Jesús en la sinagoga (Ft img)
SembrarSe nota Su toque, ¿verdad?
 En cada cosa que Dios propicia, se nota Su estilo. El, no se contradice, nunca.
 Nos lo dijo ya cuando pasó por aquí, hace unos veinte siglos: el Reino de Dios
 está entre nosotros, y es como un grano de mostaza (Mateo 13, 31-35). Es como
 una pequeñísima semilla, mucho menor a las demás semillas, que crece de modo
 imperceptible y se hace una gran planta en la que anidan los pájaros. O es como la
levadura, que se mezcla en cantidades ínfimas, y produce efectos inesperados en la
masa que se hornea ante nuestra vista.
Su accionar es imperceptible, quizás un poco lento a los ojos humanos, pero poderoso.
 Meditemos en Su Nacimiento en Belén, una vida escondida en Nazaret, tres años de
 trabajo entre algunos testigos en un rincón perdido del mundo Romano, una Muerte
 horrenda en Jerusalén, una Resurrección atestiguada por una buena cantidad de amigos,
 la Ascensión ante la mirada sorprendida de los más cercanos. ¿Qué ocurrió luego?
 Primero muy lentamente, pero luego creciendo como un torbellino imparable,
 Su influencia en el mundo llegó a fracturar y triturar las culturas y volverse el Hombre
 más influyente en la historia de la humanidad.
El no necesitó victorias militares, títulos de realeza ni campañas publicitarias globales.
¿Cómo es que ocurrió esto? Difícil explicarlo, porque estos sorprendentes resultados
obedecen a Su estilo, Su toque. Por supuesto, tenía que ser de ese modo, porque
 El es Dios, el Hombre-Dios. ¿Cómo podrían competir con El los emperadores, o reyes,
o los magnates del mundo moderno? ¡Ni modo! Ni a los tobillos le llegan.
Él obra desde el silencio, desde lo pequeño, desde la humildad extrema. Sus obras avanzan
 siendo mayoritariamente ignoradas, hasta que adquieren una solidez que las hace
 imparables, indiscutibles. Los santos han sido Sus eficientes instrumentos porque
fueron dóciles al dejarse moldear por Su Mano. Jesús fue con ellos un maestro en
 el arte de la tolerancia, la paciencia, la obediencia, el dejar hacer. No quiere decir
 esto no trabajar, sino todo lo contrario, trabajar mucho pero sin pretender acelerar
 los tiempos poniendo a riesgo la obra entera.
MostazaEl Grano de mostaza crece, desarrolla
 sus raíces, antes de dejar aflorar en la superficie la copa que tendrá que resistir los
 vientos y las lluvias. Igual, las obras de Dios crecen en su estructura invisible antes de
 empezar a mostrar ramas y follaje a los ojos del mundo. Cuando una obra de Dios es
acelerada por culpa de la ansiedad humana, promocionándola como si se tratase de
 un cantante de rock o un producto de consumo masivo, se pone a riesgo la totalidad
 del edificio.
No, Dios no actúa de ese modo, y cuando los hombres se equivocan y se apartan de Su
 estilo, El comienza a tomar distancia si es que el error no es corregido de modo inmediato.
 En el estilo de Dios no hay lugar para vanidades, ni para pretensiones de ser algo más
 que los demás. Y mucho menos para la propagación de un espíritu de división,
criticando otras obras de Dios con el pretendido fin de ensalzar la propia.
El grano de mostaza es pequeño, y sin embargo sabe interiormente que tiene una
 misión importante. Pero no por eso se pavonea ante las demás semillas diciendo ?
no se dejen engañar por mi pequeñez, pues yo seré un día más grande que todas ustedes?.
 El grano de mostaza se sabe pequeño, y se concentra en mantener esa pequeñez,
porque sabe bien que su contribución al Reino de Dios crecerá de modo inadvertido
 y sustentado en la acción de Dios, no de los propios esfuerzos. La paciencia es la
 madre de su caminar.
Debemos aprender a conocer, a admirar, y a practicar el Estilo de Dios. La escuela
 donde se enseña esta maravillosa habilidad está alrededor nuestro. Baste con
observar pacientemente la forma en que creció cualquier obra del Señor, o mejor
 aún, baste con observar como ha crecido la Obra de la Salvación en su completitud.
Sin presunciones, sin alharacas, sin pechos inflados, sin sabiduría humana.
 Con mucho silencio, con mucha observación, con mucha oración, con una mirada
 interior que nos dice: “Yo nada soy, ¿como podría entonces pretender saber los
 motivos y las respuestas a los planes del Señor?”. La pregunta a Dios nunca es
 ¿por qué?, sino ¿para qué? Aceptando Sus designios, particularmente Sus cruces,
sólo debemos preguntar, ¿qué esperas de mi, Señor?