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miércoles, 2 de noviembre de 2011

Ansía mi alma al Señor



Salmo 129

En el Señor está la misericordia, la redención abundante.

Desde lo profundo te invoco, ¡oh, Yahvé!

Oye, Señor, mi voz, estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica.

Si guardas los delitos, Señor, ¿quién podrá subsistir? Pero tú eres compasivo y así infundes respeto.

Yo espero en Yahvé, mi alma espera en su palabra. Ansía mi alma al Señor, más que el centinela la aurora.

Aguarda Israel a Yahvé, porque con Él está la piedad y en Él la redención abundante. Él redimirá a Israel de todas sus iniquidades.

El pueblo de Israel poseía un penetrante sentido ético. A diferencia de otros pueblos, cuya moral dependía de las leyes dictadas por los mandatarios o de los sentimientos personales, más subjetivos, el pueblo judío tenía un referente claro: la misericordia y la justicia de Dios. En su escala de valores había unos pilares sagrados: la adoración a un solo Dios, el respeto absoluto por la vida y la honestidad hacia los semejantes, proyectada en el amor familiar, en la piedad hacia los más débiles, en la honradez y la veracidad. Toda acción era juzgada buena o mala no sólo por el hecho en sí, sino por las intenciones, por la limpieza de corazón de la persona.

¡Y es tan difícil mantener el corazón siempre limpio! De ahí que el sentido de pecado, de haber obrado mal, también fuera muy frecuente en quien sabía mirar con lucidez su propia vida.

Muchos psicoanalistas y filósofos sostienen que el sentido de culpa derivado de esta moral es dañino y causa neurosis y toda clase de perturbaciones mentales y emocionales. Pero el pueblo de Israel, a la vez que la exigencia moral, tenía muy clara otra cosa: la inmensa piedad y misericordia de Dios. Este salmo, con frases muy expresivas, clama a Dios. Es un grito del hombre sediento que busca su presencia, porque sabe que él mismo no será capaz de enderezar su vida, y que necesita un amor y un perdón incondicional muy grandes, que nadie le puede dar, más que Dios.

“Como el centinela aguarda la aurora…” Podemos imaginar el cansancio y el deseo del guardián que espera a que los primeros rayos de sol asomen por el horizonte. Entonces llegará la luz, se desvanecerán las tinieblas, los miedos, la tensión de la alerta continua… Y llegará el momento del dulce descanso. Con esta bella imagen describe el salmista el hambre de Dios que tiene el ser humano abrumado por sus faltas, angustiado por su incapacidad por mejorar su vida, por perdonar y perdonarse a sí mismo, por levantarse y empezar de nuevo.

Muchos pensadores modernos difunden la idea de que la “salvación” está dentro de cada cual, y de que no necesitamos ningún Dios ni ninguna religión que nos otorgue la paz interior. Todo cuanto anhelamos está dentro de nosotros mismos, no hace falta buscar más allá. ¡Qué poco conocen, o qué poco quieren reconocer nuestra miseria y limitación humana! Pues siendo capaces de importantes logros y hazañas, también somos fácilmente arrastrados por los impulsos más egoístas y mezquinos. Las personas necesitamos un amor mucho más grande que nosotros mismos para sostenernos y encontrar alivio. Y ese amor, lleno de comprensión, infinito en su generosidad, está solo en Dios. Quienes han experimentado su cercanía y su bondad pueden comprender perfectamente y hacer suyas las palabras de este salmo.

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