viernes, 14 de noviembre de 2014

Camino de conversión

 
Fui tentado.

Cuando caemos en pecado lo peor que podemos hacer es echarle la culpa a otro por nuestro pecado. Es lo que hicieron Adán y Eva en el Paraíso. Eva echó la culpa a la serpiente, y Adán a su mujer.
La tentación, por más violenta que sea, no superará nuestra resistencia porque Dios es bueno y no permite que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas, y Él da 10 si la tentación es de 10,  e incluso da más. Pero lo que sucede es que muchas veces caemos en pecado porque “queremos” caer en pecado, y despreciamos la ayuda de Dios y no invocamos su auxilio.
El pecado es malo, pero más malo es no reconocerlo y no ser humildes en pedir perdón a Dios. Porque ya en el Pregón Pascual se dice que fue feliz la culpa (el pecado original) que nos mereció tan grande Redentor.
Nosotros no diremos que es feliz el pecado. Pero si después de cometerlo, nos humillamos ante Dios y le pedimos perdón humildemente, confesándonos con un sacerdote, entonces subiremos más alto de lo que estábamos antes del pecado, porque a Dios le agrada la humildad.

Peor que el pecado.

Hay algo que es peor que el pecado, y es desconfiar de la Misericordia de Dios después de haberlo cometido.
Esto sucedió también a Adán y Eva que tuvieron miedo de Dios después de pecar y se escondieron.
Así suele suceder al pecador, que después de pecar, tiene miedo de Dios, del castigo, y en lugar de ir a arrojarse a sus pies, huye de Él y así cae en las manos de Satanás, que lo lleva cada vez más a la desesperación y al endurecimiento en el pecado.
No tenemos que pecar. Pero si desgraciadamente hemos caído, al menos no desconfiemos de Dios y de su perdón, que no hay pecado por grande y grave que sea, que Dios no pueda perdonar. Jesús hubiera perdonado a Judas si él, en lugar de huir y matarse, se hubiera arrojado a los pies del Salvador.
Así como Jesús nos manda en el Evangelio que no debemos juzgar, tenemos que emplear también esto en nosotros. Porque a veces, después de cometer el pecado, juzgamos que Dios no nos puede perdonar, que es imperdonable lo que hemos hecho.
Estemos atentos porque en este pensamiento hay soberbia, y donde hay soberbia está Satanás. Y es el demonio el que nos inspira semejantes ideas.
No desconfiemos jamás de la Misericordia de Dios, porque esto causa a Dios un dolor muchísimo mayor que nuestro pecado.

Solos no podemos.

Por más que digamos que queremos cambiar y hagamos propósitos para hacerlo, no llegaremos muy lejos sin la ayuda de Dios, y ésta se pide en la oración.
Por eso lo primero que debemos hacer si queremos realmente cambiar de vida y dejar de pecar, es rezar, al menos las tres avemarías cada día, ya que la Virgen ha prometido que quien las rece no se perderá.
Dios nos debe ayudar a ser mejores, porque Él es quien da la gracia para ser buenos, puesto que sin la ayuda de Dios no podemos decir ni siquiera Jesucristo es el Señor.
Generalmente inmediatamente después de cometido el pecado, cuando sobreviene el momento de reflexión, nos proponemos cambiar y ya no pecar. Pero si lo tratamos de hacer solos, no llegaremos lejos. Pidamos entonces ayuda a Dios y acerquémonos a los Sacramentos, a la Confesión y a la Eucaristía, y que Jesús mismo, entrando en nosotros, nos dé la fuerza suficiente para ir mejorando de a poco.
Y tengámonos paciencia, porque el niño, cuando aprende a caminar, no lo hace de una sola vez, sino que muchas veces cae a tierra y se lastima, pero con el tiempo lo hará cada vez mejor.
¿Qué se podría decir de un niño que al aprender a caminar, al caerse la primera vez, ya no quisiera intentarlo? Diríamos que no está bien. Entonces tampoco nosotros nos desalentemos si vamos dando tumbos. Con el tiempo, la perseverancia y la oración, llegaremos a vivir sin pecar, al menos gravemente.

Perfectos como Dios.

¿Se puede ser perfecto como Dios? Parece que sí porque el mismo Jesús nos lo ha mandado en su Evangelio: “Sean perfectos como mi Padre celestial es perfecto”. Y si el Señor lo ha mandado, es porque se puede cumplir, ya que Dios no manda imposibles.
Claro que para llegar a ser semejantes a Dios, tenemos que tener a Dios en nosotros, es decir divinizarnos por medio de la Gracia santificante, y así será Dios en nosotros quien nos hará perfectos como Él.
¿No es esto acaso lo que dijo el apóstol San Pablo: “Ya no soy yo quien vivo, es Cristo el que vive en mí”? Así llegaremos a ser perfectos porque Jesús, que es Dios, vivirá en nosotros, y seremos Dios por participación, es decir, seremos santos.
El Concilio Vaticano II nos ha dicho que la santidad es un llamado universal. Todos los hombres podemos y “debemos” ser santos, porque Dios es santo, y todos los hombres somos sus hijos, y tenemos que ser como el Padre.
Ser perfectos, en definitiva, es ser buenos, como Bueno es Dios. En eso consiste la santidad. Cuanto más buenos seamos, tanto más santos.

No hay comentarios: