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miércoles, 30 de noviembre de 2011

La luz que nos hace resplandecer





Gloria a ti que estás más allá de todo, Dios de todo, te has hecho mortal, accesible en la carne que has asumido. Te has dado a conocer a los creyentes en la gloria de tu divinidad. Así, a nosotros, tus siervos, inmersos en las cosas del mundo, nos haces salir y nos atraes a ti, esplendente luz, y a los mortales nos haces inmortales.
Permaneciendo como somos, nos haces hijos tuyos, semejantes a ti y dioses que por tu gracia ven a Dios. Tú eres de nuestra raza en cuanto a la carne, nosotros de tu realeza por la divinidad; porque tomando nuestra carne nos has dado tu Espíritu. Tú estás con nosotros, ahora y por todos los siglos; en cada uno de nosotros haces tu morada y nosotros habitamos en ti.
Nos convertimos en tus miembros y tú te conviertes en mi mano, en mi pie, miserable de mí. ¡Y yo soy tu mano y tu pie! Cuán ilimitada es tu misericordia, Señor. Te has dignado hacer de mí, impuro y pródigo, un miembro de tu cuerpo. Me has dado un vestido radiante fulgurante de esplendor inmortal, que transforma en luz todo lo que soy. Tu sangre se ha unido a mi sangre, estoy unido a tu divinidad, convirtiéndome en esplendoroso, santo, transparente, luminoso.
Veo la belleza de tu gracia y reflejo de la luz, contemplo con estupor este esplendor indecible y comulgo con fuego Por mí mismo no soy más que paja, pero, oh milagro, estoy envuelto, como la zarza ardiente de Moisés, por tu fuego que no se consume.
Jesús, tu cuerpo purísimo y divino brilla en el fuego de tu divinidad inefablemente unido a ella. Señor, tú has decidido que este cuerpo mío se uniese a tu santo Cuerpo. Y yo ya soy tu miembro, transparente y luminoso. Estoy fuera de mí, pensando en mí mismo: qué era y en qué me he convertido. ¡Oh prodigio! Gracias porque me has hecho vivir, conocerte y adorarte, Dios mío. Tú eres la alegría, la delicia, la gloria de quienes te aman con fervor por los siglos de los siglos.

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