Para cumplir el decreto de Augusto, para inscribirse en los registros públicos, José el carpintero, acompañado da María, su esposa, abandona su casita de Nazareth. Cuatro días de marcha, desde las montañas de Zabulón hasta el corazón de la Judea; azotado el rostro por el viento afilado del Líbano, heridos los pies por la aspereza de los caminos helados. Primero, las llanuras de Esdrelón, que les dejaba en los límites de Samaría; después En-Gannim, Síquem... Pasan al lado de las torres de Sión, y algo después divisaban las primeras casas de Belén, la ciudad de David. Allí se dirigían los dos nazarenos, porque ambos eran «de la casa y familia de David», que mil años antes había apacentado sus rebaños en los campos betlemitas. Atravesaron el valle fértil donde estuvo en otro tiempo el dominio de Booz y de Jessé, subieron una colina blanca y suave, y en el momento en que agonizaba la tarde, se detuvieron delante del khan, un edificio rodeado de soportales, con un gran patio central, donde se amontonaban las caballerías. La gente gritaba, discurría ligera de un lado a otro, se saludaba a voz en cuello, cantaba, bromeaba. José abrióse paso entre la multitud no sin prever una desagradable acogida. «María, encinta — pensaba—; y esto parece atestado de extranjeros.» Y así fue; una y otra vez le dijeron «que no había lugar para ellos». Insistió, suplicó; todo inútil.
Allí, cerca de la posada, abierta en la montaña calcárea le señalaron una gruta que estaba habilitada para establo. Es el único refugio que pudieron encontrar los dos viajeros de Nazareth. En él, desprovista de toda asistencia, en una noche de invierno, entre el mirar asustadizo de las mansas bestias, llególe a María la hora de dar a luz, y al filo de la medianoche, de una noche fría y oscura, nació el que es «la luz del mundo». Un albergue pobre, destartalado y lleno de telarañas fue el primer palacio de Jesús en la tierra; un pesebre sucio, su primera cuna; un asno y un buey, según la vieja tradición, los que le calentaron con su aliento. «Y María—dice San Lucas—le envolvió en pañales y le reclinó en un pesebre.»
Y adoró a su Hijo como a Dios. No conoció en su parto las miserias de las hijas de Adán. Dio a luz sin sentir el dolor, consecuencia del pecado, y sin perder privilegio de su virginidad intacta. Jesús, dice San Jerónimo, se desprendió de ella como el fruto maduro se separa de la rama que le ha comunicado su savia: sin esfuerzo, sin angustia, sin agotamiento. «Virgen antes del parto, en el parto y después del parto», dice San Agustín.
El mundo no sabe que acaba de realizarse el más grande acontecimiento de la Historia. Es el Cielo quien viene a decírselo y a poner una luz ultraterrena en aquel nacimiento humilde. Al oriente de Belén, camino del mar Muerto, se extiende una verde llanura donde antaño se elevaba «la torre del rebaño», junto a la cual plantó su tienda Jacob para llorar a su amada Raquel. Por aquellos campos espigaba Ruth. Ahora, una iglesia escondida entre olivos señala allí el lugar sobre el cual se abrieron las nubes para dejar ver una nueva luz. «Un grupo de pastores—dice San Lucas—guardaba sus ganados y velaba durante la noche. De pronto, el ángel del Señor se les apareció, la gloria del Señor les rodeó de luz y fueron poseídos de un santo temor.» Un hijo de Israel no podía ver un rayo de gloria que caía del Cielo, sin recordarle los rayos de Yahvé, a quien no se podía ver sin morir. Pero el ángel les tranquilizó diciendo: «No temáis; os anuncio una gran alegría para vosotros y para todo el pueblo. Cerca de aquí, en la ciudad de David, acaba de naceros un Salvador, el Cristo, el Señor, y ésta es la señal que os doy: encontraréis un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre.»
La noticia era extraña; el Mesías que aguardaba Israel, recostado en el heno; el descendiente de David, abrigado en una caverna. En el segundo siglo de nuestra era decía el hereje Marción: «Quitadme esos lienzos vergonzosos y ese pesebre indigno del Dios a quien yo adoro.» En vano contestará Tertuliano «que nada es más digno de Dios que salvar al hombre y pisotear las grandezas transitorias, juzgándolas indignas de Sí y de los hombres». De siglo en siglo, hombres soberbios repetirán el grito del padre de los gnósticos ante la humillación del Verbo encarnado. Pero no era a los potentados de Jerusalén, ni a los doctores del templo, a quienes se dirigía el mensaje divino, sino a los pobres, a los sencillos, a los aldeanos. Sus almas sin doblez se abrieron a las palabras del ángel, sus ojos a las claridades del Cielo. Pronto se dieron cuenta de que el mensajero no estaba solo; un coro de espíritus resplandecientes le rodeaba, cantando el himno cuyo eco resuena en todas las basílicas del mundo: «¡Gloria a Dios en las alturas, y paz sobre la tierra a los hombres amados de Dios!» Maravillados por el misterioso concierto, los pastores miraban hacia la altura, y cuando los últimos ecos se perdieron en la lejanía, echaron a andar, diciendo: «Vayamos a Belén y veamos este prodigio que el Señor nos anuncia.»
Y a la escasa luz del establo vieron un hombre alegre y apenado, recogido y silencioso, y una mujer bella y joven que con solicitud amorosa se inclinaba sobre su Hijito, y un Niño que les miraba con sus profundos ojos abiertos y ofrecía a sus besos sus carnes rosadas, delicadas y temblorosas. Era el signo que les había dado el ángel. Ellos le reconocieron y su fe se manifestó en transportes de gozo; contaron una y otra vez lo que les había acontecido en la majada, «y todos se admiraban al oír su relato», porque la gruta empezaba a llenarse de gente. Después de ofrecer lo poco que tenían: los blancos donativos del pastoreo, la leche, el queso, la lana y el cordero, que el amor y la fe hacían más preciosos que todos los tesoros del mundo, «se volvieron alabando y glorificando a Dios de todas las cosas que habían oído y visto, según les fuera anunciado». En medio de aquel ingenuo alborozo, que se reproduce cada año en la más pura de las alegrías del mundo, la madre de Jesús callaba. «María conservaba todas estas cosas, rumiándolas en su corazón», hasta el día en que se las cuente a San Lucas, su pintor, su evangelista. Porque es ella, sin duda, quien le inspiró este relato, sobrio y tierno a la vez, donde se descubre la mano de una virgen y el corazón de una madre.
Conservaba todas estas cosas y las revolvía en su corazón. ¿Quién, sino María, puede haber descubierto esta dulce intimidad? Sin embargo, es la actitud normal de una madre en presencia del hijo que le acaba de nacer. Aunque guarde un silencio, al parecer, indiferente, lo oye todo, lo ve todo. Con su mirada intuitiva ha tomado posesión del pequeñuelo, y en el fondo de su alma esta ya tejiendo la cadena de alegrías y tristezas que van a formar aquella vida palpitante que acaba de traer al mundo. Es Lucas, el médico, quien ha puesto de relieve esta nota característica de toda maternidad. En torno de toda cuna se alaban las gracias del recién nacido, se examinan sus rasgos, se felicita a la madre. Esto mismo sucedió en el pesebre de Belén. También los pastores, en medio de su rudeza, conocían ese vocabulario de diminutivos graciosos, de palabras amables, que brotan sin esfuerzo del corazón en presencia de un niño que acaba de nacer. Las generaciones cristianas celebrarán con músicas, pastorelas y villancicos los encantos del «pequeñuelo» que había anunciado Isaías. San Francisco invitará a cantar a sus frailes, y dará en este día doble pienso a la mula y al buey; Santa Teresa bailará con sus monjas en torno a un nacimiento al son de las castañuelas. Pero el primer villancico resonó en Belén.
También la liturgia, inclinándose, como María, sobre la cuna, observa al recién nacido, examina su fisonomía, le describe y le canta a semejanza de los pastores. ¡Qué alegría más profunda hay en su acento cuando anuncia al pueblo cristiano «que un niño les ha nacido, que un niño les ha sido dado»! Y luego, ¡cómo se extasía delante de este parvulillo, «que se ha vestido de hermosura», «que vence en belleza a todos los hijos de los hombres», «en cuyos labios se ha derramado la gracia», «cuyos ojos son más bellos que el vino, cuyos dientes tienen la blancura de la leche» Pero al repasar sus textos nos damos cuenta de que la fiesta de Navidad no es sólo un idilio campestre con cantos angélicos y rumor de esquila y flautas y zagales. Es un día que tiene tres misas, tres misas inundadas de luz, revestidas de grandeza, arreboladas de gloria y de majestad. No se olvida en ellas el pesebre de Belén; pero esta aparición en nuestra carne mortal trae al alma el pensamiento de otros nacimientos misteriosos. Es una trilogía sublime que comprende el drama de la redención del mundo: primer reverbero de Cristo en la eternidad; su comienzo en la tierra; su realización en el Reino de Dios. El espíritu pasa de una idea a otra: de la eterna generación del Verbo a la visión deslumbrante de su encarnación; de la contemplación admirativa del Niño en los brazos de su Madre, al deseo ardiente de participar en la fuente de toda luz y toda alegría. «Tú eres mi Hijo—dijo el Señor—; hoy te engendré. María dio a luz a su Hijo y le colocó en el pesebre. Apareció la gracia de Dios, Salvador nuestro, a todos los hombres.»
Navidad es la fiesta de un Rey que llega; es una marcha triunfal; es una grandiosa epopeya y la historia viviente de un Reino que se realiza sin cesar; es, en una palabra, el drama de la verdadera luz. «La exultación—dice una secuencia antigua — estalla en el corazón de los creyentes. ¡Alleluya! Nuestro Rey sale de la puerta intacta. Alleluya! Porque el mensajero del eterno consejo sale del seno de la Virgen como el sol de una estrella; sol que no tiene ocaso, estrella que nos alumbra con vivo resplandor, siempre más pura.»
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