domingo, 22 de marzo de 2015

LOS PRIMEROS MONASTERIOS DE LA EDAD MEDIA



En el mundo medieval, los monasterios hacían la función de «ciudades de Dios», al igual que las villas, los pueblos y las aldeas eran las ciudades de los hombres. Eran microcosmos en los que los hombres y mujeres allí reunidos se entregaban al trabajo y la oración; en un mundo oscuro y bárbaro fueron los que preservaron la cultura clásica para los siglos venideros
Desde hace miles de años han existido hombres que voluntariamente han abandonado la sociedad para retirarse a meditar y orar en soledad, son los ermitaños y anacoretas. En algunos casos, prefirieron agruparse en pequeñas comunidades en las que trataron de alcanzar estos mismos objetivos; de esta manera surgieron los monasterios, pequeños microcosmos autosuficientes, que se regían por sus propias reglas. Pronto, el resto de la sociedad, deseosa de lavar sus pecados y de ser incluida en las oraciones de los monjes, fue ofreciendo a los monasterios donaciones destinadas a ennoblecer los edificios monacales.

El origen del monacato
Los orígenes del monacato se sitúan en el siglo III en el Mediterráneo oriental, donde, partiendo de la necesidad de un mayor compromiso religioso, numerosos eremitas y anacoretas decidieron llevar una vida ascética en solitario, siguiendo el modelo de santos como Elias o Juan. Sin embargo, también se desarrollaron formas de vida religiosa en comunidad; fue el caso de los cenobitas, que querían imitar a los apóstoles.

En Occidente, resulta difícil hablar de una homogeneidad monástica, ya que cada centro era independiente de los demás, aunque los objetivos de la orden fuesen comunes. Las reglas monásticas más antiguas fueron redactadas por San Agustín (354-430); en ellas reguló las horas canónicas y dispuso las obligaciones de los monjes respecto al orden teológico y moral. Consiguió, ya en el siglo y, que más de veinte monasterios africanos las practicaran, lo que contribuyó al conocimiento de la regla en Europa. Desgraciadamente no se conserva ningún resto de los primitivos monasterios africanos, por lo que desconocemos cómo fueron las construcciones que acogieron a estos primeros monjes.

Durante los siglos V a VIII, en Europa destacaron dos corrientes monásticas: los monjes celtas irlandeses, comunitarios y fuertemente ascéticos, y los que seguían la regla de san Benito de Nursia. Las órdenes irlandesas estaban muy relacionadas con las reglas monásticas orientales; san Columbano, en el siglo VI, fue su principal impulsor. Fue un rígido monje que exigía a sus comunidades que vivieran con descanso y alimentación mínimos, sometiendo sus cuerpos a terribles castigos para evitar la sensualidad. Este ascetismo y mortificación de la carne impulsaba a los monjes a buscar refugio en lugares inhóspitos, donde su existencia resultara aun mas extrema. Se conserva una descripción del monasterio más importante fundado por san Columbano, en la isla de ona. Se trataba de una pequeña aldea, rodeada de un rudimentario muro más o menos circular, en la cual los monjes habitaban en doce minúsculas celdas de madera y tierra prensada; en el centro, una celda algo mayor era ocupada por el abad. Al parecer, todos los monasterios de esta orden siguieron el mismo esquema, con iglesias muy pequeñas y oscuras ubicadas en una posición central. Estaban construidos con materiales muy pobres, piedras sin labrar o un entretejido de ramas y cañas. Sin embargo, pese a esta pobreza, en estos monasterios se desarrolló un maravilloso arte ornamental, fundamentalmente orfebrería e iluminación de manuscritos.

La regla de san Benito
El monasterio benedictino fue el germen de la arquitectura monástica occidental. Benito de Nursia se retiró a los veinte años para llevar una vida de ermitaño. Muy pronto, imitaron su ejemplo numerosos discípulos, atraídos por su santidad. Refugiado con algunos de ellos en Monte Cassino, en la comarca italiana de Campania, el santo escribió la Regula Sancti Benedicti, la norma que gobernó la vida monástica de todo el medioevo, según la cual los monjes debían rezar y trabajar (ora et labora) de manera equilibrada. Para ello se prestaba especial atención a la organización del horario, lo que determinó un mejor aprovechamiento de la luz y de las condiciones climáticas.

Carlomagno mandó hacer una copia de la regla y ordenó su disposición en todos los monasterios del Imperio, hecho que contribuyó a la rápida extensión del benedictismo por toda Europa. Aunque la regla no específica las características de los edificios monásticos, en época carolingia se definió su esquema. Hasta la actualidad ha llegado el plano del monasterio suizo de Saint Gallen, conservado en el reverso de una biografía de san Martín. Gracias a él sabemos cÓmo era la distribución planimétrica de un monasterio del siglo IX, muy parecida a la de los posteriores centros cluniacenses. Al igual que sucede con todos los monasterios medievales, el emplazamiento de Saint Gallen no se eligió al azar, estaba en un lugar protegido y bien abastecido de agua, con una buena cantera, un bosque frondoso y unas ruinas romanas en sus cercanías...

Los cluniacenses
En el año 910, Guillermo, duque de Aquitania, fundó el monasterio de Cluny en tierras de Borgoña, que donó a los benedictinos, otorgándoles amplios privilegios. Éstos decidieron reformar la regla, ya que para entonces se encontraba muy alejada en la práctica de sus propósitos iniciales. La reforma restó importancia al trabajo manual e intelectual frente a los oficios divinos. Este renovado espíritu religioso propició un nuevo estilo artístico más místico; la austeridad del régimen de vida condujo a la creación de un nuevo espacio arquitectónico.

El esquema de la edificación no quedaba al puro arbitrio de la agrupación conventual, se regía por estrictas normas constructivas, en función de la vida cotidiana de los monjes; en lo fundamental, se tomaba como modelo la villa romana de explotación rural. En síntesis, este plano básico del monasterio constaba de cuatro conjuntos arquitectónicos diferenciados por su funcionalidad. El complejo quedaba articulado en torno al claustro, un área cuadrangular con un jardín en su centro. En él, los monjes gozaban dé un rincón de paz donde podían recogerse dentro de la comunidad, reflexionar sobre temas espirituales y realizar sus plegarias. El claustro estaba rodeado por una galería cubierta desde la que se accedía a las diferentes estancias, que comunicaban frecuentemente con la iglesia, el refectorio y la sala capitular. En el segundo piso se situaban los dormitorios de los monjes.

Esta distribución podía variar en función de diversos elementos, como las características o el clima del territorio. La presencia de otras estancias, como las dedicadas a la vida económica, estaba supeditada a la importancia o la riqueza de cada centro. Los amplios campos de explotación agrícola y el considerable número de monjes dependientes del monasterio hacían necesaria la edificación de almacenes, bodegas, establos, despensas, locales administrativos, etc. El palacio del abad podía ser también testigo del prestigio adquirido por el monasterio.

Un tercer conjunto arquitectónico estaría asociado a la vida cultural desarrollada en el monasterio, cuyo eje se centra en la biblioteca y el scriptorium, además de en la escuela de novicios.

Por último, otras dependencias servían para relacionar al monasterio con el exterior. La hospedería daba cobijo a ¡os peregrinos que se hallaban de paso, aunque en muchas ocasiones albergaba a visitantes de renombre. También era importante la labor de beneficencia del monasterio, donde se socorría a pobres, enfermos y desheredados en hospitales o lazaretos.

En suma, el monasterio estaba concebido fundamentalmente como lugar de plegaria más que de trabajo, pero, sobre todo, era un ámbito donde los monjes se dedicaban por completo al servicio de Dios. Alejados, pues, de una vida dependiente del trabajo manual, era necesario que el recinto fuese un remanso de paz que procurase un agradable retiro y aislamiento a sus moradores. Las edificaciones debían tener una medida justa y apropiada para la comunidad y, en cualquier caso, debían facilitar la vida litúrgica, los oficios y las oraciones.

Cluny, tomado como modelo de monasterio por antonomasia, contribuyó decisivamente a la difusión por toda Europa de las soluciones del estilo románico empleadas en su construcción. Sus abades se empeñaron en convertirlo en una segunda Roma, una aspiración a la que no era ajena la idea de lo bello al servicio de la liturgia, ya que se consideraba que el esplendor y la pureza de las formas externas eran sumamente importantes para honrar a Dios debidamente.

Los cistercienses
El poder y la opulencia que hablan alcanzado los monjes de Cluny —la iglesia de la casa madre, tras sucesivas ampliaciones, llegó a ser la más grande de la cristiandad— rompía con la máxima benedictina del “ora et labora”; durante todo el siglo XI se sucedieron los intentos de restaurar los principios fundamentales de la regla. Finalmente, lo consiguió el monje Roberto, que en 1089 se retira al bosque de Citeaux, en Borgoña, en compañía de otros hermanos. En la nueva orden del Císter se prohibió el lujo, tanto en el vestido, como en la comida y en la vivienda, por lo que los monasterios se construyeron siguiendo líneas extremadamente austeras. Esta austeridad propició la creación de edificios desprovistos de decoración, en los que lo principal era la estructura arquitectónica en sí misma. Un nuevo estilo, el gótico, se ajustó perfectamente a los deseos expresados por estos monjes; la fundación de los monasterios cistercienses favoreció la expansión del estilo por todos los rincones del continente.

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