LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR.
LA HUMILDAD.
Hoy contemplamos, veneramos y celebramos la Presentación de Jesús en el templo “para cumplir la ley del Señor2. Es una fiesta un poco misteriosa para nosotros porque conociendo la vida, los milagros, la santidad, la muerte y la resurrección del Señor, fácilmente concluiríamos que Jesús y María no estaban sujetos a la ley, al punto de que María cumpliese la Purificación después de su divina Maternidad y de que Jesús se sometiese a un rito antiguo y solemne, símbolo oscuro del cual Él mismo era la realidad escondida y por Él superada infinitamente.
Jesús cumple efectivamente, de forma magnífica, el aspecto profético y sacrificial del rito sagrado de la Presentación en su muerte y resurrección. No era necesario consagrar a Dios a su propio Hijo, Dios de Dios, Luz de Luz, Verbo divino siempre en el seno del Padre. Estaba en los designios del Señor que Jesús, María y José cumpliesen humildemente ese punto de la ley, dándonos un ejemplo luminoso de su sumisión, de su obediencia y de su humildad.
El año, en esta fiesta, hablamos de la obediencia que hoy resplandece maravillosamente: La obediencia de la Sagrada Familia “para cumplir la ley del señor”. Supongo que cada uno de nosotros notó que el Evangelio de esta fiesta leímos tres veces, en tres versículos sucesivos estas palabras:”para cumplir la ley del Señor” (vv.22.23.24).
Hoy no resplandece menos otra virtud esencial de la vida espiritual: la humildad de Jesús, María y José, que se someten a la ley del Señor. La humildad que nos hace a nosotros y a nuestros actos y virtudes agradables en extremo al corazón de Dios. Una virtud que nos ayuda a conocer simultáneamente nuestra miseria y nuestra grandeza, a conocernos y aceptarnos como somos. Humildad de vernos como somos, sin paliativos, con verdad y sinceridad para con nosotros mismos, sin desprecios. Y al comprender que no valemos casi nada, nos abrimos a la grandeza de Dios: esta es nuestra grandeza, nuestra relación humilde y filial con Dios. La humildad es la única llave de la vida espiritual, porque nos lleva a una profunda desconfianza de nosotros mismos y nos somete a Dios. La Sagrada Escritura, habla de la humildad en el libro de los Proverbios dice: Donde hay humildad hay sabiduría 811,2); y en otro lugar agrega: La Sabiduría está con los que se dejan aconsejar (13,10). Por todo esto, es imposible subestimar el valor de la humildad y su poder en la vida espiritual. Durante mi noviciado me dijeron que la humildad contiene en sí respuesta a todos los problemas de la vida espiritual. No sé si habrán notado que la humildad es la única virtud que Nuestro Señor pide que imitemos de Él, cuando dice en el Evangelio en una fórmula solemne y única: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt.11,29) Y agrega: y encontraréis descanso para vuestras almas. Efectivamente, en la humildad encontramos la paz y la alegría del corazón.
El monje que no busca la verdadera humildad está siempre preocupado por sí mismo, tiene miedo de fracasar, hace esfuerzos complicados para aparentar, es aprehensivo con lo que otros piensan de él. No puede gozar de paz en el corazón. La humildad, por el contrario, torna al hombre calmo y tranquilo, confiado y pacifico. ¿Por qué? Porque pone su confianza en dios, nuestro Padre. La humildad comienza en el momento luminoso y bendito en que nuestro corazón descubre y admite la verdad fundamental, simple y profunda, de que sin Dios no podemos hacer nada. Corresponde a otra palabra de Jesús en el Evangelio: Sin mí nada podéis hacer (Jn.15,15). A través del surco abierto por la humildad, que es aceptación de nuestra miseria que Dios salva, la paz entra en el corazón. Podemos estar ciertos de que casi siempre la causa de nuestra perturbación o inquietud reside en la preocupación excesiva por la propia estima o por la propia voluntad o en el deseo inquieto de estima de los otros (definición de orgullo). ¿Cómo ser humilde y al mismo tiempo estar a cada momento atentos en no ocuparnos de nuestra propia persona? La humildad nos ayuda a olvidarnos de nosotros mismos para fijar el corazón en Dios y en su voluntad con confianza. Ese desorden que consiste en colocarnos en el centro de nuestras preocupaciones no existe cuando nuestro corazón vive simplemente la realidad admirable quiere decir humillación de la propia dignidad. Sentirse nada, pero una nada amada por Dios es fuente de alegría y de descanso. Es nuestra dignidad esencial. No hay mayor alegría que la de quién, sabiéndose débil y pobre, se sabe también hijo de Dio, singular y precioso en el corazón del Padre. La aceptación de sí mismo es un arte difícil que camina de la mano con la humildad. Quien no se acepta, no sabe aceptar a los otros sin tener paz.
He aquí la fuente última de la humildad y de la paz del corazón: el amor infinito del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es también la fuente de nuestra dignidad. ¿Por qué nos entristecemos o vivimos sombríos y melancólicos? Porque nuestra vida no se desenvuelve como nosotros personalmente lo esperábamos, porque no nos aceptamos como somos y como Dios nos ama. Un conocimiento intimo y sincero de nosotros mismos es la aceptación de nuestra realidad amada por Dios que nos conduce de la mano hacia la humildad y la alegría de los hijos de Dios. Existe en la Escritura otra palabra al respecto: Dios resiste al soberbio y da gracia al humilde. El Señor, que con suma bondad y una vigilancia llena de delicadezas distribuye copiosamente su gracia, no se muestra liberal con el soberbio, con el hombre que confía en sí. ¿Por qué? Porque ese hombre encontraría en la gracia divina un nuevo motivo de soberbia, de amor propio, de vanagloria. Por el contrario, la humildad que Dios ama en nosotros, nos ayuda también en el cumplimiento fiel de los designios del Señor. La celebración de hoy es un fulgurante ejemplo de ello. Es a través de un acto de obediencia y de humildad de María y de José, que presentan humildemente al niño Jesús en el templo que – como dice el Evangelio de la fiesta – se revela, se manifiesta. “Luz de las naciones y gloria de Israel” (Lc. 2,31.32). No hay comparación ni medida entra el acto de obediencia y humildad y su resultado: la revelación de la luz del mundo y de la gloria de Israel es también signo de contradicción destinado a revelar las contradicciones del corazón humano (Lc. 2,34). Todo esto es fruto de un acto de sumisión que consiste en “cumplir la ley del Señor”. Y debe también dar materia a nuestra meditación.
Solamente cuando las ponemos en práctica, podemos verificar el valor de la obediencia y de la humildad, recoger sus frutos y experimentar además que hacen que nuestro corazón y nuestra vida entre en los designios del Amor del Señor y podemos cumplirlos. Lo mismo podemos admirar en el nacimiento de Jesús en Belén. No podemos imaginar al Hijo de Dios nacer en otra tierra que no sea Belén, después de profecías tan claras y explicitas. Del mismo modo, no podemos negar que las predecías encuentran su realización a través de María y José que obedecen al edicto de César Augusto; un edicto muy humano, una obediencia a una ley humana. Dios cumple la propia voluntad a través de la obediencia y de la humildad de sus creaturas y de sus relaciones entre sí.
Tenemos otros ejemplos en la vida de Jesús y de María Santísima. En el cántico del Magníficat, María canta la Bondad divina que miró la bajeza de su sierva; bajeza: María acepta su condición de creatura. De su sierva: reconoce su deber. Sierva del Señor. Docilidad, Humildad, Obediencia. Sabe reconocer también su dignidad: El Señor hizo en mí maravillas su nombre es Santo. La belleza y la grandeza de Dios deben absorber nuestra atención y volvernos humildes y capaces de olvidarnos de nosotros mismos, en una permanente dependencia de Dios y de su Gracia. Aceptando lo que somos y lo que no somos, encontramos la paz interior sin cesar y comenzamos a comprender que esa gran pobreza que nos acompaña sin cesar y habita en nosotros, es nuestra mayor fortuna. Es una preciosa pobreza que nos orienta hacia Dios, nos hace vivir en Él en dependencia filial, y nos ayuda a poner en Él nuestra confianza, a manifestarle nuestra humildad y docilidad, “para cumplir la ley de Señor”. La ley del Señor es la realización de sus designios de amor infinito sobre nosotros, designios que nos exigen humildad y docilidad.
Por un Cartujo.
Mosteiro Nossa Senhora Medianeira. (Brasil)
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