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¿Todos los suicidas se van al infierno? |
Lo que impide a una persona entrar o no al cielo (es decir salvarse o no salvarse) es el morir en estado de gracia, o sea, sin pecado mortal.
Para que una persona cometa pecado mortal es condición necesaria:
1º que haya materia grave (este es el elemento objetivo de todo pecado),
2º que tenga conciencia plena de que es algo grave y
3º que consienta perfectamente al acto grave (estas últimas condiciones son los elementos subjetivos que se requieren para que haya un acto sustancialmente humano).
En el caso del suicidio se trata ciertamente de materia grave, pues la vida humana (la propia y la ajena) son bienes fundamentales de la persona custodiados por los mandamientos de la ley natural y por los diez mandamientos de la Ley divina.
Hay que ver luego, en cada caso particular, si la persona estaba en plena posesión de sus facultades como para hacer un acto plenamente humano.
A continuación trataré de esbozar los principios generales para poder hacer un juicio aproximado de este doloroso fenómeno (se puede consultar lo siguiente en: Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, cuestión 64, 5; LINO CICCONE, Non Uccidere, Ed. Ares, Milán 1988, p. 107ss; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2280-2283).
1. Nociones y datos generales
El suicidio consiste propiamente en producirse la muerte a sí mismo por propia iniciativa o autoridad, ya sea mediante una acción o una omisión.
Se divide en suicidio directo e indirecto, según la muerte se intente directamente o sólo sea permitida buscando otra finalidad (como quien, intentando salvar a otra persona, arriesga su vida y muere).
Lo consideraron lícito por principios filosóficos Hume, Montesquieu, Bentham, Schopenhauer, Nietzsche, algunos estoicos como Séneca; más cercano a nuestros tiempos, el existencialismo hizo de él un valor positivo, como “la última libertad de la vida” (Jaspers). Algunos lo han defendido por cuestiones de honor patriótico, militar o personal.
Los datos estadísticos son escalofriantes, aun teniendo en cuenta que los datos oficiales son inferiores a la realidad.
La relación que suele establecerse entre suicidios efectivos e intentos de suicidio varía según los diversos autores que se consulte: unos dicen que se llega a un suicidio cada tres intentos; otros afirman que por cada suicidio hay diez intentos fallidos; por tanto, como término medio, puede decirse que por cada suicidio hay al menos cinco intentos frustrados.
Ahora bien, la OMS (Organización Mundial para la Salud) indicaba en 1976, que cada día se suicidan en el mundo 1000 personas (lo que indicaría que otras 4000 o 5000 lo intentan sin llegar a él); aproximadamente 500.000 lo hacen por año (y por tanto, 2.500.000 quedan en el intento).
2. Juicio moral
La tradición cristiana, la doctrina del Magisterio y la reflexión teológica no han tenido ninguna duda sobre la inadmisiblidad moral del suicidio. Si ha habido alguna evolución ha sido sólo en torno a la valoración de la culpabilidad y responsabilidad subjetiva del que se suicida o intenta hacerlo.
Para no hacer un juicio erróneo, es necesario distinguir entre el juicio “objetivo” sobre el suicidio, y el juicio sobre “la responsabilidad subjetiva” del suicidio.
a) Valoración objetiva del suicidio
Como ya ha indicado Santo Tomás, el suicidio directo, objetivamente considerado, es un acto gravemente ilícito, por tres razones principales:
1º Porque es contrario a la inclinación natural (ley natural) y a la caridad por la que uno debe amarse a sí mismo.
2º Porque hace injuria a la sociedad a la cual el hombre pertenece y a la que su acto mutila: la priva injustamente de uno de sus miembros que debería colaborar al bien común.
3º Porque injuria a Dios: “la vida es un don dado al hombre por Dios y sujeto a su divina potestad que mata y da la vida. Por tanto el que se priva a sí mismo de la vida peca contra Dios, como el que mata a un siervo ajeno peca contra el señor de quien es siervo... A sólo Dios pertenece el juicio de la muerte y de la vida...” (Santo Tomás).
Pío XII lo calificó de “signo de la ausencia de la fe o de la esperanza cristiana” (discurso del 18/II/58).
El Concilio Vaticano II lo colocó con otros delitos que atentan contra la vida misma, juzgados como “cosas... vergonzosas” que “atentan la civilidad humana... y constituyen el más grave insulto al Creador” (Gaudium et spes, 27).
En la Declaración sobre la eutanasia (26/VI/80) se afirma: “La muerte voluntaria, es decir, el suicidio, es inaceptable a la par que el homicidio. Toda la doctrina del Magisterio ha sido resumida por el Catecismo Universal en los nn. 2280-2283.
La Sagrada Escritura no se ocupa de él pero es legítimo verlo incluido en el mandamiento que dice: No matar (Ex 20,13).
Ya San Agustín lo había interpretado de tal manera: “No es lícito matarse, ya que esto se debe entender como incluido en el precepto No matar, sin ningún agregado.
No matar, por tanto, ni a otro ni a ti mismo. Porque efectivamente, quien se mata a sí mismo, mata a un hombre” (De civitate Dei, I,20).
En cuanto al así llamado suicidio indirecto (es decir, quien pierde la vida a causa de otra acción, como el médico o la religiosa que se contagia gravemente atendiendo enfermos y muere por esta razón) es también ilícito, a no ser con causa gravemente proporcionada.
Aunque la acción que indirectamente produzca la muerte pueda no ser mala o incluso buena (como en el ejemplo dado: el acto de caridad de cuidar un enfermo gravemente contagioso), se requiere causa justa y proporcionada para permitir la propia muerte.
Es lícito arriesgar apelando al principio de doble efecto; en este caso, las condiciones que debe reunir la acción, para ser lícita, han de ser:
1º que la acción u omisión sea buena o indiferente;
2º que se siga también un efecto bueno (y con la misma o mayor inmediatez del malo);
3º que solo se intente el bueno;
4º que haya una causa proporcionada (como puede ser el bien de la patria, el bien espiritual ajeno, el ejercicio de una virtud, etc.).
b) El juicio sobre la responsabilidad subjetiva
Otra cosa es la valoración de la responsabilidad moral del suicida. Hasta el siglo pasado era común juzgar al suicida como responsable de su gesto, y por tanto, culpable de su acción. Hoy en día, tanto la situación social, cuanto la formación moral del hombre moderno, obligan a tener otros criterios de valoración.
Dicho de otro modo:
1º dada la situación social potencialmente cargada de mentalidad suicida;
2º dado el elevado número de sujetos psíquicamente frágiles e incluso disturbados mentalmente;
3º y dado, por último, los escasos o casi nulos valores morales que pueden contrarrestar la mentalidad antivida reinante...
... podría admitirse que: en los casos en que faltan elementos para juzgar que un suicidio es plenamente voluntario, puede presumirse que la persona que se ha quitado la vida no ha gozado de suficiente responsabilidad moral, o incluso, en algunos casos, ha sido totalmente irresponsable.
Se podría decir que, en muchos casos, lo que debe demostrarse es la “total responsabilidad” del suicida.
De todos modos, hay que decir que en muchos casos sí hay ciertos elementos que pueden servir de guía para elaborar un cierto juicio sobre la responsabilidad objetiva del suicida (dejando, por supuesto, el juicio último únicamente a Dios).
Así, por ejemplo, indican responsabilidad plena en un suicidio: el hecho de que éste haya sido preparado fríamente, o por largo tiempo, o con motivaciones precisas, o por una persona psíquicamente sana.
También el que la decisión haya madurado dentro de una concepción de vida en la que no hay lugar para Dios o en la cual no se encuentra sentido a la vida por principios filosóficos (aunque sean vulgares).
En cambio, son indicios de responsabilidad incompleta: el suicidio impulsivo, el suicidio realizado bajo el shock de una tragedia, el suicidio ocurrido en contraste con toda una vida o una concepción de vida en la cual no parece haber lugar para el mismo, o, finalmente, el suicidio realizado por sujetos psíquicamente alterados.
3. Responsabilidad social
Gran responsabilidad por el fenómeno del suicidio corresponde a la misma sociedad, en cuanto ejerce o permite influencias que llevan a tal desenlace. Entre estos elementos cabe señalar:
a) La disgregación de los grupos primarios, especialmente la familia; la desaparición o al menos el enrarecimiento de las relaciones familiares (con el consecuente predominio de las relaciones de tipo funcional y utilitaristas) conducen al aislamiento de los individuos, condenándolos a afrontar solitariamente los problemas personales más profundos de la persona.
b) La proposición de “valores” que no satisfacen las exigencias más profundas del alma (bienestar, afirmación personal, riqueza, hedonismo, culto de la personalidad, el divismo o idolatrización de algunos personajes públicos).
c) La negligencia en formar el carácter de sus miembros con una educación humana auténtica. Esto, en vez de robustecer las estructuras psíquicas, las debilita. Surgen de aquí notables debilidades psíquicas.
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