reine" (1 Cor
15,25).
Llamado
al yermo para vida y para muerte, no tienes que recorrer el mundo, ni siquiera
en imaginación, para anunciar el Evangelio. Haz lo que hizo Pablo en el
desierto. Es para ti más que un modelo, es tu guía, tu padre espiritual. Lee
una y otra vez sus Epístolas. Te ayudarán a hacer el inventario de la
"soberana riqueza de la gracia de Dios, por su bondad hacia nosotros en
Cristo Jesús" (Ef 2,7), ya que a él, Pablo, le ha sido encomendado
"poner en claro la dispensación de la insondable riqueza de Cristo"
(Ef 3,8-9).
Lo que
escasea en ti, sin duda, es el ardor en la caridad de Cristo. Reconoce la
endeblez de tu generosidad. Y, sin embargo, la única posibilidad que tienes de
perseverar en un desierto que no te brinda ningún interés humano y se arma
hasta los dientes con inclemencias agotadoras, es adherirte a Jesucristo. El
Apóstol te dice: "en todas esas cosas triunfamos por el que nos amó"
(Rom 8,37). No se ama al Desierto por sí mismo; pronto se encarga de desmoralizar
con su "cotidianidad". Su gran valor espiritual consiste en desanudar
las ligaduras que enredan nuestro corazón, e impulsar nuestros deseos más allá
que él y más arriba: hacia Dios. Con lazos nuevos nos vincula a Cristo, único
compañero de nuestro viaje.
El
Eremitorio no es morada estable. Vivimos en él bajo la tienda de campaña del
mundo para realizar en el mínimo de tiempo y el máximo de eficacia la mutación
de fondo: despojarnos del hombre viejo y revestirnos del hombre nuevo (Ef
4,22-24), esto es, Jesús (Rom 13,14).
Si al
entrar en soledad traes otras esperanzas, te equivocas de camino y no tardarás
en comprobarlo. Saulo se ofreció al Señor cual página en blanco, cual
instrumento nuevos Su 'vida no ha tomado el curso que él previera, mas en nada
le pesó, ni de lejos.
A ejemplo
suyo y por idéntico motivo, nada te tiene que amedrentar. "Sé a quién me
confié y estoy seguro de su poder para guardar mi depósito hasta aquel día, el
de la muerte" (a Tim 1,12).
Nada
importa que seas débil. Gloriarse de ser fuerte en los combates del Señor, lo
puede sólo quien se apoya en Jesucristo con todo su peso. "En El, sí, lo
puedo todo" (Flp 4.13).
Ojalá
puedas en la hora postrera pronunciar como tuyo y con total sinceridad y verdad
el juicio de San Pablo sobre su vida
"He
combatido el buen combate, He terminado la carrera. He guardado la fe. Y ahora,
he aquí que me está reservado la corona de justicia que me dará e! Señor aquel
día, el Justo Juez, y no sólo a mí, sino también a todos los que hayan esperado
con amor su parusía" (2 Tim 4,7).
CAPÍTULO VI
EL DESIERTO DE LA NOCHE
EL CRISOL DEL DESIERTO
"Las
tinieblas no son densas para ti, y la noche luciría como el día" (Sal 138,12)
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Para el
Eremita la noche es el momento de la máxima cercanía de Dios. La noche da
realce al Desierto desmaterializando las cosas. Colores y contornos se
desdibujan y todo se disuelve en una capa uniforme de sombra azulada en que se
pierde la mirada. El ritmo del tiempo parece estar en suspenso; la inmovilidad
ha relevado a la sucesión y trae el presentimiento de que la eternidad está a
la puerta Duerme la tierra es el silencio "mayor". El firmamento
atrae la vista del que vela hacia "los astros que brillan en sus atalayas…
Lucen alegres en honor de quien lo hizo" (Bar 3,34-35).
En el umbral
de su celda, pronto a responder a la campana de Maitines, el solitario escucha
al Salmista: "Los cielos pregonan la gloria de Dios, y el firmamento
anuncia la obra de sus manos" (Sal 18, 1):
Es como
si Dios lo estrechara por doquier, cual sí descansara en su regazo. Podría
decir lo que el piloto americano: 'Saqué la mano fuera y toqué el rostro de
Dios." La noche te será más querida que el día, como más de Dios, ya que
en ella no puedes hacer otra cosa que orar, y tus sentidos, liberados de la obsesión
del detalle, dejan tu alma más disponible para la unión con Dios. Es la hora
que prefería Jesús para sus coloquios con su Padre (Lc 6,12), y la que han
preferido los grandes espirituales:
"Me levanto a media noche para darte gracias por tus justos juicios"
(Sal 118,62).
"De noche me acuerdo de tu nombre, ¡oh Yavé! (ib. 55).
"Deséate mi alma por la noche, y mi espíritu te busca dentro de mí"
(Is 26,9).
Dios se
complace en colmar los corazones atentos; la oscuridad protege contra testigos
indiscretos. El Esposo llega de improviso en plenas tinieblas (Mt 25,6):
"Ábreme, hermana mía, amiga mía" (Can 5,2).
Si tienes
el corazón limpio y el espíritu vigilante, para ti la noche brillará como el
día, como el relicario precioso de los grandes memoriales de las "Gesta
Dei" en la Humanidad. Exenta de formas creadas, se llena de
reminiscencias que le confieren una solemnidad impresionante: la creación de la
luz el primer día, y la de los luminares que seguimos admirando tales como
salieron de las manos del Creador: la luna, las estrellas. Amparado en la
noche, Dios habla con Abrahán para prometerle una posteridad de la que nacerá
el Salvador, y esa palabra alcanza en nosotros sus frutos. De noche se
encarnaría el Verbo en María mientras oraba. "Un profundo silencio lo
envolvía todo, y en el preciso momento de la media noche, tu palabra
omnipotente, de los cielos, de tu trono real... se lanzó en medio de la tierra
(Sab 18,1415). De noche nacerá. La liberación de los Hebreos de la opresión de
Egipto, tipo de nuestra liberación espiritual, fue de noche, y Dios quiso que
se conmemorara por siempre (Ex 12,42). La Iglesia lo hace en la Vigilia
Pascual. Jesús sufrió su agonía y fue detenido en la noche del Jueves al
Viernes Santo, y, si murió a media tarde, una noche milagrosa envolvió el
Calvario durante las tres horas del drama, para que nada viniera a distraer
nuestra atención del sacrificio que nos salva. Y no olvides la más augusta de
todas las noches, la que vio a Cristo saliendo vivo y glorioso del sepulcro.
Al
Ermitaño le es dado escuchar cada noche esas voces del silencio y recibir la
gracia siempre operante de tales misterios. En sus grandes líneas, la Sagrada
Escritura le describe el caminar del amor de Dios hacia el anacoreta envuelto en
la sombra amiga. El P. de Foucauld, en el Sahara, bendecía sus insomnios porque
le permitían esas contemplaciones: «Las dos de la madrugada. ¡Qué bueno sois,
Dios mío, por haberme despertado! Más de seis horas aún para no hacer otra cosa
que contemplaros, estarme a vuestros pies y no deciros sino esto: os amo!"
Evoca
estos ejemplos al dirigir tus pasos a la iglesia del Eremitorio cruzando las
tinieblas, hacia Aquel que es el centro de toda la Historia y que te aguarda en
el Sagrario1 Nunca te pese dejar tu celda para ir ¿la iglesia. El Ermitaño de
Tamanrasset tiene razón: "Estar solo en la celda y entretenerme con Vos en
el silencio de la noche, es dulce, Señor mío, y estáis en ella como Dios, así
como con vuestra gracias Y con todo, quedarme en la celda pudiendo estar
delante del Santísimo Sacramento, es obrar como si María, cuando estabais en
Betania, os dejase solo… para ir a pensar en Vos, a Solas en su
habitación."
La
obediencia escoge por ti, alégrate de su elección. Sumido en las tinieblas está
el mundo y sólo hay una antorcha: Jesucristo. "Yo soy la luz del
mundo." (Jn 8,12). Es también la tuya: "El Verbo es la luz verdadera
que alumbra a todo hombre" (Jn 1, 11). Pocos son los adoradores nocturnos.
Era la hora preferida de Jesús, la tuya. El "subía al monte a solas para
orar" (Mt 14,23). Hoy ya no tiene que estar solo...
Mas la
noche tiene también sus terrores; puede resultar un crisol. El desierto
aprisiona al explorador. El Ermitaño lo lleva dentro. Así igualmente la noche:
está en ti, a manera de fermento para remover toda la masa de tu alma. No
conoces a Jesucristo sino por la fe. Pero la fe es para tu espíritu tinieblas
no menos que luz. . Esto te la hará más dolorosa en el Eremitorio, donde no
podrás vivir sino de fe desnuda, sin cosa que te distraiga de las pruebas que
te impone, ni te ayude a pasar el tiempo de los silencios de Dios.
Tu vida
se desliza, la mayor parte del tiempo, bañada en esa "oscura claridad que
cae de las estrellas", siendo así que estás hecho para la plena luz del
día. Nada te importaría desdeñar la tierra y sus alegrías; si Dios dejara
traslucir su gloria, o pulsara deleitosamente las fibras de tu almas Aun
suponiendo que se te conceda algún contento sabroso, sólo será de paso. Dios
quiere ser creído bajo palabra, sin fianza ni contraprueba, y tu postura ante
el mundo es la de testigo de la fe. La tuya debe estar pura de toda aleación,
sin más punto de apoyo que la afirmación de Dios mismo. No tendrás aquí el
aliciente de las grandes manifestaciones de la piedad, ni el sostén de la
predicación dada o recibida, si el estímulo de la dirección de almas. El bien
que hagas lo ignorarás. totalmente. Las gracias de Dios, aun las más selectas,
vendrán tal vez despojadas de todo carácter experimental, y te verás reducido a
"querer creer", a caminar a tientas, entre gemidos, sin comprender
más nada.
"Cuando
canto la dicha del cielo, la eterna posesión de Dios -escribe. Santa Teresita
del Niño Jesús- no siento la menor alegría pues canto sencillamente lo que
quiero creer."
Has de
portarte como sí la luz guiara tus pasos, profundizar tu fe, no compulsando
libros sino sometiéndote con humildad a esa sustracción de luces y poniendo
hasta los últimos detalles de tu vida toda bajo el imperio de la fe.
Nadie
podrá echarte una mano vigorosa si no es Dios; Dios se esconde. No lo habrás
percibido, pero nunca habrá sido tan estrecha tu. adhesión a la soberana
Verdad, ni tan valiosa tu oblación. Ni habrá estado Dios nunca más cercano:
"Yavé ha dicho que habitaría en la nube oscura" (1 Re 8,12).
Esa
"noche oscura" tan martirizadora será cabalmente tu iluminación;
conocerás a Dios con su propio conocimiento, sabrás de El, no lo que la
criatura llega a balbucir, sino lo que El mismo sabe de sí y lo que le place
revelar. De todas formas, si Dios te arroja a ese crisol terrible, padecerás la
cosa más tremenda que cabe para un Ermitaño, que cree desplomarse bajo las
ruinas de su ensueño.
Como Job,
tendrás prisa porque despunte, el día (17,12). En poco tiempo habrás hecho más
actos heroicos de fe que otros en una larga vida.
Eso en el
caso de que abrigues la esperanza de ese alborear próximo, pues la esperanza se
enraíza en la fe vivirás sin sentirla. También de ella eres testigo, y de
ningún sitio la debes sacar más, que de la promesa divina, no, en absoluto, de
la seguridad de tus méritos o de una vida buena. Tienes que llevar cincelada
hasta en tu carne la convicción de la gratitud del don de Dios. En el lagar de
la tentación exprimirás hasta la última gota de esa confianza en ti mismo de
que estás lleno. Dios permitirá por algún tiempo que no vislumbres ya el fin de
esa noche horrorosa y creas, hagas lo que hagas, que estás destinado a las
tinieblas eternas.
No es
seguro que llegues ahí. Todo depende del grado de santidad al que te llama
Dios, pero ¡está tan dentro de la línea de una vida escatológica ser purificado
a fondo en ese Purgatorio anticipado!
Invisible,
en la sombra, el Espíritu Santo te sostendrá, y tu alma angustiada no dejará de
esperar contra toda esperanza, invenciblemente convencida de la fidelidad de
Dios, en virtud de la cual, en este mismo destierro te ha "desposado"
(Os 2,22). "Yavé lo ha jurado, no se desdecirá" (Sal 109.4). La
infidelidad tuya no acarrea la de Dios. Cuando vuelves a El arrepentido, le
encuentras esperándote con todos los bienes que tenía pensado otorgarte.
"Ea, pronto, sacad el vestido más rico y ponédselo, y un anillo a su mano
y sandalias a sus pies" (Lc 15, 22).
Todo eso
lo sabes de muy atrás; en este momento de prueba, el Corazón del Padre, abierto
a todos te parece cerrado para ti. Pese a todo tu alma "espera a
Yavé" (Sal 32,20). En tu desolación no cesarás de repetir: "En ti
todo el día espero a causa de tu bondad, Yavé. Acuérdate de tu ternura, Yavé,
de tu amor, pues son eternos" (Sal 24, 5-6). Pensarás que lo dices con la
punta de los labios, por cumplimiento, cuando antes te arrancarían la piel que
hacerte dudar de la palabra de Dios. Pero la noche nos oculta el horizonte de
luz. Seguirás tu camino, con tu mano temblorosa cogida de la de tu Padre del
cielo. "Le así, ya no le soltaré" (Can 3,4).
¡Oh! qué
difícil es creer en el amor de Dios cuando el cielo parece acerrojado, y te
abruma el sentí miento de que nada debes esperar de él. Lo has dejado todo con
el fin de vivir en la intimidad de Dios. Dios finge no dignarse dirigirte una
mirada; y se te hace tan lejano que dudas de sí te amará Aquel que, a despecho
de todo, es tu único amor. Nada oprime tanto como un amor ignorado o desdeñado.
Con el corazón lacerado te quejarás al Señor de haberte engañado al prometerte su
privanza, siendo así que te trata en esclavo. Se te haría inconsolable esa
frialdad de Dios si no supieras que El te ha amado el primero. De lo contrario,
te seda indiferente (1 Jn 4, 10).
Lo que El
quiere es que le ames como merece serlo: por sí mismo, por su amabilidad
trascendente, y no en primer lugar por su bondad para contigo. Deberías amarlo
aunque nada te reportase, porque es el Bien sustancial. Sé ante los hombres
testigo de que es digno de. ser amado así de desinteresadamente.
El
desierto con su aridez., la noche con su anonadamiento de las formas, hablan
menos de la munificencia de Dios que de su. trascendente perfección. No basta
que lo sepas por la metafísica. Debes experimentaría y ofrendar al Amor ese
homenaje gratuito. Si la prueba durase demasiado podrías periclitar. La
humildad te salvará. Acepta el no saborear el Amor de Dios, por lo mucho que
has gustado el de la criatura, y el andar en las tinieblas sin siquiera sentir
la mano paternal que te lleva sin tú saberlo. Guíate por su voz; no cesa de
resonar en la Escritura: "Dios es amor; el que permanece en el amor, en
Dios permanece y Dios permanece en él" (1 Jn 4,16).
Ejecuta
todo lo que manda el amor. Podrás, como Job, discutir: "Puede matarme;
sólo me queda la esperanza de defender ante El mi conducta" (Job 13,15).
Y sobre
todo, tente por indigno del menor favor de Dios: "Padre, no merezco que me
llames hijo. trátame como a un jornalero" (Lc 15,19). Entonces no te
sentirás chasqueado si te toca avanzar por la vía común.
No
vuelvas atrás. No lo achaques ni al medio ambiente ni al marco de la vida: la
noche está en ti, y obedece a Dios. Podrá ser estéril para los hombres, cuya
actividad suspende; es siempre fecunda en las manos del Creador. Antes que la
luz eran las tinieblas; de ellas hizo Dios brotar la claridad del día.
"Cuando es hermoso creer en la luz es de noche", dice Platón. El
Señor espera de ti esa fe, no te zafes. Aquel que te ama se oculta en esa
oscuridad y te da cita en su misterio. "Alzad vuestras manos al Santuario
y bendecid a Yavé, por la noche" (Sal 133, 3).
SEGUNDA PARTE
LA MONTAÑA
"Eres
tú magnífico en las alturas, ¡oh Yavé!" (Sal 92,4)
|
No carece
de razón el que el Eremitorio se oculte casi siempre en algún repliegue de
montaña. Será que es más fácil hallar en él un desierto menos accesible a los
hombres para vivir escondido. Mas ese paraje tiene también en la historia
religiosa del mundo una significación divina. Es uno de los lugares
privilegiados de los encuentros de Dios y debes conservarle ese sabor místico. La
montaña virgen y solitaria es una marco digno para las grandes comunicaciones
del Señor.
Tiene de
común con el Desierto las exigencias de desnudez. Pero es además un signo en el
espacio de la elevación del alma por encima del hormigueo de los negocios terrenales,
de los pecados y placeres de los hombres. Es un empuje soberbio de la tierra
hacia la pureza del cielo. Cuantos la escalan experimentan y refieren esa
sensación tónica de una especie de virginidad ambiental que filtra la pobre
naturaleza humana eliminando la fiebre de las pasiones malas. Sus cimas
invioladas hablan de Dios "magnífico en las alturas". Los mismos
anacoretas paganos han cedido al atractivo de la montaña, como sí sus cumbres
intactas fueran el trono de su gloria. Déjate prender en ese hechizo
espiritual; no es ilusorio. El Eremitorio tendrá para ti las gracias de esos
montes benditos, escogidos por el Señor para hablar al corazón de los hombres.
CAPÍTULO I
EL MONTE SINAÍ
LA TRASCENDENCIA DE DIOS
"Que
se sepa de oriente que todo es nada fuera de mí" (Is 45,6)
|
El Sinaí
es el monte de la Trascendencia de Dios, el carácter divino más desconocido del
que el Ermitaño debe ante todo ser testigo de cara al mundo. Recién llegado al
Desierto, no te duela aún la carencia del sentido de la trascendencia de Dios.
Pronto, al amparo de la soledad, descubrirás en ti el resabio de esa tara
contemporánea. El descubrimiento te afligirá, tal vez te espante. El temor de
Dios se hace raro. Se peca sin pudor y sin gran pesar. En la misma penitencia diríase
que el sacramento desvaloriza la virtud. Cuesta tan poco alcanzar el perdón!
Examina
lealmente cómo reaccionas en tus adentros ante las Verdades Eternas, y sabrás
dónde vas de esa asignatura. El pecado original, la muerte, el infierno, la
Cruz, suenan a cosa antipática, a antigualla. El servicio del prójimo atrae más
que el de Dios, y su salvación se enfoca más como beneficio para el hombre que
como el triunfo de la gloria de Dios. Incluso la unión con Dios nos tienta más
como el coronamiento de nuestra personalidad que como respuesta desinteresada a
su llamada. Hemos perdido el sentido de Dios a cambio de un sentido erróneo del
hombre, el cual se planta delante del Ser divino, no como una "nada",
sino como un Don "Alguien", muy digno de que Dios le tenga en cuenta.
Extraño seria que esa atmósfera no te haya contaminado. Es una óptica ésa,
antagónica de la del monje. Vas a tener que revisar eso.
A todos
los amantes de la Sagrada Escritura ha impresionado la insistencia celosa, a
veces machacona en las expresiones y los hechos, con que Dios reivindica su
trascendencia y subraya el abismo infinito que separa su Ser y sus
perfecciones, del ser creado. No fue por juego de niños ni para impresionar a
mentalidades primitivas, por lo que se manifestó en el Sinaí con el aparato de
una teofanía que no dejaría de apabullamos en pleno siglo xx.
Acude sin
descanso a la Biblia para descubrir en ella a Dios tal como se revela a sí
mismo. No opongas el Dios de Amor del Nuevo Testamento al Dios del temor del
Antiguo; la antítesis es engañosa. No hay sino un Dios que no varía ni se
contradice. Lo que era antes de la Encarnación lo sigue siendo. El que ha
cambiado es el hombre. Sacando de su evolución cultural cierto aire de
seguridad, y tal vez debido a una interpretación equivocada de las
condescendencias evangélicas, va tomando para con Dios posturas desenvueltas,
descorteses, muy ajenas al espíritu del Magnificat. El hombre de nuestros días,
si habla de su nada, lo hace con la punta de los labios; de la "afirmación
de su personalidad", en cambio, a boca llena. Es insolente tanta
reivindicación del propio "yo".
La
tradición anacorética en bloque repudia semejante actitud. La compunción es la
principal constante del espíritu eremítico, y no se da sin el sentimiento
vivísimo de la trascendencia de Dios. Aquel santo temor de si estará uno
condenado, es tachado de arcaísmo, como si fuésemos, más que los antiguos, los
dueños de nuestro destino eterno, o estuviésemos mas a cubierto. Como si una
ofensa hecha a Dios tuviese hoy menos importancia, como si Dios pasase la
esponja sobre nuestros pecados sin exigir dolor ni satisfacción.
Desechada
la compunción, muy pronto el Yermo te parecerá incoloro, y tu vida, inútil de
puro egoísta. No cometas la impertinencia de auparte hasta el mismo plano de
Dios. No debe partir de ti el hablarle "cara a cara como un hombre habla
con su amigo. Dios era quien así hablaba con Moisés, no Moisés con Dios (Ex
33,11). Cuando el Altísimo deja traslucir algo de su gloria, los más santos
tiemblan despavoridos; Moisés, Elías hunden el rostro en los pliegues de su
manto; Abrahán queda aterrado, y su conciencia le dice que no es sino tierra y
ceniza"; Isaías se cree perdido; los mismos serafines ocultan la faz
detrás de sus alas. ¿ Quién puede subsistir delante de Yavé, el Dios Santo? (I
Sam, 6,20).
Las
amabilidades del Verbo Encarnado no deben hacerte olvidar nunca que Dios es el
"Santo", el "Separado" de toda la creación por su
naturaleza misma: su divinidad, su gloria, su santidad. El contemplativo gusta
de sobrealimentarse con esos textos inspirados que le ayudan a mantenerse en su
puesto, mientras va engrandeciendo en su espíritu y en su corazón al Soberano
Señor de todas las cosas, que es también su Padre.
"Soy Yo; Yavé es mi nombre, que no doy mi gloría a ningún otro" (Is
42,8).
"Sed santos, porque Yo, Yavé, soy santo" (Lev 20, 26).
"Yo soy el primero y el último y no hay otro dios fuera de mí" (Is
44,8).
"Yo, Yo soy Yavé... Yo soy Dios desde la eternidad y lo soy por siempre
jamás" (Is 43,11-12).
¿Puede
alguien quedar frío ante tales exigencias? Todos los libros de la Biblia, sobre
todo los Profetas y los Salmos han celebrado esa sobrecogedora Majestad del
Dios que se sienta sobre los querubines, ante quien la tierra es presa de
vértigo, los pueblos se postran 'despavoridos (cf. Sal 98, 1-5), las naciones
son como "gota de agua en el caldero, como un grano de polvo en la
balanza" (Is 40,15).
Majestad
que se muestra en los portentos de su omnipotencia, en la obra de la Creación
(Is 45,11-12), en los fenómenos terroríficos que acompañan su presencia (Sal
76,17-20).
Jesús no
ha aguado el recio colorido de esa grandeza divina, que contemplaba en el cara
a cara de la visión beatífica. Se insiste a placer en el carácter filial del
temor, pero éste supone de antemano la visión perfectamente nítida de todo
cuanto necesariamente nos mantiene en el abismo de nuestra nada por debajo de
nuestro Padre de los cielos. No van a ser las afrentas anodinas y ficticias
inferidas a tu amor propio las que te hagan humilde. La humillación tiene buena
prensa en religión; recibirla con edificación realza nuestro prestigio e hincha
los carrillos de nuestra vanidad. Desde dentro es como el Espíritu Santo te
despojará de la propia estima, contrastando en su luz la grandeza de Dios y tu
bajeza. Quizá llegue al extremo de obligarte a pedir auxilio a la vista de tu
abyección: "¡Ay de mí, perdido soy! Soy hombre de impuros labios" (Is
6,5).
Y viene
el pecado a deprimirte aun por debajo de tu nada de creatura: "Aun a sus
ministros no se confía, aun en sus ángeles halla tacha. Cuánto más en los que
habitan moradas de barro y del polvo traen su origen 1, que son aplastados como
un gusano, son acabados de la noche a la mañana" (Is 4,17-20). Has de
mantener en ti el pesar de haber desagradado al Amor que pródigo se volcaba en
ti.
Con todo,
trata de no proyectarte sino raras veces en la pantalla de tu reflexión. Dios
mismo con todo su incomparable esplendor es quien debe ocupar lo mejor de los
pensamientos del Ermitaño. Tu dicha consistirá en no ser nada para que Dios sea
todo. Santo Tomás tiene esta sentencia de oro, que parece escrita para los
anacoretas: "Suponiendo que no haya en el mundo más que una sola alma que
posea a Dios, será bienaventurada aun cuando no tuviera prójimo a quien
amar" (1-2,4,8,3). El ser infinito de Dios ante el cual el de la creatura
es como inexistente, te dará a conocer que los afectos puestos en ella
indebidamente a expensas del Señor te aniquilan abatiéndote hasta su nivel y te
incapacitan para unirte al Todo y transformarte en El.
La
perfección infinita de Dios junto a la cual todas las perfecciones creadas que
son reflejo de aquélla pierden todo su brillo, te irá desasiendo gradualmente
de cierta complacencia hedonista y te hará amar la soledad y el silencio donde
sólo está El.
La
incomprensibilidad e inefabilidad de Dios asentarán en tu alma una quietud
profunda, dando muerte a toda curiosidad revoltosa. Si renuncias a los análisis
complicados y a la multiplicidad de palabras, entenderás que ni el trabajo del
espíritu, ni las visiones, ni las delectaciones extraordinarias te unen a Dios,
antes bien la fe simple y desnuda. Y te complacerás en recogerte en un silencio
adorador delante del Hogar misterioso de la Vida y del Amor. Preferirás
callarte en su presencia, porque está por encima de toda alabanza: no
conociéndole en toda su perfección, no podemos alabarle como se merece. El
silencio es su alabanza. Job es locuaz con sus amigos; delante de Dios no sabe
qué decir: "Pondré mano a mi boca" (Job 40,4).
La
suficiencia de Dios, plenitud del Ser, de la perfección, de la santidad, de la
vida, de la luz de la felicidad, te colmará de gozo. ¡Su dicha será la tuya!
¡Saber que nada ni nadie puede añadir a la beatitud de Dios, ni turbarla nunca!
Nuestras faltas le ofenden, mas en nada le ensombrecen. No es que se entibie
nuestra contrición, pero atempera su amargor en el alma amante.
El
mundano no puede resignarse a no ser necesario ni útil para Dios. El
contemplativo se dilata en ese pensamiento. En verdad, una sola es su alegría:
la de Dios mismo. Es su "éxtasis" perpetuo; ya no piensa en mendigar
para si mismo una satisfacción distinta. Pide la gracia de alcanzar ese ideal,
y el hastío te será imposible en la soledad.
Es la
revelación escueta de esa trascendencia la que revoluciona la vida de Moisés.
El Sinaí del Ermitaño es el de la zarza ardiendo más bien que el del Decálogo.
El misterio de la grandeza de Dios hechiza al solitario, y, lejos de helarlo o
aplanarlo, hace brotar de su corazón un grito de entusiasmo, porque se liberó,
al fin, de las ilusiones que sobre sí mismo le tenían engañado: "Tú solo
el Santo, Tú solo el Señor, Tú solo el Altísimo." Sin cesar repiten sus
labios las aclamaciones del Gloria: "Te alabamos, te bendecimos, te
adoramos, te glorificamos y te damos gracias por tu gloria infinita." No
se harta de pregonar el Todo de Dios, que le sitúa a él en su verdad: la nada,
la dependencia total, dando así respuesta a la afirmación divina: "Sépase
de levante a occidente que todo es nada fuera de mí.
La
espiritualidad moderna ha acentuado la Inmanencia de Dios, la dulzura de sus
relaciones de intimidad con el hombre, pero no puede, so pena de caer en error,
desconocer las exigencias de su trascendencia. Sólo los espíritus superficiales,
ajenos a los verdaderos problemas de la vida interior, pueden imaginarse que la
misericordia haya desarmado a la justicia de Dios. La misericordia se ejercita
en que, para unir a Sí a un alma, Dios le aplica, ya en esta vida, todos los
derechos de la justicia y la sumerge en el fuego purificador de unas pruebas
que los teólogos declaran equivalentes a las del Purgatorio. Las purificaciones
pasivas de los místicos no son una broma como no lo es el Purgatorio por donde
tantos de nosotros tendremos que pasar. Su Santidad no le permite a Dios unir a
Sí un alma cargada con la más pequeña deuda. En esto también su misericordia es
trascendente; la nuestra cierra los ojos sobre las culpas, la de Dios exige una
satisfacción tanto más estricta cuanto más quiere colmar de gloria. El perdón
de Dios no es un manto echado sobre nuestras impurezas; todo tiene que ser
lavado, restaurado, reintegrado en la inocencia.
El
Ermitaño lo sabe y las aprensiones de la naturaleza no son parte a impedirle
desear esa prueba de las preferencias divinas.
No entres
en el Eremitorio como en un lugar de plácida euforia. Es un crisol. Llamado a
la familiaridad del Señor, tienes que desprenderte de esa ganga opaca que
lastra tu alma con una tenacidad que no sospechas.
"Purificaré
en la hornaza tus escorias y separaré el metal impuro" (Is 1,25).
Este
crisol será justamente la Contemplación en su fase de purificación. La
experiencia te enseñará hasta qué punto la perseverancia en la oración asidua y
prolongada es más costosa que la acción.
La
pasividad relativa bajo la mano industriosa de Dios repugna a la naturaleza
cuyas facultades se revuelven de impaciencia. Tú, deja obrar a Dios.
Si
sintieras más hondo la trascendencia de Dios, el gusto por la contemplación se
desarrollaría en ti. Suplícale al Señor te la conceda; para esto has venido.
Humildemente dile con Moisés: "Muéstrame tu gloria" (Ex 33,18).
Cuando la
Belleza de Dios se descubre al alma toda criatura palidece para ella; el
reflejo ya no la seduce cuando la llama se le mete por los ojos: "Ya no
será el sol tu lumbrera, ni te alumbrará la luz de la luna. Yavé será tu eterna
lumbrera y tu Dios será tu luz" (Is 60, 19).
CAPÍTULO II
EL MONTE TABOR
EL SENTIDO DE CRISTO
"En
cuanto a fundamentos, nadie puede poner otros que el que ya está puesto,
JESUCRISTO" (I Cor
3,11)
|
Sería
sorprendente que Dios trajera un alma al Desierto para "hablarle al
corazón", y no le regalara con alguna de esas visitas inefables que han
embriagado a tantos contemplativos. Es preciso dejar 'la cosa en manos de su
liberalidad, y juzgarse "a priori" indigno de todo favor. No se entra
en el. Eremitorio para hacer un experimento. Dios está infinitamente por cima
de sus consolaciones, y si se le posee es por la caridad; el gusto nada añade a
la realidad. Aquél depende de su beneplácitos y no "le forzarás la mano .
Conténtate con desear que te una consigo con la mayor intimidad posible en la
tierra. Es San Juan de la Cruz el que dice: "El amor no consiste en sentir
grandes cosas, sino en tener grande desnudez, y padecer por el Amado."
Importa mucho que lo entiendas desde los inicios; así te ahorrarás un
desengaño, agravado con un error de orientación. La enseñanza auténtica del
Monte Tabor no es precisamente la que se suele sacar. Lo esencial para los Apóstoles
en este misterio de la Transfiguración no fue tanto el haber entrevisto a Jesús
en su gloria, como el haber recibido de labios del mismo Padre la consigna:
"Este es mi Hijo muy amado... Escuchadle... Alzando los ojos a nadie
vieron, sino a Jesús solo" (Mt 17). Difícil determinar mejor el puesto de
Jesús en la vida del Ermitaño: no ver ni oír nada fuera de El.
Lo antes
posible, toma conciencia de los lazos que te unen a El. Muchos repiten con San
Pablo: "Para mí la vida es Cristo" (Flp 21), y luego buscan inspiración
en otra parte. En el Eremitorio eso sería un despropósito. Desconfía de la
sentimentalidad; el Cristo de 'las revelaciones privadas corre a veces peligro
de hacer que desmerezca la verdadera devoción que se le debe. El Evangelio y
San Pablo, su Apóstol más apasionado, te darán el imprescindible genuino
"sentido de Cristo".
Para ti,
Cristo es más que un canal de vida, mas que un intermediario entre la fuente y
tu alma. Es la Fuente misma de las aguas vivas. Escucha su invitación: "Si
alguien tiene sed, que venga a mí y beba" (Jn 7,37). Antes de dejarte
prender de los encantos humanos de Jesús y verde revivir las escenas
evangélicas, escudriña la palabra del Padre. Su intérprete más profundo. ¿Qué
significa la expresión extraña: "Para mí, la vida es Cristo"?
Ante todo
que Cristo es en sí mismo la VIDA, la Vida increada, sustancial, divina.
Además, que El es la "vida de todo ser". Por fin, que es tu vida, ya
que no ha venido a este mundo sino para comunicarte la suya.
Es tu
vida porque es su causa; te la ha merecido y te la comunica (Rom 6,23; I Jn
2,25).
Lo es
también como objeto suyo. Entiende que en el Eremitorio no has de vivir
"tu vida" sino la suya. Esto supone una renuncia grande de ti mismo:
es la suprema pobreza. Con ello te es dado imitar la de Jesús. Su humanidad no
poseía mas personalidad que la del Verbo. "Vivía de Dios". Tú
guardarás tu personalidad humana, pero referirás a Cristo, mediante tu voluntad
de unión, todas las actividades de esa persona "divinizada" por la
gracia. Así será El tu vida.
Concentra
en El tu pensamiento, tu amor, tu esperanza. El tomará efectivamente la
dirección de tu vida. Como una madre dice: "Mi hijo es toda mi vida",
debes tú decir: "Jesús es toda mí vida".
Que en
derecho lo sea todo para ti no es una quimera. Lo afirma Dios por San Pablo:
"Cristo ha sido hecho para nosotros Sabiduría y Justicia y Santificación y
Redención" (I Cor 1,30).
Delante
del Señor nada eres sin Jesús. Medita a menudo esta enseñanza del Apóstol;
hallarás en ella gran paz. ¿No andas a veces atormentado por las faltas graves
o leves que han cavado un abismo o producido una desavenencia entre Dios y tu
alma? No habría penitencia capaz de reanudar las relaciones de amistad, si
Jesucristo no hubiese de antemano saldado tus deudas. Insiste, como el Apóstol,
en el carácter intencionadamente personal de esa mediación; no eres un anónimo
en la masa de los redimidos:
"Cristo
vino al mundo para salvar a. los pecadores,. de los cuales yo soy el primero.
Mas por esto alcancé. misericordia, para que en mí primeramente mostrase
Jesucristo su longanimidad y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en
él para la vida eterna" (I Tim I ,15-16).
El
Desierto no te pondrá a recaudo de todo desfallecimiento. Tus miserias diarias
en nada deben abatirte ni alterar tu alegría. Oye a San Juan, el gran Profeta
del Amor: "Hijitos míos, os escribo estas cosas para que no pequéis. Pero
si alguno peca, aboga- do tenemos ante el Padre: Jesucristo, el Justo. Y él es
propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino por los del
mundo entero" (I Jn 2,1-2). San Juan conocía mejor que nadie el Corazón de
Jesús y la eficacia del sacrificio de la Cruz.
Conforme
te preserva de una mala tristeza, esta doctrina te precave de una confianza
errónea en el valor de tus expiaciones. Este les viene exclusivamente del hecho
de que Cristo las asume. En el Eremitorio amar importa más que extenuarse. La
Misa ofrecida u oída vale infinitamente más que todas las maceraciones. La
Iglesia apela a los méritos de Jesucristo, no a los nuestros.
Toda
falta debe despertar en ti el reflejo de un recurso a las satisfacciones del
Redentor. No son tus lágrimas las que te lavan, sino la Sangre de Cristo, si
bien tienes que llorar la ofensa inferida a Dios. A nadie más que a El debes tu
justificación. Dios te tiene por justo no a causa de la exacta conformidad de
tu conducta a un Código de leyes, sino por tu adherencia y participación a la
Justicia divina. Obra de tal suerte que mirándote Dios vea en ti los rasgos de
su Hijo. Tal es la vocación cabal del cristiano: "destinado a reproducir
(esa) imagen" (Rom 8,29).
Al
imponerte el sayal de los ermitaños se te dijo: "Revístete del hombre
nuevo , el que se renueva en orden al conocimiento verdadero, a semejanza de su
Creador" (Col 3,10). El mismo Pablo precisa en otro lugar: "Revestíos
del Señor Jesucristo" (Rom 13,14). Comprende lo que se te pide.
El
Desierto no es el refugio de una personalidad sombría que ha roto con la
sociedad cenobítica, con el fin de no lastimar sus aristas vivas. Por muy solo
que estés, no puedes zafarte ante ese trabajo de desasimiento total con miras a
trasformarte en la semejanza interior con Jesucristo. Progresivamente debes
llegar a pensar, a juzgar como El; a amar lo que El ama y como El lo ama; a
obrar según las intenciones que fueron las suyas. No se llevará a cabo esa
labor sin derribos importantes. A cambio de ello, El podrá vivir en ti, y tú
merecerás la complacencia del Padre: no reconoce por hijos sino a los que
vivifica el Espíritu de Jesús (Rom 8,14). Es preciso empeñar una voluntad de
"desapropiación" incompatible con toda segunda intención de reservar
el propio "yo".
Haz esto
y te santificarás. Como la justicia del Ermitaño no es la exacta observancia de
un Código de leyes, tampoco su santidad es la práctica concienzuda de un
catálogo de virtudes. Sé fiel a la Regla, es un mínimum necesario. Pero no te
dejes paralizar por la letra. Jesús obraba con gran amplitud de miras, eso que
había venido a perfeccionar la Ley, y a no tener otro alimento que hacer la voluntad
del Padre (Jn 4,34). Lo que te hace justo te hará santo: la imitación perfecta
de Jesús, practicar la virtud porque El la practicó y de la manera como El la
practicó; por amor del Padre. Tu santidad ha de poseer ese sello filial de
amorosa presteza que irradia alegría y deja creer que no te cuesta nada.
En cierto
sentido es así. Has hallado tu equilibrio y el equilibrio es generador de paz.
Cristo contemplado, amado e imitado ha proyectado la plenitud de su luz sobre
el misterio de tu existencia y de su papel en el plan de Dios. Esa es la
Sabiduría: el conocimiento del "por qué" y del "cómo".
Jesús es la Verdad (Jn 14,6). El ha pedido y alcanzado para ti el Espíritu de
Verdad (Jn 14,16-17) a fin de que seas consagrado en la Verdad" (Jn
17,17).
Jesucristo
es toda la Filosofía del Ermitaño. Con el Evangelio y la Cruz sabe más que
todos los pensadores. Los mundanos lo toman por un inculto y un simple.
"El lenguaje de la cruz, efectivamente, es lo cura para los que se
pierden" (I Cor 1, 18). Ojalá sea siempre para ti "poder de
Dios". No te asustes sí a veces le encuentras cierto sabor ajeno al
sentido común. Sólo tras largo aprendizaje del sufrir saborearás su fruto. La
cruz se ofrece primero como instrumento de suplicio; sólo poco a poco se esclarece
con la luz del que la ha transfigurado.
Frecuenta
a Jesús sin descanso, ya que es tu Todo. La del Ermitaño es una vida
"evangélica". Muy lógico que se aficione a revivir con la mente y el
corazón al Cristo del Evangelio. La metafísica no colma el corazón. Si se dan
sentidos espirituales, sentimientos espirituales, también existen emociones
espirituales que desorientan a. los psicólogos de escuela, pero que las almas
interiores conocen bien. No en vano seguirás al Maestro en todas las idas y
venidas de su vida terrestre, devorándolo con los ojos del corazón,
contemplando sus actitudes y gestos, sorbiendo sus palabras, comulgando con sus
penas y alegrías, orando con El, viviendo como uno de los suyos. De esa
intimidad nacerá en ti algo mucho mejor que una simpatía platónica de exegeta.
El Ermitaño debe vivir la amistad que le brinda Cristo (Jn 15, 15). Nada hay de
novelesco en ese esfuerzo por reconstituir el pasado. Viene legitimado por un
principio que vierte a raudales la luz y el gozo en nuestras almas.
Por su
ciencia beatífica y su ciencia infusa Jesús sabía ya entonces todo lo tuyo, tus
más íntimos pensamientos, los movimientos secretos de tu voluntad buena o mala.
El, durante su paso por la tierra, vivía contigo y para ti. Por encima de
veinte siglos entras realmente en contacto con Aquel que, de lejos, leía en la
conciencia de Natanael (Jn 1,48). De ti depende que Cristo haya estado más
consolado y haya padecido menos.
Le
conoces mejor que a tus más íntimos amigos. En El ningún recoveco de
inquietantes sombras.
La
Iglesia, en su Ciclo Litúrgico, repite cada año esa peregrinación a las fuentes
de nuestra salud. Síguela y descubrirás a Cristo en sus misterios. Cada uno de
ellos trae siempre su gracia que caldea el corazón e ilumina el espíritu. Así
Jesús vendrá a ser para ti "Alguien" muy cercano..
Todo é1,
con su trascendencia divina, sus amabilidades humanas, su influjo salvador en
tu alma, es el que se llega a ti en la Eucaristía y a quien adoras en el
sagrario. Y ¿podría el Ermitaño creerse solo en el Desierto? ¿Quién habló de la
monotonía desesperante de los días?
Vive esa
amistad que decimos. Tiene sus condiciones para que sea consoladora. La primera
es ser amistad verdadera, con sus intercambios enriquecedores y reconfortantes.
Es más lo que recibes que lo que das. Precisamente el don que el Señor espera
de ti es tu "receptividad". Los encuentros han de ser para ti una
necesidad. Las ocasiones son múltiples: los Sacramentos, las visitas a la
iglesia, la "lectio divina", la oración que te sitúa cara a
cara con Jesús. Defiende celosamente tu soledad; las entrevistas amicales no
consienten un tercero. Tu estar presente a Jesús excluyendo sólo la atención a
las personas, sino también el interés impropio por las cosas. Aprende a
contentarte con El. Muchos se imaginan haber llegado a este punto, pero se
confidencian con el primero que les sale al paso. Jesús está celoso de tu
confianza. No hay uno que te comprenda mejor que El, y nadie como El sabe
consolar y socorrer. Un sentido de Cristo tan delicado es raro aun en religión.
Para el Ermitaño es una necesidad vital, es cuestión de perseverancia y de
florida santidad.
Nada
lamentarás de cuanto has dejado, el día que Jesús haya ocupado ese primero y
exclusivo puesto en tu existencia. Entonces, en verdad, te habrás sentado con
él para cenar (Ap. 3,20).
CAPÍTULO III
EL MONTE DE LOS OLIVOS
LA SANTA VOLUNTAD DE DIOS
"Padre...,
no se haga mi voluntad, sino la tuya..." (Lc 22,42)
|
En
Getsemaní, la palabra de Jesús que debe fijar tu atención es la que profirió
por tres veces durante su agonía: "Padre mío... no sea como yo quiero,
sino como Tú" (Mt 26,39).
Aquella
adhesión de su voluntad humana a la de Dios 'le costó sudor de sangre. Sin
embargo, toda su vida había profesado gozosamente una sumisión ilimitada, de la
que parecía extraer una felicidad radiante.
"Mira que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad" (Heb 10,7).
"Mi alimento es cumplir la voluntad del que me envió y dar cumplimiento a
su obra" (Jn 4,34).
"No busco mi voluntad, sino la del que me envió" (Jn 5,30).
"He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la del que me ha
enviado" (Jn 6,38).
En la
hora suprema Jesús no se retracta. Pero todo su ser humano no puede menos de
estremecerse de angustia ante las exigencias de una voluntad cuya Sabiduría y
Santidad son para él evidentes.
El
Ermitaño debe con frecuencia acudir a Getsemaní, no tanto para consolar a
Jesús, que probablemente no quiso que nuestra simpatía le proporcionase el
menor alivio, como para aprender el secreto de la obediencia perfecta a Dios.
No todo es encanto en la vida monástica. Bien pesados tenían los Apóstoles los
pies y el corazón camino del Huerto de los Olivos pese a la presencia de Jesús.
A lo
único que vienes al Eremitorio es a conocer y cumplir la Voluntad de Dios sobre
ti. Suplícale como Moisés, que te enseñe sus caminos tan distintos de los
nuestros: "Si he hallado gracia a tus ojos, dame a conocer el camino, para
que yo, conociéndolo, vea que he hallado gracia .a tus ojos" (Ex 33,13).
Ruego sencillo
pero temible. Si Dios lo escucha, entrarás en la vía real de las tribulaciones.
Al escalar la montaña nada sabes del porvenir, no tienes proyectos. Dios te ha
dicho: "Sube a mí al monte y estáte allí. Te daré unas tablas de piedra...
escritas... para (tu) instrucción" (Ex 24,12). Moisés ignoraba el tenor de
lo escrito; tú también. La experiencia del pasado te ha familiarizado con los
procedimientos del Señor, sin por eso ilustrarte sobre sus designios futuros.
"Sube a mí..." Eso es todo lo que sabes y has venido. Tienes que ser
todo receptividad, todo disponibilidad. En el mismo instante de la Encarnación,
Jesús y María pronunciaban la misma palabra de abandono: "Ecce"...
"Heme aquí". "Mira que vengo a hacer tu Voluntad". No
pasará mucho tiempo sin que adviertas lo amargo que es renunciar a la tuya.
Será
puesta a prueba ya desde los primeros pasos. Dabas por descontado que el
Desierto era una tierra de austeridades, pero te veías "como onagro
salvaje en el Desierto" (Job 39,5) en completa libertad. La primera
privación que te impone es cabalmente la de esa libertad. Aunque al principio
te parezca lo contrario, ésa es tu gran suerte. La obediencia te pondrá a salvo
.de las divagaciones del romanticismo espiritual. El que yerra a la ventura por
lugares solitarios está perdido. "Lo primero y lo más imprescindible en el
Sahara es un buen guía" (P. de Foucauld). Las ascensiones alpinas exigen
la misma seguridad. En la estepa "no se halla camino de ciudad
habitada" (Sal 106,4). Dios en persona guiaba a Israel desde la Nube, pero
sus órdenes las transmitía Moisés (Núm 9). La Iglesia, sabiamente, no quiere
que el Eremitismo escape a la ley común de la obediencia religiosa. Puede que
lo lamentes y te venga la tentación de añorar el anacoretismo independiente .para
poder moverte a tus anchas y tirar por atajos. Es ilusión frecuente, como
frecuente es la desilusión consiguiente. La sumisión en el marco de un
Eremitorio es una defensa. Sin género de duda, el Superior es el canal de la
voluntad divina. El independiente está a merced de sus ensueños. Corre gran
peligro de llamar "divina" a su voluntad "propia". Acepta
alegremente el yugo de la obediencia. Toma tal como está la "ley" que
rige el Eremitorio, sancionada con el tiempo y la experiencia.
¿Sufrirás
un desengaño? Los hombres y las costumbres ¿serán conformes a tus sueños? ¿Qué
valen los sueños? Una sola cosa te importa: la posibilidad de una vida
verdaderamente eremítica. Si quieres la paz no cobres interés sino por lo
esencial. Lo contingente es siempre variable y siempre deficiente. Lo que te
dan lo es; lo que desearías no lo sería menos. El Desierto es la tierra del
espejismo, de ese alucinamiento encantador cuyo único defecto es su irrealidad.
Sería de lamentar que por unas prácticas sin importancia quedases sin enterarte
de los valores de fondo.
Los
hebreos podían en unas semanas conquistar a Canán. Murmuraron; el resultado fue
que esperaron cuarenta años y ninguno de los murmuradores entró en la tierra
del descanso (Núm 14,23-36; Deut 1, 34-40).
Nicodemo
con razón se extraña: "¿Cómo puede nacer un hombre ya viejo" (Jn
3,45). Es un problema volver a ser niño. Jesús da la solución: "Es preciso
nacer de Arriba" (v. 7), es decir, juzgar las cosas no según la carne,
sino según el Espíritu. El ingreso en el Eremitorio es un "test"
excelente: desenmascara al hombre. Donde hay dos, cada cual levanta una
fachada, se fabrica una personalidad que anda exhibiendo y a la que él mismo
toma en serio. El aprecio del otro le interesa y le satisface. El Ermitaño sólo
tiene un interlocutor: Dios. ¿Para qué maquillarse? El deber de ser verdadero
hace intolerable la soledad a muchos, pero amable a las almas rectas y
valientes.
Tus
reacciones concretas te harán ver exactamente hasta qué punto eres carne o
espíritu; y si eras ya religioso, marcarán el rendimiento real del trabajo
cumplido.
Se
requiere una larga madurez para rehacerse Aquí la docilidad no es ya la
ignorancia temerosa que se confía, es la sabiduría que escoge. La del niño nace
del instinto de inseguridad; la del novicio se funda en el Evangelio: "Si
no cambiáis y os hacéis como los niños no entraréis en el reino de los
cielos" (Mt 18,3). Es más meritoria; el hombre hecho y derecho no puede
creer cándidamente y sin pruebas en la superioridad humana de los demás.
Reverencia en ellos un poder "vicario" al que sus deficiencias no
siempre dignifican, pero que la fe de él mantiene siempre en plena luz. Sé
lúcido, pero deferente. La verdad hace libre y conserva un pacífico equilibrio.
Tal
sumisión va mucho más lejos de lo que llaman "obediencia religiosa".
Dios ejercerá sobre ti los derechos de un amante celoso y acosará tu alma
mientras vea en ella una veleidad de autonomía. No eres ni sabio, ni santo, ni
todopoderoso; Dios es todo eso infinitamente. Por la obediencia irás a su
encuentro; no hay otro camino.
¿De qué
manera esperas unirte a El? Pensando, no. Nuestro entendimiento lo reduce a su
medida; los seres no entran en él sino en forma de nociones abstractas. Es
desconsolador comprobar lo impotente que es un espíritu, del que estamos tan
orgullosos, para captar el verdadero rostro del Dios vivo, y que tengamos que
seccionar la inefable naturaleza, o, lo que es lo mismo, deshacerla, para
forjarnos la idea aproximada. Nos falta la luz de la gloria.
En frase
muy profunda de Saint-Exupéry: "No se ve bien más que con el
corazón". El amor es el que nos une a Dios y el amor se define por la
identidad de los quereres: "Idem velle, idem nolle". Nuestra
voluntad, al perderse en la de Dios, le aprehende y abraza en su Ser divino.
Dios y su Voluntad es todo uno. La nuestra entonces ha hallado y recorrido a
pasos veloces el camino de su Corazón, y desde ese centro contempla sus
admirables perfecciones:
"El
que acepta mis mandamientos y los guarda es el que me ama; y quien me ama será
amado de mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21) no de
lejos, desde fuera, antes bien, desde lo interior de nuestra alma, hecha, por
la caridad, su morada: "Si alguno me ama guardará mi palabra y mi Padre lo
amará, vendremos a él y en él haremos nuestra morada", (ib. 23). Se
produce entonces un intercambio sorprendente: Dios, a su vez, hace todas las
voluntades de su "esclavo". A pesar de su ira, no resiste a la
oración de Abrahán (Gén 18,23-33), ni a la de Moisés (Ex 32,14). La razón de
ello vale para toda alma abandonada: "También a eso que me pides accedo,
pues has hallado gracia a mis ojos y te conozco por tu nombre" (Ex 33,17).
¿De dónde esa "gracia"? De la perfecta docilidad de esos grandes
siervos de Dios.
Si deseas
gozar de la paz del Eremitorio, sé fiel al "deber" de la
improvisación. En este marco la voluntad de Dios te será significada al día, al
momento. A veces patalearás de impaciencia y de curiosidad por la mañana.
Ejercítate en reprimir ese afán de iniciativas tan arraigado en nosotros. Tu
necesidad de actuar, de "crear" se verá a menudo, mortificada por la
insignificancia de las ocupaciones corrientes, si es que te atreves a mirar
como triviales los dos acontecimientos mayores del mundo: la Misa y el Oficio
coral.
El
Ermitaño recuerda que todo cuanto le prescribe la obediencia es una liturgia,
que sus movimientos más ignorados están ordenados a la gloria de Dios. Nada es
"profano" en el Yermo: esmérate por no profanar nada con tu falta de
espíritu de fe. Tu existencia humilde y escondida, por tu consagración, recibe
valor de holocausto y no es ningún engaño el creerte hostia de alabanza, ya que
San Pablo te exhorta expresamente a serlo: "Os ruego... que os ofrezcáis
como hostia viva, santa, agradable a Dios" (Rom 12,1). Para ello nada
espectacular se te pedirá: "Ya comáis, ya bebáis, o hagáis alguna otra
cosa, hacedlo todo para gloria de Dios" (í Cor 10,31), y hacedlo con la
sonrisa en los labios: "Cada uno dé según se ha propuesto en su corazón,
no con desagrado o a la fuerza, pues Dios ama a quien da alegremente" (2
Cor 9,7).
La
obediencia a Dios es el eje de la Historia de la criatura inteligente. Fue la
prueba de los Ángeles, de Adán. La Encarnación y la Redención son actos de
obediencia sublime. Hasta el advenimiento de Cristo la Voluntad de Dios y la
del Pueblo escogido se han enfrentado. Fácil era prever quién saldría ganando y
fue tanto peor para Israel. Sin embargo, sabía lo que perdía: "Si me
obedecéis... vosotros seréis mí propiedad entre todos los pueblos... seréis para
mí un reino de sacerdotes y una nación santa" (Ex 19, 5-6). Dios lamenta
esa yana insumisión: "¡Ah, si hubieras atendido .a mis leyes, tu paz sería
como un río!" (Is 48, í8). Para entregar a Dios nuestra libertad no
necesitamos ya los rayos del Sinaí. Se viene al Yermo por amor y para amar. Una
palabra de Jesús te ha de bastar: "Tomad mi yugo sobre vosotros y sed mis
discípulos, pues soy humilde y manso de corazón, y hallaréis descanso para
vuestras almas, porque mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11 ,29-30).
Y aun así tu obediencia estará bajo el signo de Getsemaní. Es improbable que te
sea siempre fácil y no te cueste jamás lágrimas. Que tu consentimiento sea sin
brusquedad ni rigidez: "Ita Pater...". "Sí,
Padre..." (Mt 11,26). Es una conformidad filial, la única digna de Dios.
La obediencia, más que el saldo de una deuda -aunque también lo sea- es una
ofrenda cordial.
Ora; la
experiencia de los siglos no te ha vuelto juicioso. El someterse, aunque sea a
Dios, no te viene de la naturaleza. El bautizado, como cualquier otro, lleva
instintos de autócrata, y más de una vocación auténtica a la Tebaida viene a
estrellarse contra ese don de sí necesario.
Di muchas
veces: "En tus voluntades hallo mis delicias, y no me olvido de tu
palabra" (Sal 118,16). "Guíame por la senda de tus mandamientos, que
son mi deleite" (v. 35). "Me deleito en tus mandamientos, que es lo
que amo (v. 47). "Alzo mis manos a tus mandamientos y medito en tus
decretos" (v. 48). "Abro mi boca y aspiro, ávido de tus mandamientos"
(v. 131), etc.
Eres
"sincero". ¿Eres "verdadero"? El Desierto te lo revelará,
como reveló a los Hebreos su fragilidad. Si vienes huyendo de la sujeción y por
unirte con Dios sin trabas por la vía de tu gusto, no perseverarás mucho
tiempo, y no precisamente porque pretendan encuadrarte sino por la extinción de
las verdaderas luces.
Lo dicho
a Saulo vale para el Ermitaño: "Se te dirá lo que debes hacer" (Hech
9). El P. de Foucauid, sin pertenecer a ninguna familia religiosa, obedecía
hasta los más pequeños detalles al Abate Huvelin y al Prefecto Apostólico.
Lo dicho
quiere decir que tienes que volverte niño. Entonces Dios será para ti una
Madre. Cual niño de pecho, olvidadas las horas tormentosas, serás "llevado
a la cadera y acariciado sobre las rodillas" (Is. 66,12).
CAPÍTULO IV
EL MONTE DE LAS BIENAVENTURANZAS
LA ALEGRÍA ESPIRITUAL
"Que
mi gozo sea en vosotros y vuestro gozo sea perfecto" (Jn 5, 11)
|
Si sigues
a Cristo de cerca, bien pronto te llevará al monte de las Bienaventuranzas.
Como discípulos suyos sólo quiere corazones dilatados y rostros sonrientes:
"El reino de Dios es... gozo en el Espíritu Santo" (Rom 14,17). Dejó
el Desierto y, al poco tiempo, dice San Mateo, "subió al monte, se sentó y
sus discípulos se le acercaron" (3,1).
El
Ermitaño ha de ponerse en primera fila para recoger la Ley de la Alegría que
Jesús promulga aquí y que es la médula de su Evangelio. A todos embelesa, muy
pocos la viven. El Eremitorio te revelará su sentido oculto y te descubrirá que
tampoco tú, para tu confusión, habías captado su misterio. Aquí no hay equívoco
posible, ni compromiso, ni retroceso. La palabra de Cristo es simple, directa,
tajante, y te pone entre la espada y la pared.
Esto has
de vivir en el Desierto so pena de morir de sed. Las Bienaventuranzas son el
Evangelio de la Perfección, o si prefieres, un comprimido de la verdadera
imitación de Jesucristo. El Bautismo te impone el deber de asemejarte a El;
Dios no puede amarte sí no halla en ti los rasgos de su Hijo Único, por pálidos
que sean. El Eremitorio te ayudará a acentuar su nitidez, con más rapidez, más
fácilmente y con mayor plenitud. San Pablo le describe al Ermitaño el plan de
Dios sobre su existencia toda. Siguiéndolo no puede extraviarse. Medítalo a
menudo, si no quieres descarriarte ni dormitar:
"El
Padre... nos ha escogido en El (J. C.) desde antes de la creación del mundo,
para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor, predestinándonos a
ser hijos adoptivos suyos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad,
para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos ha agraciado en el
Amado" (Ef 1 ,36). Con el fin de realizar ese designio, a más de la
gracia, nos ha sido dado el Espíritu de Jesús. En la medida en que el Evangelio
es una manera de pensar, todo él te instruye sobre ese espíritu. Pero en las
Bienaventuranzas está condensado lo más sustancial de esa enseñanza. "Si
alguien no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de El" (Rom 8, 9). Lo
que sería horrendo para un Ermitaño.
Los
poetas se han dejado cautivar por esos aforismos consoladores sin sospechar lo
que encubren de dolorosa abnegación. Pronto entenderás que no se trata de
literatura sino de un gran despojamiento a realizar, sin el cual sería engañoso
pretender la bienaventuranza prometida. Las Bienaventuranzas evangélicas se
nutren de la savia de la Cruz. Están en las antípodas de las del mundo. Este
solo hecho te indica el valor que hay que reconocerles.
No las
comprenderás, y sobre todo no las vivitas sino a la luz y con la fuerza que
dispensa el Espíritu Santo, el Espíritu viviente que animaba, inspiraba, guiaba
a Cristo, y que tú has recibido. El te dará el sentido de las palabras de Jesús
(Jn 16,26).
"Uno
solo es vuestro Maestro: Cristo" (Mt 23,10). ha dicho Jesús. El Ermitaño
lo tendrá en cuenta más que nadie. ¿ Acaso no lo has escogido deliberadamente
al dejar el mundo y todas sus promesas? Has venido a El, porque tiene "las
palabras de la vida eterna (Jn 6,68). El monje no necesita más que de la
sabiduría de Cristo. Rumia este principio si quieres mantener en toda su pureza
una doctrina que no te guardará miramientos y cuya intransigencia tratan unos y
otros de edulcorar. En las horas sombrías el tentador querrá empujarte por la
senda facilona de los "bien pensantes". La atmósfera del mundo
moderno está saturada de propaganda del bienestar y los mismos cristianos le
dan oídos. El castigo de la facilidad es que ahoga la alegría.
El
Ermitaño es la sal de la tierra. ¡Desgraciado de él si se desvirtúa! (Mt 5,13).
Siguiendo a San Pablo, nada quiere saber fuera de "Jesucristo y Jesucristo
crucificado" (1 Cor 2,2). Adquirirás la inteligencia de las
Bienaventuranzas conforme poseas el sentido de Cristo. El nos dice que es
"la Verdad", la luz del mundo, y que el que le sigue no anda en las
tinieblas, sino que dará mucho fruto y tendrá la vida eterna. ¿De dónde ha
sacado su sabiduría? De Dios mismo cuyo portavoz es: "Yo digo lo que he
visto junto a mi Padre" (Jn 8,38). "Mi doctrina no es mía sino del
que me ha enviado" (Jn 7,16). ¿Por qué buscar primero y ante todo la
penitencia en el Eremitorio? Inconscientemente lo que te atrae es la sed de
felicidad. El hombre no puede vivir sin alegría; y si renuncias a todas las de
la tierra es por amor de las que promete Dios. Todos sus preceptos, todos
nuestros deberes se iluminan con una bienaventuranza: "Bienaventurado el
hombre que se acoge a El" (Sal 33,9). "Bienaventurado el que se
compadece del pobre" (Sal 40,2). "Bienaventurado el que teme a
Yavé" (Sal 111, 1). La revelación entera es una oferta de felicidad. La
letanía bíblica del gozo es interminable. Dios, Beatitud perfecta, la irradia
sobre todos los seres. La alegría es la sonrisa de una buena conciencia. San
Pablo advierte con finura que "el reino de Dios no es asunto de comida ni
bebida; es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rom 14,17). Después
de la caridad, ella es el primer fruto, la primera señal de su presencia y
fecundidad en un alma.
Juan
Bautista saltó de gozo en el seno de su madre al acercarse Nuestro Señor (Lc 1,
44), y más tarde, desterró toda tristeza el día que halló a Cristo (Jn 3,29).
Jesús, inundado él mismo de la felicidad beatífica, quiere que ésta se refleje
en el alma y la frente de los suyos: "Que mi gozo sea en vosotros y
vuestro gozo sea perfecto" (Jn 15,11). Nadie puede arrebatarnos esta alegría
porque brota "de nuestra comunión... con el Padre y con su Hijo,
Jesucristo" (Jn 1, 4).
¿No es el
Señor quien nos dice que "no hay bien superior a la alegría del
corazón" (Ecl 30, 16), que esa alegría es "la vida del hombre"
(ib. 22)?
El
Eremitorio te la dará, se entiende la verdadera, y siempre que la busques en su
fuente propia. Desciende de Dios, no sube de la criatura. "El temor del
Señor es gloria y honor y corona de gozo" (Ecl 1,11), "hace florecer
bienestar y salud" (v. 18).
La
verdadera compunción, lejos de agostar esa alegría, aviva su llama mediante la
fe en la misericordia divina y las certezas de la esperanza: "Yo te alabo,
Yavé; estabas irritado contra mí, pero se aplacó tu ira y me has consolado.
Este es el Dios de mi salvación, en El confío y nada temo, porque mi fuerza y
mí canto es Yavé. El es mi salud. Y sacaréis con alegría el agua de las fuentes
de la salud" (Is 12,13).
Desconfía
del humor melancólico. Un Ermitaño hosco es un adefesio. La tristeza pasional
en el monje es la luz roja indicadora del desajuste de la vida espiritual.
Trata de descubrir la causa: o la generosidad está en baja o te has descaminado
hacia un estado para el que no estás hecho: la soledad sobrepasa tus medios.
Con frecuencia no se trata más que de un aflojamiento en el don de sí.
Relee las
Bienaventuranzas; cada una es el premio de un renunciamiento. Florecen entre
los escombros del egoísmo. En esta página evangélica Dios especifica su suprema
voluntad sobre ti y te da a conocer lo que El entiende por la muerte a sí mismo.
Cada bienaventuranza tendrá una recompensa enteramente personal. Sin nada de
espectacular irá socavando en ti silenciosamente un vacío que podrá darte el
vértigo sí miras al abismo más que al amor de quien lo ahonda. En la vida
interior el mayor desacierto consiste en objetivar su dolencia para analizarla
curiosamente y en sopesar sus cruces. Óyelo de una vez: no se puede morir a
fuego lento sin notarlo...
La POBREZA
es la soledad, el silencio, el abandono. Es la virginidad del corazón, el
expolio de toda posesión aun de los favores de Dios en lo que tienen de
sabroso. Es la acogida cordial dispensada a la aridez, a la noche, a la
desolación. Es sufrir todo eso, sin saberlo los hombres, por el Amado, con una
generosidad gratuita que sólo aspira a darle gusto.
La MANSEDUMBRE
es la inalterable paciencia dentro y fuera, el amor apacible de los quereres
contrariantes de Dios y de sus instrumentos: hombres y cosas. Es la sonrisa
sincera que brota de un corazón roto pero sumiso.
El LLANTO
es el gemido amoroso y benévolo a toda prueba del alma estrujada por la
animadversión de los, hombres, las magulladuras de la existencia, la acción
purificadora de Dios, esa que nadie. adivina, ni comprende, ni compadece...
La JUSTICIA
es el deseo lacerante de Dios, que El mismo atiza y que obra frutos admirables
de santidad. Es la "herida de amor" que no deja. descansar, el
tormento. atroz del alma desterrada que muere de impaciencia por que se rasgue
el velo que le oculta el rostro de su Dios.
La MISERICORDIA
es la intuición perspicaz y entrañable de la indigencia humana, hecha necesidad
de remediarla; la. tierna compasión por la debilidad ajena, nacida del
sentimiento agudo de la propia y de la actitud del Dios-Hombre para con los
pecadores. Es la indulgencia que comprende, perdona todo y rehabilita con
palabras y gestos de bondad...
La PUREZA
es la aversión por el mal y la fealdad; el temor filial de ofender a Dios, el
valeroso esfuerzo por expiar las propias faltas, la vigilancia heroica por
evitar nuevas, la pasión de la gloria de Dios superior a toda otra intención,
la oración instante por que sea lavada nuestra alma del polvo del camino.
La PAZ
es, dentro de sí y fuera, la tranquilidad del orden en el respeto de la
jerarquía de los valores, el cumplimiento, en la propia vida, de las tres
primeras peticiones del Padre nuestro: que el Nombre de Dios sea santificado,
que su reino venga, que su voluntad se haga. Es el advenimiento en nuestra alma
del Reino de Dios.
La PERSECUCIÓN
santificada es el dolor por la incomprensión de los hombres, la más penosa de
todas, la de los buenos, de los que más amamos, aceptada con un corazón
generoso, con agradecimiento no fingido para con los que así nos ayudan a
despegarnos de nosotros mismos.
Bien
mirado es el programa de la santidad auténtica, del que las Bienaventuranzas
emergen a manera de cumbres, no muchas veces alcanzadas, pero a las que es
preciso aspirar. La gozosa serenidad de los santos ha admirado siempre a sus
contemporáneos, prueba de que su alegría era de una esencia más fina que la de
los cristianos medios. La alegría corre parejas con el desasimiento y sus
quilates dependen del empeño desplegado.
Si se
llora en el Desierto, que sea de gozo. Como ya nada le embaraza, el Ermitaño
que vive allende el espacio y el tiempo, participa de la inmutabilidad de Dios
en su felicidad eterna. Está ya allí donde "no existirá ni duelo, ni
gritos, ni fatiga", pues Dios mismo habrá enjugado todas las lágrimas de
sus ojos (Apoc 21,4).
Sin
embargo, ese ideal, aquí abajo, es raro que se realice en plenitud. Tu alegría,
de ordinario, se refugiará en el centro del alma, dejando que pese sobre tus
espaldas, a veces abrumadoramente, la pesada monotonía de los días. Sin duda no
habrá anacoreta que no haya gemido por la atonía habitual de sus horizontes y la
prolongación de su destierro.
Más que
júbilo sentirás paz; más que empuje, serenidad. La alegría de los niños es
expresiva y ruidosa, pero frágil e inconstante; no es una conquista ni se
enraíza en el sacrificio. La serenidad del Ermitaño es el descanso de un
corazón desasido a punta de lanza, de una voluntad que tras el esfuerzo canta
la victoria de su imperio, de una naturaleza calmada por el sufrimiento, de un
espíritu penetrado de la vanidad de las cosas, de un alma avasallada
enteramente por Dios y que ya nada espera sino de El. No es el desencanto
nacido de repetidos desengaños, antes, por el contrario, el consentimiento de
un alma arrebatada por la gracia, después de haber bordeado los abismos, hasta
los dominios de la fe desde los cuales descubre cada cosa en su verdad y ya no
más en la ilusión de las apariencias...
Te
causará admiración y envidia la tranquilidad dulce de los viejos ascetas a los
que ningún acontecimiento de este mundo parecía conmover, como si hubieran
emigrado del planeta.
Ellos han
vivido su fe sin pedirle a la tierra lo que no puede dar. En ellos florece en
todo su esplendor la esperanza cristiana, con su alegría discreta, presagio de
la que esperan conforme al dicho de Jesús: "Alegraos y regocijaos, porque
es grande vuestra recompensa en los cielos" (Mt 5,12).
Pero
¿acaso no es grande ya en la tierra misma la recompensa del Ermitaño, colmado
de las preferencias divinas? Olvida la pobreza y austeridad del marco y
contempla a menudo las grandes cosas obradas por la gracia en tu alma. ¿Estaría
bien que te mostrases malhumorado en la intimidad de un Dios que se encierra
contigo en el secreto de la celda interior para descubrirte sus esplendores?
El canto
del Ermitaño, escúchalo:
"Yo me gozo en Yahvé, mi
alma salta de júbilo en mi Dios porque me ha vestido de vestiduras de salud,
como esposo que se ciñe la frente con diadema, como esposa que se adorna con
sus joyas..." (Is 61, 10).
La llama
del corazón canta en los ojos...
CAPÍTULO V
EL MONTE CALVARIO
EL AMOR DE LA CRUZ
"…a
fin de vivir para Dios, estoy crucificado con Cristo" (Gál 2,19)
|
La cruz
campea sobre el Eremitorio: es una advertencia. Todo aquí florece a la sombra
de la cruz y en ella vienes a cobijarte. Bueno es en seguida llamar tu atención
sobre ella. El mundo del que sales no le pone mejor cara que en tiempo de San
Pablo: locura para unos, escándalo para otros (Cor 1,23). Y aun los que la
predican no lo hacen sin mucha timidez.
La vida
del Ermitaño sólo a su luz cobra sentido. Cristo te previene: "Si alguien
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz diaria y
sígame" (Lc 9,23). Tendrás que sufrir cada día, y sufrir de buena gana.
Eres débil y sensible como todo hombre, y esa perspectiva no es del todo
placentera. Aun para un alma generosa, el único atractivo de la cruz es su
relación con Jesús.
El Hijo
de Dios se encarnó para sufrir. Su primer acto consciente en el instante mismo
de su concepción fue ofrecerse como víctima para expiar nuestros pecados:
"Sacrificios
y ofrendas no quisiste pero me formaste un cuerpo. Holocaustos y expiaciones
por el pecado no te agradaron; entonces dije: Mira que vengo… para hacer, ¡oh
Dios!, tu voluntad" (Heb 10,57).
Esa
voluntad era que padeciese y derramase toda su sangre por nosotros. Lo dirá más
tarde: (Mi vida) "nadie me la quita, yo la doy por mi mismo... tal es la
orden que recibí de mi Padre" (Jn 10,18).. Jesús entra de lleno en los
designios paternos y, conformando perfectamente su voluntad con la del Padre,
escoge positivamente el sufrir: "En vez del gozo que le fue propuesto,
soportó la cruz" (Heb 12,2), es decir, toda una vida de trabajos y
dolores, del cuerpo, del corazón y del alma: todo en El ha quedado traspasado
del amargor de la Cruz.
Gracias a
ese tremendo sacrificio somos lo que somos sobrenaturalmente,
"santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo" (Heb 10,
10), (cf. 1 Pe 2,21-25).
No hace
falta enseñarle al Ermitaño que no esta el discípulo por encima del maestro, ni
el siervo sobre su señor" (Mt 10,24). Si corriese peligro de olvidarlo,
escuche a San Pedro: "Si haciendo el bien tenéis que sufrir y lo lleváis
con paciencia, esto es grato a Dios. Pues para esto fuisteis llamados, porque
también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus
pasos, El que no cometió ninguna culpa"
(1 Pe
2,20-21). Así fuera inocente, debería configurarse con su Maestro, aunque su
sufrimiento no sirviese para nada ni a nadie. Por su estructura, el cristiano
es un crucificado, y la razón es la que da San Pablo: "Con Cristo estoy
crucificado, pues ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,19), y
"Cristo quiere continuar su Pasión en sus miembros" (Col 1 ,24).
Examínate:
la cruz está hondamente grabada en tu carne y en tu alma por todos los
sacramentos, desde el Bautismo en el que te dijeron al signarte: "Recibe
la señal de la Cruz en la frente y el corazón" (Ritual). Era una
salvaguardia y un programa de vida. La Confirmación ha añadido una precisión:
la Cruz es tu guión de combate: "Te señalo con el signo de la Cruz y te
confirmo con el crisma de la salud".
La
Eucaristía, la Penitencia, revitalizan esa señal para recordarte que todo, en
el orden de la gracia, te ha venido por la Cruz; que, por tanto, es una
bendición, mas también una carga, y que se te juzgará según ella.
La vida
seglar tiene sus cruces; el Yermo posee las suyas, y el Desierto que te guarece
del siglo es la tierra preferida del sacrificio: es la réplica del Edén. Donde
un jardín de delicias, la estepa; donde un árbol frondoso, la Cruz; el hombre
se perdió en el Paraíso terrenal, se redime en el desierto. La Cruz es el
verdadero árbol de la vida.
Subiendo
la pendiente del Eremitorio asciendes a tu calvario. No dramatices nada; no hay
peor engaño que la inflación verbal o sentimental que encubre a menudo
escuálidas realidades. No pocas generosidades no son heroicas más que en
imaginación, y fantasean con un ideal inasequible, sueño más que vida. La cruz
del monje es muy sencilla y muy modesta, aun siendo pesada. La gente la
conceptúa irrisoria. Nunca la han sopesado. Por otra parte, cada cual sólo
siente el peso de la suya, la única que le duele.
¿Qué te
tocará? Dios lo sabe. Sin remedio serás acribillado por las mil y una
contrariedades de la vida regular. Es la más trivial de las cruces, pesada
porque no suscita en nadie interés ni compasión: es el lote común. Confiar su
pena a otro, mendigar su conmiseración alivia no poco. No lo busques. Tu
actitud interior de aceptación y oblación basta para conferir dignidad a esas
fruslerías. Perderías mucho rebelándote, incluso desahogándote.
Todo lo
que es doloroso, física, moral, espiritualmente, cualquiera que sea el
instrumento, hombres, sucesos, cosas, incluso siendo tú la causa, tiene valor
de cruz para el espíritu de fe. Basta que aceptes y ofrezcas las consecuencias
penosas de tus faltas o de tus fallos. La Iglesia llama "feliz culpa"
al calamitoso desliz de Adán. La mejor penitencia es sobrellevar por amor los
'efectos molestos de tus desvaríos. Hazlo así, siempre gozarás de paz.
Los
renunciamientos que imponen los votos acarrean infinidad de padecimientos:
incomodidades de la pobreza, aislamiento de las criaturas, repugnancias de
cuerpo y espíritu en la ascesis. Todo ello, en la práctica, toma un aire, ora
gracioso, ora displicente. Poco se beneficia el amor propio. Sola la fe transfigura
tanta trivialidad y garantiza su repercusión eterna.
Puede que
el Señor recargue tu cruz. ¡De tantas maneras sabe poner a prueba el
maravilloso instrumento que es la sensibilidad! Como autor de ella la pulsa con
arte divino. El Ermitaño no debe molestarse por ello. ¿Acaso no ha venido al
Yermo para asemejarse a Cristo crucificado? Siempre nos toma Dios en serio. A
veces te vendrán ganas de echárselo en cara. Sólo una mirada al crucifijo puede
sofocar tus críticas, sin por eso volatilizar tus sufrimientos.
Si amas
intensamente, desearás estar tendido sobre la Cruz. Tal deseo es una cima. No
te aflija el verte lejos de ella. Está ya bien el no rebelarte nunca, ni huir.
El mismo Jesús no subió al Calvario en marcha triunfal; no lo pierdas de vista.
San Pablo te dice: "Reflexionad en el que soportó tal contradicción de
parte de los pecadores, para que no os canséis descorazonados" (Heb 12,3).
No te fíes del entusiasmo de imprenta. Es fácil escribir sublimidades. La
Sagrada Escritura es más realista, está más al tanto del pobre corazón humano.
El Dios que la ha inspirado es asimismo el que nos ha moldeado, y nuestras
quejas, transidas de amorosa conformidad, no pueden desagradarle cuando se
dirigen a El: "Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y Yo os
aliviaré" (Mt 11 ,28). Nuestros gemidos hallaron eco en el Corazón de
donde brotó tan rica palabra. Nunca nos hemos de quejar de Dios a los hombres
pero no le disgusta que le dirijamos a El suaves reproches.
Lleva tus
cruces sin fanfarronería. Ni la gracia que te sostiene, ni el brío de tu
correspondencia les quitarán su cariz penoso. La naturaleza seguirá gimoteando,
experimentará el mismo horror por lo que la desgarra y quebranta, la misma gana
de ahuyentar lo que la molesta. La Cruz no sería más la Cruz si dejase de
afligir. Sola la parte espiritual de tu alma podrá regocijarse, si bien esa
alegría no la encontrara en sí misma: es un don de Dios.
El
Eremita debe orar mucho. Recela de tu debilidad; no eres más valiente que los
Apóstoles que protestaban cuando Jesús les profetizó: "Os vais a
escandalizar por causa de mí esta misma noche" (Mt 26,31). Y así fue. Tu
única seguridad es que Jesús haya orado por ti para que tu fe no desfallezca
(Lc 22,32).
Sé
humilde, no te adelantes a la gracia; lleva lo mejor que puedas las cruces de
Providencia, antes de pedirlas más pesadas. El peligro lejano no asusta. ¡A
cuántos paraliza su proximidad!
Esto no
obstante, pide el amor de la Cruz. La resignación es el grado ínfimo de la
adhesión a la Voluntad de Dios. Le falta calor y empuje; deja como un resabio
de pesar. La fe en la sabiduría, poder, bondad de Dios no actúa con toda su
fuerza en el alma. Una cosa es aceptar lo que Dios dispone; otra, acogerlo,
quererlo positivamente con El, en la visión clara del bien de la Cruz.
No eres
tú quién para darte a ti mismo esa iluminación dinámica: Meditando
detenidamente en la Pasión te preparas, la oración asidua y la generosidad en
los sacrificios corrientes inclinan al Señor a otorgarte esa gracia. Sin
embargo, arrastrarás sin duda mucho tiempo la humillación de una inconfesable
aversión por la Cruz.
Siquiera,
no te fugues a la primera alerta, ni pongas el grito en el cielo por un
arañazo. Compara tu cruz con la suma de sufrimientos que la lucha por la vida
inflige a la gente del mundo. Tu pusilanimidad te sonrojará. A Jesús y a nadie
más es a quien debes confesar tu escaso valor, a menos que ya no puedas más. Es
el único que puede prestarte ayuda eficaz. La confidencia no imprescindible de
nuestras contrariedades está a menudo agusanada de amor propio. Se busca un
derivativo humano, o se mendiga una aprobación de nuestra impaciencia, tal vez
su tanto de admiración por nuestro tesón. Aprende a no airear las pruebas
corrientes. Si Cristo es de veras tu amigo, Él te basta. Él es quien te pone a
prueba, ¿crees que le gustará que le controlen los hombres?
Te
codearás con almas silenciosas y serenas, de esas que, zarandeadas por el
sufrir, nunca hablan de sí mismas; están henchidas de compasiva comprensión por
las lágrimas de los demás. Los grandes anacoretas de antaño dan esa impresión.
El
Desierto enseña a llevar la cruz a solas, en seguimiento de Jesús y como El.
Creyó el Cireneo que le ayudaba, cuando era Jesús quien le inyectaba su fuerza.
San Benito te advertía: "Sin el auxilio de nadie.., con el solo vigor de
sus manos y brazos". Resulta austero, mas es preciso acomodarse a ello.
Dios retira su mano en la medida en que nos apoyamos en la del hombre.
En la
Cruz Jesús no quiso la menor ayuda, el menor alivio, ni el de su Madre. No posees,
bien es verdad, su fuerza divina, pero El está ahí para sostenerte. Tu cruz es
una astilla de la suya y la lleva El más que tu.
La cruz
es el pan de cada día del Ermitaño. Sin apariencia ni belleza, escribía Guigo
el Cartujo, así debe ser adorada la verdad". Pero la lleva tan sonriente
que parece no tener ninguna. Sus lágrimas son para el Señor, que es quien las
hace correr: "Tienes cuenta de mi vida errante, pon mis lágrimas en tu
redoma" (Sal 55,9).
CAPÍTULO VI
EL MONTE CARMELO
LOS CAMINOS DE LA ORACIÓN
"Exulte
el desierto y la tierra árida, regocíjese la estepa y florezca como un
narciso, exulte con júbilo y cantos de triunfo.., le será dada la hermosura
del Carmelo..." (Is 35,12)
|
El Monte
Carmelo, cuyo nombre significa "Viña" o "Vergel", ha
llegado a ser el símbolo de las ascensiones espirituales, cuyo término, en la
cumbre, es el descanso en Dios, en las delicias de la unión plena. La Escritura
nos lo describe como paraje fértil y deleitable, que por su encanto y feracidad
le ha merecido evocar a la Santísima Virgen: "tu cabeza como el
Carmelo" (Can 7,6). Isaías pondera la hermosura del Carmelo (35,2). Dios
mismo anuncia como tipo de su vindicta contra su Pueblo prevaricador la
devastación del Carmelo. La arrogante montaña quedará pelada (33, 9), su cima
se secará (Am 1,2), toda su belleza se marchitará (Nah 1,4). Su único rival en
magnificencia es el Líbano (Is 35,2). Su opulencia representa el alma
expansionada en los goces de la contemplación.
Para el
contemplativo el centro de interés es el episodio profético de la nubecilla que
a ruegos de Elías viene a poner fin, vertiendo su lluvia benéfica, a la sequía
y al hambre (1 Re 18, 41-45). El retiro de Elías al torrente de Kerit, la
purificación del Monte del culto de Baal (1 Re 18, 41-46), bien semejan una
sorprendente premonición de las etapas que llevan al Ermitaño por las vías
ascendentes de la Oración.
¿Qué es
lo que buscas en la huida del mundo y aun del mundo cenobítico? ¿Por qué deseas
vivir en celda, no ver nada, no oír nada, no decir nada, si no es por entrar en
gozosa comunión directa con Dios y en conversar con El con la frecuencia y
continuidad que consiente la fragilidad humana?
La
oración es eso: un coloquio filial con Dios, en confianza y libertad inspiradas
por el amor. La celda sin oración no pasa de calabozo o de retiro de solterón;
es un desierto en el sentido peyorativo de la palabra, una tierra árida donde
el alma se agosta en su esterilidad.
El
Ermitaño es el hombre de la Oración. Esta es para él una necesidad vital, una
exigencia del corazón.
No te
descarríes por falsas pistas. Sería un desastre que te convirtieras, en tu
soledad, en un molinillo de rezos, o en el abogado parlanchín de todos los
pleitos interesantes. El amor es alabador más que pedigüeño. El Padre nuestro,
el Sacrificio de la Misa, el Oficio divino proveen con largueza a todas las
peticiones. Lástima grande sería que tus encuentros personales con Dios se
tornaran entrevistas de negocios. Otras aspiraciones tiene tu corazón y Dios
sobre ti otras miras.
Tienes
que sentir impaciencia por abrazarle en su realidad. Digno de compasión es el
Ermitaño que se satisface con los cantos de alegría, de los demás, aunque éstos
sean unos santos, y aquéllos vengan estampados en textos sublimes. Lo que hace
falta es poseer el fuego que les arrancaba esos acentos apasionados. Nada hay
de más personal, de más incomunicable que la oración verdadera. Es el lenguaje
o la actitud silente de un alma individual cara a cara con su Creador y su
Padre. Es 'la reacción espontánea del corazón ante ese ponerse en presencia. El
corazón ni se presta ni se pide prestado. Lo que piensan, sienten, expresan los
otros puede sacudir nuestra torpeza, animar nuestra poquedad, pero no será
nunca la expresión adecuada de nuestras propias emociones. Dios interpreta
condescendiente nuestra sinceridad desmañada, pero cuánto mejor le glorificaría
la verdad de nuestras personales palabras. Pensando a lo humano, es la eterna
inquietud: ¿Me amas de veras?
Si el
Ermitaño no está enamorado de Dios, nunca sabrá orar. Cerrado el libro, el
aburrimiento le invade de nuevo, y ni por descuido se aventurará en esos largos
silencios, durante los cuales el alma enteramente desocupada se abre a la
irradiación del amor.
La
oración pertenece al orden de la fe. Si lo que buscas es la emoción nacida del
sentimiento vivo de una Pr que te dilate. los pulmones, acelerando los latidos
del corazón, te expones a tomarle asco a la oración. Por la fe es como cobramos
conciencia de la inhabitación de Dios en nuestras almas: pero una fe en actos.
No hay oración posible sin ese situarnos cara .a cara con el Señor en la
actitud interior que nos sugiere lo que El es y lo que somos nosotros. Todas
las verdades que conciernen nuestras relaciones con El tienen que brillar a los
ojos del Ermitaño con un resplandor que nada pueda empañar.
De aquí
que la "lectio divina" le sea imprescindible. Mejor que nadie
debe conocer las "maneras" de Dios, según la frase de Santo Tomás de
Aquino.
Ningún
libro le formará mejor que la Sagrada Escritura, en la que Dios "se
expresa a sí mismo" y se revela a nosotros. Lo que oyes es su voz. Y nada
más cautivador, ni más dulce que la voz del amado. Lo mismo llama a la puerta
de tu corazón: "Ábreme" (Can 5,2), que "estremece al desierto"
(Sal 28,8).
El Verbo
hecho carne y hecho Eucaristía a quien recibes todas las mañanas, es asimismo
Palabra escrita, y es El quien en la Biblia te inunda con su Luz. Te habla de
la grandeza, de la Belleza del Amor, de su Bondad, de sus designios, de las
iniciativas que le han abajado hasta tu nada. Los tratados de teología disertan
sobre un ausente; una sola palabra de la Escritura te trae el sonido de una voz
adorab1e.
Ojalá
llegues a engolosinarte de la Escritura; es sentir la sed de Dios. Abriendo la
Biblia adelantas los labios hacia la Fuente, y la fuente "tiene sed de ser
bebida", "sitit sitire" (San Gregorio Nacianceno).
Léela con
corazón humilde y simple. La erudición podría aridecerte. En ella Dios habla a
los pequeños, a sus "pobres" que alaban su Nombre (Sal 73,21), y a
quienes prepara una morada (Sal 67,11).
Rumia los
textos que han despertado un eco en tu alma. Los viejos anacoretas se repetían
indefinidamente los versos en que parecía estar condensada para ellos la luz de
lo alto. La ciencia, tal vez, no salía muy bien parada en su exégesis; con
todo, ellos paladearon un manjar inefable ignorado de los sabios. El corazón
habíase abierto a la voz del Amado que en él había entrado.
Así nutre
el Ermitaño su contemplación. Pide al Señor ilumine tu espíritu. Pues los hay
que ciega la suficiencia y que tienen ojos para no ver. Nunca has de leer las
Escrituras sin antes invocar al Espíritu Santo. Dios habla, pero El es también
quien se hace comprender y quien se da. Dile: "Abre mis ojos para que
pueda ver las maravillas de tu ley" (Sal 11, 18). "Haz que
entienda... y pueda meditar sobre tus maravillas" (ib. v. 27).
No leas
la Biblia como un libro de Historia ni de historias; no la leas como el curioso
testigo de una religión. Para el Ermitaño es el libro sagrado donde debe buscar
el conocimiento de lo que Dios quiere decirle a él personalmente. Lleve su alma
siempre pura y libre so pena de permanecer opaca a los rayos divinos. Una y
otra vez dile al Señor: "Aparta mis ojos de la vista de la vanidad, y dame
la vida de tus caminos" (Sal 118, 37). Dando por supuesto que se ha de
merecer el sentido de esa oración. Para el Ermitaño casi todo, fuera de Dios,
es "vanidad". Tiene que ser fiel a su desierto interior. Muchos no
saben hallar a Dios. Sus sentidos piden pábulo sensible, su espíritu, abastecimiento
de nociones. Se queman las cejas discurriendo, como si el silencio no fuese el
lenguaje del corazón: "Cuando rezas, entra en tu habitación y, cerrada la
puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, te premiará"
(Mt 6,6). Si estás realmente desasido de todo y andas siempre orientado hacia
Dios con el deseo, notarás palabras. Dios interpreta esa tensión de amor que
refleja incluso en tu carne el anhelo de tu ser hambriento. La actitud del
pobre postrado en su miseria, la del novio silencioso que contempla con los
ojos brillantes a su prometida, es más elocuente que toda perorata; "Mis
deseos, ¡ oh Yavé!, ante ti están y no se te ocultan mis gemidos" (Sal
37,10). Todo lo que lees debe concurrir a encender ese deseo. Si son pocos los
contemplativos ¿no será porque ci deseo de Dios es raro o débil en muchos? Dada
la importancia de los sacrificios hechos ¿no es corno para creer que el
Ermitaño vive devorado por esa sed? Así tendría que ser, y su alma entera
verterse en estos versos que salmodia: "Como anhela la cierva las
corrientes aguas así te anhela a ti mi alma, ¡ oh Dios! Mi alma está sedienta
de Dios, del Dios vivo" (Sal 41,2-3).
Cuida de
que tu conducta no desmienta tus declaraciones. ¡Supone tanta desnudez el decir
a Dios tales cosas! Ejercítate a no negarle nada. Son infinitas sus exigencias
para con las almas que El llama al itinerario de la Oración. Son tantos los que
se estancan en eso que uno no se atreve a llamar "oración". Son tan
reticentes en el don de sí mismos, tan de manga ancha para lo que ellos llaman "peccata
minuta", tan poco generosos en el sacrificio, tan enzarzados en sus
seudodesvelos, tan curiosos de frivolidades... Lo más difícil para un Ermitaño
contemporáneo parece ser el consentir en no saber ya nada del mundo, el
persuadirse de que puede prescindir . de estar al corriente de todos los
vaivenes del pensamiento. La lectura asidua de un diario socava solapadamente
el espíritu de soledad. Todo se paga en la oración, y ello explica que un
anacoreta profesional de la unión con Dios no pueda permanecer treinta minutos
.a solas con El sin la ayuda de un 'libro...
Medita en
la orden terminante que Dios da a Elías y, de rebote, a ti: "Parte de
aquí, vete hacia el oriente y escóndete junto al torrente de Kerit... Beberás
el agua del torrente y yo mandaré cuervos que te den de comer allí" (1 Re
17, 34). Es un imperativo de ruptura absoluta con el mundo, que implica la
ignorancia de lo que en él pasa. Huir hacia el Oriente es refugiarse en
Jesucristo, cuyo nombre es "Oriente" (Lc 1, 78), que es la hendidura
de la roca, la grieta de la peña escarpada donde se 'le invita a la paloma a
anidar (Can 2,14). Entonces Dios mismo dará al alma generosa el alimento y la
bebida de las gracias selectas de la unión. Muchos más serían los
contemplativos sí se contaran más "peregrinos de lo absoluto". De
ellos está escrito : "Sacíanse de la abundancia de tu casa y los abrevas
en el. torrente de tus delicias; en ti está la fuente de la vida y en tu luz
vemos la luz" (Sal 35,9).
Experimentarás
por tu cuenta un reflejo de retroceso al borde del abismo. No deja de causar
cierto terror el abandonar en manos de Dios los mandos del mundo interior de
'cuyo funcionamiento somos tan celosos. Cuando sienten que se les escapa el
libre dominio de sus actividades . en la oración, muchos pierden los estribos y
se figuran que van a hacer pie en tierra firme enfrascándose en la lectura. De
hecho abandonan la oración. Consiente en aburrirte con Dios.
Poca cosa
te enseñaran los libros sobre las vías de la contemplación. Son sencillas y
derechas: morir al mundo y a sí mismo, vivir en la mayor soledad y el más
profundo recogimiento, dejar a Dios toda la iniciativa. Lo demás es obra suya.
Prepárate mediante una valerosa ascesis.
Y ¿quién
sabe si serás arrebatado hasta la cúspide de ese Carmelo opulento desde donde
verás ascender la nubecilla que pronto anegará tu alma en lluvia fecundante.
No puede
el Ermitaño no ambicionar ese estado de la más alta unión con Dios, "la
unión plena", la más cercana a la que nos brindará la eternidad, y para la
que estamos hechos.
En el
Desierto, Dios no ha señalado más rutas ni mas sendas que las de la oración (Is
43,19). La contemplación halla su fin en sí misma: no es otra cosa que el más
subido ejercicio de la caridad, y, la caridad, virtud teologal que tiene a Dios
por objeto, carece de finalidad utilitaria para nosotros. Por eso, cuando es
auténtica, es inseparable de una santidad verdadera, la cual, a su vez, no es
sino la eflorescencia de esa misma caridad vivificando la práctica de todas las
virtudes hasta el heroísmo.
Tu
Desierto entonces se trocará en prado. Por haber sido tú fiel, cumplirá El sus
promesas:
"En
las alturas peladas, dice Dios, haré brotar manantiales... tornaré el desierto
en estanque y la tierra seca en corrientes aguas" (Is 41, 18-19).
"Exulte
el desierto y la tierra árida, regocíjese la soledad y florezca como un
narciso... le será dada 'la hermosura del Carmelo" (Is 35).
Tu alma
sedienta podrá abrevarse en el torrente de las delicias de Dios: "pues
brotarán aguas en el desierto y correrán arroyos por la soledad, la tierra
quemada se convertirá en estanque, y el país de la sed se convertirá en
fuentes" (Is 35,6-7).
TERCERA PARTE
EL TEMPLO
"Acordámonos,
Dios, de tus favores aquí en tu templo" (Sal 47,10)
|
El
Desierto interioriza. No serías verdadero eremita si no vivieras en el como en
un templo, si no aprendieras a hablar al Señor en lo más íntimo de ti mismo. El
Ermitaño no es un vagabundo de la estepa. Es el hombre desasido, despojado,
desnudo, cuya morada es Dios mismo, en quien se ha escondido con Cristo (Col
3,3).
No es más
de la tierra, aunque todavía no haya penetrado en los cielos. Y sin embargo, en
la fe, en el amor, Vive ya lo que vivirá eternamente. Por lo mismo, el
Eremitorio es por excelencia un lugar santo.
"Dichoso
tu elegido, tu familiar, habita en tus atrios. Sácianos de la dicha de tu casa,
de la santidad de tu templo" (Sal 64,5).
De los
que como tú han sudado en la pista árida y han trepado a la montaña abrupta,
está escrito:
"Están
ante el trono de Dios, y le rinden culto día y noche en su templo; y el que
está sentado en el trono habita entre ellos. No tendrán hambre ni sed ya más,
ni caerá sobre ellos el sol y el calor abrasador. Porque el Cordero que está en
medio del trono los apacentará y los guiará hacia las fuentes de las aguas de
la vida; y Dios enjugará todas las "lágrimas de sus ojos" (Ap.
7,15-17).
CAPÍTULO I
EL TEMPLO CÓSMICO
DE DIOS A LA CRIATURA
"Vio
Dios ser muy bueno cuanto había hecho" (Gén 1,31)
|
El
Desierto es siempre bello: el océano, la estepa arenosa o rocallosa, la montaña
caótica, la selva misteriosa nos imponen el silencio de la admiración. Por
instinto, se piensa en el genio sobrehumano que ha derramado tales maravillas,
en el esplendor de la fuente luminosa de tales reflejos. No menosprecies lo que
Dios ha tenido la fineza de dedicarte:
Mil
gracias derramando
pasó por
estos sotos con presura
y
yéndolos mirando,
con sola
su figura
vestidos los dejó de su
hermosura.
Así canta
el Doctor Místico, San Juan de la Cruz (Can 5, 5).
A lo
largo de la Biblia va Dios haciendo desfilar ante nuestros ojos encandilados
las obras maestras de su creación; las exhibe con satisfacción como un tapiz
tornasolado en un lujo de imágenes que las abrillanta aún más y les da más vida.
"Son las aclamaciones de los astros matutinos" (Job 38,7), es el
"mar que sale impetuoso del seno" y que él "cerró con puertas
(v. 8); son las "nubes como mantillas", "los densos nublados
como pañales" (v. 9); es "la aurora adueñándose de los extremos de la
tierra" (v. 12); es "el rayo tonante que se fracciona dejando el
espacio salpicado de chispas" (v. 24), la lluvia "derramada de los
odres de los cielos cuando se hace una masa el polvo y se pegan uno a otro los
terrones (v. 38).
Para el
que sabe mirar la tierra es siempre el Paraíso terrenal. "Las criaturas
son como un rastro del paso de Dios" (San Juan de la Cruz). Siendo El la
belleza infinita, no se ha desdeñado en irradiarla para nosotros y atraer así
nuestra atención: "Vio Dios todas las cosas que había hecho y eran muy
buenas" (Gén 1,31). "Sí, proclama el autor de la Sabiduría, amas todo
cuanto existe y nada aborreces de cuanto has hecho, pues si hubieras odiado
algo, no lo habrías hecho" (11 1,25). "Las misericordias de Yavé se
posan en todas sus criaturas' (Sal 144, 9). El universo de lo infinitamente
grande, como el de lo infinitamente pequeño rebosa de magnificencias que ningún
ojo como no sea el del Creador verá jamás. El mundo es su santuario, y lo
quiere ataviado de "potencia y hermosura" (Sal 95,6). Al comienzo,
gustaba de "pasearse por el jardín al fresco del día" (Gén 3,8). Era
el paisaje en que debía encarnarse y su acción conservadora se esmero con amor,
día y noche, en mantener en su frescor el esplendor y encanto de la tierra:
"¿Cómo podría subsistir nada si tú no quisieras?" (Sab 11,26).
El
Eremitorio te brindará la ventaja de una naturaleza hermosa. Abre los ojos para
admirarla, el corazón para agradecerla. La fe te mostrará en ella la infinita
hermosura sobrenatural "de la figura de Dios, cuyo mirar viste de
hermosura y alegría el mundo y todos los cielos" (San Juan de la Cruz).
Esa será
quizá tu única alegría humana que no esté teñida de tristeza. La criatura
irracional es la única que no haya decepcionado a su Creador, y que se doblega
sin falta ni resistencia a todas sus voluntades. Mírala: con todo su ser canta
la gloria de Dios (Sal 18). Bossuet dice: "ella no puede ver, se muestra;
no puede adorar, nos inclina a ello; y lo que ella no entiende no consiente que
lo ignoremos". El Ermitaño le presta su corazón y su voz: "Obras
todas del Señor, bendecid al Señor" (Dan 3,57).
Mas
también sabe escucharla; toda la obra de sus manos habla de El (Sal 18, 1).
¿Por qué cerrar los ojos a la sinfonía de las formas y de los colores, los
oídos a la armonía de los sonidos, el olfato al perfume de las flores? Todos
ellos te dicen que Dios los ha hecho mensajeros suyos, encargados de alegrar tu
destierro (Sal 103,4). Tú mismo lo reconoces en el coro: "De sus moradas
manda las aguas sobre los montes, y del fruto de sus obras se sacia la tierra;
hace nacer la hierba para los animales y el heno para el servicio del
hombre" (Sal 103, 13-14).
¿Temes
acaso que la belleza de las cosas te atornille a la tierra? Míralas en
contemplativo. Al cristiano se le enseña a descubrir a Dios en su criatura, a
verle a su trasluz. Tú, que vas al Señor derecho, ve su obra en El, admírala a
través de El. Tu visión interior es la que proyecta su luz sobre la creación, y
no ésta la que condiciona esa visión. Los bienaventurados en el cielo no
perciben nuestro universo sino en el Creador, y Dios mismo sólo en sí ve lo que
está fuera.
Tú que
vives ya de la vida futura, no admires nada si no es en la relación que une
cada ser con su fuente sabia y amante, con aquella Providencia cuya mano
paternal derrama sus bendiciones sobre la creación entera (Sal 144, 16). Dios
no se desdeña de ataviarse, en la Escritura, del esplendor de los elementos de
nuestro planeta. La luz es el "manto" centelleante con que se arropa;
las nubes son su "carro", y "las alas del viento" su
corcel; el trueno, su voz las tinieblas su "velo".
Inspirando
al escritor sagrado, Dios mismo nos coloca en la perspectiva de la más alta
estética. El pensamiento sobrenatural expande y despliega hasta el infinito el
encanto de las formas, de los colores, de los sonidos, a la manera que el eco,
al oído de un amigo, se reviste de las sonoridades del alma de aquel cuya voz
repercute.
Jesucristo
gustaba de descifrar el sentido divino de la naturaleza, inclinándose hasta sus
más humildes maravillas, que tantos otros pisan distraídos: la hierba, vestida
por Dios, y las flores de los campos, superiores en magnificencia a las galas
de Salomón; la caña que el viento cimbrea, los manantiales que refrescan, los
arreboles mañaneros o vespertinos, los campos ondulante de mieses, los senderos
pedregosos, el relámpago que rasga el espacio, la luz centelleante. Los
animales tan humildes de nuestro contorno familiar le encantan: la gallina que
reúne sus polluelos bajo sus alas, los gorriones que Dios alimenta, la cándida
paloma, la oveja mansa y dócil... No hay rastro de hermosura que le deje
insensible. Pero cada onda que hace vibrar sus facultades estéticas le trae al
mismo tiempo el mensaje de su Padre que da a todo un sentido tan personal.
"Yo soy la fuente de agua viva..." (Jn 4,13).
"Yo soy la luz..." (Jn 8,12).
"Yo soy el camino..." (Jn 14,6).
"Yo soy el pan..." (Jn 6,35).
"Yo soy la piedra..." (Mt 21,42).
"Yo soy la puerta (Jn 10,7).
"Yo soy la flor de los campos..." (Cant 2,1).
Con sus
reacciones ante la primorosa naturaleza, Jesús nos da la inteligencia de ella y
nos sitúa en la óptica en que debemos mirarla. El mismo, "resplandor de la
luz eterna, espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad"
(Sab 7,26), es el que, con miras a su Encarnación, se ha preparado un templo
digno, un marco soberano para la "Figura" que es de la sustancia del
Padre. Se comprende que las radiaciones de ese "Rostro" sublime, al
rozar las criaturas, las haya dejado "vestidas de su hermosura" (cf.
San Juan de la Cruz. Cant V, 5).
No hay
ningún mal en que vuelvas a ver en espíritu, sin nostalgia quejumbrosa ni yana
cavilación, las bellezas que te ha tocado contemplar. Ahora, más de cerca de
Dios, no te resultará difícil lograr que esos cuadros canten el himno de
alabanza que quizá entonces no supiste interpretar. Remeda al caminante
solitario a quien el oquedal inspiró esta meditación:
"He aquí la hora de la quietud, y de cantar,
cara a cara. contigo, la consagración de mi vida en el silencio de este
sobreabundante ocio" (Tagore).
Todo nos
convida a esas elevaciones:
- la rama del cerezo en flor: "En el alma unida a Dios siempre es primavera" (Cura de Ars).
- la sombra de la tarde en el océano: "Lo que sé de mañana es que antes que el sol se levantará la Providencia" (Lacordaire).
- las cumbres nevadas: "El hombre tiene hambre de altura y de pureza" (Gustave Thibon).
- el sauce a la orilla del lago que sestea: "Mi paz es la que os doy. No se trata de juzgar, sino de amar" (X...).
- un rayo de luna en el bosque mecido por la brisa: "Guíame, ¡oh suave luz! en la oscuridad que me cerca. ¡Oh! guíame. La noche es profunda y estoy lejos de mi mansión. Guíame, Señor" (Newman).
- el agua que fluye por un canal de barro a un pilón de piedra: "La fuente tiene sed de ser bebida" (Nacianceno).
- la hierba del sendero que vas pisando: /"Señor, a mis pies desnudos /dales un paso largo y puro, /por entre las hierbas que estremecí /para poder llegar a ti" (Marie-Noël).
- una pista en la nieve: "El Señor ha ensanchado la ruta de mi viaje, y mis pies no vacilan" (Sal 17, 37).
- el arbusto zarandeado por la borrasca: "Ten misericordia de mí, Señor, pues que soy débil" (Sal 6,3).
- el fulgor del sol y la claridad de la luna evocan a Jesús, el Sol de justicia, y la Virgen María, vestida de su luz, y con la luna a sus pies (Ap 12,1).
¿Quién
formará tu alma a esa respiración sobrenatural? La soledad, la meditación de
las Escrituras, el conocimiento amoroso del Cristo de los Evangelios, la
oración constante en la atmósfera del Padrenuestro. Esto es más que poesía, aun
concediendo que la poesía sea una futilidad para el Ermitaño, que no lo es, ya
que se puede definir: el instinto de lo Infinito que resuena en la finitud de
las cosas...
Disfrutarás
de un jardín; no lo tengas en barbecho. Dios te ha colocado en él como a Adán
en el Paraíso, "para cultivarlo" (Gén 2, 15). Ten en cuenta que la
celda del Ermitaño es el lugar de las citas con Cristo. Las dos hermanas de
Betania, sin duda, adornaban de flores su casita para acoger al Maestro. No
tienes por qué privarte de ese inocente gozo. Las flores variopintas son un
regalo de los ojos y del corazón. "Yo te planté de la vid más
generosa" (Jer 2,21), te susurra tu parra, "¿Qué más podía yo hacer
por mí viña, que no hiciera" (Is 5,4). Escucha mis enseñanzas, musita la
higuera; el lirio te sugiere a Jesús, la rosa a Maria, y todo tu diminuto
predio, el "hortus conclusus" reservado en exclusiva al
Esposo.
- Harás
lo que el hombre moderno ya no hace: contemplar al Creador atareado en la
planificación de la vida, y sentirás mejor, en tu laboreo, cuán a merced estás
de la Providencia de la que depende el éxito de tus trabajos.
Una fauna
de insectos, de perfiles y coloridos extraños te hará palpar la inagotable
fecundidad de la inventiva divina y la prodigalidad de sus dones. El jardín
hace amar la celda, y si al Ermitaño no le es licito apegarse al lugar ni a
cosa alguna, es menester que experimente que en la celda está en el corazón de
su desierto, en el centro de todas sus riquezas.
Abomina
del lujo y del confort, pero ama lo bello en todo; es un destello de la luz
divina. Es la hermosura de Dios, que en el cielo nos beatificará, dado que es
el resplandor de todas sus perfecciones. Lo bello nos inmerge en una especie de
éxtasis al dejar en suspenso la algarabía de nuestras actividades internas en
el silencio de la admiración, y la admiración confiere a nuestro ser una suerte
de eflorescencia plenaria, di hartura calmante que no desea ya nada. Es la
esencia misma de la contemplación adoradora.
Tal vez
te sea dado no pocas veces, sentado en el umbral de tu celda, como Psichari en
el desierto, saludar "el nacimiento del mundo" cuando despunta la
aurora. Te embargará aquella religiosa emoción con que Sedia, el Moro de la
escolta, le dijo, con los brazos tendidos hacia el Levante: DIOS ES GRANDE Su
voz temblaba un poco..., observa el oficial -ninguna otra palabra se dijo
aquella mañana.
Sé tú el
corifeo de ese concierto de las cosas: "Alabad a Dios en su santuario...
Todo cuanto respira alabe al Señor" (Sal 150,5).
CAPÍTULO II
EL TEMPLO BÍBLICO
LA IGLESIA DEL EREMITORIO
"¡Oh!
qué alegría la mía cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor" (Sal 121,1)
|
Tú buscas
a Dios; El también te busca ti. El Eremitorio es su Templo, en el que te
esperaba, mejor, hacia el que te atraía. No tiene, afortunadamente, la
magnificencia del edificio de Salomón. El Evangelio nos ha enseñado que la
mayor riqueza es la pobreza: es el oro del Nuevo Testamento que decora el Sancta
Sanctorum donde reside Dios.
Hay aquí
más que la gloria luminosa que llenaba el Tabernáculo de la reunión (Ex 40), o
el Santuario de Jerusalén. Jesús-Eucaristía mora en él y con Jesús la Trinidad
toda. El Desierto es el Palacio del Rey de Reyes.
¿Soñaste
jamás que habitarías bajo su techo y serias su comensal? Pon tu atención en el
honor debido a la Santa Hostia, más que en el agrado o desagrado del Ceremonial
de la Comunidad que se encarga de tributárselo. Los hombres son hombres en
todas partes. Jesús los amó y se rodeó de Apóstoles cuya compañía nos hubiera
disgustado: Israel no perdonó nada para hacerse odioso. El Señor amó su
servicio en el Templo. Lo interesante del Eremitorio no estriba en el encanto
de su paraje, sino en la presencia de un Sagrario. Estás aquí en la cumbre del
orbe, en el punto de conjunción de la tierra y el cielo. Tu Desierto está más
poblado de lo que parece, ya que el Cielo entero en él tiene su morada.
Nada
debería serte costoso a cambio del honor que se te hace: "Un día en tus
atrios vale más que mil fuera, y prefiero estar a la puerta de la casa de mi
Dios a morar en la tienda del impío" (Sal 83,11). En esta perspectiva, las
contrariedades pierden mucho de su virulencia. Para los judíos la dicha suprema
era visitar el Templo: "¡ Oh qué alegría la mía cuando se me dijo: Vamos a
la casa de Yavé." En ella vives en permanencia, en ella oficias.
Más
afortunado que los anacoretas de la Tebaida, el Ermitaño de hoy hace de la
Eucaristía el eje de su vida. La iglesia es el centro del Eremitorio; podríamos
decir, su justificación. No santificas tú el lugar, es la presencia de Jesús. ¿
Hay alguien que piense en ello al visitar tu soledad? El homenaje del turista
da en falso. No te hagas reo de tamaña equivocación. Necesitas, para vivir aquí
dignamente, mayor pureza que el Sumo Sacerdote para acceder al Santo de los
Santos.
Pensar en
la Eucaristía tiene que serte familiar. La reclusión en la celda no te aísla de
la iglesia. Los ojos del corazón horadan las paredes y tu alma está imantada
hacia el Sagrario. En el Templo era donde Dios daba audiencia a su Pueblo. Mas
aquella entrevista no sufre parangón con tus encuentros con Jesús Sacramentado.
Puesto en oración ante el altar no velas a un muerto, ni veneras una reliquia.
A cada segundo se te dice: "El Maestro está ahí y te llama" (Jn
11,28).
El
Maestro, el Salvador, el Amigo, el Consolador, el Confidente, el Doctor, Aquel
-el Único- que te enseña y dirige con su propia palabra: "Sólo tenéis un
Maestro, el Cristo" (Mt 23,10). Tú mismo lo confiesas: "Señor, ¿a
quién iremos? Tú tienes las palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Dios
habita en tu corazón y en tu celda. Así y todo, no puede serte indiferente el
acercarte a la Humanidad de Jesús. El es el Evangelio siempre viviente. Ese
mismo cuya familiaridad envidias a los Apóstoles. Jamás tendrás ya luces sobre
el sentido de las Escrituras sino mediante la Eucaristía: es la Verdad misma de
Dios en la "Letra", en la "Carne" bajo las apariencias del
"Pan". Como otrora, Cristo está ahí enseñando el camino de Dios. Ese
"Camino" es El mismo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida;
nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14,6). Y el Padre ha querido autenticar
esa afirmación: "Este es mí Hijo muy amado. Oídle" (Lc 9,35).
¿No te
sientes feliz de exponer tus miserias delante de Aquel que aliviaba a los
desgraciados durante su vida terrestre, y al que tienes a dos pasos de ti, para
ti? ¿Será menor tu fe que la de aquella mujer que codiciaba tocar la orla del
manto de Jesús, siendo así que te alimentas de El cada mañana?
El
Ermitaño es el hombre de la adoración y de la alabanza. Al confiarte el
ministerio de su propia oración, la Iglesia quiere que lo ejerzas delante del
Santísimo Sacramento. Ciertos textos sólo ahí adquieren toda su sonoridad:
"Tú eres el Rey de la Gloria, ¡oh! Cristo; Tú, el Hijo eterno del
Padre" (Te Deum).
Aunque
todas las cosas están en El y El lo llena todo, Dios quiso ser adorado
especialmente en el Templo. Su presencia en la Hostia consagrada justifica la
voluntad de la Iglesia. Nos enseña que ninguna oración es acepta a Dios si no
le viene presentada por Jesucristo, el perfecto adorador del Padre, el único
que es escuchado, pues según dice San Pablo: "único es el mediador entre
Dios y nosotros los hombres, el Cristo Jesús, hombre también El" (1 Tim
2,5).
A la vera
de su sagrario pedirás a Dios con mayor instancia se digne oír las súplicas de
la Iglesia ya que le son transmitidas "por Jesucristo Nuestro Señor".
Nuestra
Liturgia es una prefiguración de aquella otra, grandiosa, del cielo que nos
describe el Apocalipsis (c. 4). El monje que tiende a vivir ya los tiempos
futuros debe saborear esa anticipación. Cuanto es mas sobria y despojada de los
esplendores terrestres, tanto más invita con instancia a dejar atrás este mundo
y adentrarse más en el misterio de la eterna adoración. El Ermitaño ama la
desnudez y el silencio de su iglesia. "Silentium tibi laus".
En ningún otro sitio se apodera de él con tanta fuerza la sensación de haber
dejado el mundo.
Efectivamente,
ahí es donde, jurídicamente, has consumado la ruptura. Al pie de ese Altar
hiciste Profesión, subiste las gradas para recibir de Jesús el beso de paz, y
la Comunión de su Cuerpo te dio la prenda de tu perseverancia. ¿ Será posible
que nunca pienses en ello al ir a la iglesia, o que ese recuerdo no despierte
en ti más emoción que el de un contrato en un despacho de notario? En ese lugar
y en ese instante fue cuando y donde se realizó la promesa: "Así la traeré
y la llevaré al desierto... te desposare conmigo para siempre... en misericordias
y piedades... seré tu esposo en fidelidad y tú reconocerás a Yavé" (Os
2,16-22). Que el aire protocolario de un Ritual no te oculte la viviente
realidad. Después de la iglesia de tu bautismo, ninguna debe serte tan querida
como la de tu Profesión, la que será, sin duda también, la iglesia en que tus
restos mortales -restos de una víctima- recibirán la última aspersión de agua
bendita.
Defiéndete
enérgicamente contra la anquilosis de la rutina. Cada mañana asistes al
acontecimiento mas sublime de la jornada del mundo, la Santa Misa. Si eres
sacerdote la celebras. El Sacrificio de la Cruz se perpetúa ante tus ojos, y si
bien Cristo aquí está glorioso, nada te cuesta evocar la Cena y el Calvario:
"Cuantas veces coméis este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte
del Señor" (1 Cor 11,26).
¿Nada
dice esto a tu corazón, siquiera a tu fe? Todo lo que eres en el orden
sobrenatural, todo lo que tienes, todo lo que la eternidad te promete, tiene
aquí su origen y su garantía: "Hemos sido reconciliados con Dios por la
muerte de su Hijo" (Rom 5,10).
Los
peregrinos de Jerusalén soñaban con ver degollar animales y levantarse el humo
de los holocaustos del Templo. ¿Qué era esa figura al lado de su sublime
cumplimiento?
El
Ermitaño no debe pasar tedio en la Misa, ni apartar de ella su atención hacia
otras devociones. No es un espectáculo, ni siquiera en primer lugar una
oración. Es una "acción" sacrificial, en la cual todos, celebrante y
asistentes, están implicados. La Iglesia te asigna una función activa que debes
asumir. Además de la enseñanza diaria que te dispensa en una selección de
lecturas bíblicas, te pide que te unas al sacerdote cuando habla en tu nombre:
"Te ofrecemos..., te pedimos..., te presentamos..., te rogamos...,
veneramos (Comunicantes)... Esta es la ofrenda que te presentamos nosotros, tus
siervos, y, con nosotros, toda tu familia.., te ofrecemos, o te ofrecen ellos
mismos (los que nos rodean) este sacrificio de alabanza, para ellos y para
todos los suyos (Memento)...
¿Crees te
será lícito, sin bochorno, desinteresarte del misterio, en el instante mismo en
que te lava de tus pecados, y tributa a Dios, en tu nombre, una gloria de valor
infinito? ¿ Qué valen tus pobres oraciones solitarias o tus lecturas
edificantes al lado de la gran oración del Esposo y la Esposa aunados en la
adoración?
Saca de
ahí tus fuerzas, que tu vida de Ermitaño es un sacrificio. No es hacer
literatura pía decir que el religioso es una víctima. El simple cristiano lo es
por razón misma de su inserción en Cristo crucificado. Hemos venido a hacernos
"un mismo ser con Cristo por una muerte semejante a la suya" (Rom
6,5).
¿No te
tienta el convertir en una misa ese sacrificio obligado? ¡ Es tan fácil en el
marco de tu soledad! Ofrecido como víctima, lo eres por tu Profesión: "Suscipe
me…", "Recíbeme, tómame..." (Sal 118, 116) en cuerpo y alma,
entendimiento y voluntad. Consagrado lo estás, en el sentido de que la eficacia
de la gracia te configura con Jesucristo hasta el punto de vivir El en ti (Gál
2,20). Debes comulgar a su espíritu, a sus sentimientos, a sus intenciones (Flp
2,5). Así serás una Acción de gracias, un Tedeum viviente. Recuerda que a cada
minuto, aquí o allí, la gotita de agua que te representa cae al cáliz para
hacerse sangre de Cristo.
La Misa
te traerá el pensamiento de la muchedumbre de tus hermanos en Cristo, de los
cuales el anacoreta cristiano no puede desolidarizarse.
Ni
siquiera en el Eremitorio eres un aislado: la Iglesia que convoca a los
solitarios, es para ellos el signo visible de los lazos de gracia que los unen.
Literalmente es un hogar de Amor al que todos vienen a caldear su caridad.
Cuando veas a tus hermanos postrados en torno al Sagrario, evoca el hermoso
ofertorio de la Dedicación que expresa tan bien tu donación y la suya:
"Señor, Dios mío, en la rectitud de mi corazón te he hecho todas mis
ofrendas voluntarias... y veo ahora con alegría a todo tu pueblo, aquí
presente, ofrecerte voluntariamente sus dones" (1 Par 29,17).
Dichoso
tú si la obediencia te confía la guarda del Tabernáculo y el cuidado de la Casa
del Señor. No tengas por perdido el tiempo que la iglesia roba a la celda;
busca tan sólo convertirlo en un servicio del corazón: "¡ Oh qué alegría
la mía cuando me han dicho: Vamos a la Casa de Yavé!" (Sal 121,12).
Cuando
sales de tu celda al tañido de la campana, detente unos segundos a contemplar
el bello conjunto de la modesta iglesia con el Eremitorio acurrucado en su
derredor. ¡ Visión de paz! Como los peregrinos del Templo musita alegre:
"Por amor de mis hermanos y amigos te deseo la paz. Por amor de la Casa de
Yavé, nuestro Dios, te deseo todo bien" (Sal 121,8-9).
CAPÍTULO III
EL TEMPLO CRÍSTICO
EN ORACIÓN CON JESÚS
"Retiróse
al monte para orar y pasó la noche orando a Dios" (Lc 6,12)
|
Jesús no
es solamente el Señor del Templo, es el Templo mismo: "En El habita toda
la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2,9).
Amas la
"Casa de Dios", el edificio ése de piedra que tantas cosas te dice.
Es el lugar de las audiencias y de los homenajes públicos. Acostúmbrate a
buscar a Dios en Jesús, a orar "por El, en El, con El".
El
Ermitaño que vive en permanente contacto con Nuestro Señor necesita una fe muy
viva si no quiere deslizarse hacia la descortesía o la atonía de los
sentimientos. Ámale con santa pasión, cree en su bondad, su misericordia, su
amistad, pues te la brinda. Advierte, sin embargo, que esa amistad, del orden
de la que la gracia establece entre Dios y nuestra alma, nada tiene de común
con el compañerismo de los hombres. "Os llamo amigos porque todo lo que oí
de mi Padre os lo di a conocer" (Jn 15, 15).
Los
Apóstoles lo vieron comiendo y bebiendo, cansado, durmiendo, llorando, abrumado
de angustia y mendigando confortación, solazándose con los niños; nunca
perdieron el sentido de su sobrecogedora trascendencia, se le acercaban con un
respeto teñido de temor: "Apártate de mí, que soy un hombre pecador,
Señor" (Lc 5,8). "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo" (Mt
16, 16). San Juan, más familiar que los otros, advierte oportunamente que lo
que ha oído, visto, contemplado, lo que han tocado sus manos, era el
"Verbo de la Vida" (1 Jn 1, 1).
Escucha
cómo Jesús, el "Templo santo del Señor", declara serlo (Jn 2,19). Es
"en El" en quien Dios recibe "todo honor y toda gloria"
(Canon). Cuando el Ermitaño está lejos de la iglesia, puede siempre retirarse
para hallar a Dios en el Oratorio del Corazón de Jesús, de quien el Templo de
los judíos, no menos que nuestras iglesias, son figuras. Orar en El ¡qué
felicidad!.
La
historia del Templo, en la Biblia, prefigura a Cristo, "Casa del
Padre", residencia del Altísimo, donde Dios, en adelante, nos acoge:
"El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
Esa carne
se ha hecho la morada de la Divinidad en la tierra. En esa perspectiva, la obra
toda de Salomón se esclarece y adquiere proporciones infinitas. Jesús es la
clave, es el atrio al que tienen acceso los paganos para hallar a Dios; Jesús,
altar de su propio sacrificio, es el altar de los holocaustos; El, el agua viva
que purifica, es el mar de bronce; es el "Santo" al que se llegan los
sacerdotes; El, la oración encarnada, la alabanza perfecta, es el altar de los
perfumes; El, el "pan de vida" de la Eucaristía, es el pan de la
proposición; El, la luz del mundo, es el candelero; es el Santo de los Santos,
el mismo Dios Encarnado; El, autor de la Ley Antigua y de la Nueva, es el Arca
de las Tablas de la Ley; El, cuyo sacerdocio anula y sustituye al de Aarón, es
la Vara de Aarón; El, cuya carne alimenta a sus fieles, es el Maná.
Toda la
Majestad de Dios Trinidad descansa en El y se hace patente por la gloria de una
humanidad cuya esplendorosa santidad se impone, por el ministerio de los
ángeles que le sirven, por milagros innumerables. En ese Templo es donde, en
adelante, Dios enseña. Jesús es el Verbo, la Palabra auténtica: El que me ha enviado
es veraz y lo que he oído de El, eso es lo que yo digo al mundo" (Jn
8,26).
Por El,
el Señor perfecciona su Ley: "No he venido a abolir sino a perfeccionar
(la Ley y los Profetas)" (Mt 5,17). Por El se revela a nosotros en toda su
verdad: la unidad de su Naturaleza y la Trinidad de sus Personas.
En ese
Templo es donde sube hacia Dios el único homenaje digno de El. Jesús es el
Adorador, el Orante, la Víctima sin mancilla que será acepta y cuya inmolación
rescata al mundo, satisface a toda justicia.
Nadie, en
adelante, tiene acceso junto al Padre sino por El: "Nadie va al Padre sino
por mí" (Jn 14,6). La Epístola a los Hebreos lo dice magníficamente:
"Tenemos seguridad de entrar en el Santuario, por la sangre de Jesús, por
el camino nuevo y viviente que El nos inauguró a través del velo, esto es, de
su carne (Heb 10,19-20).
Por
apartada que esté tu ermita, siempre, a cualquier hora, puedes penetrar en ese
santuario, ese "Tabernáculo del Altísimo". Más afortunado que el Sumo
Sacerdote, tienes siempre abierto el Santo de los Santos, el Corazón de Jesús.
No rezarás bien sino ahí. No menos que los Apóstoles, necesitas aprender a
orar; sólo Jesús puede enseñártelo.
El
Ermitaño tiene una manera privilegiada de hacerlo que estriba en su condición
de "religioso": esta dedicado al culto de Dios. Es el hombre de la
Adoración y de la Alabanza. Te imaginas saber adorar. Dios busca adoradores en
espíritu y verdad (Jn 4,23); no abundan. La adoración auténtica es difícil al
hombre, y debería ser su respiración. Te falta sin duda el sentido profundo de
la trascendencia, de la Majestad de Dios y el del abismo de tu nada. Es débil
la conciencia que tienes de tu universal dependencia para con el Creador. Quizá
incluso la Paternidad de Dios no pasa de ser una fría noción en tu espíritu.
Mira a
Jesús frente a su Padre: es el modelo perfecto del Ermitaño. "Por la
mañana, de noche aún, se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, y allí
oraba" (Mc 1,35). "Subió al monte a solas para orar. Caída la tarde,
estaba solo allí" (Mt 14,23). "El se retiraba a lugares solitarios
para orar" (Lc 5, 16). "Retiróse al monte para orar y pasó la noche
orando a Dios" (Lc 6,12). Con el Evangelio en las manos, trata
respetuosamente de percibir algún acento de esa oración que sube del Desierto:
tiene que ser la tuya.
Jesús
contempla las infinitas perfecciones de su Padre, a quien ve cara a cara, y
entrega su Corazón al fuego de la caridad. Ahí tienes "la vida
eterna" (Jn 17,3) que su Humanidad ha comenzado a vivir aquí abajo en la
visión beatífica, y a la que el Ermitaño, por profesión, se compromete a
aproximarse lo más posible.
Escucha
lo que dice; repítelo después de El para decirlo de veras: "Padre, Yo te
he glorificado en la tierra" (Jn 17,4). "Yo te conocí (ib. v. 25).
"Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo haré conocer" (v. 26).
Las divinas perfecciones que contempla no le dictan más que una palabra por la
que pasa todo el éxtasis de su alma, ya que las veía todas deslumbradoras en la
unidad e infinitud de Dios: "Padre santo" (Jn 17,11). En ellas lee
toda la historia de su sublime vocación: su eterna predestinación: "Tú me
amaste antes de la creación del mundo" (Jn 17,24); su unión inefable con
el Padre: "Salí del Padre" (Jn 16,28). Ha sido enviado por El sin
abandonarlo. Se estremece en sus fibras más recónditas con pensar en su
permanencia en el seno del Padre (Jn 1, 18). "Padre, Tú en mí, y Yo en
ti" (Jn 17,21). "Estoy en el Padre y el Padre está en mí" (Jn
14, 10). Sabe que es amado infinitamente. ¿Acaso no ha oído dos veces la voz
del Padre que desde el cielo proclamaba su tierno amor: "Este es mi Hijo
muy amado, en El están todas mis complacencias"? Se pone a pensar en el
abismo vertiginoso de las predilecciones divinas, y su corazón vibra de
gratitud. Sin una gracia especial no hubiera podido considerar sin desfallecer,
la liberalidad divina:
- su pertenencia al Verbo y su milagroso nacimiento: "Salí del Padre y vine al Mundo" (Jn 16,28).
- su misión de Jefe de la Humanidad: "Yo soy la vid; vosotros los sarmientos" (Jn 15, 5), liberalidad que le daba a El, y a El solo para comunicarla, la vida que recibiera "en plenitud" (Jn 17,2).
- su realeza sobre el universo: "Yo soy Rey" (Jn 18,37).
Tiene
conciencia hasta de ser el Dueño y dispensador de los tesoros de la divinidad:
"Padre..., todo lo tuyo es mío" (Jn 17, 10), incluso del Espíritu
Santo que él nos enviará (Jn 16,7). Se ve dando remate a su misión, llevándose
consigo al cielo todo su Cuerpo Místico, y cifrando toda su gloria en ese
último cumplimiento de la voluntad del Padre: "Quiero que los que me has
dado estén también donde Yo esté, para que contemplen mi gloria" (Jn
17,24). En la soledad y el silencio del monte Jesús se repite a si mismo con
una emoción que la sencillez de los términos apenas permite vislumbrar:
"El Padre ama al Hijo" (Jn 5,20). Y ante ese Amor que le colma, Jesús
adora: "El Padre es mayor que Yo" (Jn 14,28).
El Padre
es el Señor de Cielos y tierra (Lc 10,21). Frente a esa Majestad Jesús se
abaja, San Pablo dirá se anonada" (Flp 2,7). Se entrega por entero a su
voluntad santa por onerosa que sea. Tal había sido su primer acto consciente en
el instante de la Encarnación: "He aquí que vengo para hacer tu
voluntad" (Heb 10,7). Sabe que le llevará a la muerte; esa muerte El la
ama, la quiere porque "por esa voluntad somos santificados mediante la
ofrenda de (su) cuerpo" (Heb 10, 10).
Hasta
donde puede bajar baja, tomando la "condición de siervo" (Flp 2,7), y
se "humilla aún más obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz (y. 8).
Ciertamente para salvarnos, pero sobre todo por espíritu de religión, porque su
anonadamiento como criatura y criatura perfecta proclama que sólo el ser de
Dios es grande y necesario.
En ese
Templo Jesús es el Sacerdote y la Víctima que en cada minuto de su existencia
ha renovado su oblación: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha
enviado" (Jn 4,34), impaciente por ser inmolado en aras de la soberana
Majestad de Dios: "He de recibir un Bautismo; ¡y cómo me angustio hasta
que sea consumado!" (Lc 12-50). Sabe que por esa puerta oscura entrará en
su gloria, y su amor se exalta al pensar en el Padre que le acogerá para
coronarlo: "¡Oh Padre, Yo voy a ti"; "Ahora voy a ti" (Jn
17, 11-13).
Tal era
la oración de Jesús en el Desierto, dechado de la tuya. Oración pura, breve en
sus fórmulas, pero indefinidamente prolongadas por el eco que despiertan en el
alma.
El
Ermitaño sólo tiene una oración que responda exactamente a las aspiraciones de
su corazón: las tres primeras peticiones del Padre nuestro, sin que le sea
menester precisar más de lo que ha querido hacerlo Jesús, para sí como para
nosotros. Mantén virgen tu imaginación de la multiplicidad de las
preocupaciones apostólicas. El film que vas rodando en tu cabeza y posterga a
Dios al trasfondo, en manera alguna valoriza tu intervención. Como Santa Teresita
de Lisieux, haz el bien "sin mirar atrás".
Todo va
incluido en el advenimiento del reino de Dios, en el cumplimiento universal de
su voluntad, en la glorificación de su nombre por todos; la conversión de un
pueblo, de un alma, igual que el éxito en un examen.
A la
oración de Jesús no le quites sus dimensiones a escala mundial. La extensión de
su objeto en nada disminuye su eficacia. La verdadera caridad repudia el
particularismo.
Imita a
Jesús; canta las alabanzas de Dios, entrégate a todos sus quereres, déjale
reinar sobre tu inteligencia por la fe, sobre tu corazón por la caridad, sobre
tus deseos por la esperanza, en unión con Cristo.
Hazlo a
través de El. El es el único mediador. Nada es acepto a Dios, ni oración, ni
sacrificio, sino pasando por las manos de Jesucristo: "Cuanto pidiereis al
Padre, os lo concederá en mi nombre. Hasta ahora nada habéis pedido en mi
nombre. Pedid y recibiréis y vuestra alegría será perfecta" (Jn 16,23-24).
Sólo El merece ser escuchado, en razón de la perfección de su amor filial (Heb
5,7). Lo serás tú en la medida de tu unión con El.
El
Ermitaño que ora con Jesús, con su oración, dilata el corazón a la medida del
Salvador. No puede apetecer Maestro más soberano de Oración. Ponte, como El, en
presencia de Dios trascendente: no existe otro método para adquirir la
humildad. Esa contemplación te sumerge en la verdad y te hace cobrar conciencia
de tu nada hasta llorar, y de la grandeza de Dios hasta saltar de gozo…
En el
Templo admirable que es el Corazón de Jesús, escucharás un eterno Tedeum: su
eco debe llenar el tuyo: "Santo, Santo, es el Señor, Dios de los
Ejércitos; llenos están los cielos y la tierra de su gloria..."
CAPÍTULO IV
EL TEMPLO MARIAL
PURA CAPACIDAD DE DIOS
"El
Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te pondrá bajo su
sombra..." (Lc
1,35)
"¿Quién
es esta que sube, del desierto apoyada sobre su Amado?" (Can 8,5)
|
No es un
espejismo: Maria es ciertamente la Reina del Desierto. A ella, antes que a
nadie le fue dicho por Dios que la atraería a la soledad para hablarle al
corazón, y eso de modo único, ya que la "Palabra" increada descendió
a ella para habitarla. (Lc 1,38). En la soledad, en el silencio es donde
concibió en total secreto. Y vuelve al mundo, sin ser jamás del mundo, para darle
a su Amado y hacerse cargo de nosotros.
El
Ermitaño no acertará a encontrar a Jesús sino por María. Ella es el oasis del
desierto que alumbra la Fuente de las aguas refrescantes. Es asimismo el
"Tabernáculo del Dios Altísimo". Una de las mayores gracias que
puedan serte otorgadas, es la de descubrir ese Templo Marial, y penetrar en él
para abordar a Jesús. Está siempre "viviente en María", y al igual
que los Magos no hallarás al uno sin la otra (Mt 2,11).
Recuerda
que María no es sólo la Madre de Dios, es también la tuya; y en el orden de la
gracia se lo debes todo. Ella ha dado a Jesús al mundo, ella te lo da a ti.
Ella le ha hecho nacer en tu alma en el Bautismo. Ella le hace crecer y te
moldea a su imagen. Nada te llega de Dios sin que pase por ella. Más afortunado
que todos los exploradores, te adentras en el Desierto bajo la guarda de una
madre que te traza la pista y cuya mano te protege y provee a todas tus
necesidades, la más imperiosa de las cuales es la necesidad de Dios:
"Fuera de ti nada deseo sobre la tierra" (Sal 72,25). Ella te conduce
a El.
Jesús es
la Luz, María es el candelero; Jesús es el Maná, Maria la Urna que lo contiene;
Jesús es el incienso, Maria el altar de oro que lo sustenta; Jesús es el carbón
incandescente, María el incensario donde arde; Jesús es el Pan de vida, Maria
la mesa en que se nos sirve; Jesús es el Dios adorable, Maria el Santo de los
Santos donde recibe nuestra adoraciones.
Todo ello
fue verdadero físicamente durante los nueve meses en que el Verbo Encarnado
vivió en el seno de su Madre. Y no lo es menos, espiritualmente, por lazos de
gracia que unen a Cristo y a la Virgen, y por su vocación de Madre de los
hombres. Es el Templo de la Trinidad: "Dios está en ella..." (Sal
45,6).
Es la
"ciudad de Dios" cuyas "puertas ama Dios más que las tiendas de
Jacob" (Sal 86,2), la que ha elegido, de la que dice: "Esta será por
siempre mi mansión, aquí habitaré porque lo he querido" (Sal 131,14), el
monte que "eligió Dios para morada suya, en el que siempre habitará
Yavé" (Sal 67,17).
Contempla
con cariño de qué manera y hasta qué grado de perfección es María el Templo de
Dios. Tú mismo lo eres: ¿ No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu
de Dios habita en vosotros?" (1 Cor 3,16) -"Efectivamente, nosotros
somos templo de Dios vivo" (2 Cor 6,16).
No lo has
sido siempre; Ella, en cambio, lo fue ya desde su concepción. El Espíritu Santo
habita en ti a titulo de la gracia santificante que le atrae a tu alma junto
con las otras Personas divinas. Reside en María como en su Templo propio. Madre
del Verbo Encarnado, el Espíritu de su Hijo le es dado con un carácter de
pertenencia que hace de Ella su Santuario normal y privilegiado.
Es el
Trono de la Sabiduría (Sedes sapientiae) no sólo en el sentido de que la
Sabiduría increada se haya encarnado en su seno; lo sigue siendo después del.
nacimiento de Jesús. Al tomarla por Madre, el Verbo ha contraído con Ella una
unión que ha sido comparada con el matrimonio. Ha establecido entre ambos a dos
una pertenencia recíproca, una solidaridad por la que ponen en común la Obra
íntegra de la Redención. Con miras a ese "matrimonio divino", a esa
colaboración, es por lo que la ha enriquecido con tantos privilegios que hacen
de Ella, en cuerpo y alma, el Templo más puro y el más hermoso que jamás existió:
puro por su Concepción Inmaculada; hermoso, por su plenitud de gracia.
En ese
Templo ha depositado Dios los tesoros que nos destina, confiando a la solicitud
maternal de María la distribución universal de los mismos.
Por Ella,
la vida de Jesús fluye hasta nosotros. En tu harto peligroso peregrinar por el
Desierto necesitas más que nadie ayuda. Tienes hambre y sed de lo divino. La
Iglesia le hace decir a la Virgen: "¡ Oh vosotros los sedientos.! venid a
las aguas; aun los que no tenéis dinero, comprad y comed" (Is 5, 1).
Respira el perfume de incienso que sube de ese santuario. Alma contemplativa
como la que más, María jamás perdía la presencia de Dios. No se derramaba en
palabras. Exponía su alma virgen a la cálida luz del amor divino para ser penetrada
por sus rayos. Como un espejo cuya limpidez ninguna sombra empañaba, recibía la
imagen de Dios y la reflejaba en adoración y alabanza. Devolvía en gloria lo
que se le daba en gracia: "Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se
alegra en Dios mi Salvador" (Lc 1,46-47).
Si
pudieras ser como Ella "pura capacidad de Dios!" ¿Por qué retirarte
al Desierto, por qué haber quemado las naves, desconectado todas las antenas,
alzado paredes en torno a tu soledad, sino a fin de conservar o recuperar la
virginidad de tu alma? Recién bautizado, cuando lo creado no había hecho aún
irrupción, un himno único, del fondo de tu alma se elevaba: la alabanza y el
amor que se tributan las Tres Divinas Personas. Ese canto, en forma permanente,
era el que escuchaba María, y su eco en la gracia que la llenaba; y el don
rebotaba en gloria: "Santo es su nombre" (Lc 1,49).
Sólo
puedes tener un deseo: dar oídos a ese perenne "Gloria" que resuena
en el hondón de tu alma. No puede escucharse sino en pureza, silencio y paz.
Tal vez
piensas que amar a Dios es darle algo... Ábrele paso franco, no pide otra cosa,
pues amar a Dios es ofrecerse a las liberalidades de su amor, es dejarle que
nos ame. No digas: "Dios mío, os amo", Di: "Dios mío,
amadme". Para El amar es dar, y lo que da es su caridad, que nos permite
corresponderle.
La Virgen
María se alegra en su Magnificat porque "el Señor ha mirado la
pequeñez de su sierva" (Lc 1, 48), "haciéndole grandes cosas
Deja que
en ti cante el hombre nuevo con su primacía recobrada en el Desierto. Cuanto
más sencillo sea el marco de tu existencia y mas comunes tus ocupaciones, más
fácil te será vivir a la escucha de Dios.
Piensa en
Nazaret: la Madre de Dios, la Reina del cielo y de la tierra es nada más que el
ama de casa de una familia pobre, y su horizonte diario no rebasa los términos
de una aldea. Así y todo, es más que el Templo de Jerusalén, Ella, la Esposa
mística del Dios que en él se adora. ¡Ah, sí pudieras sustraerte al ambiente de
ruindad, y no vivir más que de las realidades invisibles! Hazte indiferente a
lo contingente y tendrás a mano una zona desértica favorable a la libertad de
tu alma.
Maria no
desea nada sino ser en plenitud "la sierva del Señor" (Lc 1 ,38), en
el mismo sentido en que San Pablo gustará de llamarse "esclavo" (1
Cor, 7, 22; Rom 6,22).
Advierte
una notable semejanza de disposiciones íntimas entre la Madre y el Hijo. Jesús
viene también para servir al Padre (Heb 10,7), y se hace "esclavo" de
sus voluntades (Flp 2,7). La humildad y la sumisión confiada nacen infalible y
solamente del sentido de Dios y del espíritu de adoración. En el Desierto, el
hombre se siente pequeño y destituido, a merced del Creador a quien todos los
elementos obedecen. Cual un mendigo, se calla, postra su miseria y junta las
manos en señal de imploración: "A ti alzo mis ojos, a ti que habitas en
los cielos; como los de esclavo atentos a las manos de su señor" (Sal 122,
1-2).
El
Ermitaño, a despecho de las apariencias, es la antítesis de un independiente.
Libertado de todo y de si mismo, se entrega al beneplácito de Dios. Si eres
íntimo de la Santísima Virgen, ésa será la más profunda lección que aprenderás
de ella. Habla poco, mas lo que dice cambia el rumbo del mundo y puede
transformar tu existencia. Toda tu sabiduría delante de Dios se encierra en estas
tres palabras caídas de labios de María: "Ecce", "Fiat",
"Magnificat". Tu éxito en el Eremitorio está pendiente de la
impronta que dejen en ti...
"Heme
aquí"' es la ofrenda generosa del abandono, la entrega incondicional de
si, en la total ignorancia de un porvenir que sólo Dios conoce y se reserva de
labrar. Necesitas una fe sólida, maciza en la Paternidad de Dios. Tienes
suficiente conocimiento de sus vías para saber cuán misteriosas,
"insondables e incomprensibles" son (Rom 11 ,33), y hasta qué punto
"los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos, ni sus caminos
nuestros caminos" (Is 55, 8) No ignoras con qué condición va el discípulo
en seguimiento del Maestro: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese
a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame" (Lc 9,23).
Aquel que
no perdonó a su Hijo Único (Rom 8, 32), no será blando para el hijo adoptivo:
"Mi Padre es el viñador... Todo sarmiento que da fruto, lo poda para que
dé mas... (Jn 15,2).
Con todo,
no dudas de su Corazón. Pero en ti, el hombre animal tiene miedo: se sabe
condenado por tu ingreso en el Desierto. Tu santa despreocupación le espanta al
arrebatarle toda oportunidad de salvación. La sentencia de muerte está dada
contra el "hombre viejo", y Dios la ejecutará sin duda a proporción
de tu generosidad en el abandono. Ora por obtenerla.
Es una
cumbre. Sábete que no la alcanzarás en un día: Afírmate en la segunda petición
del Padre nuestro: "Hágase tu voluntad". La tuya se resistirá cada
día menos, amansada por el amor.
Entrénate
al "Fiat" en los quereres positivos del Señor. En ellos sabes
dónde hacer pie, y tu esfuerzo está circunscrito con precisión. Se te ahorra la
incertidumbre, y tu responsabilidad no recae sino en tu correspondencia. En la
Anunciación, la Santísima Virgen asumía un formidable capital de sacrificios.
Mas la contrapartida fue maravillosa: en Ella el Verbo se hizo carne. Por un
modesto asentimiento, se convertía en Madre de Dios, Madre de los hombres y
Corredentora del género humano.
Toda la
fecundidad de nuestra vida depende de esas aquiescencias y de esas renuncias:
"Si el grano de trigo no es enterrado y muere, queda solo; sí muere, da
fruto en abundancia" (Jn 12,24).
La
resistencia a los quereres de Dios no viene ordinariamente de falta de luz,
sino de un entibiamiento de la caridad. Dios y su voluntad es todo uno. Si le
amaras no andarías en titubeos.
Nadie
tiene el derecho de menospreciar tus combates ni tus sufrimientos. Jesús no
subestima tu abnegación, y los que se ríen de tus luchas dan pruebas de que no
están muy hechos a desistir de sí mismos. Se siembra en lágrimas, pero se
cosecha cantando (Sal 125,5).
El MAGNIFICAT
hinche el corazón que ama hasta el don de sí. La Virgen de los Dolores es
también la de los Gozos. En el Eremitorio debe reinar un ambiente de paz
gozosa. El Ermitaño que no niega nada a Dios, posee la ciencia de los santos.
Puede ignorarlo todo acerca del saber, y no estar al tanto de las batallas de
ideas. Ha recibido el "Espíritu de Sabiduría" que le guía (Ef 1,17).
Como María, él es su trono, y. como Ella, piensa que "lo necio de Dios es
más sabio que los hombres, y lo flaco de Dios más fuerte que los hombres"
(1 Cor 1,25).
La
devoción a la Adorable Voluntad de Dios te salva del pecado, de todo mal
espiritual. ¿Qué complacencia tomaría Dios en ti si anduvieses en continua
divergencia con El? Juguete de la turbación ¿cómo serías el espejo que refleja
su fiel imagen? ¿Qué sería el Desierto del Ermitaño si no pudiera decir con
total sinceridad y verdad: "Yo soy para mi Amado y mi Amado para mí?"
(Can 6,3).
Pídele
que te vacíe de ti mismo y ensanche tu capacidad de lo divino. La Virgen María
te enseñará como ingeniártelas. Escúchala: "Yo soy la madre del amor...
Venid a mí... El que me escucha, jamás será confundido y los que me sirven no
pecarán" (Ecl 24, 30-31: Vulgata).
CAPÍTULO V
EL TEMPLO ECLESIAL
PRESENCIA EN EL MUNDO
"Como
piedras vivas dejaos edificar en edificio espiritual..." (1 Pe 2,5)
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El
Ermitaño es un solitario, no un aislado. El aislamiento se define como la
ausencia de relaciones vitales con los otros. Puede haberlo en plena
aglomeración. El aislamiento es inhumano, es una suerte de eterna condenación.
El hombre no tolera ser tenido por inexistente, y él mismo se rebaja al nivel
de los brutos si excluye de su mente y corazón a todos sus semejantes. Lazos de
gracia invisibles mantienen al Ermitaño en comunión íntima con innumerables
hermanos, y aun delante de Dios responde de la humanidad entera.
No
encontrarás a Dios fuera de la Iglesia cuyo miembro viviente eres. Cobra viva
conciencia de esa pertenencia que justifica tu apartamiento al Desierto y lo
vivifica. ¿Cómo pertenecer a Cristo sin ser miembro de su Cuerpo? "En él
habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente, y vosotros estáis llenos
de El, que es la Cabeza" (Col 2,9). El Templo de la economía actual, helo
aquí: La Iglesia unida a Cristo, como en un cuerpo el tronco a la cabeza,
recibiendo de El toda su vida. Tú mismo eres, por tu parte, miembro de ese
organismo sobrenatural, y por él, "miembro de Cristo mismo (Ef 5,30). Dios
ha constituido a Jesús "cabeza para la Iglesia, la cual es su Cuerpo"
(Ef 1,22-23).
Demórate
en contemplar la dilección de Jesús por la Iglesia a la que ama como a su
esposa: se entregó por ella para santificaría. Quería hacerla parecer delante de
sí toda gloriosa sin mancha ni arruga o cosa semejante, sino santa e
inmaculada" (Ef 5,26-27).
La
alimenta y la cuida (ib. v. 29). Bajo esa personificación la Iglesia es tu
madre. El Ermitaño debe abrigar para ella los sentimientos de un hijo. Piensa
en lo que 1e debes: todo, en el orden de la gracia, te ha venido por ella, y
por ella accedes al Salvador. Abriéndote su regazo en el Bautismo te dice:
"Entra en la Casa de Dios a fin de que tengas parte con Cristo para la
vida eterna" (Ritual).
Desde
entonces, mediante los Sacramentos, te prodiga su vida, que es la de Jesús.
Fertiliza tu Desierto y provee a tus necesidades. Por la Eucaristía que ella
custodia y dispensa, aplaca tu hambre y apaga tu sed.
Por la
Penitencia venda tus llagas y abastece tu alma. Su infalible autoridad abaliza
tu itinerario. No se te lanza a la ventura en la incógnita de las estepas. La
Iglesia lo ha dispuesto todo para que no te extravíes, y tu alma se expansione;
tu estrecha unión con ella afianza tu seguridad. Todos los días, por medio de
las lecturas del Oficio divino y de la Misa, que ella ha escogido para ti en
las Escrituras y los Padres, gracias a su larga experiencia de los hombres y su
instinto maternal, orienta tus pensamientos y alimenta tu oración. Con
discreción y ternura te lleva de la mano a su Esposo, que es también el tuyo.
La
Iglesia no es una alegoría. Bajo la conducta de su Jerarquía, está formada de
las miríadas de fieles con los que te unen los lazos reales de la caridad:
"siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, pero miembros los unos de los
otros" (Rom 12,5).
Reflexiona
en el flujo y reflujo de beneficios y deberes recíprocos que ello representa
para cada uno. Tu soledad queda a salvo íntegramente; esos intercambios vitales
se hacen en Dios y no precisan ninguna relación de conocimiento directo con las
personas. Sin embargo, el aislamiento te es imposible porque comulgas en lo que
cada cual lleva en sí de más valioso y de más querido: la caridad que es amor
de Dios y del prójimo. Recibes de todos y das a todos. Condivides las alegrías
y las penas de todos, así como ellos, sin conocerte, simpatizan contigo:
"los miembros se preocupan por igual unos de otros. Si sufre un miembro,
todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los miembros participan
de su gozo" (1 Cor 12,25-26). Todos colaboramos a una obra de conjunto: la
construcción y ornamentación del Templo eclesial.
En tus
momentos de lasitud, cuando el silencio de tu celda te espanta de repente con
su inquietante severidad, cuando la sensación de ser el prisionero del vacío te
invade, piensa en la Comunión de los Santos. No es un mito. Por todas partes:
en el mundo, en los claustros, en los eremitorios, innumerables hermanos y
hermanas, varios de ellos auténticos santos, oran, sufren por tu perseverancia
y tu santificación, y se reconfortan pensando que tú intercedes en favor suyo.
Nunca te has entrevistado con ellos y te son más íntimos que tus mejores
amigos. Tu Dios es el suyo, su ideal el tuyo; la misma gracia os vivifica, el
mismo Espíritu os anima. Asistís a la misma Misa y con los mismos sentimientos;
recibís el mismo sacramento de la Eucaristía. Rezáis el mismo Padrenuestro,
cantáis las mismas alabanzas. Tenéis la misma Madre, María. Aspiráis al mismo
cielo; en la tierra consentís en los mismos renunciamientos por vivir de las
mismas realidades sobrenaturales. Tenéis las mismas luchas. Y vuestros méritos
a una van a parar al mismo tesoro de la Iglesia para ser repartidos entre
todos. Si la amistad es una puesta en común de las riquezas de espíritu y
corazón, cuentas con una infinidad de amigos en todos los medios y por toda la
tierra.
No
puedes, cada mañana, seguir atentamente las oraciones del Canon de la Misa, ni
comulgar, sin sentirte unido de corazón con cada miembro de la Iglesia de la
tierra, del cielo y del Purgatorio, sin cobrar conciencia de la responsabilidad
que te alcanza, como a todos, de los infieles y los pecadores. Millones de
almas dicen contigo cada día: "Padre nuestro", y son hermanas de la
tuya. "A solas con Dios", se ha de entender tan sólo de una
abstención de contacto directo con los hombres, para reservarle a Dios todas
las disponibilidades. Pero sería una monstruosidad anticristiana y la negación
misma del monacato, perfección de esa vida cristiana, el desolidarizarse del
Cuerpo Místico y de sus miembros, actuales o llamados a serlo.
Conllevas
una parte de responsabilidad en el crecimiento y expansión de ese Cuerpo
Místico de Cristo, que no logrará su plena y definitiva madurez sino al fin del
mundo: Trabajamos todos "en la edificación del Cuerpo de Cristo hasta que
lleguemos todos a la realización del hombre perfecto, a la madurez que
corresponde a la plenitud de Cristo..." (Ef 4,13). Eso nos dice San Pablo.
San Pedro, fijándose en el símil del Templo, subraya que somos <'piedras
vivientes" y que "debemos ser elementos de edificación de un edificio
espiritual" (1 Pe 2,5). Sin dejar de ser solitario, te incumbe un papel
social al que no puedes faltar sin traicionar los intereses de la Comunidad y
sin frustrar a la Iglesia. Cada órgano tiene su función. Los ministerios son
diversos: todos son grandes delante de Dios.
El
Ermitaño no es llamado ni al gobierno, ni a la predicación, ni a las obras. De
incógnito absoluto, debe orar, sufrir por sus hermanos y asegurar en su nombre
el Oficio de la Alabanza y de la Adoración. A fin de estar día y noche en
presencia de la Augusta Majestad de Dios, su pureza y el fervor de su caridad
deben hacer de él un embajador grato a Dios. Ese hecho le impone una obligación
especial de santidad.
La
belleza y la fuerza espiritual de toda la Iglesia, está hecha de la perfección
de cada uno. San Pablo insiste en el deber de crecimiento individual del que
depende el del Cuerpo entero (Col 2; Ef 4). En este sentido Isabel Leseur tenía
razón: "toda alma que se eleva, eleva al mundo". No te es lícito
vegetar en una torre de marfil. Estás exonerado de todo cuidado humano; tienes
que sobresalir en los deberes de tu profesión. Tu función eclesial es la del
corazón, sede del amor que lo anima y al que propulsa a su vez hasta las
extremidades de los demás miembros. No defraudes.
Para el
Ermitaño desconectado de todo ¡ qué dinamismo en esa doctrina del Cuerpo
Místico! No necesitas, para vivirla, ni diarios ni revistas. La curiosidad por
las vicisitudes de la vida del mundo te expone más a perder de vista su
estructura y funcionamiento espiritual que a reanimar tu fe. ¿Acaso sena normal
que el desamparo de los hombres produjera en un contemplativo mayor impacto que
las solicitudes del amor de Dios? Tu misión es ofrecer los hombres a Dios;
otros se encargan de dar Dios a los hombres. Permanece vuelto al Señor en la
actitud de la antigua Orante.
Aplícate
personalmente este texto de San Pedro: "Como piedras vivas sed edificados
en edificio espiritual para un sacerdocio santo, que ofrezca sacrificios
espirituales, agradables a Dios por Jesucristo" (1 Pe 2,45). La Iglesia
toda, unida con su Cabeza, constituye ese "sacerdocio regio", cuya
función es "anunciar la gloria de Dios" (v. 9). Cada cual debe
contribuir a esa acción sacerdotal; más que otros tú, que has sido elegido para
desempeñar oficialmente el ministerio de la oración y del sacrificio que
incumbe a la Iglesia. Esos "sacrificios espirituales" son, ante todo,
la Adoración, la Alabanza, la Acción de gracias. En la soledad, el silencio, el
reposo del alma, estás en situación privilegiada para ofrendar a Dios, en unión
con Nuestro Señor, "un sacrificio de alabanza en todo tiempo", esto
es, según la hermosa expresión del Apóstol, "el fruto de los labios que
confiesan su Nombre" (Heb 13,15).
Hazte
cargo de la amplitud y potencia que da a la oración del Ermitaño esa encomienda
oficial de la Iglesia. Si ella es el Cuerpo de Cristo; si es su Esposa muy
amada, y esposa intachable, ¡ con qué complacencia no la han de escuchar, sea
que implore, sea que exhale, a través de los himnos de que eres el cantor, su
propio amor! A ella se dirige el Esposo: "Dame a oír tu voz, que tu voz es
suave (Can 2, 14), "hazme oír tu voz" (Can 8,13).
Da
preferencia a la oración litúrgica, cuando es su hora, sobre las oraciones
privadas. Por tus labios el mundo entero ora. Suples a la inhibición de los que
no oran y, por ti, la voz del amor cubre la del pecado. No se trata de una
"socialización" arbitraria del Eremitismo. Dejarías de ser cristiano
desolidarizándote de la Humanidad. Tu clausura, como la del P. Foucauld, es
"una barrera contra el mundo, no contra el amor". Toda la Humanidad,
de hecho o de derecho, pertenece al Cuerpo Místico de Cristo, y todo cuanto
haces de bueno o de malo, en el secreto de tu celda, repercute en el organismo
entero. Depende de ti que el valor secundario de cada misa, en cuanto ofrenda
de los méritos de los fieles, sea más o menos considerable.
Ama, si
cabe decir, a ultranza. La caridad es como la sangre de ese Cuerpo: "un
poquito de ese puro amor más provecho hace a la Iglesia que todas esas otras
obras juntas" (San Juan de la Cruz, Cant 29).
Si algún
vago sentimiento de tu inutilidad amenaza hacerte vacilar, vuelve a leer las
recias palabras de Pío XI a los Cartujos: "Contribuyen mucho más al
Incremento de la Iglesia y a la salvación del género humano los que asiduamente
cumplen con su oficio de orar y mortificarse, que los que con sus sudores y
fatigas cultivan el campo del Señor; pues si aquéllos no atrajesen del cielo la
abundancia de las divinas gracias para regar el campo, más escasos serían
ciertamente los frutos de la labor de los operarios evangélicos... Porque, en
verdad, si en algún tiempo ha sido conveniente que hubiese en la Iglesia de
Dios tales anacoretas, mayor motivo hay para que existan y prosperen en los
tiempos actuales" (Umbratilem).
Impalpable,
la presencia del Ermitaño en el mundo es como la de los bienaventurados del
cielo: actúa eficazmente sobre las necesidades reales de los hombres, las del orden
de la eternidad, que son las más importantes de todas: "¿ de qué le sirve
al hombre ganar el mundo entero sí arruina su propia vida?" (Mc 8,36). El
Ermitaño que alcanza al pobre la luz que le haga amar sobrenaturalmente su
indigencia, hace infinitamente más por él que el que le construye una casa.
En el
Templo de la Iglesia estás junto al altar, tienes a mano el agua que salta
hasta la vida eterna.
El manjar
de la Tebaida es la Eucaristía. No crecerás sin comer. San Pablo dice que el
cuerpo todo en tero y cada miembro recibe de la cabeza su alimento para
realizar su crecimiento en Dios en la caridad. Ese alimento es el Cuerpo y la
Sangre de Jesús: "Siendo uno solo el pan, todos formamos un solo cuerpo,
pues todos participamos de ese pan único" (1 Cor 10,17).
La
Comunión será la gran fuerza y el más dulce consuelo de tu soledad: te da a
Dios en persona. Asimismo, estrecha los lazos que te unen, por la Iglesia, a
todas las almas. La Hostia formada de minadas de partículas de harina te
recuerda los incontables hermanos que comparten tu "comida", y la
muchedumbre de los invitados desdeñosos a quienes debes suplir, en espera de
que les obtengas el sentarse a la misma mesa. Dirige con frecuencia tu corazón
hacia el Copón y pide a Jesús que venga a ti. La comunión espiritual es quizá
la más fecunda toma de contacto con Dios a lo largo de la jornada. Al mismo
tiempo ratifica tu pertenencia a la Iglesia y tu universal caridad.
Tu
sacrificio está al servicio de la Comunidad cristiana; no es una ascesis
raquítica cuyos frutos se limitan a ti. Pues entonces no serías ya una
verdadera "hostia viva, santa, agradable a Dios" (Rom 12,1).
El Dogma
de la Comunión de los Santos comprendidos y vividos por ti te preservará del
entumecimiento. Has de pensar que detrás de tus paredes no te es lícito
organizar una existencia "farniente". La llamada de las almas
te acosa. Responde con San Pablo: "Completo en mi carne lo que falta a las
tribulaciones de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia" (Col 1,24).
CAPÍTULO VI
EL TEMPLO INTERIOR
LA INMANENCIA DE DIOS
"Glorificad
a Dios en vuestro cuerpo" (I Cor 6,20)
|
Nunca
leerá el Ermitaño sin un alborozado estremecimiento las siguientes afirmaciones
de San Pablo: "¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de
Dios habita en vosotros? El templo de Dios es sagrado, y ese templo sois
vosotros" (1 Cor 3,16-17). ¿ No sabéis que vuestro cuerpo es templo del
Espíritu Santo que habita en vosotros y le habéis recibido de Dios?...
Glorificad, pues, a Dios en vuestros cuerpos" (ib. 6,19-20).
No
busques a Dios ni en un lugar ni en el espacio. Cierra los ojos del cuerpo, ata
tu Imaginación y baja dentro de ti mismo: estas en el Santo de los Santos donde
habita la Santísima Trinidad.
En el
instante de tu Bautismo has quedado hecho templo de Dios: "Yo te bautizo
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". En el acto,
"el amor de Dios fue derramado en tu corazón por el Espíritu Santo que te
fue dado" (cf. Rom 5, 5), y se realizó la promesa de Jesús: "Si
alguien me ama, esto es, si tiene la caridad, si se halla en estado de gracia,
mi Padre le amará y vendremos a él y haremos en él nuestra mansión" (Jn
14,23).
Sabes lo
que significa esa presencia: algo totalmente distinto de la del Creador en su
criatura. Por ella contraes una amistad divina que te introduce en la intimidad
de la Trinidad. Huésped de tu alma. El Ermitaño ve en esa inhabitación de Dios
la razón específica personal de su retirada al Desierto. Viene a vivir, con
exclusión de toda otra ocupación, esa sublime verdad. Desde ese ángulo sobre
todo, su vocación es escatológica: comienza en la tierra en las sombras de la
fe y la luz del amor lo que hará en la eternidad, donde sólo habrá un templo:
Dios mismo. ¿ Acaso no está más él en Dios que Dios en él por su accesión gratuita
al misterio tan secreto de las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo?
El hombre
es contemplativo por destinación y por estructura: "La vida eterna está en
que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo"
(Jn 17,3), mas con un conocimiento que participa del de Dios mismo, viéndole
cara a cara en el fervor del amor beatífico. Conocerle es el objeto supremo de
nuestra inteligencia. Amarle es el todo de nuestra voluntad, ávida de bien.
Nuestra condición terrestre interpone entre Dios y nosotros toda una gama de
verdades parciales y de bienes fragmentarios que deberían ayudarnos a remontar
el vuelo hasta su fuente, pero que con harta frecuencia nos apartan de ella en
razón de la sobreestima que les damos.
¿No es
extraño que el hombre, organizado para alcanzar su pleno desarrollo en la
contemplación, que le dilata a la medida de Dios, prefiera la acción, que le
repliega sobre sí mismo en su voluntad de vencer? Es más fácil actuar que hacer
oración. En ésta la iniciativa pertenece a Dios, en aquélla a nosotros, y no
nos gusta enajenar nuestra libertad aunque sea en provecho del Señor. Para la
fe es una especie de enigma que la mayoría tengan aversión a la contemplación,
que viene a ser para ellos como el lujo de los cristianos ociosos.
Esa
incuria por la presencia de Dios en el alma es una afrenta y el pecado una
suerte de sacrilegio: "Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo
destruirá a él" (1 Cor 3,16).
El
Ermitaño lo ha dejado todo para afincarse en esa "Presencia".
Cerradas todas las avenidas del lado de la tierra, se siente con ánimos de ser
"conciudadano de los santos" (Ef 2,19). Su cualidad de cristiano y la
vocación formal que le llama a la soledad fundamentan su pretensión. Si
comprende bien el sentido de su vocación, entonces todo él, cuerpo y alma, es
un templo. La disciplina de sus sentidos y la "esclavitud de su
carne" cobrarán un significado más profundo: no serán tan solo un esfuerzo
laborioso por mantener el señorío. El cuerpo, por su parte, es una piedra
escogida que hay que labrar y pulir para la iglesia que se construye
(Dedicación). Lejos de execrarlo, el Ermitaño lo rodea de respeto con miras al
papel que le asigna la Liturgia. Esta tiene para con el cuerpo un ritual
minucioso que regula y ennoblece las actitudes y funciones de cada miembro en
la participación que le brinda en la oración y el sacrificio.
Le viene
su dignidad sobre todo del alma que lo anima, y que en gracia a su unión
sustancial se lo asocia en el honor de ser morada del Altísimo. Esta teología
del cuerpo rectamente entendida no autoriza ya más respecto del mismo el trato
sórdido que le infligían los ermitaños primitivos. El Bautismo lo ha lavado en
la lustración purificadora; el sacerdote lo ha signado con la Cruz, ungido con
el Santo Crisma; la Comunión eucarística lo transforma en copón viviente.
Después de la muerte, la Iglesia lo inciensa y lo lleva en triunfo. ¿No era el
templo del Espíritu Santo?
Esmérate
por que él también venga a ser lo que es. Gracias a él y al funcionamiento satisfactorio
de sus órganos es como tu alma podrá gozar conscientemente de la presencia de
Dios en ella. Guárdate de que una severidad indiscreta te incapacite para
sostener un coloquio prolongado con el Huésped interior. Si María hubiera
padecido jaqueca, la entrevista de Betania perdiera de su colorido.
No
puedes, sin alegrarte, pensar en lo que pasa en el fondo de ti mismo... En el
instante en que tomas alimento, recreo o sueño, el Padre, en tu alma, engendra
a su divino Hijo. Su Palabra es de una actualidad incesante: "Yo, hoy, te
he engendrado" (Sal 2,7).
Trata de
percibir con la fe algo de esos intercambios de amor y alabanza entre las
divinas Personas, que son la vida de la Trinidad, su gloria que irradia en tu
alma. El "Gloria Patri..." que jalona tu salmodia es sólo un
eco, si bien el más fiel, de la alabanza que se tributan mutuamente "los
TRES".
La gloria
del Padre es su Hijo que refleja a la perfección todos sus atributos. Es su
Palabra interior su canto. Le ensalza como la fuente de todos los bienes
divinos, el "Principio".
La gloria
del Hijo es el Padre que testifica, al engendrarlo perfecto como El, su
trascendente hermosura.
La gloria
del Espíritu Santo es el gozo mutuo del Padre y del Hijo, su beso sustancial.
Pídele
una y otra vez que te haga menos insensible a ese grandioso himno al que se
refieren todos los actos de religión, es decir, todos los actos de tu vida de
Ermitaño, orientada a la glorificación de Dios.
Al
repetir, en unión de la Trinidad, ese inefable "Gloria", comulgas a
su beatitud. Tal es la suprema consolación del Desierto, la única que pueda
legítimamente codiciar el Ermitaño. Por una gota de esa alegría los santos lo
abandonaron todo. En tu retiro, esfuérzate por que tu corazón sintonice con el
de Dios, y tu gozo se sitúe en lo que constituye la felicidad de cada una de
las Personas divinas.
El gozo
del Padre es su Hijo, su expresión perfecta, es la palabra que lo engendra:
"Tú eres mi Hijo" (Sal 2,7), es ese Verbo semejante en todo al Padre,
imagen viviente suya, hacia el que le impele toda su ternura y que le devuelve
amor por amor en igualdad perfecta.
La
alegría del Hijo es su Padre, de quien recibe todo cuanto es en sí mismo, ese
Padre que de un solo acto agota en favor suyo toda su fecundidad, al
comunicarle la naturaleza divina con sus perfecciones: su felicidad. consiste
en estar "en el seno del Padre" (Jn 1, 18) y en amarle con ese matiz
de infinita gratitud.
La
alegría del Espíritu Santo es la alegría misma del Padre y del Hijo,
fundiéndose en esta tercera Persona. Amor sustancial de las dos primeras
Personas, es llamado el Corazón de Dios. Es un canto, una fiesta divina, es el
eco sublime del Amor. Es en Dios el foco de la alegría y de la dicha.
No hay
alegría humana que se pueda comparar con esa felicidad divina. El Ermitaño sabe
que es un bien no ajeno a su vocación, ni menos una tesis que descifrar en los
libros, un espectáculo lejano cuya inasequible esplendidez tornaría su Tebaida
aún mas antipática.
Es en ti,
templo de la divinidad, donde palpita ese corazón de Dios, es en el centro de
tu alma donde se explaya esa maravillosa vida trinitaria. Haz tuyo este dicho
de un teólogo: "En este momento actual que se me va en naderías, Dios todo
entero se ocupa (en mí) en dar nacimiento a su Hijo coeterno" (Régnon).
Eres hijo
adoptivo y como tal habitas en el seno de la familia divina, presentado e
introducido por Jesús: "Padre, quiero que los que me has dado estén
también donde Yo esté" (Jn 17,24).
Y ¿dónde
está Jesús? "En el seno del Padre". La fe y la caridad, participación
del conocimiento que Dios tiene de si mismo y del amor que se da a si mismo, te
sumergen en la corriente vital de la circumincesión. ¿No es ése el sentido de
la oración de Jesús: "Que ellos sean uno como nosotros somos uno, Yo en
ellos y Tú en mi"? (cf. Jn 17,20).
En el
Eremitorio ésa será tu vida interior: asociarte con toda la continuidad posible
al canto de gloria y de amor de las Tres divinas Personas, en comunión con
Jesús, el cual asume tus actos personales y los eleva, valorizados al infinito,
hasta Dios. Según el atractivo del momento únete al Padre para celebrar la
gloria del Hijo, al Hijo para. exaltar la gloria del Padre, al Espíritu Santo
para saborear la alegría de la Trinidad entera.
Todo ello
sólo es posible vivirlo en la fe, en la desnudez del espíritu y el silencio.
Ninguna criatura, ninguna imagen te servirá, toda vez que lo creado te revela
la naturaleza de Dios, pero nada te dice de su vida. Es menester, para llegar
ahí, desbordar las cosas terrenas y olvidarlas. El día que del fondo de tus
entrañas ascienda un deseo verdadero que te arranque el ansia del salmista:
"Como suspira la cierva por las aguas vivas, así te anhela a ti mi alma,
¡oh Dios! ", sabrás que Dios llama a tu puerta y quiere cenar contigo (Ap
3,20). Es el Espíritu del Hijo, que Dios ha derramado en tu corazón, el que
dama: "Abba, Padre", el que con gemidos inenarrables pide por ti
"lo que corresponde a las miras de Dios" (Rom 8,26-27), es, a saber,
tu perfecta unión con El.
Ese es el
último "porqué", el último "cómo" del desasimiento del
Ermitaño, por qué sigue a la letra el consejo del Señor, "se retira a su
celda, cierra tras de si la puerta y ora al Padre, que está ahí en lo secreto
(Mt 6,6). Lo hace materialmente, y más aun espiritualmente con el recogimiento
intensivo de la celda interior que favorece el Eremitorio.
No pases
ningún escrúpulo por no dedicar sino poco tiempo a las "devociones",
por no sobrecargarte de intenciones particulares; la oración oficial de la
Iglesia provee a todo, y el honor que rinde a los Santos en sus Oficios, la
eficacia apostólica de sus súplicas, aventajan infinito tus homenajes e
intercesiones privadas. La Epístola a los Hebreos dice que Jesús, en el cielo,
"está siempre viviente para interceder por nosotros" (Heb 7,25). Lo
hace sin requerimientos formulados, con la sola presencia de la marca gloriosa
de las cicatrices de la Pasión, memorial de su amor y obediencia. Tu ser
entero, por su consagración y el fervor de tu caridad, pide por sí solo que el
nombre de Dios sea santificado, que su reino venga, que su voluntad se haga.
El
Ermitaño puede, con pleno derecho, considerarse como agregado ya a la grandiosa
liturgia de la Eternidad que nos describe el Apocalipsis. Tiene su
puesto entre las "minadas de minadas", y los "millares de
millares" de Ángeles y Santos reunidos en torno al solio de Dios, y dice
con potente voz: "Al que está sentado en el Trono y al Cordero la
bendición, el honor, la gloría y la dominación por los siglos de los
siglos" (Ap 5,11-14).
Si la
liturgia monástica que celebras está simplificada hasta el límite, si se te
proporcionan largas horas de soledad y de santo ocio, es para permitir que tu
alma, liberada de toda traba, anticipe, en cuanto sea posible, lo que será
nuestra vida eterna. No por eso confíes en que ya no sabrás de la pesadez y el
hastío de las oraciones desoladas. Toda la fiesta es para la fe y el amor. La
alegría es la de Dios, no la tuya, en lo que podría tener de sensible.
Por
miserable que seas, la adoración, en la cual tu egoísmo no puede tener la menor
cabida, será siempre para ti una salida dichosa de tu "yo" obsesivo.
La felicidad de Dios será tu felicidad: ese es el supremo desinterés de la
caridad verdadera.
Que en el
Templo de tu alma resuenen sin cesar las bellísimas aclamaciones de Gloria:
"Gloria a Dios en lo más alto de los cielos. Te alabamos, te bendecimos,
te adoramos, te glorificamos y te damos gracias por tu gloria inmensa..."
Puesto
que en el Desierto ninguna voz se eleva fuera de la tuya, habrá al menos un
sitio en la tierra donde Dios es adorado puramente...
EPÍLOGO
LA CELDA
"Me
ha llevado a la sala del festín y la bandera que sobre sí alzó es el
AMOR" (Can
2,4)
|
De todas
estas riquezas, las primeras semanas de celda no te descubrirán gran cosa, tal
vez nada. Confórmate humildemente con aburrirte y dar vueltas. Tienes el
corazón en carne viva por todo cuanto acabas de dejar, y en las paredes
enjalbegadas nada se dibuja sino sólo un Crucifijo y una Virgen. Hay aún
demasiado tumulto en tu imaginación y tu sensibilidad como para que te cautive
lo Invisible. Habías soñado con esta casita que tu fantasía te pintaba hermana
de la del autor de la imitación de Cristo. En ella estás... y te dan
escalofríos. Te entran ganas de fugarte.
Ten
paciencia. Ora. Organízate "incontinenti" un ciclo de
ocupaciones, lecturas, algún trabajito sobre la Biblia o cualquier otro tema
espiritual de tu gusto. Poco a poco descubrirás y saborearás la mística de la
celda. Los que la han cantado en términos emotivos que han atravesado los
siglos no eran novicios, puedes creerlo, y lo mismo que tú, han probado, de buenas
a primeras, su austeridad.
La celda
del Ermitaño es una vivienda única en su género. No es el despacho de un
eclesiástico, ni la habitación de un jesuita o de un mendicante. El solitario
duerme, trabaja, come y se solaza en su celda. Pero su carácter distintivo está
en que ella es todo su universo. Salvo sus visitas a la iglesia, no debe buscar
nada fuera. Todo se le da ahí, en su minúsculo coto.
Todos los
tesoros del Desierto, del Monte y del Templo, de tal forma están ligados a ella
que el Ermitaño que la abandone sin un motivo de peso controlado por la
obediencia, los pierde al momento. Fuera, nada encuentra, a él no le aprovecha.
El Ermitaño está sometido a la celda para la subsistencia del alma.
Es un
refugio contra las miasmas del mundo; un lugar santo en que el Señor se hace el
encontradizo, sostiene entrevistas secretas con el alma que, por su amor, en
ella se recoge, dando de mano a todo lo demás. Es aquella "bodega"
(Can 2,4) donde el Amado introduce a su amada para embriagaría con su presencia
y sus dones.
Entregarse
en ella a futilidades sería profanarla. En la celda da Dios audiencia al alma
solitaria. Llegado a los confines de la vida terrestre, desprendido de las
contingencias que hacen gemir a tantas almas sedientas de Dios, pegadas como están
a las duras condiciones de la existencia, el Ermitaño da comienzo a su
eternidad en el gozo del Señor.
Si eres
generoso veras surgir de la sombra, poco a poco, ese mundo divino en medio del
cual vivías sin tener conciencia de él, porque el relumbrón y el alboroto del
otro impedía que se manifestara. A tu vez, experimentarás, embelesado, que
nunca está uno menos solo que cuando está solo.
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