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viernes, 28 de octubre de 2011

El Evangelio sin glosas o el martirio de vivir en cristiano



Las afirmaciones de Cristo en absoluto son ambiguas, sino claras y firmes. Nadie se puede sentir engañado por Él, nadie ignorante de las directrices marcadas por Él, del camino señalado por Él. “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo” (Mt 16,23). Para seguirle en la libertad conquistada por su sangre, hay que despojarse de todo lo que estorba a esa libertad, a saber, el propio pecado, las tendencias pecaminosas del corazón, los caprichos del alma, o, en lenguaje paulino, mortificar la carne con sus concupiscencias que nos hacen carnales y terrenos. Para llegar a ser el hombre nuevo, el hombre viejo debe ir desapareciendo. El ropaje de mármol de nuestras concupiscencias y orgullos debe ser esculpido con golpes secos y precisos para que salga a la luz el hombre nuevo. Esos golpes son dolorosos a la par que necesarios. En lenguaje cristiano: mortificación interior, penitencia, espíritu de sacrificio. En lenguaje psicológico: madurez, autodominio, control de sí mismo, percepción ajustada de sí mismo y de la realidad...

Uno de los aspectos de la mortificación interior, que exige libertad y desprendimiento de sí mismo, es vivir según el Evangelio, tal cual, sin adiciones ni problemas de exégesis tibia. Se entra así en la dinámica martirial (testimonial por tanto, de la Verdad) inherente a la existencia cristiana:

“Aunque son pocos relativamente los llamados al sacrificio supremo, existe sin embargo "un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios" (Veritatis splendor, n. 93). Realmente, a veces hace falta un esfuerzo heroico para no ceder, incluso en la vida diaria, ante las dificultades y las componendas, y para vivir el Evangelio sin glosa” (Juan Pablo II, Ángelus, 29-agosto-2004).

Aquí está el martirio: “vivir el Evangelio sin glosa”. Es decir, tomarlo tal cual, sin interpretaciones acomodaticias que lo vuelvan cómodo, fácil, agradable, aguando el vino del Evangelio, convirtiéndolo en una sal sosa, en una fuerza inmóvil. El proceso que degenera en tibieza y en mediocridad es traer el Evangelio hasta mí y amoldarlo a lo que yo vivo y soy y siento, en lugar de ser yo el que me sitúe frente a Él y ser yo quien me amolde y configure a Él. El proceso degenera en falta de calidad cristiana, de elevación espiritual, cuando lo que el Evangelio me presenta lo interpreto como “exageraciones” ("no hay que exagerar", "Dios no pide tanto", "Dios es Padre..."), tal vez de otros tiempos, pero que hoy apenas tienen sentido. Lo interpreto rebajándolo, lo traduzco según me deje igual y no me vaya a cuestionar ni me pida cambiar. Tomo el Evangelio pero no lo tomo en su integridad y belleza, sino seleccionando páginas, elaborando mi propio canon dentro del canon. Y esto, que se hace tanto en la “exégesis más profesional y científica” como en la predicación, ocurre igualmente en el plano personal. Se pretende convivir con el Evangelio y con la mentalidad (secularizada) del mundo; se busca lograr una síntesis moderna del Evangelio eludiendo el aspecto básico: “el negarse a sí mismo”. ¿En qué se queda el Evangelio, en qué queda Cristo mismo? En un simple manual filantrópico, en un bello libro de ejemplos para ser buenos, solidarios, transformar el mundo (¡pero sin transformar a la persona por la conversión!); es un antropocentrismo que nada que tiene ver con el humanismo cristiano; es el liberalismo como clave de interpretación de todo.

“Vivir el Evangelio sin glosa”: entonces es cuando Cristo se convierte en la medida de todo, esto es, del pensar, del ser, del actuar, del decidir. Habrá que volver en otra ocasión sobre este tema.

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