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Juan Gualberto, Santo |
Religioso benedictino
Un tal Simón que fue
dado a la magia y a la nigromancia en tiempo
de los Apóstoles quiso, en Samaría, comprar por dinero el
poder que presenció en Pedro de hacer bajar sobre los
primeros bautizados al Espíritu Santo. Simón se había convertido a
la fe, pero se ve que seguía aún apegado al
oficio del que vivió y con el se que ganó
la admiración de la gente que le llamaba "el Mago";
cuando vió que a la oración y gestos de Pedro
sobreviene la fenomenal manifestación del Espíritu Santo, como sucedió en
Pentecostés con la glosolalia, las lenguas de fuego y el
ruido de viento celeste, no pudo aguantar su deseo ofreciéndose
como comprador del don sobrenatural. La reprimenda del Apóstol no
se hizo esperar; le amenaza Pedro con el castigo de
Dios y deja asentada la doctrina nítida de que los
dones sobrenaturales son regalos divinos ordenados a la salvación y
que no pueden manipularse en bien propio como sucede con
las mercancías materiales. Tan decisiva fue la intervención de Pedro
ante el atrevimiento de Simón que su fea actitud quedó
denominada con nombre de simonía y clasificada como grave desorden
o pecado para el intento lucrativo de bienes sagrados o
de materiales que son condición para lo sobrenatural.
Este ademán
de Simón, la simonía, fue muchas veces una tentación para
los clérigos. No de modo exclusivo, porque ha habido épocas
en la historia en las que el poder civil se
ha mostrado con injerencias indebidas en la distribución de bienes
eclesiásticos y en la designación de dignidades que llevaban anejas
unas ricas prebendas bien para comprar el apoyo de los
eclesiásticos al poder constituído más o menos legítimamente o bien
para recompensar los servicios prestados. Al referirme al mundo de
los eclesiásticos, quiero decir que el afán de dominio y
de poder ha estado con harta frecuencia en la intimidad
de algunos que desempeñan oficio en el ámbito de la
clerecía.
Y en este terreno de lucha sin cuartel contra
la simonía sobresale Juan Gualberto, nacido en el castillo de
su padre, un noble florentino poderoso y rico llamado igualmente
Gualberto, en el siglo X.
Su madurez cristiana se palpó
en el encuentro fortuito con un pariente que había matado
a su hermano; no era posible evitar la escaramuza porque
se cruzaban sus caminos y el numeroso grupo de gente
armada que acompañaba a Gualberto auguraba para su enemigo la
muerte segura; se superponen en el interior de Gualberto su
deseo de venganza que postula el honor y el recuerdo
de Jesús crucificado que perdona a los verdugos; supera lo
que le pide la sangre con la memoria del mandamiento
del amor, señal de los discípulos, y no tomó otra
opción que la de perdonar al rendido enemigo; ha triunfado
el amor, no sin la ayuda de Dios. Tenso por
la lucha interna, entró en una iglesia para dar gracias
y pudo ver -con asombro- a un crucificado que le
movía la cabeza en señal de asentimiento y aprobación por
su normal comportamiento cristiano.
Este cambio interior tuvo como manifestación externa
la entrada en el monasterio benedictino de san Miniato. Muerto
pronto su abad, uno de los monjes compró al obispo
de Florencia la dignidad vacante. El hecho disparó la energía
de Gualberto que se escapa del monasterio y a voz
en grito, en plena plaza, proclama que Huberto, el abad,
y Hatto, el obispo de Florencia, son herejes simoníacos.
Busca cenobios,
pero encuentra relajada la observancia en todos. Incapaz y desilusionado,
funda su propio claustro y una nueva congregación monástica bajo
la regla de san Benito. Así nace Vallombrosa, en los
Apeninos, donde se le van uniendo monjes a los que
inculca como imprescindible la integridad, pureza y perfección de la
regla de san Benito, haciendo hincapié en la observancia de
la clausura rigurosa y negándose incluso a realizar ministerios fuera
del monasterio por la experiencia vivida de que algunos destrozaron
sus almas queriendo arreglar las de los demás. En poco
tiempo recibe ofertas de fundaciones nuevas y de restauraciones de
conventos ya existentes. Ninguna rechaza, pero toma precauciones. Él mismo
en persona es quien reforma o funda y luego deja
en el gobierno a los mejores peones; él hace las
visitas pertinentes, y es él quien corrige, anima o reprende.
Así lo ven los monasterios de san Silvi próximo a
Florencia, el de san Miguel en Passignano y el de
san Salvador en Fucechio que ampararon la red de caminos
que atravesaba los Alpes para ir a Roma o regresar
de ella.
Pero, de todos modos, lo que distingue a su
persona y obra es la lucha contra la simonía mal
tan grande en tiempo del emperador Enrique IV y cuando
el papa Gregorio VII está clamando por la reforma intentando
restaurar la vida cristiana principalmente entre los eclesiásticos. Ve Gualberto
con nitidez que ese cambio es necesario. Por eso, en
Toscana, hace un esfuerzo sobrehumano para sacar al clero del
concubinato y conseguir una multitud de fieles fervientes que Dios
quiso reunirle con poderes de taumaturgo. A la simonía la
llamará la peor de las herejías e inculcará a sus
monjes ser tan inflexibles en esos asuntos como lo fue
Pedro con Simón el Mago. Les dirá que hace falta
desenmascararles en público y no ceder hasta verlos depuestos de
sus sedes como sucedió con el obispo Pedro Mediabarba, de
Florencia. Claro que costó sangre y hasta hubo obispos que
mandaron sicarios decididos a matar y llegaron a incendiarios.
Fue
un santo recio, severo y peleón que se mostró intransigente
cuando cualquier abad u obispo compraba un monasterio para ser
su dueño como se es amo de un cortijo. Su
irascibilidad en estos negocios se trocaba en entrañas maternales con
los pobres a quienes alimentaba pidiendo limosna y aún a
costa de la comida suya o de sus frailes.
Murió
el 12 de julio del año 1073 en el monasterio
de Passignano.
Curioso reseñar que fue muy abad, sí; pero nunca
consintió recibir órdenes sagradas, ni siquiera las menores que hoy
son ministerio laical.
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