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martes, 29 de noviembre de 2011

Cuestión de confianza


A menudo hemos escuchado que la Fe mueve montañas. Podría considerarse esta afirmación como un resumen de las numerosas ocasiones en las que Jesús habló del poder de la Fe a sus apóstoles. En la práctica totalidad de referencias evangélicas a los milagros de Cristo aparecen especiales menciones a la Fe y también cuando llega a su tierra, a Nazaret, los textos sagrados indican que allí apenas hizo milagros “porque había muy poca fe”.

Jesús subraya más de una vez que los milagros que El realiza están vinculados a la Fe. "Tu fe te ha curado", dice a la mujer que padecía hemorragias desde hacia doce años y que, acercándose por detrás le había tocado el borde de su manto, quedando sana (cfr. Mt 9, 20-22; Lc 8, 48; Mc 5, 34). Palabras semejantes pronuncia Jesús mientras cura al ciego Bartimeo, que, a la salida de Jericó, pedía con insistencia su ayuda gritando: "¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mi!" (cfr. Mc 10, 46-52). Según Marcos: "Anda, tu fe te ha salvado" le responde Jesús. Y Lucas precisa la respuesta: "Ve, tu fe te ha hecho salvo" (Lc 18,42).

Una declaración idéntica hace al Samaritano curado de la lepra (Lc 17, 19). Mientras a los otros dos ciegos que invocan recuperar la vista, Jesús les pregunta: "«¿Creéis que puedo yo hacer esto?». «Sí, Señor»... «Hágase en vosotros, según vuestra fe»" (Mt 9, 28-29).

Sabemos, por tanto, que es necesario tener Fe, o lo que es lo mismo, una confianza absoluta, sin reservas, en Jesús para que se materialice en nosotros aquellos que necesitamos.

Hay muchas adversidades en nuestra vida que nos hacen dudar y son precisamente esas dudas las que impiden que el Señor obre en nosotros. ¿Cuántas vocaciones se pierden por falta de Fe? ¿Cuántas veces se da un paso atrás por miedos e inseguridades?

Es cierto que pedir, todos pedimos. Que cuando se nos presenta una situación difícil solemos recurrir a Dios en demanda de ayuda y, seguramente, diremos que se la pedimos con todas nuestras fuerzas porque la necesitamos y creemos que tan sólo Él nos la puede conceder. Sin embargo, la realidad en nuestro corazón es, a veces, muy distinta y bien podría resumirse en la historia que os narro a continuación:

Cuentan que un alpinista se preparó durante varios años para conquistar el Aconcagüa. Su desesperación por la proeza era tal que, conociendo todos los riesgos, inició su travesía sin compañeros, en busca de la gloria sólo para él.

Empezó a subir y el día fue avanzando, se fue haciendo tarde y más tarde, y no se preparó para acampar, sino que decidió seguir subiendo para llegar a la cima el mismo día. Pronto oscureció. La noche cayó con gran pesadez en la altura de la montaña y ya no se podía ver absolutamente nada.
Todo era negro, cero visibilidad, no había luna y las estrellas estaban cubiertas por las nubes.

Subiendo por un acantilado, a unos cien metros de la cima, se resbaló y se desplomó por los aires. Caía a una velocidad vertiginosa, sólo podía ver veloces manchas más oscuras que pasaban en la misma oscuridad y tenía la terrible sensación de ser succionado por la gravedad. Seguía cayendo... y en esos angustiantes momentos, pasaron por su mente todos los gratos y no tan gratos momentos de su vida, pensaba que iba a morir, pero de repente sintió un tirón muy fuerte que casi lo parte en dos... Como todo alpinista experimentado, había clavado estacas de seguridad con candados a una larguísima soga que lo amarraba de la cintura.

En esos momentos de quietud, suspendido por los aires sin ver absolutamente nada en medio de la terrible oscuridad, no le quedó más que gritar: “!Ayúdame Dios mío, ayúdame Dios mío¡".

De repente una voz grave y profunda de los cielos le contestó:

"¿Qué quieres que haga?"

Él respondió: "Sálvame, Dios mío"

Dios le preguntó: "¿Realmente crees que yo te pueda salvar?"

"Por supuesto, Dios mío", respondió

"Entonces, corta la cuerda que te sostiene", dijo Dios.

Siguió un momento de silencio y quietud. El hombre se aferró más a la cuerda y se puso a pensar en la propuesta de Dios...


Al día siguiente, el equipo de rescate que llegó en su búsqueda, lo encontró muerto, congelado, agarrado con fuerza, con las dos manos en la cuerda, colgado a sólo un metro del suelo... El alpinista no fue capaz de cortar la cuerda y simplemente confiar en Dios.


Nuestra Fe es a menudo tan débil que no acabamos de presenciar los milagros que Dios tiene preparados para nuestras vidas. Pidámosle, por tanto, como aquellos primeros discípulos: “Señor, auméntanos la Fe”. Si lo hacemos de corazón, con total confianza, podremos ver como nuestras dificultades desaparecen de inmediato y aquello que tanto esperábamos llegará finalmente.

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