Presbítero
(1499-1562)
Memoria libre
También se celebra: San Pablo de la Cruz, presbítero; y S. Juan Brébeuf y S. Isaac Jogues, presbíteros, y compañeros Mártires.
Es uno de los grandes caracteres del gran siglo español. No brilló en el campo de la literatura, ni en el de las armas, ni en el de la política, pero en la santidad fue un gigante, y en la penitencia es único dentro de los fastos de la Iglesia. Su vida fue rectilínea, su voluntad firme, sin titubeos ni vacilaciones, aunque no sin grandes combates interiores. Hijo de una familia noble y pudiente, mimado y querido por todos en su villa de Alcántara, estudiante de indiscutible porvenir en Salamanca, este extremeño tenía el temple férreo de los conquistadores americanos. Con el nombre de Pedro de Garavito y Villela de Sanabria hubiera podido brillar al lado de sus paisanos y contemporáneos Pizarro, Cortés o Arias Montano. Pero el campo de sus hazañas iba a ser mucho más alto. A los dieciséis años abandona el rumor de la Universidad, arrincona los libros de Derecho y se hace franciscano en un convento de Valencia de Alcántara, cerca de su pueblo natal, dispuesto, sencillamente, a ser santo.
Tal era su modestia, que a los tres años no conocía a ningún fraile del convento; algo más tarde aún no sabía si su celda tenía techo de vigas o de cielo raso. A los veinticinco años empieza su vida apostólica por tierras de Extremadura, y casi al mismo tiempo da a conocer sus aptitudes para los distintos cargos de la Orden. Este hombre, que parece vivir en un mundo distinto, es un superior ideal, caritativo, humilde, vigilante, atento a los intereses materiales y espirituales, primero como guardián de diversas casas, después, como definidor, provincial, visitador y comisario general. Funda conventos en España y Portugal, viaja constantemente, predica con vehemencia, es gran director y conocedor de espíritus, despierta el fervor de sus hermanos y crea dentro de la Orden franciscana una rama nueva, cuya austeridad hubiera llenado de admiración al mismo San Francisco.
Es uno de los grandes promotores del fervor religioso en la sociedad española del siglo XVI. Los pueblos escuchan con lágrimas sus discursos austeros, los nobles se ponen bajo su dirección, y muchos que le han oído una vez se van en pos de él al claustro. Su fama llega hasta la corte de Portugal; Juan III le llama a Lisboa, y el reino entero queda embalsamado con el hálito de sus virtudes. Otro tanto sucede en España. Fray Luis de Granada le trata familiarmente. San Francisco de Borja es su amigo y corresponsal, las hermanas de Felipe II quieren tenerle a su lado para seguridad de sus conciencias, y en 1557 Carlos V, retirado en Yuste, tiene con él este diálogo:
—Padre, mi intención y voluntad es que os encarguéis de mi alma y seáis mi confesor.
—Señor—responde el franciscano—, para ese oficio otro debe buscar vuestra majestad más digno, que yo no podría soportar las obligaciones de él.
—Haced vos lo que os mando, que yo sé lo que me conviene—replicó el cesar con aire contrariado.
Pedro, humilde y enérgico a la vez, cayó de rodillas ante el emperador, le besó la mano, y se contentó con decir estas palabras:
—Señor, vuestra majestad tenga por bien y se sirva que en este negocio se haga la voluntad de Dios. Si no vuelvo, tenga vuestra majestad por respuesta que no se sirve de ello.
Pedro de Alcántara no volvió a aparecer delante del césar.
Algo de aquel atractivo que ejercía el gran asceta de Alcántara sobre sus contemporáneos se debía a la fascinación de sus penitencias. Su pobreza y su mortificación eran ya proverbiales antes de su muerte. Parecía hecho de raíces de árboles, dice Santa Teresa de él, y muchos no comprendían cómo podía conservar la vida.
En sus fundaciones odiaba todo alarde de arquitectura y grandiosidad. El ideal era aquel convento de Pedroso, cuyos planos él mismo diseñó: treinta y dos pies de largo y veintiocho de ancho; iglesia para contener ocho personas: claustro tan pequeño, que cuatro religiosos le abarcaban; celdas en que sólo cabía una tarima de dos tablas para dormir; puertas tan bajas y angostas, que era preciso entrar ladeado y bajando la cabeza. Hay que reconocer que San Pedro de Alcántara no dejó mucho que admirar a los arqueólogos y arquitectos en sus numerosas fundaciones; pero, como él decía, más estrecha es la puerta del Cielo que la de sus conventos. De su celda, dice su amiga Santa Teresa: «Lo que dormía era sentado, la cabeza arrimada a un maderillo, que tenía hincado en la pared; echado, aunque quisiera, no podía, porque su celda, como se sabe, no era más larga que cuatro pies y medio.»
Tenía verdadero horror al sueño, mucho peor que la muerte, decía, porque ésta no nos quita la presencia de Dios. A fuerza de luchar llegó casi a suprimirle, y durante muchos años no empleó en él más que hora y media cada día. Comía cada tres días un poco de pan mojado en agua, y a veces se pasaba toda una semana sin probar bocado. Su vestido era la túnica y el manto, y bajo la túnica, dice Santa Teresa, «veinte años trajo silicio de hoja de lata continuo». Que nevase o hiciese sol, siempre llevaba desnudos los pies y la cabeza descubierta. «Si los que están en presencia de los reyes—decía—no se cubren, ni en presencia de Dios es bien hacerlo.» Cuando el frío era más intenso, abría la puerta y ventana de su celda y se quitaba el manto; después, con diversos intervalos, volvía a ponerse el manto, a entornar la puerta y a cerrar la ventana, diciendo al mismo tiempo: «Ahora, hermano cuerpo, no tendrás por qué quejarte.» A veces esto era un remedio contra la violencia del amor, que le obligó en más de una ocasión a sumergirse en el agua o a revolcarse en la nieve.
La ascesis, dentro del cristianismo, no es más que un medio para evitar los tropiezos que la carne puede ofrecer a los vuelos del espíritu, y así lo entendía San Pedro de Alcántara. Su fin verdadero estaba en la unión con Dios, y aunque se le conoce, sobre todo, por sus proverbiales penitencias, el contemplativo es en él más admirable aún que el asceta. Oraba sin cesar y en todas partes. A veces, una sola palabra le arrebataba de tal modo, que empezaba a lanzar gritos ininteligibles, salía fuera de sí y quedaba suspenso en el aire. Un día fue el principio del evangelio de San Juan, cuyo canto ensayaba un joven en el jardín del convento. Aquellas palabras: el Verbo se hizo carne, le impresionaron de tal manera, que, hecho un ovillo, empezó a volar, levantando un codo sobre el suelo, y de esta suerte pasó por cuatro puertas, sin recibir daño alguno, hasta llegar al altar mayor, donde quedó en éxtasis mucho tiempo. En otra ocasión, no pudiendo sufrir los ardores que le abrasaban interiormente, salió a la puerta, y allí, de rodillas, quedó suspendido en el aire delante de una cruz.
Dios quería preparar de esta manera a San Pedro para iluminar el espíritu de Santa Teresa de Jesús. Los dos santos se vieron por primera vez en 1560, cuando la mística abulense se hallaba en las mayores turbaciones. Del efecto que esta primera visita hizo a su alma, nos habla ella misma con estas palabras: «Fue el Señor servido remediar gran parte de mi trabajo, y por entonces todo, con traer a este lugar al bendito fray Pedro de Alcántara. Es autor de unos libros pequeños de oración, que ahora se tratan mucho, de romance, porque como bien la había ejercitado, escribió harto provechosamente para los que la tienen.»
Al año siguiente volvieron a verse de nuevo en Toledo, y el 14 de abril de 1562, con motivo de las dificultades que la santa encontraba para establecer su convento de San José en pobreza absoluta, le escribía San Pedro una carta, que es el mejor retrato de su espíritu: ardiente, altivo, impetuoso, arrebatado, más atento a seguir las palabras de Cristo que las observaciones de la experiencia humana, desconfiado de la razón, algo despectivo de la ciencia y de los argumentos teológicos, irritado contra los teólogos que traspasan los límites de su campo. «En seguir los consejos evangélicos es infidelidad tomar consejo. El consejo de Dios no puede dejar de ser bueno.» En casos de conciencia y de pleitos, bien están los juristas y los teólogos; «mas en la perfección de la vida, no se ha de tratar sino con los que la viven». Y añade, con un poco de ironía: «Si quiere tomar consejo de letrados sin espíritu, busque harta renta, a ver si le valen ellos, ni ella, más que el carecer de ella por seguir el consejo de Cristo. Creo más a Dios que a mi experiencia. No crea a los que la dijeren lo contrario por falta de luz, o por incredulidad, o por no haber gustado cuan suave es el Señor.»
Estas pocas frases son la clave de aquella vida extraordinaria. Si llegaron a oídos de los teólogos y las autoridades de ávila, lo que se puede dudar, dada la fina diplomacia de Santa Teresa, debieron entorpecer más que ayudar la obra de la reforma carmelitana. El obispo se mostraba contrario en absoluto a ella. Pedro de Alcántara le escribió, sin conseguir nada; pero logró al fin su consentimiento en una nueva visita que hizo a ávila para preparar la fundación del convento de San José.
En esta jornada le sucedió un percance que nos revela hasta qué punto había llegado a poseer el dominio de sí mismo. Era en la venta del Puerto del Pico. El santo se echó a descansar en el campo contiguo, con el manto colocado sobre la piedra que le servía de cabecera, mientras su acompañante rezaba el breviario lejos de él. En esto sale la ventera, gritando con gestos amenazadores: «¡Ladrones, granujas, ribaldos!» Era que el asnillo que llevaban para el camino estaba en el huerto comiéndose las coles. El santo escuchaba las injurias sin decir palabra, lo cual irritó a la pobre mujer de tal modo, que, llegándose a él, le quitó con tal fuerza el manto, que le hizo dar con la cabeza en la piedra y le descalabró. Apareció en esto un caballero de ávila que conocía al franciscano, y hubiera pegado fuego a la venta si el santo no le apaciguara, rogándole además que pagase los daños causados por el pollino.
Esto era el último año de la vida de Pedro de Alcántara. Estaba ya agotado y deshecho. La fiebre iba arruinando lo que había dejado en pie. Alto, huesudo, enhilado, parecía el tipo ideal de las figuras que por aquellos días pintaba el Greco en Toledo. La resistencia de aquel organismo era milagrosa, y un milagro toda su vida; atravesaba los ríos caminando sobre las aguas; leía los secretos de los corazones; salvaba las distancias con la velocidad del rayo; plantaba su bastón en el suelo y quedaba transformado en una higuera. Como él la voz de Dios, los elementos obedecían la suya.
Hacía un año que Santa Teresa le había avisado de la proximidad de su muerte, lo cual no le impidió seguir vigilando la observancia y visitando los conventos en calidad de comisario general de los reformados. La última enfermedad le sorprendió en Arenas, villa de la provincia de ávila. Llevado al hospital público, no cesaba de repetir: «Señor, lávame más todavía de mi iniquidad.» Al llegar el médico, preguntó: «Señor doctor, ¿cuándo hemos de caminar?» «Muy presto Padre», fue la respuesta, y el santo, lleno de gozo, recordó aquel verso del salmo: «Iremos a la casa del Señor.» «Cuando expiró—dice Santa Teresa—me apareció y dijo como se iba a descansar y qué bienaventurada penitencia, que tanto premio le había merecido. Hela aquí acabada la aspereza de vida con tan gran gloria.»
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