Llenos de estupor, nuestros ojos se levantan este día hacia una imagen de hermosura inefable, que sonríe sobre el mundo pecador con reflejos de cielo y claridades de aurora. El milagro nos abruma, la gracia nos cautiva, el misterio nos abisma, y preguntamos, recogiendo las palabras bíblicas: «¿Quién es ésta que sube como alba riente, hermosa como la luna, escogida como el sol?» Y de entre las nubes de la luz sale una voz que hace olvidar todas las arpas del mundo. «Con júbilo inmenso—dice—me regocijaré en el Señor, y en mi Dios se gozará mi alma, porque me ha vestido con las vestiduras de la salud y con manto de justicia, como a esposa deslumbrante con sus joyeles.»
Es la voz de María; María nos da cuenta del prodigio singular que Dios obró en ella al aparecer en este mundo. La ley era clara, terminante, universal: todos los hijos de Adán nacen con el contagio del pecado, y son concebidos con la mancha original que el primer padre transmitió a toda su descendencia. Pero una madre debía estar exceptuada de tan rigurosa sentencia. El que hizo la ley podía dispensar de ella. Podía hacerlo; convenía hacerlo, y lo hizo. Esa suspensión de la sentencia emanada de la justicia divina contra el linaje de los hombres era, por decirlo así, una exigencia de la misma santidad de Dios. María, hija del Padre celestial, estaba llamada a ser Madre del Dios humanado y templo inefable del Espíritu santificador. El Espíritu, que debía cubrirla con su sombra y hacerla fecunda con la operación divina, no podía permitir que existiese un solo instante en que su amada no fuese suya; el Hijo, con quien debían unirla relaciones inefables de ternura y de amor, debía protegerla contra todas las asechanzas de la serpiente infernal. Madre del amor, la huella del odio no se posó jamás sobre su frente; hija de la luz, no conoció un solo instante la tristeza de las sombras en que se sientan los hijos de los hombres; fuente de gracia, de misericordia y de inocencia, vióse libre del dolor y la vergüenza del pecado. A la entrada en este mundo todos los hombres se encuentran un acreedor despiadado que les exige el tributo de la culpa y graba en su frente el sello de la esclavitud. Sólo esta criatura se ve libre de las parias humillantes: en la aduana exigen, amenazan, recuerdan la general condena; pero la niña pasa tranquila, despreciando el silbido de la serpiente astuta. El infierno se estremece; contempla con espanto aquella novedad y ruge furioso. En la tierra hay alguien que se opone a su imperio; por vez primera desde el Paraíso late un corazón que no ha reconocido su vasallaje. ¿Es que va a terminar su tiranía? Antaño, en el crepúsculo del primer día de la humanidad, se pronunció una palabra misteriosa. «Pondré enemistades entre ti y la mujer—dijo el Señor a la serpiente—; entre tu descendencia y la suya: tú pondrás asechanzas a su calcañar, y ella quebrantará tu cabeza.» Tal vez la promesa se está cumpliendo ya, piensa el espíritu del mal; tal vez esta niña es la mujer de que habló Yahvé en la aurora del mundo.
Cuando en los sagrados libros leemos su genealogía nos parece escuchar un ruido siniestro, semejante al bramar de un río fangoso y revuelto cuyas aguas marchan desatadas, después de haber recogido en el líquido puro que reciben de las nieves serranas el lodo de las profundas hondonadas. Y nuestra alma se llena de inquietud. Es el paraíso de Dios, nos dice la voz revelada. Y hay otra que parece contestar: «¿Es que esas ondas cenagosas e indomables van a respetar ese paraíso?» Si hay criminales y pecadores entre los ascendientes de María, hay también santos y profetas, almas nobles y corazones inflamados en el amor de Dios: pero ninguno de ellos está exento de la ley común; todos tienen que exhalar el triste gemido que ponía en su boca uno de los más famosos, hombre según el corazón de Dios: «He aquí que he sido concebido en la iniquidad; en el pecado me concibió mi madre.» Todos se vieron obligados a pasar por la ley terrible que el Apóstol formulaba con estas palabras: «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte.»
Pero el río de la salud baja del Cielo trayendo en su gozosa catarata la gracia de la salud, el júbilo de la esperanza, la virtud reparadora de los méritos del Verbo encarnado. Sus aguas vienen a limpiar las almas hundidas en el fango; pero ¿acaso no podrán envolver este paraíso de Dios antes que el fango llegue a salpicarle y afearle?
Aunque salida de una estirpe maldita, esta mujer ha sido escogida desde la eternidad para introducir en el mundo al Libertador; y desde el principio de los tiempos se nos presenta asociada al culto con que la humanidad reclamaba y anunciaba su venida: al culto silencioso e ignorado de las figuras y al culto elocuente y público de las profecías. La zarza ardiente de Moisés, inundada de la gloria de Dios, aquella zarza que en medio de las llamas conservaba todo el humor de su savia, toda la frescura de su verdor, todo el aroma de sus flores, era María, esposa del Dios del amor, verdadera madre del Verbo hecho carne, que se levanta a la grandeza de una maternidad inefable sin perder el perfume, la frescura, la gracia de una admirable virginidad. La vara de Aarón, que florece entre los silencios y las soledades del tabernáculo, es también María, que, a diferencia de las otras madres de Israel, acuciadas por el deseo de llevar al Mesías en su regazo, parece renunciar a esta gloria suprema, y es ella, sin embargo, la que en su retiro silencioso y humilde engendra la flor profetizada. María es también aquella arca de la alianza en que se conservaban, junto a las tablas de la Ley, los recuerdos de los favores de Yahvé; ella, que ha podido ser llamada tabernáculo de la ley viviente, santuario venerable del más grande de los beneficios, el beneficio de la Encarnación. Y Débora, la belicosa, que cantaba en versos sublimes las victorias del pueblo escogido; y la altiva Judit, que exponía su vida para salvar su ciudad; y la hermosa y tímida Ester, que amansaba la cólera de un rey, celosa de su gloria, y abría a sus compatriotas el camino de la patria; todas estas grandes figuras femeninas del pueblo de Israel anunciaban ya a la Virgen poderosa que había de ser invocada por los cristianos con los bellos nombres de Perpetuo Socorro, Torre de Marfil y Puerta del Cielo.
Pero si las figuras la preparan, las profecías la anuncian con meridiana claridad. Cuando nuestros primeros padres sienten que se les ensombrece la vida por el castigo de la culpa, el Señor se la muestra en las lejanías del Paraíso, y en medio de las angustias del dolor Ella se presenta a sus ojos como seguro apoyo de consuelo y esperanza. Sobre Ella y sobre el fruto bendito de su vientre concentrará el dragón infernal sus rencores y asechanzas; pero Ella le machacará la cabeza. Poco a poco va saliendo de la sombra de los tiempos, y sus contornos van apareciendo cada vez más bellos y luminosos. Con su lengua profética, más rápidamente que la pluma de un copista que escribe velozmente, la vislumbra en el horizonte lejano, y describe ya, juntamente con la gloria triunfal del Rey de los reyes, la majestad de la reina que se sienta a su lado: «Escucha, hija, escucha y contempla; y olvídate de tu pueblo y de la casa de tu padre; porque el Rey ha deseado tu belleza; un Rey que es tu Dios, un Rey a quien adorará todo el mundo; y las hijas de Tiro te ofrecerán sus presentes, y los pueblos se inclinarán delante de ti, implorando tu intercesión.» Algo más tarde, Salomón, en aquel drama múltiple y misterioso del Cantar de los Cantares, que nos hace pensar en la Humanidad de Cristo, en la Iglesia, y en el alma inundada por la gracia, canta también los encantos divinos de María: la paloma, la escogida, la amada, la inmaculada, la más bella entre las mujeres, la aurora de la redención, el astro radioso que, antes que nadie, recibe los besos del sol eterno. Y llegan al fin los grandes profetas Isaías y Jeremías, que, después de contemplar la fuente misma de las grandezas de esta mujer privilegiada, la divina maternidad, anuncian al mundo el gran signo de las misericordias, la nueva y única maravilla de la omnipotencia de Dios, la Virgen que concebirá y parirá al Emmanuel, la mujer por excelencia, que por obra del Altísimo será la Madre del Deseado de las naciones.
Este culto de las figuras y las profecías no es más que el comienzo de las alabanzas y bendiciones de la humanidad rescatada por Cristo, a las que seguirán los cánticos eternos de los ángeles y los bienaventurados en el Cielo. Y entre unas y otros, entre las figuras y las alabanzas, entre los cánticos y los vaticinios, está el culto mismo del Verbo, el homenaje de obediencia y de amor que el Hijo de Dios rindió a su Madre durante los treinta y tres años de su vida mortal. Pero esta cadena admirable, cuyos dos extremos se pierden en el seno de la divinidad, quedaría rota si la Virgen, que es objeto de tan prodigiosa glorificación, hubiera estado sujeta a la maldición general del género humano. Por un instante, el coro enmudecería, faltaría el amor de Dios, la veneración de los hombres, la admiración de los ángeles, el asombro de los siglos. Un instante horrible de silencio, de compasión, de odio. ¿Lo consentirá la sabiduría de Dios?
El Padre de las luces ha visto desde toda la eternidad que Aquel a quien Él engendra eternamente, va a ser hijo de una mujer. Si Él, el increado, el infinito, se llama su Padre, Ella se llamará su Madre, y los dos podrán decir con toda verdad: ¡Jesús es mi Hijo! Imposible parece comprender esta misteriosa comunidad de poder y de amor entre la esencia eternamente pura e inmaculada y un ser sumergido, aunque no sea más que breves instantes, en la miseria del pecado. Si en la asociación de una descendiente de Eva a su acto generador, si en la armonía de relaciones que hacen que el creador y la criatura se expresen de la misma manera con respecto a la misma Persona, es imposible que haya igualdad de perfecciones, puede, no obstante, y es de razón, que hay una semejanza de pureza y de inocencia para que la dignidad del Padre no quede oscurecida por la indignidad de la Madre.
Y esto mismo se desprende si consideramos la manera maravillosa de que Dios se sirve para asociar a María a su paternidad. La fe nos enseña, nos lo dice el Evangelio, que el Salvador no nació del comercio vulgar de la carne con la carne. La Humanidad de Jesús fue concebida por virtud de una operación casta y divina. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te envolverá.» Esposa mística del Espíritu de Dios, María no puede pertenecer más que a Él. No es posible que la sombra de un recuerdo amargo venga a inquietar esa unión divina, y que en el instante mismo en que el Espíritu de la luz vaya a tomar, en la sangre de esa mujer, la sangre de la redención, el espíritu de las tinieblas le arroje a la cara este precoz insulto: «Esa quien ahora haces tu esposa, fue en otro tiempo mi esclava.» Un hombre de sentimientos delicados sufriría ante esta bochornosa situación, y si estuviese en su poder la evitaría. ¿No vamos a poder suponer los mismos sentimientos en el Corazón de Dios?
Más he aquí al Hijo de María, al eterno, al incorruptible custodio de su dignidad, al artífice enamorado de su gloria. Él puede detener esa corriente de lodo que amenaza invadir el paraíso de su encarnación. ¿Es posible que no lo haga? Su honor está interesado en ello, pues la vergüenza de la madre repercute siempre sobre el hijo; pero más que su honor está interesado su amor. Un día, cuando esté ya sentado a la diestra del Padre, inclinará su frente hacia este valle de lágrimas para decir a la Virgen desterrada: «Ya ha pasado el invierno, se acabó la lluvia y desaparecieron las nubes de las tribulaciones; ven, amiga mía, ven a recibir la corona.» Y saliendo más bella del seno mismo de la corrupción, la amada subirá a los Cielos para ser colocada en el trono de su gloria y recibir el homenaje de los bienaventurados. Es la alegría de los Cielos, es la Reina de los ángeles, y los ángeles no le regatearán sus servicios amorosos y humildes. Pero tal vez podrían dirigirse al Hijo y decirle: «Señor, esta mujer es la que os ha vestido con el manto de la carne, es verdad; pero, ¿no hubiéramos podido nosotros prepararte un cuerpo amasado con los más puros elementos? Ella ha nacido de una sangre corrompida; nosotros hemos brotado de la boca del Altísimo. Ella sufrió un día la vergüenza del pecado; jamás ensombreció nuestra esencia purísima la más ligera sombra. Un día vuestra mirada se fijó en ella con repugnancia; nosotros, en cambio, ni un instante dejamos de hallar gracia delante de vuestros ojos. ¿Por qué va a ser nuestra Reina? Que reine sobre aquellos que se sometieron, como ella, a la ley del pecado.»
No es posible semejante humillación. El Verbo ama a su Madre; amábala antes de ser concebida. No puede consentir que las ondas que llevan a toda generación la herencia funesta del pecado se acerquen a esa mujer destinada para ser su Madre. En medio de un mundo asolado por la ley de la muerte, puede hacer que Ella aparezca como una isla fértil, riente, apacible, embalsamada, bañada de todos lados por el río de la redención. Él, dispensador soberano de los mártires, puede hacer este prodigio; se lo debe a su amor filial y se lo pide nuestra fe. Es el orden, es la belleza, es la armonía. María ya no tiene nada que envidiar a los ángeles, puesto que su Concepción inmaculada asegura a su maternidad divina los derechos a la realeza universal. El Hijo de Dios recibe de una naturaleza preservada e íntegra la sangre preciosa que debe circular por sus sagradas venas; el Esposo divino posee sin participación y sin reproche a la Virgen que será fecundada por su santa y misteriosa intervención; el Padre Eterno no tiene que avergonzarse de la Virgen purísima con quien comparte las alegrías de la filiación; el culto anticipado de María se une al culto de la Iglesia y al de los fieles con la realización de las figuras y las profecías; el vellocino de Gedeón, humedecido un día con el rocío del Cielo en medio de la era sin indicios de humedad e intacto; otro, entre las lluvias que caen en torno, tiene ahora la explicación que inútilmente buscaban los antiguos Patriarcas: es María, inundada de la gracia de Dios desde el primer instante de su Concepción, a diferencia de toda criatura humana; preservada de todo pecado, cuando todo en torno suyo se agita en el pecado; Ella es la amada del Cantar de los Cantares, la toda hermosa, la sin mancha, el jardín cercado, la fuente sellada, la aurora circundada de oro y de luz, que se levanta en medio de las delicias de la gracia, bella como la luna, escogida como el sol, terrible para el infierno, acostumbrado a hacer sentir el peso de su planta sobre todo hombre que llega a este mundo, como un ejército colocado en orden de batalla. Tenía razón el viejo teólogo: Potuit, decuit, ergo fecit.
Las especulaciones de la teología han sido definitivamente confirmadas por la voz infalible de la Iglesia. Ya no hay duda posible para un católico. El Vicario de Cristo ha hablado y ha dicho: «Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que afirma que la bienaventurada Virgen María fue preservada y totalmente exenta de la mancha del pecado original desde el primer instante de su Concepción por un privilegio y gracia singular de Dios omnipotente, y en vista de los méritos de Jesucristo, salvador del género humano, es una doctrina revelada, y, por consiguiente, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles.»
Esta es la fe, ésta es la tradición, éste es el dogma. Ya no podemos temer que nos hayamos equivocado en las deducciones de nuestra pobre inteligencia. No hay nada absurdo. No se canonizan fábulas extravagantes y teorías contrarias a las leyes físicas de la vida. Lo único que la Iglesia nos enseña es que en el instante en que María fue una persona humana, por la infusión del alma racional recibió la eficacia de la redención, poseyendo así desde entonces una naturaleza inocente y llena de gracia, en vez de la naturaleza caída y pecadora que los demás heredan de sus progenitores.
Por eso el mundo saluda en este día a la Virgen graciosa, cuya aparición es el anuncio de su rescate. Toda hermosa eres, ¡Oh María!, y en ti no hay sombra de mancha. Toda hermosa eres, paloma inmaculada, esposa celestial, cielo, templo y trono de la divinidad, que tienes a Cristo dentro de ti. Nube luminosa que nos trajiste al Mesías para que fulgurante rayo iluminase la tierra; nube celestial, de la cual salió el trueno del Espíritu Santo, que reposa en ti; nube que derrama a torrentes la lluvia saludable para producir en ella los frutos de la fe; mujer llena de gracia, puerta de los Cielos y alegría de Dios, según las palabras del profeta: «Eres jardín cerrado, hermana mía, esposa mía; eres jardín cerrado y fuente sellada.»
Así cantaba San Epifano, y Bossuet decía: «Cuando considero a Jesús, nuestra esperanza, reposando suavemente en los brazos de su Madre, mamando su leche purísima, recostado en su regazo o encerrado en sus castas entrañas; cuando miro al Incomprensible así encerrado, a la Inmensidad abreviada y al Libertador dentro de tan estrecha prisión, no puedo menos de pensar: ¿Y pudo ser que Dios haya querido abandonar al demonio, aunque fuese sólo por un instante, este templo sagrado que preparaba para su Hijo, este santo tabernáculo en que debían celebrarse sus desposorios con la naturaleza humana?» Así piensa también el pueblo cristiano. Cuando el 8 de diciembre de 1854 Pío IX proclamaba el dogma de la Inmaculada Concepción, el sucesor de Pedro no inventaba nada; no hacía más que recoger los anhelos de las generaciones cristianas, el latido de la tradición, la creencia de la Iglesia, que, encerrada en el núcleo de los textos bíblicos, contenida implícitamente en el tesoro de la revelación, se iba desarrollando y manifestando a través de los siglos en las doctrinas de los Santos Padres, en la devoción del pueblo, en los monumentos artísticos y en la institución de esta fiesta, que el Oriente conoció desde el siglo VI, y que los occidentales celebraban ya antes del año 1000.
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