Una niña sube gozosa la alta escalinata; arriba, el sacerdote de barba venerable, adornada la cabeza con la mitra de dos cuernos, extiende solícito las manos y sonríe acogedor; detrás de él, la puerta se abre para dejar ver a dos servidores curiosos; y en el fondo, junto a un árbol, fijos los ojos en los pequeños que ascienden penosamente por las gradas de mármol deslumbrante, guarnecidas de bronce, la anciana madre, de frente arrugada, donde se posa un gesto de pena contenida. Así representaron nuestros imagineros en los retablos de las iglesias el momento en que María, dejando el regazo de la casa paterna, fue a encerrarse entre los muros sagrados del templo de Salomón.
Sirviendo al templo, hilando el efod del sumo sacerdote, cosiendo los velos del altar, limpiando los vasos de las ofrendas, limpiando los mosaicos del pavimento, pasaban los mejores años de su vida muchas hijas de Israel. Allí conoció Joyada, el sumo sacerdote, a Josabeth, su esposa; allí creció Ana la profetisa, sintiendo germinar en su alma misteriosos presentimientos de redención, y allí la hija de Fanuel, cuando declinaba su vida, cuando ya empezaba a pensar que había esperado en vano, vio llegar a aquella niña graciosa, parienta del buen sacerdote Zacarías. Jamás ojos tan puros habían mirado aquellos pórticos majestuosos; jamás los atrios del Señor se habían alegrado con tan dulce sonrisa. Tal vez ya desde entonces la vieja sacerdotisa, erudita de ritos mosaicos y sabedora de sagrados textos, al ver aquel lirio primaveral de los jardines de Nazareth, recordó las palabras del salmista, que parecían próximas a realizarse: «Escucha, hija, y mira, e inclina el oído; olvida tu pueblo y la casa de tu padre, porque el Rey ha deseado tu hermosura.» Si es que ennoblecía ya al mundo aquella criatura «que Dios tuvo en su presencia antes de criar cosa alguna, cuando no existían los abismos, ni habían brotado las fuentes de las aguas, ni se alzaba la mole de los montes, ni sobre ellos se extendían los cielos, ni estaban asentados los cimientos de la tierra»; si esa criatura había nacido ya, era seguramente aquella niña tan dulce, tan pura, tan graciosa, que pisaba los umbrales del lugar sagrado con aquel amoroso respeto de Moisés delante de la zarza ardiente. Como el lirio entre las espinas, así era ella entre sus compañeras. Tal vez ya entonces les hacía aquella pregunta que pone en sus labios la santa liturgia: «Por las cabras y los cervatillos de los montes os conjuro, hijas de Jerusalén, que me digáis si habéis visto al Amado, porque muero de amor.»
María le buscaba sin cesar, le descubría jubilosa y le adoraba humilde en aquellos muros santificados por la presencia de Yahvé, en aquellas prescripciones alegóricas del ceremonial mosaico, en aquellos textos misteriosos que cantaban los salmistas y comentaban los doctores de la ley; en las palabras inspiradas del anciano Simeón y en los discursos del grande Hillel, el prestigio más grande de la ciencia israelítica. Todo allí le hablaba del Mesías, del más hermoso de los hijos de los hombres, de aquel cuyo nombre es admirable. Y su pequeño corazón en llamas, se unía a Él, le llamaba con ansias inenarrables, y sin saber que iba a ser su Madre se hacia ya su esposa. «Como el manzano entre los árboles de la selva, así es mi Amado entre los hijos de los hombres... Las flores aparecieron en nuestra tierra; ya ha llegado el tiempo de la poda; la paloma ha exhalado su gemido y las viñas floridas dieron su olor.» Palabras como éstas hacían vibrar aquel ser, poniendo delante de él sueños maravillosos que no tardarían en convertirse en realidades, y la joven nazarena encendía la hoguera de su amor y consumía la llama de su vida en anhelos prodigiosos que alborozaban su carne virginal, pero que su humildad miraba con terror.
Noches de meditación abrasada, días de trabajo abnegado, ímpetus incontenibles, súbitas iluminaciones, palabras como luces en la penumbra de un silencio recatado, gracia, obediencia, amor y trabajo, esta fue la vida de María durante aquellos años en que, delante de Dios, se prepara a recibir el gran mensaje. El Evangelio nada dice de aquella doncellez consagrada al servicio del Templo. Pero nos lo dice la tradición. La recogen los evangelios apócrifos en los primeros tiempos del cristianismo, y ya en el siglo VI cantaba el poeta bizantino: «El templo purísimo, el tesoro sagrado de la divina gloria, la mansa oveja, la virgen inestimable, llega hoy a la casa del Señor; la gracia del Espíritu va con ella, los ángeles cantan su gloria: es el tabernáculo de los Cielos. Recíbela, dice Ana al gran sacerdote, guárdala con cuidado, ponía en lo más profundo del santuario inaccesible, porque es el fruto de mis oraciones, es el don de Odonaí, es el tabernáculo del Altísimo.»
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