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jueves, 25 de agosto de 2011

Teología Ascética



Ascetismo
Etim: del griego: dado al ejercicio, industrioso

El esfuerzo o ejercicio espiritual en busca de la liberación del espíritu y el crecimiento de la virtud. Su fin es el crecimiento en la perfección cristiana y por ende el ascetismo debe ser un aspecto integral en la vida de todo cristiano.

Los principios y reglas del ascetismo se tratan en la teología ascética.


Síntesis de la doctrina ascética


En síntesis, la doctrina ascética del monacato primitivo puede reducirse a tres puntos fundamentales: el combate espiritual, las armas para el mismo y los frutos de la victoria.

1. El combate espiritual: El rasgo que mejor caracteriza la espiritualidad de los primeros monjes es su concepción de la vida cristiana a base de un combate espiritual. Se diría que habían meditado profundamente, comprendido y gustado las palabras con que San Pablo exhortaba a los fieles de Efeso: “Revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo… Tomad la armadura de Dios… revestíos de la coraza de la justicia… tomad el escudo de la fe… el yelmo de la salvación y la espada del espíritu” (Ef. 6,11-17), o también la orden que daba a su discípulo Timoteo: “Combate los buenos combates de la fe” (I Tim. 6,12) y que habían sido la regla de su propia vida: “He combatido el buen combate, ha terminado mi carrera, he guardado la fe” (2 Tim. 4,7).
En este sentido de lucha espiritual y de vigilancia, esencial al cristianismo, se había mantenido constantemente en la iglesia, y el eco del mismo se hallará en los Apotegmas ya que se manifestó con una fuerza particular en la vida y la doctrina de los primeros monjes, que son como su encarnación viviente. Los enemigos contra los que combatían eran los vicios y los demonios.
a) Los vicios. De ordinario se hablaba de ocho vicios, como fuente y síntesis de todos los males.
El principal mérito en la enumeración de estos ocho vicios, corresponde a Evagrio Póntico; Casiano y los otros tratadistas se limitan casi a seguir sus huellas. Con admirable penetración psicológica, llegó Evagrio a esta conclusión: los centenares de sugestiones, que conoce y enumera, se reducen, finalmente a los ocho célebres logismoi, que Casiano llamará los ocho vicios principales. He aquí su detalle, según Evagrio:
“Ocho son en total los pensamientos genéricos que comprenden todos los pensamientos: el primero es el de la glotonería (gastrimargía); después viene el de la fornicación (porneía); el tercero es el de la avaricia (Phylagyría); el cuarto, el de la tristeza (lypé); el quinto, el de la cólera (orgé); el sexto, el de la acedía (akedía); el séptimo, el de la vanagloria (kenodoxía); el octavo, el del orgullo (hyperephanía)”.
Al mencionar en primer término las pasiones más corporales, Evagrio reconocía el origen somático de los dos vicios de la glotonería y la lujuria, que no son más que desviaciones de los dos instintos primordiales de la conservación de la persona y la conservación de la especie. Además, aunque no lo diga explícitamente, hemos de notar que reparte sus ocho logismoi según los dos grandes principios de las pasiones: los tres primeros pertenecen al apetito concupiscible (epithyanía), y los cinco últimos al apetito irascible (thymós). Podemos agregar que se consideraba a los dos últimos los más difíciles de desarraigar: la vanagloria y el orgullo, que es doble: el orgullo de la carne, propio de los principiantes, que lleva a la desobediencia, a la envidia y a la crítica: y el orgullo del espíritu, que ataca a los más avanzados para impedirles llegar a la perfección llevándoles a presumir de sus fuerzas y a despreciar la gracia.
b) El demonio: En el desierto se atribuía frecuentemente al demonio casi todas las desdichas y dificultades espirituales y, sin duda, había en ello no poco de exageración. Sin embargo, el demonio intervenía frecuentemente contra ellos, ya con simples tentaciones (acción sobre los sentidos internos), ya con obsesiones (acción sobre los sentidos externos), ya con ilusiones (representaciones sutiles del mal bajo apariencia de bien). Acá es donde intervenían los Ancianos, los más experimentados en la lucha, los que conocían bien las “costumbres” del demonio y enseñaban a los principiantes, a los jóvenes, la manera de prevenir sus ataques, de reconocerlos y resistirlos.
2. Las armas: Las principales con que contaban para triunfar en sus combates espirituales eran la oración, el trabajo y ayuno.
a) La oración era su obligación fundamental ya que habían marchado al desierto y a la soledad para entregarse al trato continuo con Dios. La oración estaba perfectamente regulada, para la mañana, mediodía y la tarde de cada día. Fuera de la sintaxis litúrgica hebdomadaria, se la dejaba a la iniciativa de los anacoretas y consistía, sobre todo, en el canto de los salmos, al que muchos dedicaban varias horas del día y de la noche. El pensamiento de Dios acompañaba al monje en todas partes y en ellos veían la principal fuente de energía para vencer las pasiones.
b) El trabajo. Ellos partían del principio de que cada cual debía vivir de su trabajo manual, no importaba cuál, y siempre que ese trabajo fuera compatible con las posibilidades que ofrecía el desierto y con las exigencias de oración continua y recogimiento. Entonces, se fabricaban canastos, cuerdas, esteras, etc., objetos que la colonia se encargaba de vender para procurarse a cambio aquellos productos que necesitaba. Había, a veces, solitarios desocupados, pero, en ese sentido, enfriaban la disciplina espiritual del desierto en una de las leyes fundamentales.
c) El ayuno. La frugalidad se consideraba aún más importante que el trabajo para sujetar la carne al espíritu. El ayuno consistía en hacer una sola comida al día. Estaba, perfectamente reglamentado entre los cenobitas pero, entre los anacoretas, se dejaba librado al fervor de cada uno. Gran número de ellos ayunaban todos los días; algunos comían tan sólo cada dos, tres, cuatro y hasta cinco días. Los ejemplos de los grandes ascetas arrastraban a los menos ardientes.
3. Los frutos de la victoria: Fortalecidos por esta lucha contra el demonio y contra sí mismos, los ascetas llegaban, poco a poco, a la apatheia. Esta palabra fue, originariamente tomada de los estoicos, pero tiene una significación muy cristiana que reúne el demonio de sí mismo y la paz espiritual. No se trata de la insensibilidad de aquellos filósofos ni de la indolencia de los quietistas. Los más adelantados en la ascesis, lejos de renunciar a las austeridades o al trabajo, se entregaban a ello con fervor para asegurar el pleno desenvolvimiento de la vida del espíritu.
La apatheia, les permitía entregarse más plenamente a la contemplación de los bienes eternos, ya poseídos en esperanza. De allí proviene es impresión de alegría profunda o de plenitud espiritual, al mismo tiempo que de fortaleza, que se desprende de los relatos conservados de estas almas tan abiertas y ricas en medio del más absoluto desprendimiento de los bienes de la tierra. Si bien de por sí dischos relatos, a pesar de ser maravillosos, sorprendentes y pintorescos, no ofrecen una plena garantía, debemos hacer notar que la psicología que suponen es de altísimo valor.
Dicha psicología nos muestra en su conjunto un plantel de almas selectas tendiendo únicamente hacia los bienes del cielo o poseyendo, ya desde aquí abajo, la anticipación de los mismos.

Apotegmas de los Padres del Desierto, Editorial Lumen 1979.
Este texto fue confeccionado a partir de dos trabajos: a) “El monacato oriental”, Capítulo I de la Segunda Parte de la obra: “Los grandes maestros de la vida espiritual”, por Antonio Royo Marín; Editorial Católica, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1973; y b) “Introducción” a “Paroles des anciens”, por Jean-Claude Guy, Editions du Senil, 1976.
Para profundizar este tema, véase: “Consejos a los ascetas”, por Teófano el Recluso. Ed. Lumen, Bs. As., 1979.
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LA VIDA ASCÉTICA Y EL MONACATO

Desde los orígenes de la Iglesia, hubo cristianos que abrazaron una vida de plena imitación de Jesucristo. Más tarde, el ascetismo cristiano revistió formas características de huida del mundo y vida en común: así nació el monaca­to, que floreció desde el siglo IV, tanto en el Oriente cristia­no como en el mundo latino occidental.

1. La vida ascética cristiana es tan antigua como la Iglesia de Jesucristo. Desde los mismos orígenes, hubo fieles de uno y otro sexo que abrazaban una vida de plena imitación del Maestro: permanecían vírgenes o guardaban continencia, practicaban la oración y la mortificación cristiana y se ejercitaban en las obras de misericordia. Durante los tres primeros siglos, ascetas y vírgenes no abandonaban el mundo ni se reunían, de ordinario, a vivir en común. Sin solemnidades públicas, como las que luego se introdujeron, se comprometían a guardar la castidad «por el Reino de los Cielos» (Mt XIX, 12) y permanecían entre los demás miembros de su comunidad cristiana, habitando en sus casas y administrando sus bienes.

2. En la sociedad romano-cristiana de los siglos IV y V, el fenómeno ascético tuvo resonantes manifestaciones en los propios círculos de la aristocracia. Matrimonios de la nobleza senatorial, como Paulino de Nola y Terasia o Piniano y Melania, se desprendieron de inmensos patrimonios y asumieron una existencia de fieles discípulos de Jesucristo, según las enseñanzas del Evangelio. San Jerónimo dirigió espiritualmente a los círculos ascéticos de nobles señoras romanas, primero en la propia Urbe y luego en Palestina: les explicaba los Libros Sagrados y les alentaba en el ejercicio de la ascesis cristiana. La práctica de la castidad entre las mujeres se incrementó a lo largo del siglo IV y, a veces, viudas y doncellas vírgenes comenzaron a vivir en común, como sucedió en Roma, en torno a las nobles damas Paula y Marcela.

3. La tradición ascética cristiana dio vida, desde principios del siglo IV, a la institución del monacato, que tanta importancia había de tener en la historia de la Iglesia. Un rasgo peculiar caracterizó esta nueva forma de vida ascética: la huida del mundo. La consagración al servicio divino se estimaba ahora que sólo podía realizarse con perfección mediante el apartamiento del siglo; saliendo del ambiente existente en los tiempos que siguieron a la paz de la Iglesia, menos fervoroso que el de las antiguas comunidades cristianas, por la llegada de muchedumbres de neófitos de espíritu mediocre y costumbres paganas.

4. Un tópico muy repetido señalaba a Egipto como la patria natal del monacato. Hoy se matiza esa afirmación, dado que la investigación histórica ha puesto de manifiesto que el fenómeno monástico tuvo un principio más o menos autóctono en distintas regiones. Con todo, es indudable que Egipto jugó un papel preeminente en la historia del monacato universal. Allí, como en otros lugares, los anacoretas se retiraron a los desiertos, los maestros espirituales famosos reunieron en torno a sí discípulos y surgieron colonias de solitarios --, con una iglesia como centro. La «Vida de Antonio», que San Atanasio escribió y divulgó en Occidente, es a la vez obra biográfica y apología del monacato y contribuyó mucho al renombre que alcanzó por toda la Cristiandad el monacato copio de Egipto.

5. En la Tebaida -Alto Egipto-, San Pacomio (286-346) aportó al monacato nuevos elementos de notoria importancia en la historia del ascetismo: la vida común y la obediencia al superior religioso. Los monjes pacomianos formaron comunidades numerosísimas y, frente a la vida independiente propia de los solitarios, su existencia se hallaba minuciosamente ordenada por las prescripciones de una norma escrita -la «Regla»-, que en lo sucesivo constituyó un elemento esencial de la institución monástica. La «Regla» de Pacomio fue reformada en sentido rigorista por el abad Shenouté. En Asia Menor, donde el monacato había hecho su aparición poco después que en Egipto, San Basilio de Cesares lo promovió y organizó. Basilio no escribió una Regla propiamente dicha, pero sus conferencias ascéticas y otros escritos formaron unos cuerpos de observancias monacales que recibieron* también el nombre de «reglas». Las observancias basilianas fueron base principal del monacato bizantino y su ‘ influencia literaria se recibió también en Occidente.

6. En el Occidente latino, el monacato, tanto de varones como de mujeres, floreció desde el siglo 1V. La célebre monja Eteria -autora del Itinerarium, relato pormenorizado de su peregrinación a Oriente- fue una intrépida y piadosa viajera, probablemente gallega. Surgieron monasterios en lugares desiertos, como los de Ligugé y Marmoutier, fundados en las Galias por San Martín de Tours, y estos cenobios fueron a menudo importantes centros de colonización rural. La búsqueda de la soledad llevó incluso a los monjes a erigir monasterios en islas próximas a las costas, como el famoso de Lerins, cerca de Cannes, el que existía en el siglo VI en la isla balear de Cabrera o los monasterios de monjes celtas en los mares en torno a Irlanda y Escocia. En contraste con estos cenobios radicados en lugares desiertos, los hubo también intramuros de las ciudades o en sus suburbios, cuyas clausuras habían de procurar a sus moradores la soledad y la separación del mundo que exigía la profesión monástica. Ochenta monasterios había en Constantinopla en tiempo de Justiniano, entre ellos el famoso de Studion, cuyos monjes tuvieron un destacado papel en la vida eclesiástica bizantina. En Occidente, las fundaciones de Juan Casiano -autor de las conocidas «Colaciones» e «Instituciones monásticas»- estuvieron emplazadas en la ciudad de Marsella, y «marselleses» se llamó a esos monjes. En la España visigótica se escribió una homilía sobre los «monjes perfectos», que es una apología del monacato urbano.

7. Obispos ilustres -Ambrosio de Milán, Eusebio de Vercelli, etc.- promovieron el monacato también entre el clero de sus iglesias. Particular relieve tuvo San Agustín, que, tras ser nombrado obispo de Hipona, reunió a los clérigos en su casa e instituyó en ella la vida común. La llamada «Regla de San Agustín», destinada a esta comunidad, se tomaría como norma en los siglos medievales cuando distintos intentos de reforma eclesiástica promovieron la vida común -vita canonica- entre el clero. La actitud de los monjes ante la cultura fue dispar: mientras en el Egipto copio dominó una tónica de anti-intelectualismo, hubo monasterios, como el de Vivarium, fundado en Calabria por Casiodoro -el antiguo ministro de Teodorico el Grande-, donde los estudios tenían parte principal, como un anticipo de la misión de conservación de la cultura antigua a que tanto contribuyeron los monjes medievales.

8. El lugar de honor en la historia del monacato latino corresponde sin duda alguna a San Benito (480-547), el padre de los monjes de Occidente. Subiaco primero y Monte-casino después fueron los dos monasterios fundados y gobernados por San Benito. En Montecasino, al final de su vida, Benito compuso la celebérrima regla que lleva su nombre, donde se conjugan experiencias propias y elementos tomados de los grandes legisladores orientales -Pacomio y Basilio- y sobre todo de un texto anónimo -la «Regla del Maestro»-, que constituye la principal fuente del Código benedictino. Este Código alcanzó con el tiempo un éxito inmenso y se convirtió en la regla típica del monacato occidental.

9. La tradición benedictina acabó por imponerse en la Cristiandad medieval, borrando la memoria de otras viejas tradiciones ascéticas occidentales. Conviene sin embargo recordar a dos de esas tradiciones que terminaron por extinguirse, mas no sin’ dejar una huella considerable en la historia cristiana: el monacato celta y el visigodo. La Iglesia de Irlanda, después de la muerte de San Patricio, adoptó una organización acusadamente monástica, acomodada a la naturaleza de la sociedad de clanes existente en la’ isla. La Regla de San Columbano fue el principal código monástico celta y los monjes misioneros llevaron sus observancias hasta el corazón del continente europeo. En Hispania, San Martín de Braga trajo a Galicia, en la segunda mitad del siglo VI, la doctrina del monacato oriental. En el reino visigodo católico, varios Padres hispánicos compusieron reglas: la de San Leandro para vírgenes, dedicada a su hermana Florentina; la de San Isidoro, para el monasterio Honorianense, en la Bética; la de San Fructuoso de Braga, para monjes, y la «Regla Común», salida también de los ambientes fructuosianos. Fructuoso fue el más célebre monje visigodo y el propulsor de un movimiento ascético, que sobrevivió a la invasión islámica. El pactualismo, las congregaciones de monasterios y la tendencia al monacato dúplice son rasgos característicos de la tradición monástica hispana.

La ascética, entendida como una rama de la Teología, puede ser definida brevemente como la exposición científica del ascetismo cristiano. Ascetismo (askesis, askein), según su sentido literal, significa pulimento, refinamiento o suavizamiento. Los griegos utilizaban esa palabra para indicar el ejercicio realizado por los atletas para desarrollar las fuerzas dormidas en el cuerpo y entrenar a éste para que alcanzase su belleza natural. El fin que se perseguía con la realización de estos ejercicios gimnásticos era la obtención de la corona de laureles que se otorgaba al vencedor en los juegos públicos. La vida del cristiano, como lo asegura el mismo Cristo, es una lucha para conquistar el reino de los cielos (Mt 11,12). San Pablo, quien había sido educado a la manera griega, utiliza la figura del pentatlón griego (I Cor. 9, 24) para dar a sus lectores una lección objetiva de esta batalla espiritual y de este esfuerzo moral. Las prácticas que deben ser realizadas en este combate tienden a desarrollar y fortificar la energía moral, y su objetivo es la perfección cristiana que conduce a la persona a su fin último: la unión con Dios. Estando la naturaleza humana debilitada por el pecado original e inclinada, consecuentemente, a lo malo, tal fin no puede ser alcanzado si no es sobreponiéndose- con la ayuda de la gracia de Dios- a obstáculos muy serios. La lucha moral, así entendida, consiste ante todo en atacar y eliminar los obstáculos, o sea, las malas concupiscencias (de la carne, de los ojos y del orgullo de la vida), efectos del pecado original que sirven para probar al hombre (Trid. Ses. V, De peccato originali). El apóstol Pablo llama a este primer deber “despojarse del hombre viejo” (Ef 4, 22). El segundo deber, en palabras del mismo Apóstol, es “revestirse del hombre nuevo”, según la imagen de Dios (Ef 4, 24). El hombre nuevo es Cristo. Es nuestro deber pugnar por asemejarnos a Él, viendo en Él “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). Debe quedar claro que este esfuerzo es de orden sobrenatural y no puede ser realizado sin la gracia divina. Su fundamento está en el bautismo, por el que somos adoptados como hijos de Dios a través de la recepción de la gracia santificante. Eso significa que debe ser perfeccionado por medio de virtudes sobrenaturales, los dones del Espíritu Santo, y la gracia actual. Así pues, dado que la ascética es el tratado sistemático de esa búsqueda de la perfección cristiana, se puede definir como la guía científica para adquirir la perfección cristiana y que consiste en expresar al interior de nosotros mismos, con ayuda de la gracia divina, la imagen de Cristo, a base de practicar las virtudes cristianas y de poner en práctica los medios de vencer los obstáculos. Examinemos más detenidamente los diversos elementos de esa definición.

A. Naturaleza de la perfección cristiana

1. Por principio de cuentas, debemos rechazar la concepción de los protestantes que afirma que la perfección cristiana, según la entienden los católicos, es esencialmente un ascetismo negativo (Cfr. Seberg en Herzog-Hauck, "Realencyklopädie für prot. Theologie", III, 138), y que la noción correcta de ascetismo fue descubierta por los reformadores. No hay duda posible en lo que toca la postura católica, si prestamos atención a las claras voces de Santo Tomás y San Buenaventura. Esos maestros de la teología católica, que nunca cesaron de repetir que el ideal del ascetismo defendido por ellos era el del pasado católico, el de los Padres, el de Cristo mismo, afirman enfáticamente que el ascetismo corporal no tiene un valor absoluto sino sólo relativo. Santo Tomás lo llama “medio para el fin”, que debe ser usado con prudencia. San Buenaventura dice que las austeridades corporales “preparan, fomentan y preservan la perfección” (ad perfectionem præparans et ipsam promovens et conservans; "Apolog. pauperum", V, C, VIII). Para probar su tesis, él demuestra que conceder un valor absoluto a las austeridades corporales sería caer en el maniqueísmo. Señala, igualmente, que Cristo, el ideal de la perfección cristiana, fue menos austero en su ayuno que Juan el Bautista. Explica también que los fundadores de órdenes religiosas prescribieron para sus comunidades menos ejercicios ascéticos que los que se exigieron a si mismos (cf. J. Zahn, "Vollkommenheitsideal" en "Moralprobleme", Friburgo, 1911, p. 126 ss). Por otro lado, los católicos no niegan la importancia de los ejercicios ascéticos para alcanzar la perfección cristiana. Tomando en consideración la condición de la naturaleza humana, declaran que dichos ejercicios son necesarios para quitar los obstáculos y para liberar las fuerzas morales del hombre. Con ello, le dan al ascetismo un carácter positivo. De igual valor son considerados aquellos ejercicios que domeñan y guían las fuerzas del alma. De esa manera los católicos dan cumplimiento, y siempre lo han dado, a lo que Harnack ve como una exigencia del Evangelio, y que él afirma haber buscado en vano entre los católicos. Los católicos sí “batallan contra Mamón, las preocupaciones y el egoísmo, y practican la caridad que gusta de servir y sacrificarse” (Harnack, "Essence of Christianity"). El ideal católico de ningún modo se reduce a los elementos negativos del ascetismo, sino que tiene una naturaleza positiva.

2. La esencia de la perfección cristiana es el amor. Santo Tomas (Opusc. de perfectione christ., c. II) dice que es perfecto aquello que es conforme a su fin (quod attingit ad finem eius). Ahora bien, el fin del hombre es Dios y aquello que une más íntimamente al hombre con Dios, aún en esta vida, es el amor (I Cor 6, 17; I Jn 4, 16). Todas las demás virtudes están al servicio del amor, o constituyen sus prerrequisitos naturales, como son la fe y la esperanza. El amor toma la totalidad del alma humana (inteligencia y voluntad), la santifica y le infunde nueva vida. El amor vive en todas las cosas, así como todas las cosas viven en el amor y por el amor. El amor da a cada cosa su correcta dimensión y la dirige hacia su último fin. “El amor es el principio de la unidad, sin importar la diversidad de los estados, las vocaciones y las tareas particulares. Hay muchas provincias, pero todas constituyen un solo reino. Los órganos son muchos, pero sólo hay un organismo” (Zahn, l. c., p. 146). Es por ello que el amor ha sido apropiadamente llamado “el vínculo de perfección” (Col 3, 14), o “plenitud de la ley” (Rom 13, 8). Ha sido enseñanza perenne de los escritores ascéticos católicos que la perfección cristiana consiste en el amor. Bastan pocos testimonios de ello. Escribiendo a los corintios, Clemente Romano dice (Ep. I Cor., XLIX, 1): “Fue el amor lo que hizo perfectos a los elegidos; sin amor nada es aceptable a Dios” (en te agape ateleiothesan pantes oi eklektoi tou theou dicha agapes ouden euareston estin to theo; Funk, "Patr. apost.", p. 163). La Epístola de Bernabé insiste que el camino de la luz es “su amor que nos ha creado” (agapeseis ton se poiesanta; Funk, l. c., p. 91), “amor hacia el prójimo, que ni siquiera se cuida de su propia vida” (agapeseis ton plesion sou hyper ten psychen sou), y afirma que la perfección no es otra cosa que “amor y alegría acerca de las buenas acciones que dan testimnio de la justicia”” (agape euphrosyns kai agalliaseos ergon dikaiosynes martyria). San Ignacio nunca se cansa en sus cartas de proponer la fe como la luz y el amor como el camino, ya que el amor es el fin y la meta de la fe ("Ad Ephes.", IX,XIV; "Ad Philad.", IX; "Ad Smyrn.", VI). Según la “Didache”, el amor a Dios y al prójimo es el inicio del “camino de la vida” (c.I), y en la Epístola a Diogneto el amor activo es llamado el fruto de la fe en Cristo. El “Pastor de Hermes” resalta el mismo ideal cuando afirma que es la “vida por Dios” (zoe to theo) la suma total de la existencia humana. A esos Padres de la Iglesia podemos añadir a San Ambrosio (De fuga sæculi, c. iv, 17; c. vi, 35-36) y a San Agustín. Este último piensa que la justicia perfecta es equivalente al amor perfecto. Tanto Santo Tomás como San Buenaventura hablan el mismo lenguaje y su autoridad es tan imponente que los escritores ascéticos de las épocas subsecuentes han seguido fielmente sus huellas (cf. Lutz, "Die kirchl. Lehre von den evang. Räten", Paderborn, 1907, pp. 26-99).

Sin embargo, aunque la perfección consiste esencialmente en el amor, es igualmente cierto que no cualquier grado de amor es suficiente para constituir la perfección moral. La perfección ética de los cristianos consiste en la perfección del amor, que exige tal disposición “que podamos actuar rápida y expeditamente aunque haya muchos obstáculos en nuestro camino” (Mutz, "Christl. Ascetik", 2a. ed., Paderborn, 1909). Pero esta disposición del alma presupone que las pasiones han sido domadas. Ello es resultado de una lucha trabajosa, en la que las virtudes morales, aceradas por el amor, rechazan y apagan los hábitos y las inclinaciones malas, substituyéndolas con buenas inclinaciones y hábitos. Es hasta entonces que se convierten en “la segunda naturaleza del hombre, por así decir, para probar su amor a Dios en ciertos momentos y bajo ciertas circunstancias, para practicar la virtud y, hasta donde le es posible a la naturaleza humana, preservar su alma incluso de la mancha más pequeña” (Mutz, l. c., p. 43). Debido a la debilidad humana y a la presencia de la concupiscencia (fomes peccati: Trid., Sess. VI, can. XXIII), sin un privilegio especial, en esta vida no puede ser lograda una perfección libre de defectos (cf. Prov., 20, 9; Eccl., 7, 21; Sgo 3, 2). Del mismo modo, la perfección, de este lado de la tumba, nunca llegará a tal grado de perfección que ya no admita crecimiento, como queda claro de la enseñanza de la Iglesia y de las características mismas de nuestra naturaleza actual (status viae). En otras palabras, nuestra perfección siempre será relativa. Como dice San Bernardo: “Un celo incansable de avanzar y una lucha continua en pos de la perfección constituyen por si mismos la perfección” (Indefessus proficiendi studium et iugis conatus ad perfectionem, perfectio reputatur; "Ep. ccliv ad Abbatem Guarinum"). Ya que la perfección consiste en el amor, no es ella privilegio de ningún estado en particular, sino que puede ser, y de hecho ha sido, algo alcanzable en cualquier estado. (Cf. PERFECCIÓN, CRISTIANA Y RELIGIOSA). Sería, por tanto, un error identificar la perfección con el así llamado “estado de perfección” y con la observancia de los consejos evangélicos. Santo Tomás correctamente enseña que también hay hombres perfectos fuera de las órdenes religiosas y hombres imperfectos dentro de ellas (Summa theol., II-II, Q. CLXXXIV, a. 4). Cierto que, en general, las condiciones para realizar la vida cristiana ideal son más favorables en el estado religioso que en el secular. Pero no todos son llamados al estado religioso, ni todos pueden encontrar en él su satisfacción (Cf. CONSEJOS, EVANGÉLICOS). Para resumir, el fin es el mismo; los medios son diferentes. Esto responde suficientemente a la objeción de Harnack (Essence of Christianity) acerca de que la Iglesia considera la perfección cristiana como algo posible únicamente para los monjes, mientras que visualiza la vida cristiana en el mundo como algo apenas suficiente para alcanzar el último fin.

3. El ideal al que el cristiano debe conformarse y hacia el cual debe tender con todas sus fuerzas, tanto naturales como sobrenaturales, es Jesucristo. Su justicia debe ser nuestra justicia. Toda nuestra vida debe ser penetrada por Jesucristo de tal modo que nos convirtamos en cristianos en el sentido pleno de la palabra (“Hasta ver a Cristo formado en ustedes”, Gal. 4, 19). La Escritura prueba que Jesucristo es el modelo supremo y el patrón de conducta de la vida cristiana. Por ejemplo: Jn 13, 15 y I Pe 2, 21, en donde se recomienda directamente la imitación de Cristo; Jn 8, 12, en donde Cristo es llamado “luz del mundo”. Véase también Rom 8, 29; Gal 2, 20; Fil 3, 8; Heb 1, 3, en donde el Apóstol alaba el conocimiento excelente de Jesucristo, por quien él ha sufrido la pérdida de todas sus cosas, considerándolas basura, para poder ganar a Cristo. De entre los numerosos testimonios de los Padres, sólo citaremos el de San Agustín que dice: “Finis ergo noster perfectio nostra esse debet; perfectio nostra Christus” (Por tanto, nuestro fin debe ser nuestra perfección; nuestra perfección es Cristo) (P. L., XXXVI, 628; cf. también "In Psalm.", 26, 2, en P. L., XXXVI, 662). En Cristo no hay sombra alguna; nada incompleto. Su divinidad garantiza la pureza del modelo; su humanidad, por la que se asemejó a nosotros, hace atractivo el modelo. Pero esta imagen de Cristo, libre de añadiduras u omisiones, sólo se encuentra en la Iglesia Católica y, por la infalibilidad de ésta, siempre continuará en ella como en su sitio ideal. Por la misma razón, solamente la Iglesia puede garantizarnos que el ideal de la vida cristiana permanecerá puro y sin adulteraciones, sin ser identificado con ningún estado en particular ni con ninguna virtud subordinada (cf. Zahn, l. c., p. 124). Un examen libre de prejuicios prueba que el ideal de la vida católica ha sido conservado fielmente en su pureza original a través de los siglos y que la Iglesia siempre ha sabido corregir los intentos de desfiguración que han hecho algunas personas. Los colores frescos que definen la figura viva de Cristo se derivan de las fuentes de la revelación y de las decisiones doctrinales de la Iglesia. Ellos nos cuentan de la santidad interna de Cristo (Jn 1, 14; Col 2, 9; Heb 1, 9, etc.). Su vida derrama gracia, de cuya plenitud todos hemos recibido (Jn 1, 16). Su vida de oración (Mc 1, 21- 35; 3, 1; Lc, 5, 16; 6, 12; 9, 18; etc.), su devoción al Padre celestial (Mt 11, 26; Jn 4, 34; 5, 30; 8, 26-29), su relación con los hombres (Mt 9, 10; Cf. I Cor 9, 22), su espíritu de desprendimiento y sacrificio, su paciencia y mansedumbre y, finalmente, su asceticismo según queda revelado por su ayuno (Mt 4, 2; 6, 18).

B. Peligros de la vida ascética

La segunda función de la teología ascética es señalar los peligros que pueden amenazar el logro de la perfección cristiana e indicar los medios para evitarlos exitosamente. El primer peligro que debe ser advertido es la concupiscencia. Otro peligro reside en la atracción de la creación visible, que puede llegar a ocupar el corazón humano con exclusión del fin más alto. A esa misma clase pertenecen las tentaciones del mundo pecador y corrupto (I Jn 5, 19), o sea, aquellos hombres que propagan doctrinas perversas y contrarias a Dios, negando u ofuscando el sublime destino del hombre; aquellos que a base de dar malos ejemplos y pervertir los conceptos éticos intentan dar cauces falsos a la sensualidad humana. En tercer lugar, la ascética no sólo nos hace conscientes de la malicia del diablo, para que no seamos presas de sus intrigas, sino también de sus debilidades, para que no nos desanimemos. Por último, no satisfecha con indicar los medios generales necesarios para triunfar en la batalla, la ascética nos ofrece remedios específicos para tentaciones especiales (cf. Mutz, "Ascetik", 2ª. ed., p. 107 ss.).

C. Medios para realizar el ideal cristiano

1. Sobre todas las cosas está la oración, entendida en su sentido más estricto. Ella es uno de los medios para lograr la perfección. Las devociones especiales, aprobadas por la Iglesia, y los medios sacramentales de santificación, están especialmente relacionados con la búsqueda de la perfección (confesión y comunión frecuentes). La ascética prueba la necesidad de la oración (II Cor 3, 5) y enseña el modo más provechoso en resultados espirituales. Explica la oración vocal y enseña el arte de meditar según los métodos de San Pedro de Alcántara, de San Ignacio y de varios otros santos, en especial los “tres modi orandi” de San Ignacio. Se le da un lugar muy especial al examen de conciencia, y con mucha razón, pues la vida ascética desmaya o crece dependiendo de la calidad de su práctica. Si no se practica regularmente, no se puede hablar de verdadera purificación del alma ni de avance espiritual. Ella centra la visión interior en cada acción: son sometidos a riguroso escrutinio todos los pecados, sean cometidos con plena conciencia o semivoluntariamente, incluyendo las negligencias que, sin ser pecaminosas disminuyen la perfección del acto (peccata, offensiones, negligentioe; cf. "Exercitia spiritualia" de San Ignacio, ed. P. Roothaan, p. 3). La ascética distingue dos clases de examen de conciencia. Uno general (examen generale), y otro especial (examen particulare). Simultáneamente enseña cómo pueden ser realizados ambos de manera provechosa, utilizando apoyos prácticos y psicológicos. En el general, se trata de recordar las faltas del día; en el particular, se enfoca la atención en un defecto particular para observar su frecuencia, o en una virtud, para aumentar el número de sus acciones.

Los ascetas recomiendan la visita al Santísimo Sacramento (visitatio sanctissimi), práctica útil para alimentar y fortalecer las virtudes divinas de fe, esperanza y caridad. También inculcan la veneración de los santos, cuyas vidas virtuosas deben movernos a imitarlas. Claro que imitar no significa copiar exactamente. Lo que los ascetas proponen como el método más natural de imitación consiste en eliminar, o por lo menos disminuir, el contraste entre nuestras vidas y las vidas de los santos; el perfeccionamiento de nuestras virtudes, de acuerdo a nuestra disposición natural y a las condiciones peculiares de lugar y tiempo. Por otra parte, el reconocimiento de que las vidas de algunos santos más son sujetos de admiración que de imitación no nos debe llevar a atarnos con el peso de la blandura y la comodidad humanas, y a ver con suspicacia todo acto heroico, como si fuera algo que estuviese más allá de nuestras capacidades y ajeno a nuestras circunstancias. Tal suspicacia quedaría justificada si el acto heroico no fuera congruente con el desarrollo precedente de nuestra vida interior. La ascesis cristiana no puede pasar por alto a la Bienaventurada Madre de Dios. Ella es, después de Cristo, el ideal más sublime. Nadie más ha recibido la gracia con tal plenitud, ni ha cooperado con la gracia de una forma tan fiel como Ella. Es por ello que la Iglesia la alaba como Espejo de Justicia (speculum justitae). El simple pensamiento de su trascendente pureza basta para repeler los encantos del pecado y para inspirar placer en el maravilloso brillo de la virtud.

2. La autonegación es el segundo método enseñado por los ascetas (Mt 16, 24-25). Sin ella, el combate entre carne y espíritu, que son mutuamente contrarios (Rom 7, 23; I Cor 9, 27; Gal 5, 17), no podría llevarnos a la victoria del espíritu (Imitatio Christi I, XXV). La condición humana posterior a la caída de Adán nos indica claramente qué tan lejos debe llegar esta autonegación. La inclinación al mal domina tanto la voluntad como los apetitos inferiores. No solamente el intelecto está sujeto a esta propensión al mal, también lo están los sentidos interiores y exteriores. De ahí que la autonegación y el autocontrol deben extenderse a todos esas facultades. La ascética reduce la autonegación a la mortificación exterior e interior. La exterior consiste en la purificación de las facultades del alma (memoria, imaginación, inteligencia y voluntad) y al dominio de las pasiones. Sin embargo la palabra “mortificación” no debe ser entendida como un proceso de limitación de una vida “fuerte, plena y saludable” (Schell). Su objetivo es evitar que las pasiones sensuales dominen sobre la voluntad. Es precisamente a través de domeñar las pasiones por medio de la mortificación y autonegación que la energía vital recibe nueva fortaleza y queda libre de grilletes limitantes. Ahora bien, aunque los maestros del ascetismo reconocen la necesidad de la mortificación y de la autonegación, y están muy lejos de pensar que sea “criminal adoptar sufrimientos voluntarios” (Seeberg), también distan mucho de promover la así llamada “tendencia asensual”, que considera al cuerpo y su vida como un mal necesario, y propone evitar sus efectos perniciosos mutilándolo o debilitándolo voluntariamente (cf. Schneider, "Göttliche Weltordnung u. religionslose Sittlichkeit", Paderborn, 1900, p. 537). Los católicos, por otro lado, tampoco abogan por el “evangelio de la sensualidad saludable”, que no es sino un nombre atractivo para promover una vida de concupiscencia irrestricta.

Se pone especial atención al dominio de las pasiones porque ellas son, más que cualquier otra cosa, el enemigo contra el que debe dirigirse incansable el combate moral. La filosofía escolástica enumera las siguientes pasiones: amor, odio, deseo, horror, alegría, tristeza, esperanza, desesperanza, audacia, miedo, ira. A partir de la idea cristiana de que las pasiones (passiones, según las entiende Santo Tomás) son inherentes a la naturaleza humana, los ascetas afirman que ellas no son ni enfermedades, como sostenían los estoicos, los reformadores y Kant; tampoco son inocuas, como lo afirmaban los humanistas y Rousseau, quien negaba el pecado original. Al contrario, se insiste en que por si mismas son indiferentes, y pueden consecuentemente ser utilizadas para el bien o para el mal; que reciben su carácter moral solamente a partir del uso que uno les dé. El objetivo de los ascetas es señalar las formas y medios con los que las pasiones pueden ser controladas y dominadas, para que, en vez de que ellas inciten la voluntad al pecado, se conviertan en confiables aliadas del hombre para la realización del bien. Además, como las pasiones se desordenan en cuanto se vuelcan hacia las cosas ilícitas o exceden los límites necesarios de lo lícito, la ascesis nos enseña cómo convertirlas en algo inocuo a base de evitarlas o controlarlas, o de utilizarlas para lograr fines más elevados.

3. El trabajo también es necesario para buscar la perfección. El trabajo incansable es contrario a nuestra naturaleza corrupta que gusta de la facilidad y de la comodidad. El trabajo, bien ordenado, incansable y con un propósito, implica la autonegación. Ello explica porqué la Iglesia Católica siempre ha visto el trabajo, mental y manual, como una regla ascética valiosísima (cf. Cassian, "De instit. coenob.", X, 24; Sn. Benito, Regla, XLVIII, LI; Basilio, "Reg. fusius tract." c. XXXVII, 1-3; "Reg. brevius tract.", c. LXXII; Orígenes, "Contra Celsum", I, 28). San Basilio llega a afirmar que la piedad y el aborrecimiento del trabajo son irreconciliables en el ideal cristiano de la vida (cf. Mausbach, "Die Ethik des hl. Augustinus", 1909, p. 264).

4. El sufrimiento es otro elemento integral del ideal cristiano y, consecuentemente, también es objeto de la ascética. Pero su verdadero valor sólo aparece cuando es visto a la luz de la fe, la cual enseña que el sufrimiento nos asemeja a Cristo, en cuanto que somos miembros de su Cuerpo Místico, del que Él es cabeza (I Pe 2, 21). El sufrimiento es el canal de la gracia que sana (sanat), preserva (conservat) y prueba (probat). Por último, la ascética nos enseña a convertir el sufrimiento en canal de gracia celestial.

5. Las virtudes son tratadas a profundidad. Como lo prueba la teología dogmática, el alma, al ser justificada, recibe hábitos sobrenaturales. Y no sólo los tres divinos, sino también las virtudes morales (Trid. Ses. VI, De justit. C. VI; Cat Rom, p. 2, c. 2, n 51). Tales fuerzas sobrenaturales (virtutes infusae) se ven reforzadas por las facultades naturales o por las virtudes adquiridas (virtutes acquisitae), formando un único principio de acción. Es tarea de la ascética mostrar cómo las virtudes, teniendo en cuenta los obstáculos y medios ya mencionados, pueden ser puestas en práctica en la vida real del cristiano de modo que se perfeccione el amor y la imagen de Cristo reciba su configuración perfecta en nosotros. De acuerdo al breve de León XIII “Testem benevolentiae”, del 22 de enero de 1899, los ascetas insisten en que las así llamadas “virtudes pasivas” (mansedumbre, humildad, obediencia, paciencia) nunca deben tomar un segundo lugar ante las “virtudes activas” (dedicación a los deberes propios, actividad científica, trabajo social y educativo). Eso sería igual que negar que Cristo es el modelo supremo. Lo que se debe hacer es armonizar ambas virtudes en la vida cristiana. La verdadera imitación de Cristo no debe ser un freno, ni debe achatar la iniciativa cristiana en ningún área del quehacer humano. Todo lo contrario, la práctica de las virtudes pasivas son el soporte y el apoyo de la verdadera actividad. Aún más, pasa con frecuencia que las virtudes pasivas revelan un mayor grado de energía moral que las activas. El breve de León XIII nos refiere a Mt 21, 29; Rm 8, 29; Gal 5, 24; Fil 2, 8; Heb 13, 8 (Cfr. también Zahn 1, c., 166 ss.).

D. Aplicación de los medios en los tres grados de la perfección cristiana

La imitación de Cristo es el deber de quienes buscan la perfección. Pero es natural que ese proceso de formación en pos de la imagen de Cristo sea gradual y que deba sujetarse a las leyes de la energía moral. Pues la perfección moral es el término de un largo camino, la corona de una batalla muy costosa. Los maestros de la ascética dividen en tres grupos a quienes buscan la perfección: principiantes, avanzados y perfectos. En correspondencia, también establecen tres etapas o vías de perfección cristiana: la vía purgativa, la vía iluminativa y la vía unitiva. Los medios de los que se habló arriba se deben aplicar con más o menos diversidad e intensidad de acuerdo a la etapa en que se encuentre el cristiano. En la vía purgativa, durante la cual los apetitos y las pasiones desordenadas aún poseen considerable fuerza, se deben practicar más intensamente la mortificación y la autonegación. Las semillas de la vida espiritual no fructificarán a menos que se hayan arrancado previamente la cizaña y los cardos. En la vía iluminativa, cuado las nieblas de la pasión ya se han levantado un tanto, se debe insistir en la meditación y en la práctica de las virtudes a imitación de Cristo. Durante la última etapa, la vía unitiva, el alma debe afirmarse y perfeccionarse en conformidad con la voluntad de Dios (“Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mi”, Gal 2, 20). Debe tenerse cuidado, sin embargo, de no pensar que esas tres etapas son bloques separados de la búsqueda de la virtud y la perfección. Aún en la segunda y tercera etapas aparecen a veces luchas violentas y, por otra parte, el gozo de sentirse unido a Dios a veces se reconoce en la etapa inicial como un aliciente para avanzar más (Mutz, "Aszetik," 2a ed., 94 ss.).

E. Relación de la ascética con la Teología Moral y con la Mística

Todas esas disciplinas tienen relación con la vida cristiana y con su fin en la otra vida. Pero difieren entre si por el modo en que tratan esos temas. La Teología Ascética, que está separada de la Teología Moral y de la Mística, tiene como objeto la búsqueda de la perfección cristiana; enseña cómo se puede alcanzar ésta a base de una intensa formación y práctica de la voluntad, apoyándose en ciertos medios específicos para evitar los peligros y atracciones del pecado, y en la práctica cada vez más asidua de la virtud. Por otra parte, la Teología Moral es la doctrina de los deberes, por lo que se contenta con dar una explicación científica de la virtud. La Mística trata esencialmente de la “unión con Dios” y de la extraordinaria “oración mística”. Aunque también comprende en su estudio esos fenómenos, accidentales a la mística, como el éxtasis, la visión, la revelación, etc., de ningún modo se les puede considerar esenciales a la vida mística (cf. Zahn, "Einführung in die christl. Mystik", Paderborn, 1908). Es verdad que la Mística incluye también algunos asuntos de la Ascética como la búsqueda de purificación, la oración vocal, etc., pero eso lo hace porque tales ejercicios se consideran preparatorios para la vida mística y nunca, ni siquiera en las etapas más elevadas, deben ser dejados de lado. No es, sin embargo, la vida mística simplemente un grado más alto de la vida ascética, sino que difiere de ella esencialmente. La vida mística es una gracia especial que se otorga al cristiano sin mérito alguno de su parte.

F. Desarrollo histórico de la Ascética

1. La Sagrada Biblia

En ella abundan las instrucciones prácticas para la vida de perfección cristiana. El mismo Cristo dio los lineamientos básicos de sus exigencias negativas y positivas. Su imitación es la ley suprema (Jn 8, 12; 12, 26). La caridad es el primer mandamiento (Mt 22, 36-38; Jn 15, 17). La intención recta es lo que da valor a las obras exteriores (Mt 5-7). La negación de si mismo y el cargar con la propia cruz son condiciones para ser su discípulo (Mt 10, 38; 16, 24; Mc 8, 34; Lc 9, 23; 14, 27). Tanto con su ejemplo (Mt 4, 2) como por sus exhortaciones (Mt 17, 20; Mc 9, 28) Cristo recomendó el ayuno. También nos inculcó la sobriedad, la vigilancia y la oración (Mt 24, 42; 25, 13; 26, 41; Mc 13, 37; 14, 37). Señaló la pobreza como medida para ganar el reino de los cielos (Mt 6, 19; 13, 22; Lc 6, 20; 8, 14; 12, 33). Aconsejó al joven rico que se deshiciera de todo y lo siguiera (Mt 19, 21). Que eso fuera simplemente un consejo y no una orden estricta, dado en el contexto particular de la apego del joven a las cosas de este mundo, queda demostrado por el hecho mismo de que el Maestro había repetido ya “guarda los mandamientos”, y de que él recomendó la renuncia a los bienes terrenos únicamente bajo la reiteración de la pregunta acerca de los medios que conducen a la perfección perfection (cf. Lutz, l. c., contra los Protestantes Th. Zahn, Bern, Weiss, Lemme,y otros). Cristo alabó el celibato vivido por Dios como algo digno de una recompensa celestial especial (Mt 19, 12). Empero, no condenó el matrimonio, y sus palabras: “No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido” implican que el matrimonio es el estado normal y que el celibato por Dios es meramente un consejo. Igualmente, Cristo ensalza la obediencia voluntaria como medio de alcanzar la más íntima unión con Dios (Mt 18, 4; 20, 22-25). Los apóstoles desarrollaron lo que Cristo había simplemente delineado en su enseñanza. Es especialmente en San Pablo que podemos encontrar ya bien definidos los dos elementos de la ascesis cristiana: la mortificación de los deseos desordenados es el elemento negativo (Rom 6, 8-13; II Cor 4, 16; Gal 5, 24; Col 3, 5). El elemento positivo consiste en la unión con Dios en todos nuestros pensamientos, palabras y acciones (I Cor 10, 31; Gal 6, 14; Col 3, 3-17), y en el amor positivo de Dios y de nuestro prójimo (Rom 8, 35; I Cor 13, 3).

2. Padres y Doctores de la Iglesia

Basados en la Biblia, los Padres y Doctores de la Iglesia explicaron algunas características de la vida cristiana en una manera más coherente y detallada. Los Padres Apostólicos llamaron “sol” de la vida cristiana al amor de Dios y del prójimo, porque anima todas las virtudes con sus rayos vitales e inspira desprecio del mundo, pureza inmaculada y sacrificio de uno mismo. La “Didache”, que servía como manual para los catecúmenos, describe así el camino de la vida: “Primero, debes amar a Dios que te creó. Segundo, debes amar a tu prójimo como a ti mismo. Lo que no quieras que te hagan a ti, no lo hagas a los demás”. Probablemente siguiendo a la “Didache”, la así llamada “Epístola de Bernabé”, escrita al fin del siglo II, representa la vida cristiana bajo la forma de dos caminos: el de la luz y el de la oscuridad. Dos cartas, aparentemente fruto de la pluma de San Clemente, aunque quizás escritas en el siglo III, califican de celestial, divina y angélica la vida de virginidad cuando ésta se encuentra fundamentada en el amor de Dios y acompañada por las obras correspondientes (Cfr. Encíclica “Sacra Virginitas”, de S.S. Pío XII, del 25 de marzo, 1954. N.T.). También mencionaremos a San Ignacio de Antioquía, de cuyas cartas San Policarpo afirma que contienen “fe y paciencia y toda la edificación en el Señor”, y al Pastor de Hermas, cuyos doce mandamientos inculcan simplicidad, veracidad, castidad, mansedumbre, paciencia, continencia, confianza en Dios y combate perpetuo contra la concupiscencia. Al llegar el siglo III las obras de la ascética cristiana comenzaron a tomar un carácter más científico. En las obras de Clemente de Alejandría y Gregorio Magno ("Moral.", XXXIII, c. xxvii; cf. también Cassian, "Coll,", IX, XV) se pueden observar huellas de la triple vía que posteriormente fue desarrollada sistemáticamente por Dionisio el Aeropagita. En su obra, “Stromata”, Clemente pone al descubierto plenamente la belleza y grandeza de la “verdadera filosofía”. Es de notar especialmente que este autor detalla, en forma por demás pormenorizada, lo que ahora se conoce como cultura ética, y que él intenta armonizar con el ejemplo dado por Jesucristo. La vida del cristiano debe estar regida siempre por la templanza. Siguiendo esa idea, él discute en forma casuística la comida y la bebida, el vestido y el gusto por las cosas finas, los ejercicios corporales y la conducta social. Al inicio del siglo IV se vislumbra en las obras referentes a la vida cristiana una doble línea de pensamiento: una, especulativa, que pone el acento en la unión del alma con Dios, Absoluta Verdad y Bondad; la otra, práctica, que busca principalmente la instrucción acerca de la práctica de las virtudes cristianas. El elemento especulativo prevaleció en la escuela mística, la cual debe su desarrollo sistemático al Pseudo Dionisio y alcanzó su máxima expresión en el siglo XIV. El elemento práctico fue enfatizado por la escuela ascética, cuyo máximo representante fue San Agustín y cuyos pasos siguieron Gregorio Magno y San Bernardo. Bástenos subrayar los puntos principales que sirvieron de base para su enseñanza a los autores anteriores a la Edad Media. Acerca de la oración tenemos las obras de Macario el Egipcio (+ 385) y de Tertuliano (+ después del 220), quien suplementó su tratado sobre la oración en general con una explicación acerca del Padre Nuestro. A ellos se debe añadir Cipriano de Cartago (+ 258) que escribió “De oratione dominica”, y San Crisóstomo (+ 407). Sobre la penitencia y el espíritu de penitencia trataron Tertuliano (De poenitentia), Crisóstomo (“De compunctione cordis”, “De poenitentia”) y Cirilo de Jerusalén (+ 386) en su segunda instrucción catequética. San Agustín (+ 430), en “De agone christiano” y sus “Confesiones”, describe en qué forma la vida del cristiano es una guerra. La castidad y la virginidad fueron discutidas por Metodio de Olimpo (+ 311) en su “Convivium”, un escrito en el que diez vírgenes, discutiendo la virginidad, demuestran la superioridad moral del cristianismo sobre los postulados éticos de la filosofía pagana. Los siguientes Padres tratan el mismo tema: Cipriano (+ 258); Gregorio de Nisa (+ 394) en su “De virginitate”; Ambrosio (+ 397), el infatigable eulogista y defensor de la vida virginal; Jerónimo, en su “Adversus Helvidium de virginitate” y “Ad Eustachium”; Crisóstomo (+ 407) en su “De virginitate”, el cual, si bien describe la vida de virginidad como algo propio del cielo, la recomienda sólo como consejo; Agustín, en sus obras “De continentia”, “De virginitate”, “De bono viduitatis”.

En lo que toca a la paciencia, contamos con las obras de Cipriano, Agustín y la “De patiencia” de Tertuliano, en la que describe esa virtud como un inválido habla de la salud para consolarse. “De jejunio et eleemosyna”, de Crisóstomo, discute el ayuno. La limosna y las buenas obras son recomendadas por Cipriano en “De opere et eleemosynis” y por San Agustín en “De fide et operibus”. Este último también describe el valor del trabajo en “De opere monachorum”, y en “De bono conjugale” habla de la vida matrimonial, tal como en su “De bono viduitatis” había discutido la viudez. Un tema frecuente es el sacerdocio. Gregorio Nacianceno trata sobre la dignidad y responsabilidad del sacerdocio en su “De Fuga”. Con insuperable excelencia Crisóstomo exalta la sublimidad de ese estado en su “De sacerdotio”. En su obra “De officiis”, San Ambrosio, hablando de las cuatro virtudes cardinales, advierte a los clérigos que sus vidas deben ser ejemplo brillante. La “Epistola ad Nepotianum” de San Jerónimo señala los peligros que amenazan a los sacerdotes. Finalmente, la “Regula Pastoralis” de Gregorio Magno inculca la prudencia indispensable a los pastores en su trato con las diferentes clases de personas. Para la vida monástica es de primera importancia la obra “De institutis coenobiorum”, de Casiano. Pero la obra más básica del siglo VIII al XIII fue la Regla de San Benito, de la que se hicieron muchos comentarios. De este santo, o mejor, de su Regla, dice San Bernardo: “ipse dux noster, ipse magister et legifer noster est" (él es nuestro guía, nuestro maestro y nuestro legislador” (Serm. in Nat. S. Bened., n. 2). Obras como la “Expositio in beatum Job” de Gregorio Magno, y “Collationes Patrum”, de Casiano, constituyeron descripciones de la práctica de las virtudes cristianas en general, en las que los diversos elementos de la perfección cristiana se discutían en forma de diálogos.

3. El período Medieval-Escolástico

El período de transición anterior al siglo XII no muestra avances dignos de mención especial en cuanto a la literatura ascética. Debemos la obra “De virtutibus et vitiis”, de Alcuino, a su esfuerzo por colectar y preservar las enseñanzas de los Padres. Pero cuando, ya en el siglo XII la teología especulativa estaba celebrando sus triunfos, también la teología mística y ascética mostraba una saludable actividad. Los resultados de aquella no podían no beneficiar a estas últimas, al ubicar la moralidad cristiana sobre bases científicas y dar a la propia teología ascética una forma científica. Los pioneros de este campo fueron San Bernardo (+ 1156) y Hugo y Ricardo de San Víctor. San Bernardo, el más grande teólogo místico del siglo XII, también posee un lugar prominente entre los escritores ascéticos, y Harnack lo llama el “genio religioso” del siglo XII. La idea central de su obra, aparente sobre todo en su tratado “De gratia et libero arbitrio”, es que la vida de todo cristiano debe ser una copia de la vida de Jesús. Al igual que Clemente de Alejandría, también Bernardo establece algunos preceptos para regular las necesidades de la vida, como el alimento y el vestido, y para la implantación del amor de Dios en el corazón de las personas, de modo que pueda santificar todas las cosas ("Apologia", "De præcepto et dispensatione"). Son muchos los escalones que el corazón debe subir para llegar a la perfección en el amor por Dios. Entre sus obras ascéticas están: “Liber de diligendo Deo”, “Tractatus de gradibus humilitatis et superbiae”, “De moribus et officio episcoporum”, “Sermo de conversione ad clericos”, “Liber de consideratione”. A lo largo de las páginas de Hugo de San Víctor (+ 1141) se encuentran dispersas muchas alusiones a San Agustín y a Gregorio Magno. A consecuencia de ello mereció la distinción de ser llamado “Segundo Agustín” por sus contemporáneos. Sin lugar a dudas, él fue el primero que dio a la teología ascética una forma más definida y un carácter más científico. El tema recurrente de sus obras es el amor. Pero su mayor objetivo era dejar en claro los aspectos psicológicos de la teología mística y ascética. Destacan sus obras: “De vanitate mundi”, “De laude caritatis”, “De mode orandi”, “De meditatione”. Su discípulo, Ricardo de San Víctor (+1173), si bien es más ingenioso y sistemático, no busca tanto la utilidad práctica, a excepción de su obra “De exterminatione mali et promotione boni”. Los grandes teólogos del siglo XIII, que alcanzaron renombre tanto por sus “Summae” escolásticas como por sus escritos místicos y ascéticos, llevaron la enseñanza ascética a su perfección y le dieron su forma definitiva, que se ha conservado así a través de los años. Ninguna otra época presenta pruebas tan convincentes de que la verdadera ciencia y la verdadera fe, lejos de ser un obstáculo recíproco, son una ayuda mutua. Alberto magno, el ilustre maestro de Tomás, quien fue el primero en juntar la filosofía aristotélica con la teología y en hacer de la filosofía la sierva de la teología, fue a su vez autor de de excelentes obras de ascética y mística, como, por ejemplo, “De adherendo Deo”, fruto maduro de su genio místico, y “Paradisus animae”, escrito en forma más práctica. A Santo Tomás debemos la obra ascética “De perfectione vitae spiritualis”. En dicha obra explica tan claramente la esencia de la perfección cristiana que sus argumentos pueden servir de model aún hoy día. También sus otros trabajos contienen amplio material de valor para la ascética y la mística.

El Doctor Seráfico, San Buenaventura, “trata de la teología mística”- para usar las palabras de León XIII- “en forma tan perfecta que la opinión unánime de los teólogos más expertos lo tiene como el príncipe de los teólogos místicos”. Merecen mención especial entre sus obras auténticas: “De perfectione evangelica”, “Collationes de septem donis Spiritus Sancti”, “Incendium amoris”, “Lignum vitae”, “De preparatione ad Missam”, “Apologia pauperum”. De la pluma de David de Ausburgo, contemporáneo de esos grandes maestros, tenemos una instrucción ascética para los novicios en su libro “De exterioris et interioris hominis compositione”. El lector se ve conducido a través de las tres conocidas vías: purgativa, iluminativa y unitiva, para convertirse en hombre espiritual. A base de disciplinar con severidad las facultades del alma y de subordinar la carne al espíritu, el hombre debe restaurar el orden original para que no únicamente haga lo bueno sino que lo haga expeditamente. Queda por mencionar la “Summa de vitiis et virtutibus” de Peraldo (+ c. 1270). El siglo XIV se caracteriza por sus tendencias místicas. Por su gran valor práctico merece especial atención entre las obras de este período el “Booklet of Eternal Wisdom” de Henry Suso. Destacan en el siglo XV Gerson, Dionisio el Cartujo y el autor de la “Imitación de Cristo”. Gerson abandona los ideales de los escritores místicos del siglo XIV y se une a los grandes escritores escolásticos. Con ello evitó la palabrería que se había estado dando con peligrosa frecuencia entre los místicos. Sus “Considerationes de theologia mystica” muestra que él pertenece a la escuela práctica del ascetismo. Dionisio el Cartujo es reconocido como un maestro calificado de la vida espiritual. Su pluma produjo trabajos de mística propiamente dicha y de ascetismo práctico. A esta última categoría pertenecen “De remediis tentationum”, “De via purgativa”, “De oratione”, “De gaudio spirituali et pace interna”, “De quator novissimis”. (Destaca también en este período Santa Catalina de Siena [+ 1380]- segunda mujer doctora de la Iglesia-, declarada tal por S.S. Pablo VI en 1970. Su vida es un ejemplo vivo de práctica de la ascética en busca de la unión con Dios; sus escritos contienen muchos elementos útiles para el conocimiento y práctica de la ascesis. N.T.)

La “Imitatio Christi”, que apareció a mediados del siglo XV, merece especial atención a causa de su influencia perdurable. “Es un clásico por su unción ascética y por su estilo artístico”. (Hamm, "Die Schönheit der kath. Moral", Munich-Gladbach, 1911, p. 74). Trata, en cuatro libros, de la vida interior espiritual en imitación de Jesucristo. Describe la lucha interior que debe ser sostenida por el hombre contra las pasiones desordenadas e inclinaciones perversas; la indulgencia hacia ellas ensucia la conciencia y le roba la gracia de Dios. “Vanidad de vanidades y pura vanidad, sino amar a Dios y servirle sólo a Él" (Vanitas vanitatum et omnia vanitas præter amare Deum et illi soli servire: I, i). Recomienda la mortificación y la negación de si mismo como las armas más poderosas en esta lucha. Enseña a establecer el reino de Dios en el alma de cada uno a través de la práctica de las virtudes según el ejemplo de Jesucristo. Por último, a través de señalar la fragilidad de las creaturas y de excitar su amor por Cristo, conduce al lector a la unión con Él. “Conviene dejar un amado por otro Amado, porque Jesús quiere ser amado Él solo sobre todas las cosas” (Oportet dilectum propter dilectum relinquere, quia Jesus vult solus super omnia amari: II, vii). Los pensamientos de la “Imitación” son expresados en forma de epigramas tan sencillos que están al alcance de cualquier inteligencia. Aunque salta a la vista que el autor era bien versado no sólo en la filosofía y la teología escolásticas, sino también en los secretos de la vida mística, tal hecho nunca se convierte en estorbo ni obscurece el sentido del contenido. Hay gran número de citas de los grandes doctores Agustín, Bernardo, Buenaventura y Tomás, además de Aristóteles, Ovidio y Séneca. Todo ello, sin embargo, no alcanza a cambiar nuestra impresión de que toda la obra constituye la explosión espontánea de un alma intensamente brillante. Se ha llegado a decir que las enseñanzas de la “Imitación” son “extramundanas” y que muestran poco afecto por la ciencia. Pero para hacer un juicio correcto de la obra, se deben tener en cuenta las peculiares circunstancias de la época. La Escolástica había entrado en un período de declive; se había enmarañado entre muchas sutilezas; el misticismo se había desviado de su curso; todas las clases sociales se habían infectado en diversos grados con el espíritu de permisividad. Son tales condiciones las que nos sirven de clave para interpretar frases como “Prefiero sentir contrición que saber cómo definirla” (Opto magis sentire compunctionem quam scire ejus definitionem), o “Suma sabiduría es, por el desprecio del mundo, ir a los reinos celestiales” (Ista est summa sapientia: per contemptum mundi tendere ad regna coelestia).

4.Tiempos modernos

Santa Teresa y San Ignacio destacan prominentemente en el siglo XVI gracias a la fuerte influencia que ejercieron sobre la religión de sus contemporáneos, influencia que aún se deja sentir a través de sus escritos. Los escritos de Santa Teresa despiertan nuestra admiración por la simplicidad, claridad y precisión de su juicio. Su estilo la evidencia como una enemiga de cualquier cosa que huela a excentricidad o peculiaridad, a falsa piedad o celo indiscriminado. Una de sus obras principales, “El camino de la Perfección”, aunque fue originalmente escrita para uso de las monjas, contiene también instrucciones paralelas para quienes viven en el mundo. Enseñando el método de la contemplación, ella insiste, sin embargo, en que no todos están llamados a ella y que hay mayor seguridad en la práctica de la humildad, la mortificación y las demás virtudes. Su obra maestra es el “Castillo interior” (también conocido como “Las Moradas”, N.T.), en la que ella expone su teoría del misticismo utilizando la metáfora de un castillo con muchas habitaciones o moradas. El castillo es el alma que resplandece con la belleza del cristal o del diamante. Las habitaciones son los varios grados a través de los cuales debe pasar el alma antes de morar en perfecta unión con Dios. Dispersas a lo largo de la obra hay multitud de sugerencias de inestimable valor para la ascética aplicada a la vida diaria. Ello se debe a la bien fundada convicción de la santa de que aún en los estados más extraordinarios no deben abandonarse los medios ordinarios; hay que cuidarse de las ilusiones (cf. J. Zahn, "Introduction to Mysticism" p. 213). (Santa Teresa es la primera mujer que ha sido declarada Doctora de la Iglesia, en 1970. N.T.). En sus “Exercitia spiritualia” San Ignacio ha legado a la posteridad no sólo un monumento literario sobre la ciencia del alma sino un método inigualable por su eficacia práctica para fortalecer la fuerza de voluntad. Se han hecho numerosas ediciones y revisiones del opúsculo y, “a pesar de su apariencia modesta, en realidad constituye un sistema completo de misticismo” (Meschler). Las cuatro semanas de los Ejercicios familiarizan al ejercitante con los tres grados de la vida espiritual. La primera semana se ocupa en limpiar el alma de pecado y de su desordenado apego a las criaturas. La segunda y tercera conducen al ejercitante a través de la vía iluminativa. El retrato de Cristo, el más amable de los hombres, queda delineado ante sus ojos de modo que pueda contemplar en la humanidad el reflejo de la luz divina y al supremo modelo de todas las virtudes. Las meditaciones de la cuarta semana, cuyo tema es la resurrección, etc., conducen a la unión con Dios y enseñan al alma a regocijarse en la gloria del Señor. Cierto, hay muchas reglas y normas, la secuencia es muy lógica, el arreglo de las meditaciones sigue las leyes de la psicología. Sin embargo, los ejercicios no hacen violencia al libre albedrío. Todo lo contrario, están hechos para fortalecer las facultades del alma. Contrario a lo que a veces se afirma, no convierten al ejercitante en un instrumento inerte en las manos del confesor, ni son un vuelo místico hacia el cielo, realizado por la necesidad de avanzar rápidamente en la perfección por un proceso mecánico (Zöckler, "Die Tugendlehre des Christentums", Gütersloh, 1904, p. 335). Su marcado intelectualismo, frecuentemente criticado, de ninguna manera constituye un obstáculo al misticismo (Meschler, "Jesuitenaszese u. deutsche Mystik" en "Stimmen aus Maria-Laach", 1912). Al contrario, liberan verdaderamente la voluntad moral del hombre quitando los obstáculos de su camino al mismo tiempo que, purificando el corazón y acostumbrando la mente a la oración meditativa, se convierten en una preparación excelente para la vida mística. Luis de Granada, O.P. (+ 1588) también pertenece a este período. Su obra, “Guía de pecadores”, puede apropiadamente ser considerado un libro pleno de consolación para quiene yerran. En el “Memorial de la vida cristiana”, están contenidas sus instrucciones para llevar al alma desde el inicio hasta la más alta perfección. Luis de Blois (Blosius), O.S.B., es una mente hermana de San Bernardo. Su “Monile spirituale” es la mejor conocida de sus numerosas obras. Tomás de Jesús (+ 1582) escribió la “Pasión de Crsito” y “De oratione dominica”. (No hay que olvidar a San Juan de la Cruz, O.C..D. (+ 1591), declarado Doctor de la Iglesia en 1926 por Pío XI. Confesor y confidente de Santa Teresa de Ávila, sus obras- algunas escritas como poemas- son cada vez más reconocidas universalmente tanto por su belleza poética como por su altísimo valor místico y ascético. Entre ellas destacan “Subida al Monte Carmelo”, “Noche Oscura”- poema comentado por el mismo autor-, “Cántico espiritual”, “Llama de amor viva”. “Cautelas Espirituales” es una obra didáctica de ascetismo práctico dirigida a los frailes carmelitas. N.T.)

Gran número de escritores ascéticos emergió durante el siglo XVII. Entre ellos sobresale prominentemente San Francisco de Sales. De acuerdo a Linsemann, la publicación de su “Philothea” constituyó un evento de importancia histórica. Su meta era hacer atractiva la piedad y adaptarla a todas las clases sociales independientemente que pertenecieran a los círculos cortesanos, al mundo, o a un monasterio, y definitivamente lo logró. De temperamento suave y dulce, nunca perdió de vista las costumbres ni las circunstancias de la persona individual. Si bien era inflexible en sus principios ascéticos, tenía sin embargo una facilidad notable para adaptarlos sin rigideces ni limitaciones. En lo concerniente a la mortificación recomienda moderación y adaptación al estado de vida y a las circunstancias personales. Él coloca en el centro de su motivación para toda acción al amor de Dios y de los demás. El espíritu de San Francisco de Sales permea todo el misticismo moderno y aún hoy su “Philothea” es uno de los libros de ascética más ampliamente leídos. Otra obra suya, “Theotimos”, en sus primeros seis capítulos trata del amor de Dios y dedica el resto a la oración mística. Sus cartas también son muy instructivas. Una de las ediciones posteriores de sus obras (Euvres, Annecy, 1891 ss.) merece atención especial. La obra de Scupoli (+ 1610), “Il combatimento spirituale”, fue recomendado y propagado ampliamente por San Francisco de Sales.




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