sábado, 15 de noviembre de 2014

Del pecado a la santidad


                          
El pecado.

En estos tiempos los hombres hemos perdido el sentido de lo que es el pecado. Por los medios de comunicación social se inculca que el pecado ya no es pecado, y que es una forma de ejercitar la propia libertad, de llegar a vivir en plenitud.
Esta es una astucia del Maligno enemigo, que sabe que cuando en el mundo se llegue a sobrepasar la medida de pecado permitida por Dios, los castigos vendrán sobre la humanidad.
No esperemos que en el demonio haya algo de piedad o de amor, sino que en él hay sólo odio. Y si Dios nos ha dicho que no pequemos, no es para hacernos la vida difícil, sino porque es por nuestro propio bien, cosa que quiere esconder el Maligno. Él usa siempre las mismas astucias, porque desde que cayó, no puede cambiar sustancialmente en su forma de actuar, y así como a Eva la quiso convencer de que Dios era injusto porque mandaba cosas arbitrarias, así también nos lo quiere hacer creer a nosotros y nos dice “muerde” el fruto prohibido. Y nosotros, pobres incautos, muchas veces mordemos, y con ello nos viene la ruina temporal y eterna.
Recuperemos la conciencia del pecado, sabiendo que es el mal más grande que existe, y que todos los males tienen su origen en él.

La conversión.

Así como una embarcación, para llegar a destino, debe ser manejada constantemente por su piloto, que debe darle golpes de timón, a veces suaves y otras veces muy enérgicos para mantener el rumbo; así también sucede en nuestra vida, que tenemos que alcanzar la meta que es la santidad, que es el Cielo, pero constantemente debemos corregir el rumbo, puesto que las tentaciones son muchas y la carne es débil, y si nos dejamos estar, nos desviaremos por caminos que no son los de Dios.
Por eso la conversión no es sólo un cambio de rumbo al inicio de la vida cristiana, sino que es un proceso continuo. A cada momento debemos estar convirtiéndonos, eligiendo el bien y rechazando el mal, y así llegaremos, al fin, al puerto deseado.
No debemos bajar la guardia y tenemos que luchar con las armas que nos ha dado el Señor, que son la oración, la penitencia, los Sacramentos, los sacramentales, y así cada día iremos creciendo en la vida de gracia, porque hay que saber que en la vida espiritual no hay lugares estancos. O bien se adelanta, o se retrocede, pero uno nunca queda en el mismo lugar: o hacia adelante, o hacia atrás. De nosotros depende.

La Misericordia.

La Misericordia de Dios es el abajamiento de Dios hacia la criatura que padece, ya sea en el cuerpo o en el alma.
Justamente la misericordia es compadecerse en el corazón de las miserias ajenas. Y así Dios tiene misericordia con sus criaturas, y especialmente con los pobres pecadores, que son los más miserables, pues han perdido, con el pecado, toda su riqueza, que es la gracia santificante, que es Dios mismo.
Por eso la Encarnación del Verbo es sobre todo una obra de misericordia que tuvo Dios con los hombres, porque el Señor vino a la tierra para rescatar a los hombres extraviados y engañados y atrapados por Satanás, que los tenía esclavizados para siempre.
Y si pensamos que Dios ha hecho esto por nosotros, entonces no podemos desconfiar de la Misericordia de Dios, que si realizó semejante prodigio de hacerse Hombre y morir crucificado, no nos dejará ahora a merced del enemigo.
La Misericordia divina necesita miserias para quemar. Así que los mayores pecadores son los que más derecho tienen a recibir esta Misericordia y los que más la pueden aprovechar.

La santidad.

La santidad consiste en amar a Dios con todo el ser, y al prójimo como a nosotros mismos. Por eso quien ama y va por el camino del amor, está seguro, y sin temor a engañarse, llegará a la cumbre de la santidad.
Dios nos ha creado para que seamos felices. Y sólo seremos felices si amamos, porque Dios, que ha creado nuestro corazón, lo ha creado para que dé y reciba amor.
Así como es de simple el Evangelio, así también es de simple la vida espiritual. Muchos la complican de gusto con miles de prácticas o teorías. Pero en realidad ser santos es amar con todas las fuerzas a Dios, y amar a Dios en el prójimo.
Si empezamos por hacer las cosas más comunes de nuestra vida con amor, entonces ya vamos muy adelantados en el camino de la perfección.
Esto lo comprenden los pequeños, para quienes Dios ha revelado los secretos del Reino. Ojalá lo comprendamos nosotros y, dejando de lado tantas estructuras, nos lancemos a amar a Jesús y a María con todas nuestras fuerzas.
El que ama, generalmente no peca, porque teme lastimar al ser amado, a Dios.
Y el que ama sufre con paciencia, sabiendo que su sufrimiento lo enciende más en el amor y que ayuda a salvar a muchas almas, y le da contento a Dios, porque le salva lo que Dios más quiere: las almas.
Cuando seamos perfectos en el amor, seremos santos.

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