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| Relación con otros temas:
» Historia de la Iglesia. |
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Protomártir
(† 37)
Un lustro hacía que Cristo había muerto en la cumbre del Calvario. Día tras día, sus discípulos se iban aumentando en la Ciudad Santa, venidos unos de las sinagogas de Palestina, otros de entre los judíos de la Diáspora. Los primeros, celosos conservadores de la lengua y costumbres hebreas en toda su integridad, despreciaban a los segundos, que en su continuo ir y venir a través del Imperio habían perdido la rigidez farisaica en su concepto de la vida. Sin embargo, un mutuo amor unía a los convertidos de uno y otro bando, y, como dicen los Actos de los Apóstoles, en aquella santa multitud sólo había un alma y un corazón, como no había más que una bolsa común.
Pero el poder de la gracia no llegó a destruir todas las prevenciones. Parecíales a los helenizantes que en la distribución diaria salían ellos perjudicados, y esto dio motivo a quejas y murmuraciones. Los Doce se dieron cuenta de ello, y resolvieron apaciguar los ánimos con un acto de desinterés. «No conviene — dijeron a los creyentes — que, abandonando la predicación, sirvamos nosotros a las mesas. Escoged, pues, entre vosotros siete hombres de probidad reconocida, llenos del Espíritu Santo y eximios por su sabiduría, para que les encomendemos este ministerio.» Inmediatamente la asamblea escogió esos siete hombres y se los presentó a los Apóstoles para que les impusiesen las manos. Eran los primeros diáconos, los ministros temporales de aquel régimen comunista que adoptaron los primeros discípulos de Jesús. Todos ellos llevaban nombres griegos, lo cual parece ser un indicio de que procedían de entre el grupo de la Dispersión. Al frente de ellos se hallaba Esteban, «hombre lleno de fe».
Ellos debían administrar los bienes de la Iglesia, distribuir leí limosna entre los pobres y dispensar la Eucaristía a los fieles, y aun ayudar a los Apóstoles en la predicación. Por aquellos días, el grupo de los discípulos del Crucificado gozaba de paz y de respeto. Uno de los más grandes doctores, Gamaliel, le miraba con simpatía; varios de entre los sacerdotes y los levitas se habían agregado a él, y en cuanto a los jefes de la sinagoga, la familia de Anas, ocupábanse más de política que de religión. Nada al exterior distinguía a la fervorosa comunidad gobernada por Pedro del resto del judaísmo. Observaba la ley mosaica, acudía al templo tres veces al día y parecía acatar las viejas tradiciones. Sus miembros eran, a los ojos del pueblo, fariseos más perfectos que los demás, verdaderos celadores del mosaísmo. Pronto, sin embargo, nació la sospecha de que los discípulos de Cristo querían separarse de la sinagoga. Se les espió, se les odió, y el odio se convirtió en una persecución sangrienta.
Era natural que la primera manifestación de aquella tendencia separatista viniese de los helenizantes, ajenos ya a muchas prescripciones del espíritu farisaico y preparados a sacar las consecuencias de la enseñanza del Maestro cuando hablaba del culto en espíritu y en verdad, de la destrucción del templo, del remiendo que se echa a un vestido usado, del vino nuevo en odres viejos. Esteban fue el primero en predicar este aspecto de la buena nueva, y su intervención levantó las más furiosas contradicciones. Pedro y los demás Apóstoles callaban todavía, y esta actitud hace más notable la audacia del santo diácono. Nada nos dice el texto sagrado sobre su origen. Probablemente pertenecía al grupo de los helenizados, y es casi seguro que había visto a Jesús, puesto que le reconoció, próximo a morir viéndole a la diestra del Padre. Su historia comienza con la elección de los diáconos. Inmediatamente empieza a distinguirse por su intrepidez. «Estaba lleno de fe y del Espíritu Santo.» Como los Apóstoles, «empezó a obrar grandes prodigios y maravillas en el pueblo.» Hombre impetuoso, buscaba la controversia; instruido en las letras helénicas, buscaba a los doctores más ilustres de la Dispersión, y discutía en todas las sinagogas que los judíos de fuera de Palestina tenían en Jerusalén: la de los libertos de Roma, la de los alejandrinos, la de los cirenenses, la de los asiáticos y la de los de Cilicia, en la cual disputó acaso con el joven fariseo Saulo de Tarso.
El magnánimo diácono no se contentaba con exponer su doctrina, como los Apóstoles; la defendía acaloradamente, la presentaba con toda su claridad, deshacía argumentos de los adversarios, y siempre llegaba a la misma conclusión: poniendo a Cristo por encima de Moisés, declaraba su doctrina independiente de las prescripciones levíticas, llegando a decir que el templo dejaría de ser el único lugar donde Yahvé debía ser adorado. «Los jefes de las sinagogas de extranjeros se levantaban contra él, pero nadie podía resistir a la sabiduría y al Espíritu que en él hablaban.» A falta de argumentos, tenían un buen medio de ahogar la verdad: el que habían usado unos años antes contra el Maestro. Los sucesos políticos les ofrecieron un momento propicio para ello.
Desde su isla de Caprea, un viejo «alto y encorvado, de miembros frágiles, de frente calva, de faz roída por las úlceras y cubierta de emplastos», enviaba a Roma edictos de proscripción y de muerte. A pesar de todo, tenían que agradecer la política moderada de Tiberio. Poncio Pilato acababa de ser removido de Palestina por sus crueldades con los samaritanos, y Jerusalén estaba sin procurador. En este momento llega la noticia de la muerte de Tiberio, y los sanedritas se aprovechan de todas estas circunstancias para recuperar los derechos de vida y muerte que Roma les había retirado. El fanatismo se aumenta, y los doctores, humillados por la elocuencia del diácono, creen llegado el momento de ejecutar su venganza. Como en el proceso de Jesús, empezóse por alborotar a la muchedumbre. En medio de la agitación, los helenistas se arrojaron sobre Esteban y le arrastraron a la amplia sala del Gazith, contigua al Sancta Santorum, donde el Sanedrín tenía sus sesiones. Los testigos entraron uno a uno, hicieron su juramento y formularon su acusación. Era la misma que se había presentado contra Jesús, pero ahora los testimonios estaban más conformes. «Este hombre—decían todos ellos—no cesa de hablar contra el lugar santo y la ley, porque le hemos oído decir que Jesús de Nazareth destruirá este lugar y cambiará las tradiciones que Moisés nos ha dejado.»
Esteban escuchaba sereno las acusaciones, y hasta miraba con cierto aire de agresividad. Cuando el gran sacerdote le preguntó: «¿Es verdad todo esto?», no quiso responder explícitamente, porque se proponía predicar por última vez su doctrina, como lo había hecho en las sinagogas. Aún conservamos, palabra por palabra, este discurso, recogido por los notarios del Sanedrín, y transmitido a San Lucas, probablemente por Saulo de Tarso, que fue uno de los jueces. Su concepción nos desconcierta a primera vista. Vemos al diácono internándose en una selva de recuerdos históricos y de digresiones que parecen no tener relación ninguna con su causa. Pero es el Oriente quien habla, y esa manera refleja un gusto plenamente oriental. «Hermanos y padres míos, escuchad.» Así empezó el acusado. Después continuó: «El Dios de gloria apareció a nuestro Padre Abraham cuando estaba en Mesopotamia, y le dijo: Sal de tu país y de tu parentela y ve a la tierra que Yo te mostraré. Entonces, saliendo de la tierra de los caldeos, habitó en Carán. Y después que murió su padre. Dios le hizo pasar a esta tierra que ahora habitáis... E hizo con él la alianza de la circuncisión, y más tarde, Abraham, habiendo engendrado a Isaac, le circuncidó al octavo día. Isaac circuncidó a Jacob; Jacob, a los doce patriarcas.»
Gran sorpresa en la concurrencia: un hombre sobre el cual pesa la pena capital, que no se defiende, ni se digna siquiera mirar a sus acusadores. Sin embargo, se le escucha, y se le escucha con complacencia. Todos miran su cara «como la cara de un ángel». Es joven y hermoso; el Espíritu obra en él, inflamando su corazón, su rostro y su mirada. Tal vez no han llegado a comprender la intención de esta primera parte del discurso: antes del pacto de la circuncisión, Dios puso sus ojos en Abraham sin mirar otra cosa que su fe. Es el pensamiento que más tarde desarrollará uno de aquellos oyentes, que ahora asaetea al diácono con miradas de odio. Habló luego de José, insinuando a los jueces que habían rechazado un Salvador más grande que el hijo de Jacob. Tampoco le comprendieron. Exalta la figura de Moisés, cuya ley se le acusaba de destruir; pero aduce textos mosaicos relativos a la cesación de la ley y del templo. Había tocado el fondo de la cuestión, y los sanedritas seguían escuchándole entre aburridos y desdeñosos; hasta que el reo, después de recordar los últimos tiempos de la historia de Israel, inflamado por una visión de infidelidades, matanzas y apostasías, exclamó sin poderse contener: «¡Cabezas duras, incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís eternamente al Espíritu Santo, lo mismo que vuestros padres. ¿Qué profeta no persiguieron? Mataron a los que anunciaban la venida del Justo, a quien vosotros habéis entregado y crucificado, vosotros que habéis recibido la ley por ministerio de los ángeles y no la guardáis.»
No pudo decir más. Un salvaje clamoreo se levantó del grupo venerable de los sanedritas. Parecían una manada de lobos que aullaban en uno de esos accesos de furia que sólo el Oriente conoce. Seguro de que iba a morir, levantó los ojos al Cielo, y, en un arrobamiento inefable, exclamó: «He aquí que veo los Cielos abiertos y al Hijo del Hombre en pie a la diestra de Dios.» Estas palabras, las mismas que Cristo había pronunciado para anunciar su próximo triunfo, parecieron una nueva blasfemia. Gritando frenéticamente y tapándose los oídos, se arrojaron sobre Esteban y le sacaron de la ciudad para apedrearle. Atravesaron la Puerta Dorada, y al llegar al valle del Cedrón, enfrente de Gethsemaní, los testigos, «colocando sus mantos a los pies de un adolescente que se llamaba Saulo», arrojaron las primeras piedras. El protomártir, acordándose del ejemplo del Maestro, poniéndose de rodillas, clamó en voz alta: «Señor, no les imputes esto a pecado.» Luego volvió a caer y se durmió en el Señor.
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