Abad
(† 615)
También se celebra San Clemente I.
Entre los tres mil monjes de Bangor se distinguía por sus austeridades un joven que, empujado por su celo intrépido, no paró, buen irlandés, hasta dejar su monasterio para marchar en busca de aventuras evangélicas. Treinta años tenía Columbano, éste era su nombre, cuando desembarcó en las Galias con otros doce compañeros. Durante algún tiempo recorrió el país al frente de su caravana predicando el Evangelio y llevando por todas partes la austeridad de su vida. Vivían de las hierbas del campo, de la corteza de los árboles y de las bayas que crecen al pie de los sabinos. Tenían su morada entre las fieras del bosque, pero ni las fieras les temían a ellos, ni ellos a las fieras. Aquel monje austero jugaba con los pájaros. Los ruiseñores llegaban a recibir sus caricias, las ardillas bajaban de los pinos para esconderse entre los pliegues de su manto. Un oso le había cedido galantemente la gruta que le servía de celda. Otro oso vino a traerle un ciervo para que de su piel sacase el calzado de sus monjes, y como los monjes no comían carne, Columbano tuvo a bien cedérsela a la fiera. Un día pensaba cuál sería mayor, la ferocidad de los lobos o la de los bárbaros, y en esto llegó hasta él una manada de lobos hambrientos que, después de lamerle la túnica con mucho respeto, pasaron adelante. Mientras tanto, aullaban en las cercanías bandas de germanos, ansiosos de sangre y de botín. Era la doble fuerza salvaje, la de la naturaleza y la de los hombres, que el monje llegaría a vencer con esfuerzo de siglos.
Los trece apóstoles se detuvieron al fin en un castillo abandonado que se alzaba en la región de los Vosgos, Luxeuil, donde se veían restos del culto druídico de los galos y ruinas de unas termas magníficas, recuerdo del dominio de Roma. El rey y sus leudes, encantados de la elocuencia y la virtud de los extranjeros, les dieron tierras extensas para que las cultivasen. Repararon los antiguos edificios, y así quedó constituida la gran metrópoli monástica de Austrasia y Borgoña en 590. Columbano dio a sus seiscientos monjes una regla, que es uno de los más rígidos documentos de la legislación monástica. «Que el monje—dice el legislador—viva en el monasterio bajo la ley de uno solo y en compañía de muchos, para aprender de unos la humildad y de otros la paciencia. Que no haga lo que le place; que coma lo que se le manda; que no tenga sino lo que le den y que obedezca a quien le desagrada. Irá al lecho agotado por el cansancio, durmiendo ya al dirigirse a él, dejándole sin terminar el sueño. Si sufre alguna injuria, que calle; tema al superior como a Dios, y ámele como a un padre, No juzgue las decisiones de los ancianos. Avance siempre, rece siempre, trabaje siempre, estudie siempre.»
Como hay que rezar y trabajar, lo mismo hay que ayunar diariamente. Al declinar de la tarde, cuando el monje haya trabajado todo el día, será digno de tomar su panecillo cocido entre la ceniza, su puñado de harina mojado en agua, su vaso de cerveza y su escudilla de habas. Aunque las buenas truchas se le vengan a las manos, no podrá comerlas. Con lo permitido ya era suficiente para cantar los largos oficios de la noche, tan largos, que a veces comprendían todo el salterio, con muchas oraciones por los pecadores, por toda la cristiandad, por la paz de los reyes y por la de los enemigos. Un penitencial riguroso garantizaba esta disciplina: el que no hacía la señal de la cruz en el cubierto antes de comer, era castigado con seis azotes; la misma pena recibía el que hablaba o leía en el refectorio; cincuenta azotes caían sobre el que respondía irrespetuosamente al superior o faltaba a los hermanos. Había castigos para el sacerdote que no se limpiaba y cortaba las uñas antes de decir misa y para el diácono que ejercía sus funciones con la barba desarreglada. Nunca podían darse más de doscientos azotes, equivalentes a los días de ayuno a pan y agua. «Hay que pisotear el placer... La mortificación es lo más importante de la regla monacal... La desnudez de toda propiedad es la primera perfección del monje.»
Columbano era un santo, pero un santo irlandés. Amante de las costumbres de su tierra, llevaba rapada toda la parte anterior de la cabeza, ostentando así la tonsura céltica; celebraba la pascua el día de la luna decimocuarta del equinoccio, en vez de aguardar al domingo siguiente, según el uso de la Iglesia romana, y no contento con traer estas costumbres de Irlanda al continente, quería imponerlas en torno suyo. Además, era un censor riguroso. Sus cartas a los obispos revelan al mismo tiempo altanería y humildad; se llama en ellas Columbano el Pecador, pero en el fondo se cree un mensajero divino, un maestro en el seno de la santa Iglesia, y esto da a su elocuencia un sello viril y original, un carácter profético. Podía decir con aire altivo: «Nadie de entre nosotros fue jamás hereje, cismático ni judío.»
Frente a los reyes se nos presenta como un defensor del derecho y el escudo de los humildes. Thierry escuchaba dócilmente sus consejos, pero Brunequilda, la mujer dominada por la ambición y la crueldad, estaba en aquel palacio franco que el monje irlandés había querido limpiar y suavizar. La reina había tenido que detenerse a las puertas del monasterio al oír estas valientes palabras del abad: «Si vienes aquí para violar el rigor de nuestras reglas, no tenemos necesidad de tus dones, y si quieres destruir el monasterio, sabe que tu reino será destruido con toda tu raza.»
Columbano salió desterrado. En Tours, el obispo le preguntó por qué abandonaba el país.
—Ese perro de Thierry—respondió—me aparta de mis hermanos.
—¿No sería mejor—preguntóle alguien—abrevar a las gentes de leche y no de ajenjo?
—Veo—replicó él—que quieres guardar tu juramento de fidelidad; ve a decir a tu amo que de aquí a tres años serán aplastados él y sus hijos y toda su estirpe. Yo no puedo callar lo que Dios me manda decir.
Dirigióse a las orillas del Rhin, predicando siempre y denunciando atropellos; pasó los Alpes, y en el norte de Italia fundó la gran abadía de Bobbio, donde murió, después de ver el exterminio por él profetizado.
Antes de dejar el suelo de la Galia escribió una famosa epístola «a su vicario en Luxeuil y a sus muy dulces hijos, a sus discípulos queridos, a sus hermanos de la vida frugal, los monjes de Luxeuil». Es un documento confuso, apasionado, entrecortado por mil recuerdos y turbaciones, retrato maravilloso de aquel fuerte carácter monacal: «Tengo el alma destrozada. He querido servir a todo el mundo, y de todo el mundo me he fiado hasta llegar casi al extremo de la locura. Sé más prudente que yo... Quise al principio escribir una carta de tristeza; pero acordándome de vuestro dolor, he tratado de contener el llanto. Sólo he querido dejar ver la dulzura, encadenando la pena en el fondo del alma. ¡Pero he aquí que las lágrimas empiezan a brotar! Es preciso detenerlas. No está bien que llore un soldado en el campo de batalla. Después de todo, nada nuevo nos sucede. ¿No es esto lo que predicábamos todos los días? Donde hay lucha, hay valor, entusiasmo, fidelidad. Donde no, vergüenza y miseria. Sin lucha, dice el Apóstol, no hay corona; y yo añadiré: sin libertad no hay dignidad.»
Temperamento espontáneo, hombre de la Naturaleza, Columbano tenía, no obstante, un espíritu esmeradamente cultivado. Escribió sobre la cuestión de la Pascua, intervino en la contienda de los Tres Capítulos, comentó los salmos, redactó sus reglas y nos dejó sus cartas magníficas. Hasta las luces ambiguas de la mitología pagana iluminan su semblante ascético. Le atraen los recuerdos clásicos, y aun en su extrema vejez adorna con ellos sus escritos. En la «décimo-octava olimpiada de su vida», es decir, a los sesenta y ocho años—bien podía hablar así un luchador como él—canta la vanidad de las cosas en versos impregnados de reminiscencias mitológicas: «No desprecies—dice—este ritmo, con el cual Safo, la ilustre poetisa, solía encantar a los antiguos.» Recuerda las fábulas del vellocino de oro, del juicio de París, de la lluvia dorada de Dánae, del collar de Amfirao, y, pasando a un pensamiento más sombrío, concluye: «Esto lo dictaba yo abrumado por los duros males que sufre mi cuerpo, arrastrado hacia el sepulcro por el carro implacable del tiempo. Todo pasa, y los días huyen irreparablemente. Vive, sé fuerte, sé dichoso y acuérdate de la triste vejez.»
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