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Proceso y Martiniano, Santos |
Mártires
Debió ser muy ejemplar la presencia de los Apóstoles Pedro
y Pablo en la prisión romana cuando se aproximaba su
martirio. Habían empleado bien el tiempo para la extensión del
Evangelio. Tanto el mundo judío como los gentiles habían tenido
ya noticia de la Buena Nueva de la Salvación, quedaba
organizada la Iglesia en sus elementos más firmes y estaban
presentes ya en el mundo los que continuarían hasta que
el Señor de la Historia decida el fin de la
presencia del hombre sobre la faz de la tierra. Ellos
intuyen que está próximo el fin de su carrera; el
propio Pablo lo deja por escrito en sus cartas. Sólo
queda recorrer la recta final.
El Martirologio Romano, así como
el de Beda, Usuardo y Adón consignan en sus listados
de mártires a Proceso y Martiniano. Resumen la entrega de
su vida por Cristo presentándolos como dos de los principales
carceleros que tenían la misión de custodiar la cárcel Mamertina
de Roma en tiempos de Nerón y del encarcelamiento de
los Apóstoles previo a su martirio.
Sin ser muy explícitos
sobre su existencia, la áurea de los siglos adornó con
posibilidades lo desconocido de su vida, constituyéndolas en catequesis devota.
Se les presenta como soldados probablemente zafios, algo brutos y
más que ensombrecidos por la escoria de la sociedad que
tienen que soportar cada día en aquella cárcel pestilente. Debió
resultarles extraña la presencia de aquellos dos presos que no
aúllan ni vociferan como los demás; no insultan ni blasfeman,
no maldicen ni amenazan. Más bien les pudieron parecer faltos
de razón o trastornados por la sencillez y ensimismamiento que
por tanto rato mantenían; y a lo que no encontraban
ninguna explicación era a la atención que prestaban a sus
compañeros de prisión a los que intentan consolar, atendiéndoles como
pueden; hasta han visto que les daban de su comida
y que han ayudado a moverse a los que ya
ni eso pueden. Y les hablan de bondad, de vivir
siempre, de resurrección. Un judío, Cristo, les dará la libertad
y la salud. Alguno parece que les escucha con especial
atención y lo incomprensible es que con la última remesa
de presos que ha llegado por haber incendiado nada menos
que la ciudad de Roma, ha cambiado el tono de
la cárcel donde empiezan a oírse cantos y hasta sonrisa
en los labios resecos por la fiebre, el contagio y
el temor.
Los dos carceleros comienzan prestando atención a lo
que dicen y terminan acercándose a recibir, en susurros y
casi a escondidas, instrucción. Una luz del cielo se les
ha encendido dentro; piden ser discípulos, quieren recibir el bautismo
y se ofrecen como sustitutos de sus puestos dejándoles abierta
la prisión. Una fuente de agua brota de la piedra,
signada por Pedro con la cruz, para poder administrar el
bautismo a ellos y a otros cuarenta y siete más.
Esa es la fuente que desde entonces da agua milagrosa
a quien quiere beberla para remedio de algún mal.
Sabedor el
juez Paulino de lo sucedido les llama al orden, animándoles
a dejar lo que incautamente han abrazado e instándoles a
ofrecer culto y reconocimiento a los dioses de siempre. Pero
nada puede remover su decisión y, después de escupir la
estatua de Júpiter, son azotados y atormentados con la pena
del fuego en la que no se sabe cómo el
juez se queda ciego, es poseído del demonio y muere
en tres días. A los dos que fueron carceleros les
cortaron la cabeza en la Via Aurelia, fuera de los
muros de la ciudad, el día 2 de Julio, dejando
sus cuerpos a los perros.
Dicen que la piadosa Lucina -matrona
que nunca falta en la recogida de cuerpos de mártires-
los mandó levantar y dar sepultura en su propiedad hasta
que pudieron trasladarse a la iglesia que construyó en su
honor.
Valga la historia posible de Proceso y Maximiano para
ayudarnos a sus lectores, si no a investigar si en
todos los puntos fue verdad, al menos para fortalecernos en
los valores que no fallan y que ellos supieran elegir
frente a la quincallería de esta vida.
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