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jueves, 14 de junio de 2012

Mensaje sobre Sagrado Corazón

 


La Unión con Dios no Aleja del Mundo




Catequesis del Papa Benedicto XVI del miércoles 13 junio 2012
Queridos hermanos y hermanas:

El encuentro diario con el Señor y la frecuencia a los sacramentos nos permiten abrir nuestra mente y nuestro corazón a su presencia, a sus palabras, a su acción. La oración no es solamente el aliento del alma, sino, para usar una imagen, es también el oasis de paz en el que podemos sacar el agua que alimenta nuestra vida espiritual y transforma nuestra existencia. Y Dios nos atrae hacia sí, nos hace subir a la montaña de la santidad, para que estemos siempre más cerca de Él, ofreciéndonos a lo largo del camino luz y consuelo. Esta es la experiencia personal a la que san Pablo se refiere en el capítulo 12 de la Segunda Carta a los Corintios, en la que quiero detenerme hoy. En contra de quien impugnaba la legitimidad de su apostolado, él no repasa tanto las comunidades que ha fundado, los kilómetros que ha recorrido; no se limita a recordar las dificultades y las oposiciones que ha enfrentado para anunciar el Evangelio, sino que señala su relación con el Señor, una relación tan intensa, también caracterizada de momentos de éxtasis, de contemplación profunda (cfr. 2 Cor. 12,1); por lo que no se jacta de lo que hizo, de su fuerza, de sus actividades y logros, sino de la acción que ha hecho Dios en él y a través de él.
Con gran moderación, cuenta el momento en que vive la experiencia particular de ser arrebatado hasta el cielo de Dios. Recuerda que catorce años antes del envío de la Carta "fue arrebatado –así dice--, hasta el tercer cielo" (v. 2). Con el lenguaje y los modos con que cuenta lo que no se puede pronunciar, san Pablo habla del hecho incluso en tercera persona; afirma de un hombre raptado al "jardín" de Dios, en el paraíso. La contemplación es tan profunda e intensa, que el Apóstol no recuerda el contenido de la revelación recibida, pero tiene muy presente la fecha y las circunstancias en las que el Señor lo tomó totalmente, lo atrajo hacia sí, como lo había hecho en el camino de Damasco en el momento de su conversión (cf. Flp. 3,12). San Pablo añade que, justamente, para no alzarse en soberbia por la grandeza de las revelaciones recibidas, él lleva sobre sí un "aguijón" (2 Cor. 12,7), un sufrimiento, y suplica al Resucitado de ser liberado del enviado del Diablo, de tal dolorosa espina en la carne. Por tres veces, dice, oró fervientemente al Señor para que le quite esta prueba. Y es en esta situación que, en la profunda contemplación de Dios, durante la cual "oyó palabras inefables que no es permitido a nadie pronunciar" (v. 4), recibió respuesta a su súplica. El Resucitado le dirige una palabra clara y tranquilizadora: "Mi gracia te basta; que mi fuerza se realiza en la flaqueza" (v. 9).
El comentario de Pablo a estas palabras nos puede dejar sorprendidos, pero revela la forma en que él había entendido lo que significa realmente ser un apóstol del Evangelio. Exclama así: "Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones, y las angustias sufridas por Cristo; pues cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte "(v. 9b-10), es decir, no hace alarde de sus acciones, sino de la actividad de Cristo que actúa justamente en su debilidad.
Detengámonos ahora un momento en este hecho que se produjo durante los años en que san Pablo vivió en silencio y en contemplación, antes de comenzar a viajar al Occidente para anunciar a Cristo, porque esta actitud de profunda humildad y confianza frente a la manifestación de Dios, es fundamental también para nuestra oración y para nuestra vida, para nuestra relación con Dios y en nuestras debilidades. En primer lugar, de cuáles debilidades habla el Apóstol? ¿Qué es este "aguijón" en la carne? No lo sabemos y no nos lo dice, pero su actitud nos hace comprender que todas las dificultades en el seguimiento de Cristo y en el testimonio de su Evangelio, puede ser superado abriéndose con confianza a la acción del Señor.
San Pablo es muy consciente de ser un "siervo inútil" (Lc. 17,10) --no es él quien ha hecho las grandes cosas, es el Señor--, un "vaso de barro" (2 Cor. 4,7), en el cual Dios pone la riqueza y el poder de su gracia. En este momento de intensa oración contemplativa, san Pablo entiende claramente la forma de enfrentar y vivir cada hecho, sobretodo el sufrimiento, la dificultad, la persecución: cuando uno experimenta la propia debilidad, se manifiesta el poder de Dios, que no abandona, no te deja solo, sino que se convierte en apoyo y fuerza. Por supuesto, Pablo hubiera preferido ser liberado de esta "espina", de este sufrimiento; pero Dios dice: "No, eso es para ti. Tendrás la gracia suficiente para resistir y hacer lo que debe hacerse". Esto también se aplica a nosotros. El Señor no nos libera de los males, más bien nos ayuda a madurar en los sufrimientos, en las dificultades, en las persecuciones. La fe, por lo tanto, nos dice que si permanecemos en Dios, "mientras nuestro hombre exterior se va desmoronando --son muchas las dificultades--, el hombre interior se renueva, madura de día en día justamente en la prueba" (cfr. V. 16).
El Apóstol comunica a los cristianos de Corinto y también a nosotros que "el momentáneo, ligero peso de nuestra tribulación nos procura, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna" (v. 17) En realidad, humanamente hablando, no era ligero el peso de las dificultades, era gravísimo; pero en comparación con el amor de Dios, con la grandeza del ser amados por Dios, es ligero, a sabiendas de que la cantidad de la gloria será incalculable. Así, en la medida en que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades lo que realiza el Reino de Dios, sino es Dios que obra maravillas a través de nuestra debilidad, de nuestra insuficiencia a lo encomendado. Debemos, por tanto, tener la humildad para no confiar simplemente en nosotros mismos, sino de trabajar, con la ayuda del Señor, en la viña del Señor, confiándonos en Él como frágiles "vasos de barro".
San Pablo se refiere a dos revelaciones particulares que han cambiado radicalmente su vida. La primera --lo sabemos--, es la pregunta sobrecogedora en el camino de Damasco: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? "(Hch. 9,4), una pregunta que le llevó a descubrir y encontrar a Cristo vivo y presente, y a escuchar su llamado a ser apóstol del Evangelio. La segunda son las palabras que el Señor le ha dirigido durante la experiencia de oración contemplativa sobre la que estábamos reflexionando: "Mi gracia te basta; que mi fuerza se realiza en la flaqueza".
Solo la fe, el confiar en la acción de Dios, en la bondad de Dios que no nos abandona, es la garantía de no trabajar en vano. Así la gracia del Señor ha sido la fuerza que acompañó a san Pablo en el enorme esfuerzo por difundir el Evangelio, y su corazón ha entrado en el corazón de Cristo, haciéndose capaz de dirigir a otros hacia Aquel que murió y resucitó por nosotros.
En la oración abrimos, por lo tanto, nuestro ánimo al Señor para que Él venga a habitar en nuestra debilidad, transformándola en fuerza para el Evangelio. Y es significativo también la palabra griega con que Pablo describe este habitar del Señor en su frágil humanidad; utiliza episkenoo, que podemos tomar como "poner su propia tienda". El Señor continúa poniendo su tienda en nosotros, en medio de nosotros: es el misterio de la Encarnación. El mismo Verbo divino, que vino a morar en nuestra humanidad, quiere vivir en nosotros, plantar en nosotros su tienda, para iluminar y transformar nuestra vida y el mundo.
La intensa contemplación de Dios experimentada por san Pablo recuerda aquella de los discípulos en el monte Tabor, cuando, viendo a Jesús transfigurarse y resplandecer de luz, Pedro le dijo: "Rabí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías" (Mc. 9,5). "No sabía qué decir, porque estaban atemorizados", añade san Marcos (v. 6). Contemplar al Señor es, al mismo tiempo, fascinante y tremendo: fascinante, porque nos atrae hacia él y rapta nuestro corazón hacia lo alto, llevándolo a su altura donde experimentamos la paz, la belleza de su amor; tremendo porque pone al descubierto nuestra debilidad humana, nuestra deficiencia, el esfuerzo para superar al Maligno que amenaza nuestras vidas, esa espina también clavada en nuestra carne. En la oración, en la contemplación cotidiana del Señor, recibimos la fuerza del amor de Dios y sentimos que son verdaderas las palabras de san Pablo a los cristianos de Roma, donde está escrito: "Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro"(Rm. 8, 38-39).
En un mundo donde hay el riesgo de confiar únicamente en la eficiencia y el poder de los medios humanos, en este mundo estamos llamados a redescubrir y dar testimonio del poder de Dios que se comunica en la oración, con la que crecemos cada día en configurar nuestra vida a la de Cristo, el cual --como él mismo dice--, "fue crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de Dios. Así también nosotros: somos débiles en él, pero viviremos con él por la fuerza de Dios sobre ustedes" (2 Cor. 13,4).
Queridos amigos, en el siglo pasado, Albert Schweitzer, teólogo protestante y premio Nobel de la Paz, afirmaba que "Pablo es un místico y nada más que un místico", en realidad un hombre verdaderamente enamorado de Cristo y tan unido a Él, hasta poder decir: Cristo vive en mí. La mística de san Pablo no se fundamenta solo sobre la base de los acontecimientos extraordinarios que experimentó, sino también en la cotidiana e intensa relación con el Señor, que siempre lo ha sostenido con su gracia.
La mística no lo ha alejado de la realidad, por el contrario, le dio la fuerza para vivir cada día para Cristo y para construir la Iglesia hasta el fin del mundo en ese momento. La unión con Dios no aleja del mundo, sino que nos da la fuerza para permanecer de tal modo, que se pueda hacer lo que se debe hacer en el mundo. Incluso en nuestra vida de oración podemos, por lo tanto, tener momentos de especial intensidad, en los cuales quizás, sintamos más viva la presencia del Señor, pero es importante la constancia, la fidelidad en la relación con Dios, especialmente en las situaciones de aridez, de dificultad, de sufrimiento, de aparente ausencia de Dios. Solo si estamos aferrados al amor de Cristo, estaremos en grado hacer frente a cualquier adversidad como Pablo, convencidos de que todo lo podemos en Aquel que nos fortalece (cf. Flp. 4,13). Así que, en la medida de que damos espacio a la oración, más veremos que nuestra vida cambiará y será animada por la fuerza concreta del amor de Dios.
Es lo que sucedió, por ejemplo, con la beata Madre Teresa de Calcuta, que en la contemplación de Jesús y, precisamente, también en tiempos de larga aridez encontraba la razón última y la fuerza increíble para reconocerlo en los pobres y en los abandonados, a pesar de su frágil figura. La contemplación de Cristo en nuestras vidas nos es ajena --como lo he dicho--, de la realidad, sino más bien nos vuelve aún más partícipes de la experiencia humana, porque el Señor, atrayéndonos a sí en la oración, nos permite hacernos presentes y cercanos a cada hermano en su amor. Gracias.


 

Mensaje de amor que el Sagrado Corazón de Jesús lanza al mundo para salvarlo.

Mientras el mundo se atomiza y desintegra por el odio de los hombres y de los pueblos, Jesucristo quiere renovarlo y salvarlo por el amor.
Quiere que se eleven hacia el cielo llamas de amor que neutralicen las llamas del odio y del egoísmo.
A tal efecto, enseñó a Sor M. Consolata Bertrone un Acto de Amor sencillísimo que debía repetir frecuentemente, prometiéndole que cada Acto de Amor salvaría el alma de un pecador y que repararía mil blasfemias.
La fórmula de este Acto es:
“Jesús, María, os amo, salvad las almas”
Allí están los tres amores: Jesús, María, las almas que tanto ama Nuestro Señor y no quiere que se pierdan, habiendo por ellas derramado Su Sangre.
Le decía Jesús: “Piensa en Mí y en las almas. En Mí, para amarme; en las almas para salvarlas (22 de agosto de 1934). Añadía: la renovación de este Acto debe ser frecuente, incesante: Día por día, hora por hora, minuto por minuto”(21 de mayo de 1936).
“Consolata, di a las almas que prefiero un Acto de amor a cualquier otro don que pueda ofrecerme”“Tengo sed de amor”… (16 de diciembre de 1935).
Este Acto señala el camino del cielo. Con él cumplimos con el mandamiento principal de la Ley: “Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”… y a tu prójimo como a ti mismo.
Con este continuo Acto de Amor damos a Dios lo más excelente: que es amor a las almas. Con esta Jaculatoria nos podemos comunicar constantemente con Dios. Cada hora, cada minuto, es decir, siempre que lo queremos. Y lo podemos hacer sin esfuerzo, con facilidad. Es una oración perfecta; muy fácil para un sabio como para un ignorante. Tan fácil para un niño como para un anciano; cualquiera que sea puede elevarse a Dios mediante esta forma. Hasta un moribundo puede pronunciarla más con el corazón que con los labios.
Esta oración comprende todo:
Las almas del Purgatorio, las de la Iglesia militante, las almas inocentes, los pecadores, los moribundos, los paganos, todas las almas. Con ella podemos pedir la conversión de los pecadores, la unión de las Iglesias, por la santificación de los sacerdotes, por las vocaciones del estado sacerdotal y religioso. En un acto subido de amor a Dios y a la Santísima Virgen María y puede decidir la salvación de un moribundo, reparar por mil blasfemias, como ha dicho Jesús a Sor Consolata, etc., etc.
“¿Quieres hacer penitencia? ¡Ámame!”, dijo Nuestro Señor a Sor Consolata. A propósito, recordemos las palabras de Jesucristo al Fariseo Simón sobre Magdalena penitente: “Le son perdonados muchos pecados, porque ha amado mucho”.
Un “Jesús, María, os amo, salvad las almas” pronunciado al levantarse, nos hará sonreír durante el día; nos ayudará a cumplir mejor nuestros deberes, en la oficina, en el campo, en la calle, etc. Se pronuncia con facilidad, sin distraerse y con agrado.
Un “Jesús, María, os amo, salvad las almas”, santifica los sudores, suaviza las penas. Convierte la tristeza en alegría. Sostiene y consuela luchas de la vida. Ayuda en las tentaciones. Hace agradable el trabajo. Convierte en alegría el llanto. Fortalece y consuela en las enfermedades. Y trae las bendiciones sobre los trabajos y sobre las familias.
Un “Jesús, María, os amo, salvad las almas”. Ayudará a calmar tu indignación, a convertir tu ira en mansedumbre. Sabrás mostrarte benévolo al que te ofende. Devolver bien por mal. Conduce a efectos nobles; palabras verdaderas, obras grandes y sacrificios heroicos, iluminará tu entendimiento con luces sobrenaturales; estimulará el bien, retraerá el mal. Obtendrá el arrepentimiento al pecador; en el justo avivará la fe y le hará suspirar por la felicidad eterna.
Dios merece ser amado por ser nuestro Sumo Bien. Esta Jaculatoria es un dulce cántico para Jesús y María.
¡Cuán dulce es repetirlo frecuentemente! ¡Cuán agradable es avivar el fuego de amor a Dios!
Y habiéndolo pronunciado millares de veces durante tu vida, ¡cuán alegre será tu hora de la muerte, y qué gozosa volará tu alma al abrazo de Jesús y María en el cielo!
Dijo Jesús a Sor Consolata:
“Recuerda que un Acto de amor decide la salvación eterna de un alma y, vale como reparación de mil blasfemias. Sólo en el cielo conocerás su valor y fecundidad para salvar almas”.
“No pierdas tiempo, todo Acto de amor es un alma”. Cuando tengas tiempo libre y no tengas otra cosa que hacer, toma tu corona del Rosario en tus manos y a cada cuenta repite: “Jesús, María, os amo, salvad las almas”… En cuatro o cinco minutos habrás hecho pasar por tus dedos todas las cuentas y habrás salvado 55 almas de pecadores, habrás reparado por 55.000 blasfemias.
Dice San Agustín: “Quien salva un alma, asegura su propia salvación”, y quien salva centenares y millares y hasta millones de almas, con un medio tan fácil y tan sencillo, sin salir de su casa, ¿que premio no tendrá en el cielo?
Nuestro Señor le pedía a Sor Consolata que repitiera frecuentemente ese acto de amor hasta ser incesante, es decir, continuamente, porque continuamente van muchas almas al infierno porque no hay quién las salve… Repitamos todo lo que podamos este Acto de amor: “JESÚS, MARIA, OS AMO SALVAD LAS ALMAS”, para que sean muchas las almas que arranquemos al infierno para hacerlas felices eternamente en el cielo. Las almas que salvamos con este Acto de Amor, será un día nuestra corona de gloria en el cielo.
Cuando uno está ocupado con trabajos manuales, se puede repetir este Acto de Amor con la mente y tiene su mismo valor como lo dijo un día Nuestro Señor Jesucristo a Sor Consolata.
Y nosotros por qué no podríamos hacer lo mismo en lugar de perder un tiempo tan precioso en charlas inútiles; repitamos frecuentemente este Acto de Amor, y así acumularemos tesoros preciosísimos para el Cielo.
Los que se salvaron están en el cielo por haber amado a Dios. Los grados de gloria en el cielo se miden por la intensidad del amor que las almas practicaron en la vida.
Sólo entonces nos daremos cuenta de lo que vale un Acto de Amor y de su fecundidad en salvar almas.
Sor Consolata le pidió un día a Jesús: “Jesús enséñame a orar”. Y he aquí la Divina respuesta: “¿No sabes orar? ¿Hay acaso oración más hermosa y que sea más grata que el Acto de Amor?


Notas relacionadas:
  1. Sagrado Corazón de Jesús
  2. El amor en el corazón del hombre es la fuerza que renueva el mundo, dice el Papa
  3. En mes del Sagrado Corazón, el Papa recuerda que Cristo es el Corazón del mundo
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