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viernes, 28 de octubre de 2011

Exigencia irrenunciable de la santidad



Me ha impactado un texto de San Juan Crisóstomo que se proclama en el Oficio de lecturas (Domingo XX del Tiempo Ordinario). Señala este Padre la exigencia radical de la santidad y de la virtud, pero más urgente aún para quienes han de ser apóstoles, ministros del Señor, sacerdotes. Lo podemos hacer extensivo en la reflexión a todos aquellos que tienen a otros a su cargo: abad y abadesa, priores, superiores de comunidades, formadores... y en el ámbito seglar, los padres de familia, catequistas, responsables de apostolados cristianos, etc. La idea clave sería: “Muy grande ha de ser su virtud, para que puedan comunicarla a los otros. Si no es así, ni tan siquiera podréis bastaros a vosotros mismos”. Quien ha de transmitir algo –la santidad, la entrega, la virtud- ha de sobreabundar en ello. Se sale del ámbito personal y privado para entrar en lo eclesial.

Predica San Juan Crisóstomo, poniendo sus palabras en boca de Cristo:

“Considerad a cuántas y cuán grandes ciudades, pueblos, naciones os he de enviar en calidad de maestros. Por esto, no quiero que seáis vosotros solos prudentes, sino que hagáis también prudentes a los demás. Y muy grande ha de ser la prudencia de aquellos que son responsables de la salvación de los demás, y muy grande ha de ser su virtud, para que puedan comunicarla a los otros. Si no es así, ni tan siquiera podréis bastaros a vosotros mismos. En efecto, si los otros han perdido el sabor, pueden recuperarlo por vuestro ministerio; pero, si sois vosotros los que os tornáis insípidos, arrastraréis también a los demás con vuestra perdición. Por esto, cuanto más importante es el asunto que se os encomienda, más grande debe ser vuestra solicitud” (In Matt., Hom. 15, 7).

Con gran concisión, es la doctrina del Concilio Vaticano II (lectura real de este Concilio, no la figurada de algunos que inventan con su imaginación su doctrina):

“Mas la santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio ministerio, porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación, también por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, pueden decir con el apóstol: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal., 2, 20)” (PO, 12).

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