Papa
(300-384)
Hallámonos de nuevo en aquella Roma de los últimos tiempos del Imperio. No lejos del palacio donde crece Ambrosio, el futuro doctor de la Iglesia, a unos pasos del Tíber y pegando con el teatro Pompeyo, hay otra casa más modesta, donde se ha hospedado una familia española, cuyos miembros se distinguen todos por su entusiasmo religioso. Son cuatro: el padre, llamado Antonio, que vive como un hermano con su mujer Lorenza; una hija, Irene, que lleva el velo de las imágenes, y un joven, Dámaso, a quien su padre, lector, escritor, notario y sacerdote de la Iglesia romana, educa solícito en un ambiente de ciencia y de piedad. Admitido desde su juventud en el orden clerical, no tarda en distinguirse por la austeridad de su vida, por su espíritu despierto, por la energía de su carácter y por su amor a los antiguos recuerdos cristianos. Cuando San Atanasio llega a Roma en 341, Dámaso se hace desde el primer momento su amigo y admirador; escucha con avidez las maravillas que los compañeros del patriarca cuentan sobre los monjes de los desiertos egipcios, y en medio de los bandos que desgarran el cristianismo, su fe se hace más clara y firme. Al mismo tiempo, su prestigio va creciendo en la sociedad romana: el pontífice Liberio le honra con su confianza, los senadores buscan su amistad, las grandes damas llegan a él pidiendo dirección y consejo. Es el alma de aquella reunión de piadosas mujeres que tiene su asiento en el Aventino, alrededor de Paula, Marcela y Fabiola. Naturalmente, empieza a tener enemigos que, envidiosos de su ascendiente entre la aristocracia cristiana, le motejan de halagador de orejas femeninas, auriscalpius feminarum.
Era aquél un tiempo de indecisiones religiosas y de enconadas luchas dogmáticas. El emperador Constantino turbaba las Iglesias con un despotismo teocrático; con su favor, Arrio triunfaba por todas partes; los obispos ortodoxos caminaban al destierro, y la fe de Nicea parecía olvidada para siempre.
En este momento (366) es cuando el español Dámaso es llamado a ocupar la cátedra de San Pedro. El espectáculo que se ofrecía a sus ojos era para encoger el corazón más animoso: cismas, discusiones heréticas, rebeldías, apasionamientos teológicos, arbitrariedades imperiales. Cada día aparecía un nuevo dogmatizador que, a fuerza de cavilar sobre la naturaleza, o la persona o la voluntad de Cristo, había llegado a descubrir errores nuevos. En la misma Roma las sectas se combatían con encarnizamiento. Dámaso se encontró con una Iglesia de donatistas africanos, otra de luciferinos, que eran los jansenistas de aquellos días y otra independiente, que dirigía un asceta prestigioso. Poco a poco, todos estos grupos fueron deshaciéndose gracias a la política del nuevo Papa, a quien ayudaban los magistrados de la ciudad.
Pero había otro enemigo más tenaz. Unos cuantos presbíteros se habían negado a reconocer la autoridad de aquel extranjero del genio emprendedor y autoritario. Apenas instalado, Dámaso se encontró con un rival en el antipapa Ursino. La lucha fue larga y sangrienta. Damasianos y ursinianos se disputaban las basílicas, se combatían con la pluma y con la espada, y venían con frecuencia a las manos, armando tumultos en el Foro y ensangrentando las plazas. En una ocasión quedaron en el campo más de ciento cincuenta muertos. A los dos años, Ursino y sus parciales se vieron obligados a salir de Roma, y así terminaron las batallas sangrientas, reemplazadas ahora por una violenta campaña de libelos, pasquines, intrigas y acusaciones infamantes.
Dámaso dejaba decir y se entregaba con toda su alma a realizar las grandes obras de su pontificado: transformaba su casa en la basílica que hoy se llama San Lorenzo in Dámaso; creaba en sus atrios una rica biblioteca, el mejor servicio, decía él, para hacerse acreedor a los homenajes de la posteridad; embellecía la ciudad con nuevas construcciones y renovaba el culto de las tradiciones antiguas, extendiendo su solicitud aun a los monumentos paganos. Cuando un español, Teodosio, salvaba el Imperio moribundo, este otro hijo de España sentía el alma de Roma mejor que ningún romano. Se ha dicho que, tanto en la persona como en las obras, Dámaso nos ofrece un compuesto extraño de antiguo y nuevo, una alianza muy particular del genio imperial con elemento cristiano. El retórico Símaco, corifeo del paganismo en los momentos de su agonía, acusado de haber castigado injustamente, siendo prefecto de la ciudad, a los cristianos sospechosos de haber destruido los monumentos del culto pagano, encontró en el Pontífice su defensor más autorizado. Dámaso mismo compareció ante el Tribunal para declarar que ningún cristiano había sufrido trato injusto del prefecto.
Visitante asiduo de las catacumbas en su juventud, Dámaso puso en ellas lo mejor de sus trabajos arquitectónicos. A ello le movió aquella veneración a los mártires que ya en su niñez se manifestaba preguntando a los verdugos de la última persecución acerca de los últimos momentos de sus victimas, y, además, el deseo de favorecer el movimiento de las peregrinaciones. De Roma y de fuera de Roma, los devotos penetraban en aquellos sagrados lugares para empaparse de fe y heroísmo. San Jerónimo refiere cómo en su juventud iba todos los domingos, acompañado de otros estudiantes, a visitar las tumbas de los apóstoles y los mártires. «Al recorrer—dice—aquellas galerías subterráneas cuyos muros encierran por uno y otro lado los despojos de los muertos, y cuya oscuridad desvanece apenas un rayo de luz que se filtra por una estrecha abertura, unos a otros nos repetíamos el verso de Virgilio: «Pavor por doquiera, por doquiera llanto y múltiple imagen de la muerte.» Se trataba de hacer transitable aquel laberinto de corredores y cubículos exiguos, irregulares, oscuros y tortuosos, de glorificar las tumbas de los mártires, de distinguir sus cuerpos, de conservar las tradiciones, que el tiempo iba borrando y confundiendo. Este es el trabajo que hizo Dámaso en casi todas las catacumbas. Amplió las galerías y las limpió de escombros, construyó escaleras, multiplicó y agrandó los lucernarios, consolidó las paredes y las bóvedas ruinosas, decoró las cámaras y las criptas y adornó de mármoles los sepulcros. No contento con esto, hizo investigaciones históricas, registró los archivos de la Iglesia, puso diligencia en recoger todo lo que se sabía de los mártires, y resumiéndolo en rotundos hexámetros, que nos revelan, a la vez que el historiador concienzudo, el poeta elegante, lector de Virgilio y de Ovidio, los hizo grabar con caracteres hermosísimos en los muros de los hipogeos, salvando así del olvido muchas páginas de la historia primitiva del cristianismo.
Pero la vigilancia del Pontífice se extendía a todo el orbe católico. Dondequiera que peligraba la fe, allí estaba él con sus legados o con sus cartas. Reúne en torno suyo a los obispos de Italia para discutir los problemas religiosos que agitaban el Imperio, apoya enérgicamente a Ambrosio para aniquilar el arrianismo en Milán, favorece el triunfo del Símbolo niceno en todo el Occidente, convoca el Concilio ecuménico de Constantinopla, interviene en todos los asuntos dogmáticos del Oriente y alienta en sus luchas titánicas al gran campeón de la ortodoxia en Asia, San Basilio. El obispo de Cesárea había escrito al de Roma pidiendo su ayuda contra los herejes. Roma, siempre prudente, pensaba las cosas y las maduraba sin prisas. Esta tardanza impacientaba al gran doctor oriental. «He pensado—escribe Basilio—enviar allá a mi hermano Gregorio, pero es un hombre que ignora el arte de la adulación, y probablemente no conseguiría nada de un hombre fastuoso ante el cual necesitaría saber inclinarse.» Estas amargas palabras se cambiaron pronto en el testimonio más sincero de admiración y agradecimiento. Dámaso se decidió al fin, y su intervención llenó de alegría a todos los que se interesaban por la pureza de la fe. «Que el Señor nuestro Dios—le escribía Basilio—se digne concederos tantos favores y prosperidades como son las alegrías de que nos habéis llenado. Las entrañas de vuestra misericordia y de vuestra piedad se han dilatado sobre nuestros dolores. Sin duda, las llagas no están curadas todavía, pero es un consuelo inmenso saber que el médico está a la puerta del enfermo y que no tardará en aplicar los remedios.»
Otra voz no menos autorizada llegaba desde el extremo del Imperio hasta el palacio de Letrán pidiendo la intervención del Pontífice: «El Oriente—decía—está poseído de una furia diabólica. Los lobos y las zorras destrozan la viña del Señor y desgarran la túnica indivisible de Cristo. En vano busco en esta tierra la fuente santa, el agua pura de la doctrina. A pesar de las distancias, es a vos a quien me dirijo para implorar el alimento de mi alma. Sois el sol de justicia y de verdad, la luz del mundo, la sal de la tierra. Vuestra grandeza me acobarda, pero vuestra bondad me alimenta. No quiero ver en vos la majestad que rodea el trono romano, sino preguntar al Vicario del Pescador, al discípulo de la Cruz. Y heme aquí confinado, a causa de mis pecados, en este desierto de Siria, cerca de las fronteras de la barbarie. No puedo, como antiguamente, consultar cada día al santo del Señor, pero puedo conjuraros por la Trinidad consustancial, por la Cruz y la Pasión del Salvador, que hagáis uso de vuestra autoridad apostólica para mostrar a tantos espíritus inquietos y vacilantes el camino que deben seguir.»
Quien así hablaba era Jerónimo, el ermitaño dálmata, cuya memoria guardaban aún fresca las aulas de Roma. También él, siendo estudiante, había sentido aquella influencia que Dámaso ejercía sobre todos los que estaban sedientos de perfección evangélica. Probablemente se habían encontrado más de una vez en el colegio del monte Aventino. Después, atraído por la vida heroica de los solitarios orientales, había desaparecido repentinamente, y pocos sabían su paradero. Dámaso se alegró de aquel hallazgo, y, conocedor de los hombres, le hizo venir de nuevo a la capital del mundo cristiano. Nadie como él, podía informarle de la verdadera situación de las Iglesias orientales; nadie podía asesorarle con más lealtad y seguridad en aquel laberinto de polémicas religiosas, mucho más complicado que las encrucijadas de las catacumbas. El asceta austero, el vigoroso polemista, le ayudaría a destruir ciertas sectas de tendencias sensualistas que se propagaban en Roma, favorecidas por la persistencia del espíritu pagano en la capital del mundo; el sabio laborioso, el consumado hebraísta, escribía con su apoyo y bajo su protección una versión segura de la Biblia, cuya autenticidad quedaría consagrada por la autoridad soberana, dando fin a interminables disensiones y a errores introducidos por el fraude y la ignorancia.
La Iglesia había encontrado en el Pontífice un piloto experimentado, y en su secretario y consejero un centinela celoso y abnegado. La acción del Pontífice se desarrolla con un vigor desconocido hasta entonces; el Primado romano se afirma, y su influencia extiende sus raíces más allá del Imperio. La sede de Pedro aparece como el centro de unión, como la brújula infalible por la que se orientan las demás Iglesias. Dámaso depone a los obispos heréticos, reconoce a los pastores legítimos, fija el canon de las Sagradas Escrituras, y en Oriente y Occidente se aceptan sus decisiones. «Tú ocupas el primer puesto, eres el primero de todos», le dice Prisciliano. «Toda mi ciencia consiste en saber que quien no recoge contigo, desparrama», le escribe San Jerónimo. «Instruidnos, dirigidnos—le suplica San Basilio—; admitimos lo que admitáis vos; lo que vos rechacéis, lo rechazaremos. Sólo de vos aguardaremos la paz y unidad de la Iglesia.» Dámaso hace uso de esta supremacía, afirma categóricamente la institución por Cristo de la preeminencia de Roma; y en su manera de obrar y hablar se ve siempre al jefe cuyas declaraciones tienen carácter de regla de fe. Poco antes de morir escribía a los obispos de Oriente: «Hacéis bien en dar a la sede apostólica la reverencia que le es debida. La primera ventaja es para vosotros. La Iglesia romana, en cuyo trono se asienta el apóstol Pedro, posee, efectivamente, ese primado de jurisdicción, que, aunque indigno, tengo yo ahora en mis manos.»
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