lunes, 18 de noviembre de 2013

vida monástica cristiana perfecta, modelo universal; anacoreta




Así como la Virgen nunca estuvo ausente de lo que era realmente importante para la salvación del hombre, no puede tampoco ahora estar ausente de la vida de la Iglesia y de la vida de cada uno de los cristianos, pues sin ella nada de lo que nuestra fe celebra hubiera sido posible.
 
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“Las monjas (como los monjes) se han metido en un monasterio huyendo del ruido pero no de los hombres; ellas tienen la labor fundamental de sostenernos a todos con sus oraciones y en ellas nos tienen a todos presentes”.
 
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“Impresiona ver la inmensa alegría que tienen estas mujeres monjas aún ante la adversidad, cuando ven que las vocaciones escasean. Ellas se ponen en manos de Dios y consideran que si la situación está así será porque Él lo quiere”. Aunque a veces lamenten que “pese a que el Señor sigue llamando al teléfono, la gente no pulsa”,
 
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Anacoreta
(Del lat. mediev. anachorēta, y este del gr. cristiano ναχωρητς).1. com. Persona que vive en lugar solitario, entregada enteramente a la contemplación y a la penitencia.
 
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Convento. (Del lat. conventus, congregación).1. m. Casa o monasterio en que viven los religiosos bajo las reglas de su instituto.2. m. Comunidad de religiosos que habitan en una misma casa.3. m. Mar. Clara o hueco entre dos cuadernas.4. m. ant. Concurso, concurrencia, junta de muchas personas.~ jurídico.1. m. Cada uno de los tribunales adonde, en tiempo de los romanos, acudían los pueblos de la provincia con sus pleitos, como ahora concurren a las Audiencias.2. m. Distrito judicial establecido en Hispania y otras provincias, a cuyas capitales acudía el gobernador con su consejo para administrar justicia.
 
Monasterio. (Del lat. monasterĭum, y este del gr. μοναστριον).1. m. Casa o convento, ordinariamente fuera de poblado, donde viven en comunidad los monjes.2. m. Casa de religiosos o religiosas.
 
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La vida monástica, modelo universal
 
Vida monástica, vida cristiana perfecta
 
El Evangelio es norma de vida para todos los cristianos. Ahora bien, los monjes regulan su vida toda por el Evangelio; en cambio los laicos se rigen en parte por el Evangelio y en parte por el mundo, sintiéndose autorizados a hacer a éste muchas concesiones, al menos en la práctica, y así están «divididos» (+1Cor 7,34). Por tanto, los monjes andan un camino perfecto, en tanto que los laicos siguen un camino imperfecto.
 
Este planteamiento, atención aquí, se lo hacen no sólo los monjes, sino también los laicos mejores, aquellos que buscan la perfección, pues éstos son los que se dan más cuenta de la imperfección de su camino. Y de ahí les viene esa veneración hacia los monjes (+I. Hausherr, Vocación cristiana y vocación monástica según los Padres).
 
Verifiquemos este planteamiento, recordando las normas de vida dadas por Cristo y sus Apóstoles. -El cristiano debe vivir de la Palabra divina: los monjes hacen de ella su pan de cada día; mientras que los laicos, cebados en otros alimentos -noticias y curiosidades-, de tarde en tarde, apenas toman algo de ese alimento celestial. -Todos hemos de buscar principalmente el Reino y su santidad, esperando lo demás como añadiduras: y eso es justamente lo que hacen los monjes, pero la mayoría de los laicos se dedica principalmente a las añadiduras. -No debemos dedicarnos a atesorar riquezas: eso lo evitan los monjes, pero es la dedicación más generalizada entre los laicos. -La pobreza es una bendición, y las riquezas deben ser temidas y rehuídas: así piensan los monjes, pero los laicos suelen vivir esta norma al revés. -Hemos de ser sobrios en alimentos y vestidos, lo mismo que en diversiones y espectáculos: en la vida monástica eso es norma cumplida; pero los laicos buscan con entusiasmo gustos y diversiones, vanidades y placeres, teniendo por malo sólo lo que es muy malo. -El Señor nos manda orar siempre, para no caer en la tentación: y ésa es la dedicación principal de los monjes, en tanto que muchos laicos, como no se vean en apuros, rezan de tarde en tarde. -Antes que pecar, hemos de arrancarnos ojos, pies o manos: eso es lo que hacen los monjes, en muchos aspectos, y de modo habitual, clausurando sus miradas, sus pasos y sus actividades respecto del mundo; en tanto que se considera normal que los laicos den suelta inmoderada a ojos y oídos, pies y manos, aceptando apenas en estas cosas límite alguno, como no sea el del pecado cierto y grave. -No conviene resistir el mal: los monjes prefieren verse despojados de lo poco que tienen antes que andar entre litigios; pero los laicos, en cambio, suelen defender lo suyo con uñas y dientes, incluso cuando no conviene al bien común. -Los ojos en lo invisible, y el corazón arriba, donde está Cristo: eso es lo que viven los monjes, pero los seglares están centrados, casi siempre, en lo visible y en lo de abajo. -Hemos de buscar ser perfectos como nuestro Padre celeste: eso es «lo único necesario» para los monjes, que «lo dejan todo» y todo lo disponen en su vida para mejor conseguirlo; en cambio, los laicos, al menos en general, distraídos por tantas y tantas añadiduras, se toman con mucha calma la búsqueda de su perfección espiritual...

Así podríamos seguir, con estas comparaciones, indefinidamente. No es preciso, sin embargo. La conclusión es evidente: los monjes intentan ser verdaderos cristianos, pero la mayoría de los laicos no. Esta convicción -atención aquí- no es tanto de orden doctrinal como de orden práctico. La experiencia lleva a esas comprobaciones, e igualmente la experiencia conduce a la convicción de que la santidad, entre los cristianos, suele florecer especialmente en los monasterios. «Por sus frutos los conoceréis». En ellos es donde el pueblo cristiano ha conocido sus más grandes santos. Ahora bien, camino de perfección es aquél que de hecho conduce a la perfección.

A este respecto, San Juan Clímaco (579-649), célebre abad del monasterio del Sinaí, en su obra La Escala, contesta a los laicos que le preguntan cómo ellos, casados y con negocios temporales, podrán llevar una vida perfecta: «Todo lo que podáis hacer, hacedlo... Y si obráis así, no estáis lejos del Reino de los cielos» (MG 88,640c). Sin embargo, no parece tener muchas esperanzas de que alcancen grandes alturas por el camino de la perfección. En efecto, se dice, «¿quién entre ellos ha obrado jamás milagros? ¿Quién ha resucitado muertos? ¿Quién ha arrojado demonios? Todas éstas son cosas propias de los monjes, a las que el mundo no alcanza. Pues si lo alcanzara, sería entonces superflua la ascesis y la anacoresis» (657b).

Nótese, insisto en ello, que en estas primeras aproximaciones a la relación perfección y mundo no hay apenas un trasfondo ideológico, ni se ha llegado ha hacer tema teológico de los estados de perfección. No; hay una simple comprobación real de las cosas. Así es la cosa.
 

Vida monástica, vida plenamente evangélica

Por lo demás, es cosa cierta que las Reglas monásticas son fundamentalmente colecciones de normas de vida evangélica, a las que se añaden, es verdad, ciertos ejercicios peculiares de la vida monacal. Los maestros del monacato primitivo no piensan, pues, tanto en formular una espiritualidad monástica en cuanto tal, sino que más bien pretenden hacer viable una espiritualidad cristiana perfecta, ateniéndose para ello a las normas del Evangelio y de los apóstoles, que están vigentes para todos los cristianos. Éste fue, sin duda, el intento de San Pacomio, San Basilio, San Juan Crisóstomo, Evagrio Póntico, Casiano.
 
Léase, por ejemplo, la Regla de San Benito (+547), que desde el principio expresa su intención: «Sigamos sus caminos [los del Señor], tomando por guía el Evangelio» (pról.21). Es el Evangelio, el simple Evangelio, la Regla fundamental de los monjes. En efecto, cuando hace San Benito en el capítulo IV un elenco de «los instrumentos de las buenas obras», se limita a señalar 74 normas tomadas de la Escritura: preceptos, pues, y consejos que fueron dirigidos a todos los cristianos. La diferencia mayor entre laicos y monjes no está, por tanto, en los deberes peculiares que éstos asumen. Está más bien en que los monjes hacen profesión firmísima de las normas del Evangelio, y se comprometen a vivirlas, con el auxilio de la gracia, de tal modo que, si no las viven, podrán incluso ser corregidos, castigados y, si es preciso, expulsados del monasterio. En esto reside la diferencia.

Y aún puede también por otro lado comprobarse que el monje es un «simple cristiano perfecto»: atendiendo a los mismos nombres que recibe. El nombre más clásico de los cristianos es el de hermanos: y ése es el nombre que prefieren y usan los monjes entre sí. Los discípulos de Cristo son cristianos: y San Basilio, por ejemplo, no quiere para los que se acogen en sus monasterios el nombre de monjes, sino precisamente el de cristianos; eso es el monje, eso simplemente y nada menos. Jesús nos dice: «todo aquel de vosotros que no renuncie a todo lo que tiene no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33); y los monjes son llamados renuntiantes, porque de verdad cumplen aquella renuncia al mundo, a todas sus pompas y vanidades (apotaxis), que ya en el bautismo es hecha por todos los cristianos.

Estos planteamientos de la época reflejan bien la doctrina y la vivencia que anima la vida monástica primera. Los monjes no se ven, pues, como innovadores, sino como simples restauradores de la genuina vida evangélica, muy imperfectamente vivida por la mayoría de los cristianos. No se tienen por atrevidos inventores de una nueva manera de vida cristiana, sino por simples realizadores de lo que Cristo y sus Apóstoles enseñaron a los discípulos.
 
  
Imitación laical del ejemplo monástico
 
Los Padres, fieles a la doctrina y al lenguaje del Nuevo Testamento, enseñan que todos los cristianos están muertos al mundo y vivos para Dios. Esa «muerte al mundo», en tiempos más modernos, se referirá sólamente a los monjes. Este error es muy significativo, y explica en buena parte tanto la enorme diferencia actual entre religiosos y laicos, como la extrema escasez de vocaciones religiosas y sacerdotales. Pero la doctrina bíblica y tradicional es clara y unánime: entiende que esa muerte al mundo corresponde a todos los bautizados.

San Agustín, por ejemplo, afirma: «el hombre es verdadero sacrificio cuando está consagrado a Dios por el bautismo y está dedicado al Señor, ya que entonces muere al mundo y vive para Dios» (Ciudad de Dios 10,6).

Eso explica también, por la misma razón, que antiguamente el pueblo cristiano vea comunmente a los monjes como modelos perfectos de vida cristiana. Por eso los venera, busca su consejo y su santa conversación, imita en lo posible sus evangélicas costumbres, dota con generosidad sus monasterios, les confía los hijos para que los eduquen, y quizá, en la viudez o la ancianidad, se acoge a sus claustros, para consumar en ellos la ofrenda religiosa de la propia vida laical (+Casiodoro, In Ps. 103, 16-17). Esta actitud sigue viva en toda la Edad Media, y perdura hasta el Renacimiento, y aún más tiempo, sobre todo en el Oriente cristiano.

Un texto de Filoxeno de Mabbug (+523), monofisita, autor clásico entre los sirios, da idea del aprecio que el monje suscita en el pueblo cristiano: «Se le llama renunciante, libre, abstinente, asceta, venerable, crucificado para el mundo, paciente, longánimo, espiritual, imitador de Cristo, hombre perfecto, hombre de Dios, hijo querido, heredero de los bienes de su Padre, compañero de Jesús, portador de la cruz, muerto al mundo, resucitado para Dios, revestido de Cristo, hombre del Espíritu, ángel de carne, conocedor de los misterios de Cristo, sabio de Dios» (Homilía 9).

Ahora bien, si es en los monasterios donde viven los bautizados más ejemplares, los que con más libertad y empeño hacen del Evangelio su regla diaria de vida, lógicamente los Padres ponen a los monjes como modelo para los demás fieles.

El Crisóstomo, por ejemplo, insiste en que esta imitación no es imposible, sino necesaria. «La prueba de que esto no es hablar por hablar está en que cuando referimos a los infieles la vida de los que moran en el desierto, nada tienen que replicarnos; sólo se afirman en lo suyo argumentando por el escaso número de los que alcanzan esta perfección. Pero si en las ciudades sembráramos también esa semilla, si la disciplina del bien vivir se convirtiera en ley y costumbre, si enseñáramos a los niños antes de todo a ser amigos de Dios, y los instruyéramos en las enseñanzas espirituales, en lugar de las otras y antes que todas las otras, entonces todas nuestras miserias se desvanecerían, la presente vida se vería libre de infinitos males, y desde ahora empezaríamos a gozar todos lo que se dice de la vida en el cielo» (Contra impugnadores III,19).

No se perderían, no, de este modo las cosas del mundo secular. Es justamente al revés: «el que pone lo terreno por encima de lo espiritual, perderá lo espiritual y lo terreno; mas el que codicia lo celeste, alcanzará también ciertamente lo terreno. Y esto no lo digo yo, sino el mismo que ha de procurarnos lo uno y lo otro, el Señor: «Buscad el reino de Dios, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,33)» (III,21).

Cuando Dios manda a todos los cristianos imitar a Cristo y a los Apóstoles (Jn 13,15; 1Pe 5,3; 1Cor 4,16;11,1; Flp 3,17; 1Tes 1,6; 2Tes 3,7.9), nadie entiende que con eso se mande que todos sean célibes, que todos renuncien a sus bienes o que todos se dediquen, dejando sus familias y trabajos, a predicar el Evangelio. Lo que se les manda -y todos lo entienden así, si tienen buen sentido-, es «que tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5), y que le sigan e imiten en todo. Pues bien, esto mismo ha de entenderse de la imitación de la vida monástica. La imitación de la vida monástica no ha de ser en los laicos, por supuesto, una copia servil de los modos concretos de la vida de los monjes, sino una imitación profunda de su espíritu y de sus normas de vida.
 
Juan Pablo II observa hoy que «en Oriente el monaquismo no se ha contemplado solo como una condición aparte, propia de una clase de cristianos, sino sobre todo como punto de referencia para todos los bautizados, en la medida de los dones que el Señor ha ofrecido a cada uno, presentándose como una síntesis emblemática del cristianismo... [Y por eso mismo] el monaquismo ha sido, desde siempre, el alma misma de las Iglesias orientales» (Cta. apost. Orientale lumen 9, 1995).
  
 
Los laicos están llamados a la perfección
 
Considero muy importante la siguiente afirmación: los Padres primeros, estimando que los laicos deben imitar a los monjes, están expresando su convencimiento de que los laicos están llamados a la perfecta santidad. Están confesando que también en el mundo puede alcanzarse la perfección evangélica, aunque sea con mayores trabas. Están afirmando de forma implícita que, en un marco de vida menos perfecto, un laico puede ser más santo que un monje, aunque éste profese un camino perfecto.

San Juan Crisóstomo, por ejemplo -y es en esta cuestión un ejemplo muy significativo-, el mismo que de joven monje defendía la vocación monástica, alegando que en el siglo era imposible la perfecta virtud, una vez Obispo, cambia ciertamente su modo de ver el asunto, y afirma con insistencia la llamada de los laicos a la santidad. Y esto por dos causas: una, porque conoce en la vida secular laicos que de hecho llevan una vida realmente santa; y otra, porque se da cuenta de que si todos los que de verdad tienden a la perfección abandonan el mundo, esto tendría desastrosas consecuencias para la Iglesia en pueblos y ciudades, que no serían sino reuniones de cristianos mediocres y malvados.
En efecto, «aquellos que llevan una vida derecha y que vienen a ser unos santos se van a lo más alto de los montes o se retiran del pueblo, como si se separaran de un mundo de enemigos y extranjeros, cuando ellos se separan de su propio cuerpo. Y al contrario, los malos, gentes llenas de mil vicios, ésos son los que se echan sobre las Iglesias. Y así las funciones jerárquicas han venido a ser venales» (In Ep. ad Eph. hom. VI, 4).

Convencido, pues, el Crisóstomo de que es posible la perfección en la vida secular, estimula ahora con entusiasmo la vida de perfección en los laicos, y continuamente les exhorta a vivir la plenitud del Evangelio, es decir, a imitar los planteamientos fundamentales de la vida monástica. En el marco de esta gran crisis del siglo IV, el Señor le ha mostrado una nueva verdad. Y ahora él, como pastor al frente de su diócesis, se empeña en inculcar en los laicos lo contrario de lo que antes había predicado: que las virtudes heroicas que viven los monjes en el desierto pueden y deben ser también vividas por los laicos en el mundo (In Ep. ad Hebr. hom. XXXIV,3). No es el lugar lo que puede transformar al hombre, sino la gracia y su propia voluntad (In Gen. 43,1).

Según refiere Paladio, San Juan Crisóstomo «prefería un seglar virtuoso a un monje flojo» (Diálogo 19: MG 47,69). En efecto, el Crisóstomo, recordando figuras del Antiguo Testamento, o del Nuevo, como Aquila y Priscila, canta la santidad posible en el matrimonio, argumentando además: «Si el matrimonio y el cuidado de los hijos fueran un obstáculo en el camino de la virtud, el Creador de todas las cosas no habría instituido el matrimonio» (Hom. in Gen. XXI,4) Y los que viven su matrimonio según el Evangelio «no serán muy inferiores a los monjes» (In Ep.ad Eph. hom. XX,9).

Notemos que este proceso de pensamiento del Crisóstomo se halla también en la literatura monástica antigua. Casiano (+435), por ejemplo, reconoce que «las grandezas de la perfección convienen a toda edad, a todo sexo; todos los miembros de la Iglesia están invitados a escalar las alturas de las virtudes más sublimes» (Colaciones XXI,9). Así pues, puede haber un laico más santo que un monje (XIV,7). Hay, por tanto, laicos que sobrepasan en perfección a los monjes. Se vincula, pues, en esta época con frecuencia vida perfecta y vida monástica; pero también se señala que no por ser monje se es perfecto, si no se avanza per viam perfectionis. Más aún, si no se avanza por ella, se retrocede (VI,14).

 
Idealismo cristiano de los Padres.

Que los Padres de esta época pretenden sostener al pueblo cristiano en el alto idealismo evangélico de los siglos precedentes se comprueba también por el celo pastoral con el que luchan implacablemente contra la paganización del pueblo cristiano. Aquí se ve que de verdad creen en la vocación de los laicos a la santidad, y que de verdad la procuran. En efecto, al tiempo que estimulan en los laicos las más altas virtudes, les prohíben con gran energía las malas costumbres del mundo. Así, por ejemplo, se conducen en lo referente a los espectáculos.

El Crisóstomo, volvamos a él, sobre todo en las homilías sobre San Mateo, carga furibundo contra teatros, circos, carreras de caballos... Son adúlteros los cristianos que se entregan a estas diversiones diabólicas. No saben recitar un salmo o un texto de la Escritura, pero saben de memoria «los cantos que el diablo inspira, poesías impúdicas y lascivas» (Hom.2,5). «¿Qué mal hay en ver correr a los caballos?», objetan algunos; pero el mal no está en eso, sino en que ahí «se escuchan gritos de furor, blasfemias, mil palabras ofensivas. Las cortesanas se muestran sin pudor al público, mientras jóvenes afeminados rivalizan con ellas» (Hom. 6 in Gen. 2) En estas cosas el pastor combate una verdadera pelea con su pueblo, para librarlo del mal. «Si se os invita al circo o a espectáculos licenciosos, corréis en muchedumbre; pero si es a la iglesia, son pocos los que responden a la llamada» (Sobre el salmo 121,1)...

Estas predicaciones del Crisóstomo, tanto las que hace en Antioquía como en Constantinopla, dos o más veces por semana, atraen fieles de toda la ciudad y aún de pueblos vecinos, y suscitan verdadero entusiasmo -aplausos, vítores-. Y de ellas surgen ascetas y vírgenes, monjes y hogares santos. Pero también hay muchos que mantienen hacia ellas una resistencia pasiva y cortés, en aquella población que, sin rehusar las promesas de la vida eterna, no quería renunciar a los placeres de la vida presente. «Este santo varón quiere hacer de nuestra ciudad un monasterio...»
 
  
Homogeneidad entre el monasterio y el hogar cristiano
 
El convencimiento de que los laicos deben imitar a los sagrados pastores y a los religiosos, perteneciendo a la mejor tradición católica, es sin embargo en nuestro tiempo, en el siglo XX, una idea que resulta chocante. Y esto sucede, entre otras cosas, porque la mundanización hoy frecuente de la vida laical, establece entre ella y la vida religiosa un abismo tal de diferencia, que esa imitación parece absurda e imposible.

Pero en aquellos siglos la situación es frecuentemente otra. En efecto, entre el hogar cristiano y el monasterio hay una relativa homogeneidad práctica en planteamientos y costumbres. También hoy podemos comprobar esta realidad en algunos hogares cristianos santos, donde se vive con orden y proporción, con laboriosidad y sin ocios y entretenimientos excesivos, donde hay espacio para la oración, la lectura espiritual y la limosna, donde, evitando lo superfluo, se vive en todo con una gran sobriedad alegre, donde los hijos obedecen de buen grado a los padres, porque les aman y se saben amados; donde, en cambio, no hay lugar para el desorden, para la pereza interminable en el sueño, para la vanidad y el gozo ávido e ilimitado del mundo presente, ni para las indecencias en el vestir, en la televisión o en otras costumbres paganas.

Pues bien, en la época que nos ocupa, esta homogeneidad entre hogar laico y monasterio, estaba al parecer relativamente generalizada -digamos al menos que cuando se daba, no causaba excesiva extrañeza entre los cristianos-. Los escritos de los Padres sobre las vírgenes o sobre las viudas cristianas dan a unas y a otras una fisonomía que hoy sería la propia de la vida religiosa. También las familias de santos -como Santa Mónica y San Agustín, o más tarde, hacia el 600, los santos hermanos Leandro, Fulgencia, Isidoro y Florentina-, nos hacen pensar en la calidad monástica, es decir, evangélica de los mejores hogares cristianos. Algunos de estos santos, procediendo de hogares plenamente cristianos, vienen más tarde a ser monjes, y de entre ellos, algunos serán Obispos, pastores que exhortan a sus fieles a imitar la vida de los monjes. Veamos sobre esto un par de ejemplos.

San Basilio el Grande (329-379), nacido en una familia noble y rica del Ponto, estudia en Cesarea, Constantinopla y Atenas. Su santo abuelo cristiano había sufrido por la fe la confiscación de sus bienes y tuvo que vivir huido en las montañas. De él, pues, y también de su abuela, Santa Macrina, aprende Basilio ya de niño a admirar a aquellos que están dispuestos a dejarlo todo por el amor de Cristo. Es más tarde, sin embargo, y a ruegos de su hermana Macrina, cuando se retira con ella, con su madre y con varias mujeres de servicio, para llevar en una finca de la familia una vida dedicada a la virtud. Pronto se le une su compañero de estudios Gregorio, que será después obispo de Nazianzo, y crece la comunidad. Finalmente Basilio, que vendrá a ser para los monjes orientales lo que Benito para los de occidente, es elegido obispo de Cesarea. Pues bien, con estos antecedentes, no es raro que San Basilio, ya de pastor, igual que el Crisóstomo, dé a monjes y laicos una doctrina espiritual común, centrada siempre en el Evangelio, sin ver en los monjes otra cosa que cristianos que siguen perfectamente las enseñanzas de Cristo. Tampoco extraña nada que Basilio exhorte a los laicos a que se vean siempre en el espejo evangélico de los monjes. Él mismo vivió así con los suyos antes de ser monje. Los laicos, en efecto, así lo manda Cristo, deben guardarse del mundo, alimentarse asiduamente de la Palabra divina, practicar la oración continua, llevar vida austera y penitente, renunciando a todo lujo y vanidad, a toda avidez de consumo y diversión, prontos a compartir sus bienes con los necesitados. ¿Pero no es ésa, precisamente, la vida de los monjes?

San Juan Crisóstomo, su mejor amigo, sigue una trayectoria semejante. Nacido en Antioquía, lleva en su propia casa una vida de austero ascetismo con su madre Antusa, que ha quedado viuda a los veinte años. Más tarde se retira al desierto con los monjes, hace después vida apostólica en Antioquía, y finalmente es hecho patriarca de Constantinopla. El gran Crisóstomo, ya de Obispo, mantiene siempre que todos los cristianos deben vivir como los monjes, es decir, evangélicamente; por tanto, todos deben orar y meditar asiduamente las Escrituras, todos han de ser sobrios en comida, bebida, vestido, diversiones o habitación, todos deben estar dispuestos a comunicar sus bienes con los necesitados.
 

Ventajas de imitar a los monjes
  
Tres ventajas principales hay en que laicos y pastores tomen como modelos a los monjes.
 
-1. Humildad. La imitación de los modelos más altos de vida mantiene siempre, por contraste, en la humildad. Y si esa imitación no es fiel, y los seculares se abandonan a la vida mundana, al menos son conscientes de estar lejos del Evangelio, y sienten mala conciencia, paso previo a la conversión y perfección.
 
-2. Perfección. Si los que se mantienen en el siglo, por voluntad de Dios, imitan a los monjes, entonces viven santamente en el mundo, en sus hogares y tareas, y por este camino secular llegan a la perfección. Ellos son los que dan de verdad la imagen del laico perfecto.
 
-3. Vocaciones. De un ambiente grandemente apreciador de la vida religiosa, la que sigue más de cerca los consejos evangélicos, proviene lógicamente un gran número de vocaciones sacerdotales y monásticas. En ocasiones van al monasterio familias enteras -ya he aludido algún ejemplo-, como lo veremos también en la Edad Media y Moderna.

La gran trampa permanente
 
Los laicos relajados siempre han tratado de justificar su alejamiento del Evangelio alegando que ellos no son monjes. Los monjes llevan una vida sobria y penitente, dedicada al trabajo y a la oración, son asiduos a la Palabra divina y a los sacramentos, y tan unidos en caridad y menospreciadores de la riqueza, que no tienen pobres entre ellos. Pero todo eso, por lo visto, les conviene a ellos, es decir, no por ser cristianos, sino por ser monjes. Los demás bautizados, puesto que Dios los quiere en el mundo, estarían autorizados a vivir muy lejos de ese modelo de vida «monástica»; es decir, ellos podrían mantenerse carnales y mundanos, ya que, obviamente, «no son monjes».

A esto los Padres, como el Crisóstomo, responden:
 
Los que vivimos en el mundo, «aprendamos a cultivar la virtud y a procurar con todo empeño agradar a Dios. No pretextemos ni el gobierno de una casa, ni los cuidados que ocasiona una esposa, ni la atención a los niños, ni ninguna otra cosa, y no se nos ocurra pensar que ésas son excusas suficientes para autorizar una vida negligente y descuidada. No profiramos esas miserables y estúpidas palabras: «Yo soy un laico, tengo una mujer, estoy cargado de hijos». «Ése no es asunto mío. ¿Acaso he renunciado yo al mundo? ¿Va a resultar que soy un monje?» -¿Qué dices tú, querido mío? ¿Es que sólo los monjes han recibido el privilegio de agradar a Dios? Él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, y no quiere que nadie descuide la virtud» (Hom. in Gen. XXI,6).

Las virtudes perfectas de los monjes son posibles a los laicos, con la gracia de Dios. «Si es imposible al seglar practicarlas, ... si con el matrimonio no es posible hacer todo eso que hacen los monjes, todo está perdido y arruinado, y la virtud se queda en nada» (In Ep. ad Hebr. hom. VII,4). Por el contrario, en el mundo son innumerables las obras buenas, de misericordia, de apostolado, que pueden y deben ser realizadas por los laicos (In Act. Ap. hom. XX,3-4).
«Mucho te engañas y yerras si piensas que una cosa se exige al seglar y otra al monje... Si Pablo nos manda imitar no ya a los monjes, ni a los discípulos de Cristo, sino a Cristo mismo, y amenaza con el máximo castigo a quienes no lo imiten, ¿de donde sacas tú eso de la mayor o menor altura [de vida de perfección]? La verdad es que todos los hombres tienen que subir a la misma altura, y lo que ha trastornado a toda la tierra es pensar que sólo el monje está obligado a mayor perfección, y que los demás pueden vivir a sus anchas. ¡Pues no, no es así! Todos -dice el Apóstol- estamos obligados a la misma filosofía» (Contra impugnadores III, 14).

Para precisar más esta cuestión, es preciso añadir que en el Crisóstomo, como en otros autores de la época, la misión propia de los laicos y los modos de santificación peculiares de una vida secular tienen aún escaso desarrollo en el pensamiento teológico. Otra cosa es en el plano práctico. En efecto, es precisamente el pueblo cristiano de estos siglos el que venció al mundo pagano, y comenzó la transformación del mismo en el pensamiento y las artes, la cultura, las leyes y las costumbres, poniendo las bases para la Cristiandad del milenio medieval. Éste es el dato histórico: los laicos cristianos más admiradores de la vida religiosa, han sido los renovadores más eficaces del mundo secular, aunque todavía la espiritualidad laical careciera de especiales desarrollos teóricos.


Oración, ayuno y limosna

Los Padres antiguos llaman, pues, a los laicos a la perfección. Ahora bien, ¿por qué prácticas concretas fundamentales orientan los Padres la via perfectionis de los laicos? Por el camino de la sagrada tríada penitencial: oraciones, ayunos y limosnas. Por estas tres santas obras orientan no sólo la predicación, sino también la misma disciplina de la Iglesia. En efecto, padres y concilios organizan la vida del pueblo cristiano principalmente mediante las oraciones (Horas, Eucaristía dominical), los ayunos (días penitenciales) y las limosnas (diezmos, primicias y colectas).

Es éste un camino de perfección muy antiguo: «Buena es la oración con el ayuno, y la limosna con la justicia» (Tob 12,8; +Jdt 8,5-6; Dan 10,3; c 2,37;3,11), reiniciado por Cristo en el desierto (Mc 1,13; +Ex 24,18), y enseñado por él en el Sermón del Monte (Mt 6,2-18). Es el camino de perfección seguido por los laicos en la Iglesia primera (Hch 2,44; 4,32-37; 10,2.4.31; 13,2-3; 14,23; 1Cor 9,25-27;2Cor 6,5; 11,27) y en la disciplina de la Iglesia antigua (Dídaque 1,5-6; 7,4; 8; 15,4; Pastor de Hermas, comp.5,3; +S.Justino, 1Apolog. 61,2).

Así San León Magno (+461): «Tres cosas pertenecen principalmente a las acciones religiosas: la oración, el ayuno y la limosna, que se han de realizar en todo tiempo, pero especialmente en el tiempo consagrado por las tradiciones apostólicas», adviento, cuaresma, etc. (Hom. 1ª sobre el ayuno en diciembre 4; +4ª,1; Hom. 10ª en cuaresma; S.Juan Crisóstomo: MG 51,300). Como hace notar Juan Pablo II, «no se trata aquí sólo de prácticas momentáneas, sino de actitudes constantes, que imprimen a nuestra conversión a Dios una forma permanente» (14-3-1979; +21-3-1979).
Ayuno que libera del mundo, y que no es sólo apartamiento del mal, sino también continua austeridad de vida, que evita un consumo ávido de mundo visible, con todas sus variedades y fascinaciones. Oración que vuelve a Dios en la liturgia, la lectura de la Palabra divina, la meditación silenciosa. Limosna que vuelve al prójimo en la ayuda y la donación.
Por lo demás, fácilmente se entiende que oración-ayuno-limosna se posibilitan y potencian entre sí. Así lo afirma San Pedro Crisólogo (+450): «Tres son, hermanos, tres las cosas por las cuales dura la fe, subsiste la devoción, permanece la virtud: oración, ayuno y misericordia. Oración, misericordia y ayuno son tres en uno, y se dan vida mutuamente» (Sermo 43). Ésta es la clave para el perfeccionamiento de la vía laical, y por ahí se orienta también la espiritualidad seglar en la Edad Media (+STh Sppl. 15,3).

Los sacerdotes y la perfección evangélica

La Iglesia conoció desde el principio la necesidad de que los pastores sagrados, representantes de Cristo, se revistieran de especial santidad de vida.

Esta verdad se revela claramente, por ejemplo, en las exhortaciones que hace San Pedro, para que los pastores sean «modelos del rebaño» (1Pe 5,3), o en las que hace San Pablo, sobre todo en sus cartas pastorales (+C. Spicq, Spiritualité sacerdotale d’après Saint Paul; P.H. Lafontaine, Les conditions positives de l’accession aux Ordres dans la première législation ecclésiastique, 300-492; F. Rodero, El sacerdocio en los Padres de la Iglesia).

Ahora, en el siglo IV, ante el peligro de que el clero secular se mundanice, debido a su nuevo prestigio social, una vez más los Padres tienen en cuenta la referencia ascética de los monjes. Por lo demás, muchos de los Obispos más notables de la época fueron monjes y, siendo ya pastores, siguieron viviendo como tales: Ireneo, Atanasio, Basilio, Crisóstomo, los dos Gregorios, Hilario, Martín.

También aquí acudiremos al ejemplo de San Juan Crisóstomo. En él, concretamente, «el conflicto entre la concepción contemplativa y solitaria y la concepción apostólica de la perfección cristiana termina con el triunfo de la vida apostólica» (Meyer 249). Él, personalmente, ya Obispo, sigue viviendo en oración y penitencia, con la austeridad de un monje (Paladio, Diálogo 12; 17). Procura en ocasiones persuadir con gran empeño a algunos monjes para que acepten las órdenes sagradas y, dejando su soledad, vengan a santificar al pueblo. Y reprocha a otros que, permaneciendo lejos de la ciudad, esconden su luz bajo el celemín, y rechazando obstinadamente las órdenes, no quieren colocar su lámpara sobre el candelabro, para que ilumine a todos los de la casa (+Mt 5,15).
 
Los seis libros Del sacerdocio, obra compuesta por él hacia el 386, antes de recibir la ordenación presbiteral, son un altísimo canto a la santidad excelsa de este ministerio sagrado, tanto por su consagración a la divina liturgia, como por su dedicación a la caridad pastoral. El siervo fiel y prudente, el que de verdad ama a Cristo, es el que entrega toda su vida y amor a cuidar de su rebaño eclesial (De sacerdotio II,4; +Mt 24,45; Jn 21,15). Los peligros que acechan al sacerdote en el mundo son muchos, pero la gracia del Cristo glorioso le asiste poderosamente, y actúa a través de él, aunque no siempre el sacerdote viva conforme a lo que es. En efecto, «la gracia lo hace todo», y a través del sacerdote «es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo el que dispensa (oikonomei) todas las cosas; el sacerdote no hace sino prestar su lengua y ofrecer su mano» (In Joann. hom. LXXXVI,4).

Por todo ello, «el sacerdote ha de tener un alma más pura que los rayos mismos del sol, a fin de que nunca le abandone el Espíritu Santo, y pueda decir: «Vivo yo, mas no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20)... Y así es que mucha mayor pureza se exige del sacerdote que del monje. Y es el caso que a quien mayor se le exige, está expuesto a mayores riesgos en que forzosamente la manchará, si con asidua vigilancia y fervor extraordinario no hace su alma inaccesible a ellos» (De sacerdotio VI,2).

La condición de embajador de Dios, y aún más, la dedicación a la Eucaristía, el contacto con el sagrado cuerpo de Cristo, exigen del sacerdote la más alta santidad. Y así «el alma del sacerdote ha de brillar como una luz que alumbra a toda la tierra». Por una parte, ha de conocer bien los asuntos seculares, y por otra, ha de estar libre de ellos. «Ha de ser multiforme», sabiendo hacerse a personas de muy diversa condición. Ha de ser a un tiempo «benigno y severo» (ib.). Y todo esto entre tormentas, y sufriendo a un tiempo el ataque de tantas bestias feroces (VI,12). «Si con esos ojos de la cara te fuera concedido ver el tenebrosísimo ejército del diablo, y la furia con que nos acomete, comprenderías que es más terrible esta guerra del espíritu que la otra guerra material» (VI,13). Y en ese combate están metidos diariamente los pastores sagrados...

Así pues, si grande ha de ser la fortaleza del monje para sobrellevar los trabajos de la ascesis en la soledad, ¿cuál será la fortaleza requerida por el sacerdote?... «No admiremos, pues, como cosa del otro mundo al monje, porque viviendo para sí solo no se perturba ni comete muchos y grandes pecados, como quiera que tampoco tiene grandes ocasiones que le azucen y despierten el alma. Pero el que entregado a muchedumbres enteras y obligado a llevar sobre sí los pecados de todos, permanece inconmovible y firme, llevando el timón de su alma en medio de la tormenta como si estuviera en la calma del puerto, ése sí que merece justamente los aplausos y la admiración de todo el mundo» (VI,6). De hecho, muchos que pasan de la paz del desierto a la guerra de la vida pastoral, no crecen en la virtud, y pierden la que trajeron de la soledad (VI,7).

Por todo ello, ha de extremarse el cuidado en la selección de los candidatos a las ordenes sagradas. «El que aun tratando y conviviendo con todo el mundo es capaz de conservar intactas e inconmovibles, y hasta con más cuidado que los mismos monjes, la pureza y la paz, la castidad y mortificación y vigilancia y demás virtudes propias de los monjes, ése es auténtico candidato al sacerdocio» (VI,8). Éste sí, santificando a otros, se santifica él. Y la verdad es que «no consigo creer que pueda salvarse quien nada trabaja por la salvación de su prójimo» (VI,10).

Valgan estos textos del Crisóstomo para comprobar cómo está viva en la época de los Padres la convicción de que los sacerdotes seculares pueden y deben aspirar a la perfección espiritual, en medio del mundo, en el que permanecen urgidos por su caridad pastoral.

Disciplina eclesial

Los pastores de estos siglos celan vigorosamente por la santidad del pueblo cristiano. Principalmente por la predicación y los sacramentos, pero también aplicando, cuando es preciso, la disciplina penitencial de la Iglesia o incluso la excomunión.

En Efeso, reunido San Juan Crisóstomo con otros setenta obispos, destituye a seis obispos; en el Asia Menor depone a catorce... Ciertos errores o abusos no deben tolerarse en la Iglesia. Y él no los tolera.

Gracia y libertad
 
La Iglesia, poco después de haber superado el error terrible del pelagianismo (Pelagio, 354-427), que negaba el pecado original y la necesidad que el hombre tenía de la gracia para ser bueno y salvarse, hubo de enfrentar el error más oscuro e insidioso del semipelagianismo, difundido por Fausto de Riez (+490?) y otros monjes de las Galias, en especial los de Marsella (massilienses).

El semipelagianismo procede, como el pelagianismo, de un optimismo antropológico falso. En su modo de ver la vida cristiana, Dios ama igual a todos, y a todos ofrece su gracia igualmente. A la parte de Dios ha de añadirse la parte del hombre, y es ésta, lógicamente, la que determina, por su mayor o menor generosidad, la altura alcanzada en la perfección cristiana. El hombre, por tanto, puede prestar su asentimiento a la gracia desde sí mismo, sin el auxilio de la misma gracia. En definitiva, pues, es el hombre quien lleva la iniciativa de su vida espiritual, y es él mismo quien se diferencia de los otros por su mayor o menor respuesta a las invitaciones de la gracia.

La reacción de la Iglesia, encabezada por San Agustín, contra esta falsificación del Evangelio, no se hace tardar. Y especialmente en el concilio de Orange, en las Galias (a.529), bajo la guía sobre todo de San Cesáreo de Arlés, se rechaza el semipelagianismo con energía. La Virgen María o Jesús no son los más amados de Dios porque son los más buenos, sino que son los más buenos porque son los más amados de Dios. Y si no, ¿qué méritos previos tenían María o Cristo para nacer exentos del pecado original? Pues bien, esa misma primacía causal del amor de Dios sobre la libre respuesta humana ha de aplicarse a todos y cada uno de los hombres. En efecto, «en toda obra buena no empezamos nosotros y luego somos ayudados por la misericordia de Dios, sino que él es quien nos inspira primero -sin que preceda merecimiento bueno alguno de nuestra parte- la fe y el amor a él» (Denz 397). Por tanto, como afirma Bonifacio II haciendo suyo el Concilio arausicano, «no hay absolutamente bien alguno según Dios que alguien pueda querer, empezar o acabar sin la gracia de Dios» (ib. 399).

Éstos son unos siglos en los que, como en los precedentes, todavía la vida espiritual cristiana irradia un esplendor alegre, el que procede de una doctrina de la gracia verdaderamente católica. La predicación de los Padres, sobresaliendo entre ellos la de San Agustín, cuya autoridad en la época es máxima, y también las mismas oraciones litúrgicas -paráfrasis líricas, muchas veces, de las definiciones de los Concilios de estos años-, sumergen continuamente al pueblo cristiano en una atmósfera de gracia, haciéndole intuir continuamente que la vida cristiana es ante todo un don magnífico y gratuito del Cristo glorioso.

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Monasterios  ayer, hoy  y  mañana:

Caminos de Mística y Contemplación
 
Francisco Rafael de Pascual, ocso, Abadía Cisterciense de Sta. Mª de Viaceli, Ávila, noviembre de 2000.

 
        Permítanme que empiece esta exposición con la oración con que Thomas Merton clausuró el “Primer Encuentro Espiritual” de monjes de Oriente y Occidente  en Calcuta en 1968:
 
    Voy a pedirles a todos que permanezcan de pie y que se den la mano por un momento. Pero primero démonos cuenta de que estamos tratando de crear un nuevo lenguaje de oración, y este nuevo len­guaje ha de brotar de algo que trascienda todas nuestras tradiciones y surja al exterior a través de la mediación del amor. Ha llegado el momento de separarnos, conscientes del amor que nos une, a pesar de las divergencias reales y de las fricciones emocionales... Las cosas que están en la superficie son nada, lo que está en lo profundo es lo real. Somos criaturas del amor.
    Vamos, por tanto, a unir nuestras manos, como hicimos antes, y yo trataré de decir algo que surja de lo más profundo de nuestros corazones. Les pido que traten de concentrarse en el amor que hay en ustedes, y que está en todos nosotros. No sé exactamente lo que voy a decir. Voy a guardar silencio durante un momento y luego diré algo...
    ¡Oh Dios! Somos uno contigo. Tú nos has hecho uno contigo. Tú nos has enseñado que si permanecemos abiertos unos a otros tú moras en nosotros. Ayúdanos a mantener esta apertura y a luchar por ella con todo nuestro corazón. Ayúdanos a comprender que no puede haber entendimiento mutuo si hay rechazo. ¡Oh Dios! Acep­tándonos unos a otros de todo corazón, plenamente, totalmente, te aceptamos a ti y te damos gracias, te adoramos y te amamos con todo nuestro ser, porque nuestro ser es tu ser, nuestro espíritu está enraizado en tu espíritu. Llénanos, pues, de amor, y únenos en el amor conforme seguimos nuestros propios caminos, unidos en este único Espíritu que te hace presente en el mundo, y que te hace testigo de la suprema realidad que es el amor. El amor ha vencido. El amor es victorioso. Amén.[1]
 
    El haber podido hablar al final de haberlo hecho los demás ponentes me ha permitido enriquecerme con todo lo dicho hasta ahora, y, además, agradecer las hermosas ideas que han sido expuestas. He querido leer esta oración de Thomas Merton porque responde a mis sentimientos en este mismo momento.
    Precisamente hace muy poco ha salido un excelente libro[2] que ilustra muy bien cómo se han enriquecido mutuamente las tradiciones monásticas a lo largo de los siglos, y cómo todas ellas, en sus orígenes, apuntan a los mismos objetivos y cómo llaman de forma distinta a las mismas experiencias interiores, cómo distinguen y señalan pasos muy semejantes en la vida y progreso espiritual. Sobre este tema hablaremos más adelante.

 
Introducción.
 
El título de esta conferencia, y el hecho de que sea pronunciada en este Congreso, y en el lugar que fue el ámbito privilegiado de contemplación de una comunidad monástica Cisterciense (y que durante cuatro siglos ha sido el lugar de ocio ocupado en la contemplación y  reposo mortuorio de una gran mística abulense –María Vela (1561-1617)-, se debe, fundamentalmente, a que los monasterios han sido en el pasado, lo son hoy y lo serán en el futuro, lo creo firmemente,  caminos de contemplación, talleres de mística y espacios de libertad espiritual que han dejado y dejarán en la literatura espiritual, la historia del arte, la hagiografía y la sociología páginas de gran importancia.
Pero lo que caracteriza a los monasterios no son sólo éstos en sí mismos, fábricas arquitectónicas impresionantes –algunos de ellos, otros de la más recatada modestia-  o el que hayan sido renombrados por las grandes actividades, materiales o espirituales, desarrolladas en ellos y que los hecho famosos; los monasterios son también notables en virtud de las personas que han habitado en ellos, o los habitan. Y aunque haya o haya habido cientos de monasterios que no han merecido ni merecen, de momento, ni siquiera unas líneas en la historia de la espiritualidad y de la mística, todos ellos han tenido y tienen su razón de ser, y estar,  y ha habido y hay en ellos muchas personas empeñadas en la noble tarea de la mística y de la contemplación.
Muchas obras de la mística cristiana han sido elaboradas en monasterios, y recogen la experiencia espiritual de hombres y mujeres empeñados no sólo en vivir sino también en manifestar su itinerario espiritual.
Por todo esto creo que está justificada una ponencia en este Congreso que ofrezca un testimonio como el que trato de ofrecerles.
No bastará con reflejar la influencia de la historia y la simbología de la vida monástica cristiana en la historia de la mística. Habrá que dar un paso más y ver si en el siglo XXI aún esa historia y simbología siguen siendo válidas y viables.
Ayer ‘el público’ solía ver en un monasterio una academia de eruditos, o una granja modelo. La definición humorística de Dom Butler resumía bastante bien estos aspectos: ‘Un club de terratenientes, cultos, solteros y piadosos...’ Hoy, determinado público ve más bien en el monasterio un conservatorio litúrgico, donde se puede nostálgicamente volver a vivir los años pasados ‘a la búsqueda del tiempo perdido’... Otros desearían que los monasterios fueran centros de convivencias espirituales, hogares ampliamente abiertos material y espiritualmente. Pero para saber lo que son los monjes y lo que es un monasterio es preferible interrogar a la tradición monástica”[3], semilla potente hace veinte siglos y árbol frondoso a lo largo de los tiempos plagado de flores y frutos... y hojas que caen, también es cierto.
No se tratará en estas líneas de elaborar o describir una historia del monacato ni de la evolución espiritual del mismo. Forzosamente hemos de reducirnos a unos temas estelares y más significativos dentro de la rica y vastísima tradición espiritual.
Además, el mundo monástico es tremendamente prolífico en su propia crítica interna y en su propio análisis cualitativo con relación a su capacidad de adaptar a los tiempos su ideal contemplativo y místico[4], su permanente confrontación con la cultura envolvente[5] y los desafíos de la sociedad contemporánea[6].
Se encontrarán al final de estas líneas unos apéndices bibliográficos que tratan de reforzar las ideas aquí expuestas y eventualmente servir de guía de información y estudio a los más interesados en este tema que nos ocupa. No sé si serán publicados en las Actas de este Congreso, pues comprendo que son largos.
 
1.      El monacato primitivo y sus ideas, personas y ambientes. Su expansión.
 
“El monacato cristiano, desde sus mismos principios, aparece como un fenómeno extremadamente complejo, y se cometería una simplificación lamentable si se atribuyeran sus orígenes a una sola causa... no sabemos quién fue el primer monje...”.[7]
    Lo que sí sabemos es que san Atanasio nos presenta la vocación monástica de Antonio como la vocación monástica típica.[8] Sin duda alguna comienza aquí la tradición monástica escrita y oral de la vida monástica cristiana de Occidente. Esta tradición literaria y espiritual estará ya teñida, desde sus mismos orígenes, de profunda ingenuidad en sus relatos, de simbología bíblica y de pedagogía mística, como sucede en todas las tradiciones espirituales del antiguo Oriente.
El siglo III de Occidente fue un período de la historia del imperio extremadamente atormentado y violento, lleno de calamidades y sufrimientos, crímenes impunes y corrupción moral. Una burocracia sin entrañas tiranizaba a los ciudadanos y cerraba el paso a todo progreso político. Un empobrecimiento general y progresivo ponía obstáculos insuperables al espíritu de empresa. Las ciencias estaban estancadas. En suma, Occidente parecía afectado de una irremediable decadencia. Ninguna esperanza terrestre iluminaba la vida. ¿Qué refugio quedaba al hombre sino el de la religión, la esperanza de un mundo futuro en que todas las injusticias del presente serían reparadas?
Hoy quizá, y en otras épocas de la historia igual, podríamos afirmar cosas semejantes.
 
a)      El monje y su soledad.
 
El primer gran tema espiritual –que responde a un hecho real- en el monacato primitivo es el la “huida al desierto” (o la “fuga mundi” de la tradición latina y medieval). Y ese gesto cobra una importancia capital en la búsqueda espiritual y mística de los monjes. A lo largo de las edades y los tiempos se ha visto y vivido en formas diferentes, pero siempre con el denominador común de que en esa decisión de “partir al desierto” se encuentra en germen todo el contenido de la aventura espiritual. En el primer apéndice de este trabajo podemos ver el sentido de lo que significa “ir al desierto” en el monacato cristiano[9] (Ver Apéndice I, a).
    Con la Vita Antonii san Atanasio establece los principios de una “espiritualidad monástica” que se irá desarrollando poco a poco, pero que contiene, en germen, una serie de temas que se harán clásicos en el monacato: la llamada a la renuncia por el Evangelio, la espiritualidad del desierto[10], la tentación y el combate espiritual[11], y, finalmente, la influencia carismática del monacato en el pueblo de Dios.[12]
    Antonio, como otros muchos monjes que le siguieron, llega tras su largo caminar a la montaña interior[13], a la soledad sin contornos. Y siente la paz y la satisfacción de haber encontrado un lugar, su lugar en el mundo (vocación). Vive en una soledad acogedora, saturada de frescor, reconciliado con Dios, consigo mismo y con el mundo. Su alma está serena, goza de la libertad que fluye de la pureza del corazón[14], y vive según la naturaleza.
    Este es el ideal del monacato cristiano, ayer, hoy, y lo será, sin duda, mañana. Aunque siempre bajo diferentes formas y sometido a las correspondientes influencias culturales.
 
b)      El mundo mágico y místico del “desierto”.
 
Hablar de monjes en el desierto es rememorar la “historia lausiaca”, detenerse embobado con los “dichos de los Padres del desierto”, y huir apresuradamente de los mil demonios pobladores de las “soledades pobladas de aullidos...”
Además de su legado de instituciones y ejemplos de santidad, el monacato egipcio dejó a la posteridad una rica bibliografía de la vida espiritual. En primer lugar tenemos 1os consejos de los famosos anacoretas, los “dichos de los padres” conservados en tres colecciones diferentes. En general son sentencias breves y piadosas, muchas de las cuales se han convertido en frases hechas de la vida ascética y mística cristiana universal. Luego tenemos la Historia Lausiaca,[15], relato de la visita a Nitria y otros monasterios realizada en el año 400 por el griego Paladio (ca.363-ca.431). Final­mente encontramos las Instituciones y Conferencias[16] de Juan Casiano, escritas en 415-429. Casiano, natural de Escitia y discípulo de Juan Crisóstomo de Constantinopla y del papa León el Grande de Roma, vivió durante quince años con los anacoretas y presentó su doctrina en una serie de capítulos a los monjes de Lerins, en Provenza. Los eruditos siguen estando en desacuerdo en cuanto a la fidelidad con que Casiano registra, durante veinte años, las largas disquisiciones a las que vincula nombres de célebres “abades” y monjes. No solamente están escritas en un estilo elocuente, sino que algunas contienen doc­trinas y frases de Evagrio de Ponto (345-399),  y una de ellas es claramente una controversia contra la enseñanza de San Agustín sobre la necesidad de la gracia inicial antes de la buena acción. A pesar de todo, probablemente son la cristalización de la mayor parte de cuanto Casiano escuchó en Egipto y Siria, y en todo caso se convirtieron en un clásico sin rival en el monacato occidental. La Regla de San Benito está llena de citas de las Conferencias, las cuales eran leídas todas las noches antes de completas en los mo­nasterios medievales. También fueron un vade mecum de santos tan diferentes como Tomás de Aquino y Teresa de Avila.
Los dichos de los padres[17] suelen ser breves párrafos que recuerdan una frase o una anécdota. Algunos se refieren a proezas ascéticas o espirituales de aquellos pioneros de la vida monástica. No tenemos tiempo ni espacio para citar algunas puramente deliciosas, y ante las cuales nos damos cuenta de que estamos ante auténticas fuentes de sabiduría espiritual (Ver apéndice I, b).
 
             Quizá no se arriesgado decir que aquí se pueden enumerar las cuatro categorías fundamentales de la contemplación y la mística del desierto: ensimismamiento, desprendimiento, discreción, iluminación. Con Evagrio aparece la contemplación intelectual.
    Quedaría otro tema capital que no debe olvidarse, paraíso y vida angélica, o el sentido escatológico de la vocación cristiana y de la vocación monástica.[18]
 
c)      La expansión a Occidente.
 
De los remotos orígenes del monacato cristiano tenemos una pintura estilizada que se va transmitiendo de generación en generación. Los primeros ermitaños se retiraron al desierto de Egipto (presionados por las persecuciones de Decio); luego, poco a poco se reunieron en colonias; un monje llamado Pacomio[19], gran organizador, agrupó estas colonias en Cenobios. San Basilio reformó el cenobitismo pacomiano; entre tanto, el monacato copto se había propagado a través de todo el mundo cristiano. Pero todo esto, que parece tan sencillo, es también extremadamente complejo[20].
Aquí es donde ya habríamos de hacer un largo recorrido histórico: partir del monacato egipcio en su doble vertiente anacorética y cenobítica, ir al monacato siríaco y conocer a “los hijos e hijas de la alianza”, y recorrer con ojos atónitos Palestina, Sinaí, Persia, Armenia y Georgia. El movimiento monástico de Asia Menor y Constantinopla, hasta llegar al desembarco de los monjes en Roma, las Galias y la Península Ibérica, las Islas Británicas...[21]
Ciertamente, en algo más de un siglo Egipto y los países ribereños del Mediterráneo oriental dieron a la Iglesia la vida monástica en sus rasgos esenciales y en todas sus diversas formas desde la vida solitaria y ascética, hasta la laboriosa y moderada institución de Pacomio, y las obras caritativas de Basilio. Durante este breve período de tiempo se construyó el armazón interior de la vida monástica, el esquema detallado de las plegarias públicas, la guía práctica y ascética de cualquier “orden” posterior, y en los “dichos” (apotegmas) de los padres y los escritos de Evagrio y Casiano quedaban trazadas las líneas fundamentales de una teología mística que iba a convertirse en tradicional.
Aquellos cuyo conocimiento del monacato se limita principalmente a la vida religiosa de la Alta Edad Media difícilmente evitan la impresión de que la primitiva vida monástica fue algo rudo, creado entre poblaciones primitivas y de visión simple y toscas maneras. En cambio, el conocimiento de los orígenes monásticos nos enseña que de hecho esa vida implicaba la sociedad civilizada y complicada del bajo imperio, cuyas cabezas y legisladores provenían de las clases diri­gentes y de los teólogos. Un eminente historiador del siglo IV, Henri Marrou, recientemente ha señalado que de los aproximadamente doce «Padres» griegos y latinos más sobresalientes, todos, menos Ambrosio, fueron monjes. Este hecho solo demuestra que el mo­nacato, así como en su sentido verdadero es una huida del mundo, en su radiación es también profundamente cristiano y católico.
El monacato se extendió, pues, por toda la mitad oriental del Imperio romano durante el último siglo de su unidad. Ningún apóstol le llevó a Italia y a Occidente, ni le introdujo ninguna colonización oriental ni ningún acto de los obispos o de las autoridades civiles. Se fue extendiendo poco a poco y esporádicamente, igual que una planta brota de semillas arrojadas al azar. El agente más eficaz en la captación de adeptos fue San Atanasio, que pasó las dos primeras quintas partes de su exilio en Occidente. En la primera de ellas estuvo en Tréveris (335-337), capital efectiva del imperio occidental, y en la segunda en Roma (339-346). Por todas partes adonde iba cantaba las alabanzas de los monjes egipcios y su Vida de Antonio fue un clásico cristiano en su época. El fermento iba introduciéndose poco a poco y en círculos diferentes: en Roma, donde Jerónimo, secretario del papa Dámaso y monje, dio a conocer la vida monástica y formó .un devoto grupo de damas principales que más tarde (385) formaron parte de la colonia monástica que se cons­tituyó a su alrededor en Belén y Jerusalén; en Tréveris (con toda probabilidad) Atanasio mismo y en Milán, Ambrosio, el obispo, fun­daron monasterios. Agustín, a quien debemos una preciosa descripción de esos comienzos, adoptó la forma de vida monástica para él y sus compañeros como si fuera el resultado natural de una seria conversión, y cuando fue obispo reunió a su clero alrededor de él en un grupo casi monástico. Estos. dos ejemplos anticipan las comu­nidades posteriores de canónigos en las catedrales y otras iglesias, aunque no sean su origen directo. La llamada Regla de San Agustín, adaptación de finales del siglo y a las cartas del santo para guía de las monjas de su hermana, no fue seguida por ninguna comunidad en la Alta Edad Media.
La línea de difusión de la vida monástica se desplaza más rápida­mente por la orilla septentrional del Mediterráneo hacía Lerins y Marsella (400-440). La primera de estas poblaciones es la patria de Juan Casiano, viniendo en este caso la inspiración directamente de Oriente. En la Galia en general, donde la civilización romana, medio cristianizada, se encaminaba hacia su ocaso en medio de los placeres y la literatura, la mayoría de los obispos y señores rurales veían con malos ojos a los monjes. Sin embargo, el futuro era suyo.
A finales del siglo IV, Martín, obispo de Tours (+397)[22], fundó un grupo de ermitaños primero en Ligugé, cerca de Poitiers, y después en las orillas del Loira, en Marmoutier. De ahí la vida monástica se extendió por la Galia central y occidental y de aquí paso, como las chispas de un incendio forestal y por un proceso inadvertido por los cronistas, a las regiones celtas de las Islas Británicas. Allí, en Cornualles y Gales, y aún más notablemente en Irlanda, se expandió rápidamente un monacato de tipo radicalmente eremítico, del año 540 al 600 que se convirtió en el elemento dirigente no sólo de la Iglesia, sino de la sociedad. El ideal primitivo se sigue manteniendo, con todo, y vemos ahora cómo se expresa un monje celta.
 
 
 
 
Tengo una choza en el bosque,
nadie lo sabe salvo el Señor, mi Dios;
una pared es un fresno, la otra un avellano,
y un gran helecho hace de puerta.
Los batientes son de brezo,
y el dintel de madreselva;
y el bosque virgen de alrededor
da bellotas para cerdos bien alimentados.
Este es el tamaño de mi cabaña: la cosa más pequeña;
hogar entre senderos bien hollados;
una mujer (pero vestida de mirlo y parecida a él)
trina dulcemente desde su alero.[23]
 
             Se trata aquí de un monje solitario, como tantos ha habido; empeñado, al parecer (pues no se olvida de los “senderos bien hollados...”), en la búsqueda espiritual por cuenta propia, sin el apoyo de otros y sin las seguridades de un monasterio. Es el ideal “holístico” de la vida monástica. Es la búsqueda, posiblemente, del “arquetipo monástico universal”.[24]
             Pero junto  al monje solitario en el bosque, también estaba el solitario en su celda monacal, preocupado por otros afanes, e inmerso en una búsqueda espiritual más compleja, embarcado con otros monjes y participando con ellos de actividades de tipo cultural, social y aspostólicas (que es lo que ha caracterizado a los monasterios de Occidente). Oigámoslo en este delicioso poema:
 
             Yo y Pangur Bán, mi gato /
             estamos juntos en nuestra tarea /
             él se deleita cazando ratones /
             y yo paso la noche cazando palabras.
             Mucho mejor que las alabanzas de los hombres /
             es el sentarse con un libro y una pluma. /
             Pangur no tiene nada en contra mía /
             y él también se aplica a su sencilla habilidad. 
             Alegra ver /
             lo contentos que estamos con nuestras tareas /
             y cómo sentados en casa /
    encontramos ocupación para nuestra mente.
             A veces un ratón se cruza /
             en el camino del héroe Pangur; /
             a veces mí agudo pensamiento /
             pesca un sentido en su red.
             Fija en la pared su mirada /
    penetrante y fiera, aguda y astuta; /
             Yo, contra la pared del conocimiento /
             pruebo mi corta sabiduría.
    Cuando un ratón sale disparado de su escondrijo /
             ¡qué contento se pone Pangur! /
             ¡Y qué satisfacción experimento yo /
             cuando resuelvo las dudas que me apasionan!
             Así nos aplicamos pacíficamente a nuestras tareas /
             Pangur Bán, mi gato, y yo; /
             En nuestras artes encontramos nuestra dicha, /
             yo tengo la mía y él la suya.
             La práctica diaria /
             ha hecho a Pangur perfecto en su oficio; /
             Yo adquiero sabiduría día y noche /
             al convertir las tinieblas en luz.[25]
 
             Aquí aparece otra de las características del monacato: la búsqueda intelectual de la sabiduría, y el monje “instalado” en un monasterio. Hasta llegar en nuestros tiempos al mismo monje que cotiza a la seguridad social y espera una pensión de jubilación del estado.
             Una de las características del monacato celta fue su predilección por el exilio (peregrinatio) como forma de renunciación, mediante el cual los monjes se desplazaban a tierras extranjeras llevando a ellas la fe cristiana y la vida monástica. En Islandia, la isla occidental de Escocia, Bretaña, la Europa central basta Ratisbona y Viena por Oriente y por el Sur hasta Bobbio, en Lombardía, hubo estableci­mientos de monjes irlandeses (Scotti) que llevaron consigo su cultura y su regla, plasmados en pinturas y manuscritos que se conservan en los museos y bibliotecas de Europa. Entre otros peregrinos sobre­salen por su santidad e influencia Columba (521-597) fundador de Iona y apóstol de la Escocia occidental, y Columbano (540-615) que aban­donó su tierra natal y después de varias etapas llegó a las montañas de los Vosgos, donde fundó Luxeuil (c. 590). Veinte años más tarde, una serie de aventuras le llevaron a través del Rhin y los Alpes y terminó sus días en Bobbio. Columbano dejó una regla más austera que las contemporáneas del monacato mediterráneo, con severos ayu­nos y un feroz código penal; pero el núcleo de su monacato no era la regla sino el abad, y a través de la serie de monasterios fundados o influidos por él, la voluntad del abad, expresada de forma diferente según fuera éste, fue el principal origen de la vida monástica.
             Mien­tras tanto, y a veces por medios que pasan inadvertidos a los histo­riadores, los monasterios de Lérins, Marmoutier y Luxeuil, extendían su enseñanza por toda Francia y por lo que ahora se conoce como 1os Países Bajos.
             Al mismo tiempo las ermitas y pequeños monasteriós se multipli­caban en Italia. No habla organización, cabeza dirigente ni regla influyente, y los monjes errantes eran una molestia frecuente[26]. La mayor parte de los monasterios mayores tenían probablemente copias de la traducción latina hecha por Jerónimo de la regla de Pacomio y la hecha por Rufinó de las «reglas» de Basilio, como también de las dos grandes obras de Casiano.
 
 
2. El monacato benedictino y cisterciense.
 
Benito de Nursia[27] (ca.480-ca.547), considerado unánimemente en la Edad Media y por todos los historiadores y monjes del mundo moderno como el patriarca y fundador de todos los institutos del monacato occidental, ocupó sencillamente el puesto de abad en uno de los muchos monasterios italianos de su época, aunque fue muy famoso por su santidad y capacidad de trabajo. No fundó ninguna orden ni marcó ningún hito en la Iglesia como lo hicieron Pacomio, Basilio o Columbano. Su fama y posición en la historia se deben solamente a su breve Regla, que incluso parece ser que está basada en otra del Maestro, anónimo, contemporáneo suyo.
             La regla de San Benito no se hizo famosa rápidatamente. Nunca fue impuesta y se extendió gracias a la virtud de su excelencia. Pero aunque admitamos que las dos terceras partes del texto están tomadas de las Escrituras, de la Regla del Maestro y de otras fuentes, fue ella, y no ninguno de esos documentos de los que tomó el material, la que se fue imponiendo en todos los monasterios de la Europa occidental y la que hoy día siguen miles de monjes y monjas en todo el mundo. Su éxito se debe a tres características principales:
             - Primera, es emi­nentemente práctica. Así como la Regla del Maestro es prolija y des­ordenada, la de San Benito es corta; y así como las demás reglas de la época tocan solamente algunos aspectos de la vida monástica, ésta es una útil guía para la actividad monástica de cualquier clase de monjes y de cualquier edad.
             - Segundo, así como espiritualmente es inflexible, físicamente es moderada y tolerante, y subraya sobre todo la caridad y la armonía de la vida simple en común en vez de incitar a la rivalidad y a los logros individuales.
             - Tercero, es la única de las reglas monásticas que contiene en pocos y apretados párrafos un tesoro de sabiduría espiritual y humana capaz de guiar al abad y a sus monjes a través de todas las vicisitudes de la vida espiritual. El monasterio benedictino no es ni una penitenciaría ni una escuela para ascéticos montaraces, sino una familia, un hogar formado por aquellos que buscan a Dios.
 
    A partir de la expansión “benedictina” algo nuevo empieza en el monacato occidental, y de gran trascendencia, pues va a condicionar mucho la experiencia monástica y la expresión verbal de la misma y de toda la espiritualidad cristiana (ver Apéndice III), dando pie a formas de vida muy variada y a un vocabulario espiritual impresionante[28].
    Los monasterios bien organizados, los monjes bien centrados en sus abadías, el interés humanístico y artístico, y el afán misionero de los monjes, proveyeron a la sociedad cristiana de los siglos VI a XI de cientos de hogares de cultura y culto que se iban expandiendo por toda Europa –como se ha visto- y los jerarcas y políticos de esos siglos supieron favorecer esa expansión, promover la fundación de abadías y utilizar los dones espirituales y culturales de los monjes y las monjas.
    Los finales del siglo XI se van a encontrar con la necesidad de “renovar” ese monacato benedictino que empieza a chirriar bajo el peso de excesivas “obligaciones temporales”, y que ha dejado que el ideal monástico genuinamente benedictino se mezcle con múltiples actividades que lo distraen del soli Deo vacare, fin auténtico y exclusivo de la vida monástica.
    A finales, pues, del XI y principios del XII, la vida monástica se convulsiona ante múltiples intentos de renovación, se buscan caminos nuevos para el ideal espiritual del desierto, y el monje se va convenciendo de que debe dejar en segundo plano actividades y obras que la nueva sociedad emergente en Europa le disputa y ya no le permite llevar: nacen las ciudades, se desarrolla el comercio, la universidades y las catedrales son más atractivas que los monasterios, los nobles y reyes ya no necesitan tanto de los monasterios y el ideal cristiano ya no necesita mirarse tanto en la “ciudad angélica” que trataban de ser los monasterios[29] y que, ciertamente, muchos de ellos ya no eran.
    Los Cistercienses, aparecidos oficialmente en 1098, no inventan un monacato nuevo ni reforman el monacato benedictino, sencillamente, y según nuestra opinión, le purifican y le posibilitan la vuelta al espíritu de la Regla benedictina.
    Los siglos XI y XII no son sólo los siglos de grandes intentos de renovación monástica, de crisis del monacato benedictino y enfrentamientos entre cistercienses y cluniacenses: por ambas partes se puede hablar de un gran desarrollo espiritual, de una enorme producción espiritual literaria y mística y de un renovado interés por los grandes temas de la vida espiritual[30] y casi todos los componentes de la vida monástica –liturgia. Arquitectura, etc.- son elevados a categorías místicas[31] y espirituales, de modo que el monasterio[32] y su scriptorium pasa a ser el lugar ideal de contemplación, de vida cristiana, modelo eclesial y humanización de la sociedad.[33] San Bernardo de Claraval, 1090-1153, es el gran paladín del monacato del siglo XII; pero él sólo está en el centro de una gran corriente de teólogos místicos dentro del monacato benedictino.[34]
    A partir de finales del siglo XII, con la aparición de las Órdenes Mendicantes, los movimientos laicos en los beguinatos, las “santas mujeres”[35] (guiadas muchas veces por sus confesores y directores espirituales), comienzan a vislumbrarse nuevos horizontes para la vida mística y espiritual de la Iglesia, vida que poco a poco a poco se va apartando de los grandes esquemas espirituales y simbólicos trazados por el monacato.
    El monacato comienza a conocer su decadencia a mediados del siglo XIII, y hasta la gran reforma de Trento las Órdenes monásticas se debaten en una búsqueda de identidad frente al mundo y las culturas dominantes. La vida monástica, en Europa, se diversifica  mil modos y maneras, surgiendo en su seno variadas formas de organización de los monasterios (Congregaciones monásticas) y tratando los monjes de cimentar la vida espiritual en nuevos modos de formación (creación de colegios universitarios) y apostolado y proyección social.
    Aparecen en estos siglos eminentes figuras de monjes cultores de todas las materias espirituales, artísticas y literarias, más bien como casos aislados; pero sus esfuerzos no logran la renovación monástica a la que, dentro del contexto eclesial, apelará el Concilio de Trento.
    Los siglos XV-XVI son difíciles de resumir. Las guerras europeas, las guerras de religión, los enfrentamientos de “observancias” (intentos de renovación en el interior de las Órdenes Monásticas), las abadías en manos de nobles y burgueses, debilitaron la vida espiritual de los monasterios hasta límites insospechados. Y la misma debilidad de los monasterios fue la causa de no poder reaccionar ante las tormentas sociales y políticas que se les vinieron encima. Hubo, dentro de todos estos males, importantes movimientos de renovación que, empujados por la reforma tridentina, amparados e influidos por otros movimientos espirituales, lograron si no renovar plenamente sí “apuntalar” algunas de las antiguas tradiciones monásticas. Uno de los casos más representativos es la “reforma Trapense” del Abad Rancé (1626-1700)[36]. Son extraordinarios los esfuerzos hechos en los siglos XVII y XVIII por elevar el nivel espiritual del monacato.[37]
    Podemos seguir avanzando en este somero resumen histórico, peligroso por su brevedad, es cierto, pero que nos muestra muy a las claras que el monacato Occidental depende en gran medida, en cuanto a los vaivenes de su ascética y búsqueda contemplativa, de los condicionamientos sociales y culturales que le toca vivir. Esto hace que los monjes se acomoden más o menos a tareas que les son encomendadas o que ellos mismos buscan y promocionan, bien en el terreno de los estudios y la investigación dentro de las ciencias eclesiásticas o en otros terrenos del arte y de la ciencia. Esto es lo que quizá les haya dado mayor popularidad y haya llevado a concebir los monasterios como talleres de artes, ciencias y espiritualidad.
    La gran renovación y “restauración” monástica del siglo XIX[38] trata de rescatar los valores tradicionales valores monásticos rescatando arquitectónicamente grandes abadías, promoviendo los estudios teológicos y litúrgicos y apuntando a que en cada monasterio hubiera una gran comunidad, dinámica, con múltiples actividades y una proyección social y apostólica notables, de modo que tanto en las observancias benedictinas como cistercienses este ideal fue plenamente alcanzado. La gran crisis cultural y espiritual de la Europa de la revolución industrial y de la primera postguerra mundial produjeron un gran aflujo de vocaciones a los monasterios.
    Desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX se produce una gran expansión monástica desde Europa hacia otros continentes, Estados Unidos - Canadá, África, Australia, Asia... expansión que continúa hasta hoy día.
    La confrontación con otras culturas espirituales y la adaptación de la observancia benedictina a otros climas religiosos produce un gran enriquecimiento del monacato cristiano, favoreciendo un nuevo interés por los valores propios de la contemplación y la vida contemplativa cristiana.[39]
    Desde Egipto el monacato cristiano se ha hecho a lo largo de los siglos viajero de todos los caminos del mundo, en la actualidad se encuentra extendido por los cinco continentes del globo.
    Como más o menos se ha podido ver, el fenómeno monástico cristiano, desde sus orígenes ha revestido múltiples ropajes. Y aquí habría que volver a uno de los puntos iniciales de esta exposición: “Los grupos de vida monástica se han constituido tradicionalmente en la historia como instituciones religiosas. Arraigado en una tradición y traspasando las fronteras religiosas y culturales de Oriente y Occidente, el monacato aparece universalmente desde sus orígenes como la expresión de aquel ideal de vida cuyo máximo exponente va a ser la búsqueda de lo Absoluto y el deseo de la santidad del individuo; dicho con otras palabras, el cumplimiento, aquí y ahora, de la propia realización humana como respuesta religiosa que da el  sujeto al misterio de ese Absoluto. Ahora bien, como nos demuestra la historia monástica, las realizaciones históricas de ese ideal han dado lugar a diferentes proyectos monásticos” [40]. Es por esto que cuando nos hemos referido al monacato y a su historia conviene  fijar la atención en los diferentes proyectos de vida monástica que han ido surgiendo en el tiempo y han quedado configurados institucionalmente.
 
 
 
 3.      Monasterios hoy y mañana.
 
Así, pues, a lo largo de su historia, el monacato ha aparecido en una diversidad de proyectos monásticos en los cuales, aunque se sustenten en el mismo ideal lo desarrollan según formas y programas diferentes.
    “Durante los primeros dieciséis siglos de la historia de nuestra Iglesia, la oración contemplativa era reconocidamente la meta de la espiritualidad cristiana tanto para el clero como para la gente laica. A raíz de la Reforma esta tradición, al menos en su forma de de tradición viva, prácticamente desapareció. Ahora en el siglo XX ha comenzado la recuperación de la tradición contemplativa cristiana con la introducción de los diálogos interculturales y con las investigaciones históricas”[41], y desde muchos monasterios se ha promovido este movimiento, siendo incluso muchos monjes los promotores de publicaciones, retiros y conferencias tendentes a la recuperación genuina de la contemplación y la mística sin los condicionamientos, o apoyos, de la vida monástica cenobítica[42].
    Basta echar una ojeada al Vol. VIII, capítulos III a VI, de la obra de García Mª Colombás, La Tradición benedictina, para darse cuenta de que la llamada “restauración monástica” apuntaba ya a una gran renovación contemplativa y espiritual de la vida monástica, renovación que debido al influjo litúrgico y a las hospederías monásticas iba a trascender muy pronto los límites de la clausura monacal. Además, se insistió mucho en la buena preparación intelectual de los monjes sacerdotes, se facilitó la asistencia a las universidades católicas, y se crearon nuevamente grandes “Institutos” o colegios monásticos en Roma y en otras ciudades europeas.
 
a) Nuevas dimensiones para la vida contemplativa monástica.
 
    Son significativos, por ejemplo, los títulos aparecidos últimamente sobre una nueva dimensión de la espiritualidad y experiencia monástica cara a un mundo plural y en el que la inquietud religiosa aparece con renovadas fuerzas: Monjes para el tercer milenio[43], donde ya en el prólogo aparecen estas cuestiones: “¿Es que tiene sentido la vida monástica en una era postmoderna y de avanzadas tecnologías? ¿No es un residuo medieval? ¿este tipo de existencia tiene algo que ver con lo que vive la gente de la calle? ¿Es un planteamiento vigoroso, el del monje, que choca con la ideología ‘light’? ¿O es una evasión para no afrontar los retos que nos plantea la sociedad?”... “A partir, por tanto, de su propia existencia y del conocimiento progresivo de las profundidades de su ser, los monjes pueden prestar un gran servicio a sus contemporáneos... Realmente, la experiencia espiritual que se recorre a lo largo de la vida monástica no es ajena a la experiencia fundamental que vive todo ser humano si quiere tomar consciencia de su realidad personal y vivirla en profundidad. Y más todavía cuando se trata de un creyente en Cristo”.
    Raimon Panikkar ha escrito ampliamente sobre el “arquetipo universal del monje”[44], da allí unas pautas muy certeras para la tarea que todos los monjes y monjas contemplativos deben asumir hoy: “Sociológicamente hablando, en un mundo amenazado por el aumento de complicaciones tecnológicas, el que haya gente abogando por la simplicidad es algo más que una salida hacia la libertad, la salud espiritual y la humanidad. Incluso si estamos condenados a la complejidad, no todo el mundo puede adaptarse a ella. Necesitamos respiros, excepciones... Una llamada a la bendita sencillez es necesaria y urgente. Si no lo hacen los monjes antiguos, surgirán nuevos monjes para ejercer esta función de recordar al mundo, con su ejemplo, que sólo se necesitan pocas cosas para una vida humana y feliz; y todavía menos para alcanzar la “vida eterna”, que no es necesario, desde luego, dejarla para el futuro...”[45] Y continúa: “Actualmente somos testigos de una cierta relación tensa entre las instituciones monásticas de todo el mundo y sus religiones respectivas... me refiero a la tendencia a mantener las viejas instituciones monásticas como piezas de museo e impidiendo su evolución, ya que evolucionar es algo considerado como una traición a su antigua y auténtica vocación. Me refiero al deseo, sobre todo, por parte de los de fuera, de ver cómo los monjes preservan valores muy necesarios. Hay que vivir en Roma, Bangkok, Rishiekeh o en el Valle del Kangra para comprender este fenómeno de “autoridades” que quieren preservar las viejas instituciones en su pureza prístina, incontaminadas del aire de la modernidad. Hay algo válido en todo esto,pero resulta problemático y por último anula su mismo propósito, si se hace desde el exterior, como un resultado de presiones más o menos sutiles. ‘La gente espera que uno sea sí. Se supone que uno ha de comportarse de determinada manera o ha de decir determinadas cosas...’ Estas son las frases típicas que a menudo escuchamos”.[46]
    Las relaciones entre monacato y cultura moderna también han sido ampliamente estudiados, sobre todo en artículos de revistas monásticas.[47] La síntesis entre “acción y contemplación” o “¿Hasta qué punto los problemas vocacionales de novicios y monjes son el resultado de un conflicto entre el ‘pensamiento moderno’ y las ‘ideas monásticas tradicionales’?”, no han escapado a la observación de los pensadores monásticos.[48]
 
b) Thomas Merton, un monje del siglo XX.
 
    En el caso de Thomas Merton nos encontramos con un testimonio admirable de cómo la vida monástica y la contemplación pueden armonizarse plenamente con una “sensibilidad y  conciencia mundana” altamente desarrolladas.
    Este monje cisterciense de la Abadía estadounidense de Gethsemani, ganador del premio Pulitzer con su obra clásica La montaña de los siete círculos[49], y muerto en Bangkok con motivo de un viaje a Asia para participar en un encuentro intermonástico[50], es quizá quien en los tiempos modernos ha sabido traducir a lenguaje moderno los temas fundamentales de la vida monástica y de la vida espiritual cristiana, a la vez que supo integrar en su vocación monástica un fructífero diálogo con el “mundo” a través de personas muy representativas del ámbito de las artes, las letras y la cultura en general.
    Veamos cómo le describe un gran conocedor suyo, a la vez que podemos vislumbrar en estas palabras un modelo del esfuerzo hecho por la vida monástica en estos últimos años para encontrar su lugar en el mundo actual:
 
El P. Thomas Merton fue un hombre complejo en cuanto que, aún habiendo optado por una vida dentro del claustro y separada del mundo, se convirtió en un escritor muy consciente de relacionarse con un público amplio y creciente. Puede muy bien describírsele como un amante gregario de la soledad. Si esta frase os ha parecido contradictoria, entonces es señal de que me habéis entendido. Ambas atracciones eran muy fuertes para él. El tenía un don especial para contactar con gente de todo tipo, con quienes congeniaba admirablemente...  Además solía sentir deseos apremiantes de contactar con  la gente y sufría cuando, después de un largo período de tiempo, estos encuentros eran escasos. A su vez, sus deseos de soledad y silencio no eran menos imperativos. Algunos han dudado de si tuvo un verdadero concepto de lo que es la vida solitaria. A mi juicio, tal opinión se olvida de un elemento importante de su personalidad y de todo lo que significó su vida después de entrar en el monasterio a los veintiséis  años. El supo aprovechar enormemente sus experiencias de soledad en comunidad que es característico de la vida cisterciense. Experimentaba una paz profunda durante las horas de oración solitaria en las que era consciente de haber sido favorecido con gracias espirituales especiales. Nunca dejó de disfrutar de estas horas de recogimiento e, incluso durante sus viajes por el Lejano Oriente al final de su vida, solía arreglárselas para sacar horas de su agenda para la oración.
Una de las causas mayores de su repetido descontento después de hacer sus votos perpetuos, especialmente durante su período de ermitaño, fue precisamente que por un lado era plenamente consciente del valor de la soledad para su salud y crecimiento espirituales, pero por otro sentía profundamente la necesidad de comunicarse con los demás. De hecho, a medida que crecía su experiencia de Dios, sentía una mayor responsabilidad por el bien y la salvación de los otros y de toda la sociedad...
Aunque la labor de escritor fue algo instintivo para Merton, representaba más que un deseo de cumplir su impulso psicológico de comunicarse con otras personas; fue una verdadera misión y vocación que crecieron de su experiencia de Dios. Su facilidad para relacionarse con todo tipo de gente y su temperamento tan marcadamente gregario jugaron de hecho un papel importante en la realización de este aspecto de su vocación. El era un prolífico y consumado escritor de cartas. Los cinco volúmenes de cartas publicados, así como su correspondencia con James Laughlin, son sólo algunas de las que se conservan. Muchas de éstas son notables tanto por su calidad literaria como por su contenido. Su gusto por las personas, su capacidad para la amistad, su cercanía a los demás, confieren a estos documentos un fervor y  un tono tan personales que los hacen consistentemente humanos así como informativos. De todos formas, la escritura demostró no satisfacer adecuadamente su atracción hacia los demás ; necesitaba compartir en persona con quienes simpatizaba, fuera por su carácter, por sus dones intelectuales o espirituales o por sus habilidades adquiridas. Se veía atraído enormemente, incluso de forma apremiante, por aquellas personas con las que podía intercambiar ideas y experiencias en un ambiente de respeto amistoso.[51]
 
    No podemos decir, ciertamente, que esto se dé en todos los monjes actuales y en todos los monasterios se comparta esta visión de la vida contemplativa y sus relaciones con las personas y el “mundo”; pero sí se puede afirmar que, en general, las comunidades monásticas actuales se orientan mucho en este sentido, y, sobre todo a partir del Vaticano II, han sentido este desgarro vital que acuciaba al P. Merton, desgarro que si en el texto del P. John Eudes se refiere a una persona, en general se puede decir que ha sido también así en muchas comunidades monásticas, deseosas de reencontrar su puesto en la Iglesia, en la sociedad circundante y en la misión apostólica tradicional de los monjes, dado que los grandes monasterios europeos siguen dando en los tiempos modernos una imagen de reductos medievales donde siempre se habla del pasado, de las obras de los scriptoria, de las arquitecturas simbólicas y de los trabajos de ambiente rural. Precisamente una de las causas de cierta renovación en los hábitos de vida causante, además, de una sana actualización de las costumbres monásticas, ha sido la aceptación por parte de las comunidades monásticas de trabajos y medios de vida más en consonancia con la sociedad industrial y tecnologizada de nuestros días que con las tareas del campo de hace cincuenta años, por ejemplo. El hecho de que la mayoría de las vocaciones de estos últimos años provengan de ambientes de ciudad, más cultivadas intelectualmente y con variadas experiencias en el ámbito social, ha influido positivamente en  la vida de las comunidades, si bien algunos conflictos generacionales, más por la mentalidad que por la edad, aún no se han solucionado en el grado deseable.
    Era, pues, normal que Merton no fuera comprendido en el ambiente que tanto en Gethsemani como en otras abadías trapenses europeas reinaba a mediados de los 50.
 
Conclusión y conclusiones.
 
    Quisiera concluir abordando someramente un tema que, según he podido captar también entre Vds. en los breves encuentros mantenidos en los pasillos: -“¿Qué va a pasar con los monasterios dentro de poco? ¿Habrá que cerrarlos o se extinguirán por sí mismos?” Voy a tratar de ser claro en la medida de mi propia experiencia y de mi saber, y no voy a hacer de profeta de calamidades, sino de profeta de esperanza.
    Los años 60, los del pre y postconcilio Vaticano II, fueron años de grandes convulsiones en Europa –que de una forma u otra han durado hasta la caída del muro de Berlín, la clarificación del fiasco del comunismo y la puesta en marcha de una aún precaria Unión Europea-. Poca gente de sociedad y de Iglesia era clarividente en los 60 para prever el futuro que se nos ha venido encima y el cambio tan rápido, profundo y universal que han sufrido todas las estancias sociales, cambio que ha repercutido notablemente en la concepción de lo religioso, la familia, los valores “tradicionales”, la educación y la gestación de la idea del mundo como “aldea global” (y ello en medio de un vertiginoso descenso de la natalidad en Europa y de una continua presión de inmigrantes de África y Asia).
    Tras los años 60 se produce una gran crisis en la vida religiosa y monástica en Europa, caracterizado por grandes abandonos y escasos ingresos, lo cual se observa hoy día claramente en el índice de edad media de las comunidades, tendentes al envejecimiento. Los monasterios ya no son lugar de refugio ni de promoción humana, como sucede siempre tras una gran crisis social (en España en la posguerra civil y en Europa y USA tras la II Guerra Mundial, por ejemplo). En Europa (y más concretamente en España, y particularmente en el caso de las monjas) existen demasiados monasterios, y muchos de ellos –aunque artística y arquitectónicamente admirables- poco confortables para una vida con las nuevas comodidades que ofrece la sociedad a la clase media, habitados por comunidades “mayores” y, en bastantes casos, poco receptivas ya prácticamente incapaces de recibir nuevas vocaciones.[52]
    La juventud actual sufre un retraso (provocado por los sistemas educativos y las condiciones económicas y laborales) en su decisión de elegir una vocación, y los valores culturales en que se ve envuelta favorecen más la “actividad social” como medio de realización que el cultivo de los valores que propiciarían una dimensión contemplativa de la persona. Por otra parte, muchas personas de entre 25 y 30 años encuentran a las comunidades monásticas actuales muy “ancladas” en estructuras del pasado, resultándoles difícil encontrar entre los monjes auténticos guías espirituales, y, en la vida diaria de la comunidad, la liberación de ciertas preocupaciones y trabajos que favoreciera una mayor dedicación a la formación en la vida y disciplina contemplativas.
    Finalmente, en los últimos años, debido a las causas señaladas, el mayor conocimiento en muchos sectores seculares de métodos de oración y meditación, de experiencias contemplativas entre laicos, de reuniones, seminarios, retiros, etc., tendentes a descubrir la vía contemplativa en medio de la actividad secular[53], ha contribuido a que, por una parte las vocaciones que llaman a las puertas de los monasterios sean más exigentes en el itinerario contemplativo –dentro de las incongruencias de muchos jóvenes- y, por otra, que sólo los monasterios y comunidades que son capaces de entrar en diálogo y saber formar[54] a estas personas tienen garantizada su perseverancia y desarrollo contemplativo.
    Y dentro de este ‘finalmente’ del párrafo anterior, unas líneas nada más para apuntar que hay un renacer de nuevas comunidades contemplativas[55] con formas y costumbres que aunque inspiradas en los usos benedictinos y cartujanos[56], carecen, por el momento, de los montajes de las grandes abadías, lo cual les permite una vida contemplativa más fluida y desahogada (y mucho más atractiva para los jóvenes de hoy...).
    En fin, la vida monástica tiene ante sí muchos retos. No es el más importante, ni el que debe polarizar sus esfuerzos, la supervivencia de muchas comunidades (que en los próximos años ciertamente desaparecerán... y de hecho ya están desapareciendo); más bien el reto es que las comunidades monásticas se hagan cada vez más contemplativas en consonancia con lo que fue y será siempre el origen del monacato: la fidelidad al Evangelio y la exclusividad en cultivo de la interioridad. Sé que muchas comunidades están empeñadas en esta tarea, a pesar de variadas dificultades, y sé que Vds. podrán encontrar en ellas el reflejo vivo de lo que en realidad son, al margen de lo que hagan (que a veces es lo que más se ve...).
    No sé si he dicho lo que Vds. deseaban oir. Pero muchos monjes y monjas de los monasterios de hoy, en su vida sencilla, oculta, comprometida, siguen cantando en sus himnos del oficio de vísperas esta estrofa maravillosa, que define muy bien lo que es un contemplativo:
 
Dichoso el fascinado por tu rostro, Señor Jesús,
y cuyo amor en todo vio la huella de tu imagen.
Dichoso el despojado por presencia: Tú le invadiste,
asido a Ti te deja ver su vida en transparencia.
Viviente icono de tu misterio en el camino:
dichoso aquel, Señor Jesús, que pasa  

en tus manos contigo al Padre

 
 
[1] Thomas Merton, Diario de Asia, Editorial Trotta, Madrid 2000, pág. 281.
[2] Mayeul de Dreuille, La Règle de Saint Benoît et les Traditions ascétiques de l’Asie à l’Occident, Col. “Vie Monastique” nº 38, Abbaye de Bellefontaine (49122 Brégrolles-en Mauges, Francia) 200.
[3] Pierre Miquel, Ser monje, Ediciones Montecasino, Zamora  1992, pág. 21.
[4] Ver: Bernardo Olivera, ¿Escuela de amor místico?, en Mística Cisterciense. Actas del I Congreso Internacional sobre Mística Cisterciense, Ávila 9-12 de octubre de 1998, Ed. Montecasino, Zamora 1999. Se distribuye en la Abadía de Viaceli, 39320 CÓBRECES (Cantabria).
[5] Ver el excelente artículo de M. Mannion, Monacato y cultura moderna: I Hostilidad y Hospitalidad, en Cistercium  XLVI nº 197 (1994) 375-391, y II: La conversión cultural de los monjes. III: El monacato como sistema cultural  XLVI nº 198 (1994) 823-857.
[6] Este fue el tema de un reciente Capítulo General de los Trapenses. Ver también: Bernardo Olivera, Seguimiento, Comunión Misterio: Escritos de renovación monástica, Ed. Montecasino, Zamora 1999.
[7] García M. Colombás, El monacato primitivo, BAC, nº 588, Madrid 1998, págs. 37-39.
[8] San Atanasio, Vida de san Antonio. Padre de los Monjes, Ediciones Montecasino, Zamora 1981. También de gran utilidad: Henri Quefélec, San Antonio del desierto, Herder, Barcelona 1957; Louis Bouyer, La Vida de san Antonio. Ensayo sobre la espiritualidad del monacato primitivo, Col. ‘Espiritualidad Monástica’, nº  21, Las Huelgas, Burgos 1989; N. Devillier, San Antonio el Grande, padre de los monjes, en la misma colección, nº 29, Burgos 1995.
[9] Cf. André Louf, San Benito, hombre de Dios para todos los tiempos, en Cistercium nº 157, XXXII (1980) 56-58. Nos hemos tomado la libertad de parafrasear y modificar el texto del autor, aplicándolo a nuestro propósito lo que él dice de san Benito, otro arquetipo de la vida monástica de Occidente.
[10] Etienne Goutagny, El camino real del desierto. Los más bellos apotegmas comentados, col. ‘Espiritualidad Monástica’, nº 26, Las Huelgas, Burgos 1992.
[11] Véase el excelente estudio y síntesis de la primitiva espiritualidad monástica: Placide Deseille, Espiritualidad Monástica: La escala de Jacob y la visión de Dios, col. ‘Espiritualidad Monástica’, nº 14, Las Huelgas, Burgos 1984.
[12] No se puede hablar todavía de una “teología de la vida monástica”, ni de temas de la misma teológicamente elaborados; la semilla está plantada y habrá que esperar a autores posteriores, que irán sistematizando y elaborando estos temas con mayor riqueza y amplitud. Conviene ver sobre el tema “desierto y paraíso”, el capítulo 8 del libro de Thomas Merton, El camino monástico, Editorial Verbo Divino, Estella 1996, págs. 190-198.
[13] Sobre el tema de la “montaña” en la tradición mística y espiritual, véase: Marie-Madeleine Davy, La montagne et sa symbolique, col. ‘Spiritualités vivantes’, ed. por Ed. Albín Michael, Paría 1996.
[14] “Pureza de corazón” (puritas cordis), fin de la vida monástica según los “Padres del desierto”.
[15] Paladio, El mundo de los padres del desierto (la Historia Lausíaca), versión, introd. Y notas de León E. Sansegundo Valls, Ediciones Studium, Madrid 1970.
[16] Juan Casiano, Instituciones, Ed. Rial, Col. Nebli, Madrid . De edición más reciente: Instituciones cenebíticas, Trad. de Mauro Mattei, osb, e Introd. De Enrique Contreras, osb, Ed. Montecasino, Zamora 2000; Ib., Conferencias (Colaciones), II vols., nn. 19 y 20, Madrid  (2ª edición, idéntica a la primera, en 1998).
[17] Las sentencias de los Padres del Desierto (recensión de Pelagio y Juan), Introd. De Dom L. Regnault, col. “Espiritualidad Monástica”, nº 9, Las Huelgas, Burgos 1981. Hay otra edición de esta recensión: DDB, Bilbao 1988 (con un interesante índice analítico) y se puede añadir: Vida y dichos de los Padres del desierto, DDB, Biblioteca Catecumenal, Bilbao 1994; Las sentencias de los Padres del Desierto (Colección mixta), Introd. Juan María de la Torre, col. “Espiritualidad Monástica”, nº 23, Las Huelgas, Burgos 1990; Etienne Goutagny, El camino real del desierto. Los más bellos apotegmas comentados, col. “Espiritualidad Monástica”, nº 26, Las Huelgas, Burgos 1992; Los dichos de los Padres del Desierto (Colección alfabética de los Apotegmas), Introd. Y traducción directa del griego por Martín de Elizalde, osb., Ediciones Paulinas, Argentina (publicados anteriormente en la revista Cuadernos Monásticos).
[18] Cf. el interesantísimo libro: Dom García M. Colombás, Paraíso y vida angélica. Sentido escatológico de la vocación cristiana, Abadía de Montserrat 1958.
[19] Sobre Pacomio y sus pretensiones, véase: Placide Deseille, El espíritu del monacato pacomiano /seguido de la traducción de los Pacomia Latina), Col. ‘Espiritualidad Monástica’, nº  19, Las Huelgas, Burgos 1986.
[20] Cf. la exposición que hace de los orígenes y expansión del monacato: F. Vandenbroucke, El por qué de la vida contemplativa. Teología crítica del monaquismo, Ediciones Mensajero, Bilbao 1969, págs. 22-32. Una síntesis muy bien lograda y con aseveraciones críticas muy acertadas.
[21] Aquí es preciso forzosamente remitir a los estudios de historia monástica, más o menos amplios, que detalladamente ofrecen el itinerario de la gran expansión monástica habida en Occidente desde los siglos IV a VI. Cf., principalmente: David Knowles, El monacato cristiano, Ediciones Guadarrama, Madrid 1969. Obra clásica y reducida de tamaño, ya agotada. Es un buen resumen del fenómeno monástico en Occidente; Alejandro Masoliver,  Historia del monacato cristiano, Ediciones Encuentro, Madrid 1994. Tres breves tomos: I. Desde los orígenes hasta San Benito (132 pp.), II. De San Gregorio Magno al siglo XVII (221 pp.), III. Siglos XIX y XX. Monacato  oriental, Monacato femenino (198 pp.); García Mª. Colombás,  El monacato primitivo,  2 Vols. (nn. 351 y 376), BAC, Madrid  1974 y 1975 (es el estudio más completo y documentado en español sobre el tema). Hay una segunda edición, en un solo volumen, también en la BAC: nº 588, Madrid 1998.
[22] Ver: Sulpicio Severo, Vida de San Martín de Tours (Trad. de Pablo Sáenz, osb; introducción y notas de Enrique Contreras, osb), en Cuadernos monásticos 134 (2000) 311-334.
[23] Poema celta de Connaught, ca. 650.
[24] Véase: Raimon Panikkar, La sencillez. El arquetipo universal del monje, Ed. Verbo Divino, Estella 2000-2ª. Volveremos después a este libro.
[25] Cf. George Otto Simms, Explorig the Book of Kells,  The O’Brien Press Ltd., Dublín 1988.
[26] Véase: Mar Marcos, Monjes ociosos, vagabundos y violentos, en Ramón Teja (Ed.), Cristianismo marginado: Rebeldes, Escluidos, Perseguidos, I: De los orígenes al año 1000, Editado por Fund. Santa María la Real, Aguilar de Campoo 1998.
[27] Ver: San Benito, su Vida y su Regla, Dom García Mª Colombás, Dom León M. Sansegundo, Dom Odilón M. Cunill, BAC  nº 115,  Madrid 1954; y La Regla de San Benito, Editada y comentada por García Mª Colombás e Iñaki Aranguren, BAC nº 406, Madrid 1979.
[28] Ver: Pierre Miquel, Le vocabulaire lati de l’expérience spirituelle dans la tradition monastique et canoniale (de 1050 a 1250, Col. Théologie Historique nº 79, Ed. Beauchesne, París 1989. Y si se desea un estudio completo de la influencia de la vida monástica en la teología y en la espiritualidad cristiana, véase: AA.VV., Thélogie de la Vie Monastique.Études su la Tradition patristique, Col. Théologie nº 49, Ed. Aubier, París 1961.
[29] Ver la introducción general a las Obras Completas de San Bernardo, en la BAC, Madrid 1983: La espiritualidad cisterciense.
[30] Este capítulo de la historia monástica de Occidente ha sido y sigue siendo motivo de amplios y extensos estudios. Véase, por citar los más asequibles al gran público:
LIBROS: Jean-Baptiste AUBERGER,  L’unanimité cistercienne: mythe ou réalité? Achel, Cîteaux 1986; H. A. BREDERO,  Cluny et Cîteaux au douzième siècle. L’Histoire d’une controverse monastique. Amsterdam 1985; García M. COLOMBÁS, La tradición Benedictina. Tomos III y IV. Monte Casino, Zamora 1991-1994; Conrado DE EBERBACH, Gran Exordio de Císter. Cistercium. Vitoria 1998; Danièle CHOISSELET-Placide VERNET, Les Ecclesiastica Officia du XIIe siècle. Abbaye d’Oelemberg, Reiningue 1989; Lorenzo HERRERA, Historia de la Orden de Císter, I-VI, Colección de Espiritualidad Monástica, Las Huelgas, Burgos 199 –1995; Louis LEKAI,  Los Cistercienses. Ideales y realidad. Herder, Barcelona 1987; y el excelente estudio, el más moderno, de Juan Mª DE LA TORRE, Presencia Cisterciense: Memoria, Arte, Mensaje, Ediciones Montecasino, Zamora 2000.
ARTÍCULOS: Albéric ALTERMATT,  El Patrimonio cisterciense. Documentos históricos, jurídicos y espirituales, Cistercium  XLIV (1992) 17-73; García Mª. COLOMBÁS, Guillermo de Malmesbury y los orígenes cistercienses, Cistercium XLIV (1992) 483-495; François DE PLACE, Pour une meilleure connaissance des origines de Cîteaux: à l’école de nos premiers pères: Collectanea OCR 48 (1986) 181-199; Papa EUGENIO III, La vuelta a los orígenes. Carta del Beato Eugenio III al Capítulo General de Císter de 1151,  Cistercium  XXIII (1951) 289-296; Tomás GALLEGO,  Los primeros “Instituta” de los monjes de Císter, Cistercium XXIII (1971) 123-140; Jean-Baptiste VAN DAMME, A la recherche de l’unique verité sur Cîteaux et ses origines: Cîteaux 32 (1982) 304-332. Autour des origines cisterciennes: Collectanea OCR 20 (1958) 37-60, 153-168, 374-390; 21 (1959) 70-86, 137-156; Gianfranco CALCAGNO, Cîteaux e la ristrutturazione ecclesiastica dei secoli XI e XII, Rivista Cistercense XV (1998) 125-162. Traducido al español en Cistercium, nº 214 (1999) 7-39; André LOUF, Quelques leçons d’un Centenaire, Collectanea Cisterciansia 60 (1998) 216-225; Elisabeth Mégier, La Orden Cisterciense: ¿Novedad histórica o realidad escatológica? Cistercium L (1998) 161-183.
LOS TRES FUNDADORES DE CÍSTER. LIBROS: Jean-Baptiste VAN-DAMME, Los tres fundadores de Císter, Colección de Espiritualidad Monástica, nº 34, Las Huelgas, Burgos 1998; Fray Mª. RAYMOND, Tres monjes rebeldes, Ed.  Herder, Barcelona 1988-3ª.
ARTÍCULOS:
G.M.S., Nuestros Santos Fundadores, Cistercium V (1953) 5-16; Jean, LECLERQ, Objetivo de los fundadores de la Orden de Císter, Cistercium XXII (1970) 164-195, 284-298; Alejandro  MASOLIVER,  Roberto, Alberico y Esteban Harding: Los orígenes de Císter: Studia Monastica 26 (1984) 275-307.
Pueden verse también los dos números monográficos de CISTERCIUM dedicados al  IX Centenario de la Fundación de Císter: números 210 y 211 de 1998.
[31] Ver, entre otros título: Robert THOMAS, La jornada monástica,  Las Huelgas, Burgos 1997; André FRACHEBOUD, Espiritualidad cisterciense. Viaceli, Cóbreces 1970;Robert THOMAS, Mystiques cisterciens, (Col. Pain de Cîteaux, Nouvelle série), Edt. O.E.I.L. París 1985; André Louf, El camino cisterciense, Ed. Verbo Divino, Estella 1986.
[32] Terryl N. KINDER, L’Europe Cistercienne, Col. Les formes de la nuit, 10, La Pierre-qui-Vire, Zodiaque, 1997, 400 ppágs. Ilustrado con fotografías a todo color y blanco y negro, ISBN 2-7369-0234-3; Vicente LAMPÉREZ  Y ROMEA, Historia de la Arquitectura Cristiana Española en la Edad Media, según el estudio de los Elementos y los Monumentos, II Vols, Madrid 1909. El segundo volumen está ilustrado con 625 planos, fotografías, mapas y dibujos, y en él están contenidos la mayoría de los monasterios cistercienses medievales, con la planta arquitectónica de los mismos, especialmente de sus iglesias. Este arquitecto también tiene otro hermoso libro: Los grandes monasterios españoles, Ed. Calleja, Madrid 1920; Anselme DIMIER , Jean PORCHER, L’art Cistercien, Coll. Nuit des Temps nº 16 (Francia) y nº 34 (Fuera de Francia), Ed. Zodiaque, 1962, 1983-3ª, 22x17 cm. 375 pp. ISBN 2-73-69-0068-5; Yolanta ZALUSKA, Manuscrits enluminés de Dijon, CNRS Éditions, 1991, 404 págs.+148 planchas. ISBN 2-222-004355; Sonsoles HERRERO GONZÁLEZ, Códices miniados en el real Monasterio de Las Huelgas, Ed. Del Patrimonio Nacional y Lunwerg Editores, Burgos, 1988, ISBN 84-7120-126-7; Georges DUBY, Saint Bernard et L’Art Cistercien, Coll. Les Grandes Batisseurs/AMG,  Éd. Flammarion, París 1976, ISBN 2-70004-0020-8. ISSN 0397-3921. Existe una traducción española del texto, publicada en un librito (sin las ilustraciones y fotografías del original francés): San bernardo y el arte cisterciense 8El nacimiento del gótico),  Ediciones Taurus, Madrid 1981, y reimpresión en 1983.
[33] COMUNIDAD DE AZUL, La comunidad monástica en los movimientos de Cluny y Císte, Cistercium XXI (1969) 25-47, 107-136; Lin DONNAT, Cîteaux et la Règle dan le contexte du Xie siècle: Collectanea OCR 35 (1973) 161-172;Alberto GOMEZ DE LAS BÁRCENAS, La verdad sincera del Císter. Ensayo reconstructivo de una espiritualidad,  Cistercium VII (1955) 244-248, VIII (1956) 52-58, 99-103, 147-155, 195-200, IX (1957) 195-206, X (1958) 210-216, XI (1959) 59-68, 171-182, XII (1960) 3-14, 59-75, XIII (1961) 171-179, XIV (1962) 3-17, 121-126, XV (1963) 7-15, 100-108,195-204, XVIII (1966) 245-264.
[34] A. LUDDY, San Bernardo, el siglo XII de la Europa  cristiana, Madrid, 1963; Jean LECLERCQ,  Bernardo de Claraval, Valencia , 1991; Jean LECLERCQ,  San Bernardo, Monje y profeta, Madrid, 1990 (Traducción española del clásico Saint Bernard et l’esprit cistercien); A. MASOLIVER,  San Bernardo, el hombre de la Iglesia del siglo XII, Madrid, 1990; Anselme, DIMIER, S. Bernard, pêcheur de Dieu, París, 1953; Robert THOMAS, Saint Bernard, Nice, 1980; Feruccio GASTALDELLI, Los primeros veinte años de san Bernardo. Problemas e interpretaciones, en Cistercium XLVI (1994) 487-528. Los testimonios biográficos más antiguos sobre san Bernardo. Estudio histórico-crítico sobre los “Fragmenta Gaufridi”, en Cistercium XLVI (1994) 255-338; Ambrogio M. PIAZZONI, El primer biógrafo de san Bernardo: Guillermo de Saint Thierry. La primera parte de la “Vita prima” como obra teológica y espiritual, en Cistercium XLVI (1994) 453-470; Tomás GALLEGO, San Bernardo: apuntes biográficos para los primeros años, en Cistercium XLII (1990) 412-435;.
[35] Véase, por ejemplo, los números 219 y 220 de 2000 de CISTERCIUM dedicados a estos temas.
[36] La revista CISTERCIUM ha dedicado al Abad Rancé y su tiempo un número monográfico, el nº 220 de 2000.
[37] Véase el tomo VII, 1 y 2, de la obra de García Mª Colombás, La Tradición Benedictina, Ed. Montecasino, Zamora 1998.
[38] Existe un interesante estudio, aún sin publicar (tesis doctoral), de Miguel Martínez Antón, presentado en la Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Sociología, Dpto. de Antropología Social: Antropología de las estructuras del Monacato masculino en España a finales del siglo XX, año 1977. El capítulo I de la segunda parte está dedicado a “La restauración monástica en Europa”, y el II a “La restauración monástica en España”.
[39] Existe una sociedad muy bien organizada de Ayuda a la Implantación Monástica (A.I.M.), en Francia, 7 rue d’Issy, F-92170 Vanves, que publica un boletín en francés, inglés y español. En España el secretariado de la AIM está en el Monasterio benedictino de San Pelayo, de Oviedo (aim@arrakis.es). Existe también una página web de esta gran asociación de monasterios: (www.aimintl.org)
[40] Ver: Miguel Martínez Antón, tesis doctoral citada, pág. 22.
[41] Ver Thomas Keating, El camino a la contemplación cristiana, The Continuum Publishing Company, New York 1998, pág. 9.
[42] Véase, por ejemplo, M. Basil Pennington, La vida desde el monasterio, Ed. Desclée De Brouwer, Bilbao 1998. También hay libros de personas de especial relieve espiritual que narran sus experiencias de vida en un monasterio: Henri Nouwen, Genesse Diary : Report from a Trappist Monastery (Garden City, NY : Doubleday, 1976);  traducción española: Diario desde el monasterio. Espiritualidad y vida moderna, Ed. Lumen, Barcelona 1996.
[43] Mercè Cerezo Rellán, osb, Monjes para el tercer milenio, Ediciones Monte Casino, Zamora 2000.
[44] Raimon Panikkar, Elogio de la sencillez. El arquetipo universal del monje, Editorial Verbo Divino, Estella 200-2ª.
[45] Ibidem., págs. 195-196.
[46] Ibidem, págs. 196-197.
[47] Citamos nada más dos excelentes estudios: Mons. Francis Mannion, Monacato y cultura moderna (I. Hostilidad y hospitalidad – Cistercium  197 (1994) 375-391-; II. La conversión cultural de los monjes: Liberalismo y vida moderna; III. El esfuerzo de la Tradición. El monacatocomo sistema cultural –Cistercium  199 (1994) 823-856. Y también: Ramón Álvarez Velasco, osb, Monjes del Diablo / monjes de Dios en la cultura moderna, en  Cistercium  205 (1996) 233-237.
[48] Ver: Thomas Merton, Acción y Contemplación –Contemplation in a Wordl of Action-, Ed. Kairós, Barcelona 1982.
[49] Thomas Merton, La montaña de los siete círculos, Ediciones Porrúa, México 1999 (edición actualmente disponible). Ver Apéndice sobre las obras en español de Thomas Merton.
[50] Ver: Thomas Merton, Diario de Asia, Ediciones Trotta, Madrid 2000.
[51] Ver: John Eudes Bamberger, Thomas Merton y Henri Nouwen: Viviendo con Dios hoy en los EEUU, en Cistercium 222 (2001), número monográfico dedicado al “I Retiro Mertoniano en España: Abadía de Viaceli, septiembre de 2000”.
[52] Quizá esta afirmación parezca extraña o exagerada, pero así es. La experiencia demuestra que sólo son capaces de recibir y mantener vocaciones aquellas comunidades en que a) no existen marcados conflictos generacionales y la edad media de la comunidad no es muy elevada, b) los recursos económicos son desahogados y el trabajo no agobia a la comunidad, permitiéndole gastos en el terreno de la formación y promoción de los más jóvenes, y c) la vivienda de la comunidad permite una vida austera ciertamente, pero adecuada a los tiempos actuales, donde se puede celebrar una liturgia digna y donde por medio de la hospedería monástica u otra actividad semejante se mantiene una relación discreta y sana con la sociedad. Basta que uno de estos puntos falle considerablemente, aunque se den otros en orden satisfactorio, para que la comunidad se estanque, no evolucione, se cierre sobre sí misma y se haga incapaz de recibir y formar nuevos candidatos.
[53] Véase, por ejemplo: Fraternidades Monásticas de Jerusalén, Un camino monástico en la ciudad. Jerusalén, libro de vida, Editorial Verbo Divino, Estella 1982. Particularmente interesante: En el corazón de las ciudades y En el corazón del mundo, págs. 137-154.
[54] Aquí radica la clave fundamental. La “vitalidad” de una comunidad no se mide por el número (siempre engañoso y de valor relativo) de los ingresos, sino por la capacidad de la misma de hacer que los nuevos candidatos perseveren y se integren en proyectos de vida realmente valiosos para la evolución espiritual de las personas. Y sí hay muchas comunidades de éstas (pero esto sería objeto de otra conferencia...).
[55] Véase: Familias contemplativas en España: Fraternidades de la Paz, Familia Monástica de Belén, Comunidad de las Bienaventuranzas, en Cistercium nº 204 (1996) 115-124.
[56] No hemos hablado hasta ahora de la vida cartujana, vida monástica de tradición eremítica en el cristianismo, de expansión menos “espectacular” que el benedictinismo. Ofrecemos una somera bibliografía sobre la Cartuja: Luis Doeijo Herrero, Guía de las Cartujas de España, Edibesa, Madrid 1996 (contiene una buena introducción a los orígenes de la vida cartujana); Robin Bruce Lochart, El camino de la cartuja, Ed. Verbo Divino, Estella 1986. Hay otros libros en español, difíciles de encontrar ya en librerías, entre ellos: Robert Serrou-Pierre Vals, En el “desierto” de la Cartuja. La vida solitaria de los hijos de san Bruno, Ediciones Studium, Madrid 1961; Ildefonso Mª Gómez, La Cartuja en España, en Studia Monastica, vol. 4 (1962) 139-278. Tampoco nos hemos referido de forma expresa a los monjes “Jerónimos”, ni los Premostratenses ni a los Camaldulenses. Véase: Antonio Ortiz Muñoz, Los caballeros encerrados (monjes Jerónimos), Ed. Studium, Madrid 1961; E. Zaragoza Pascual, Primera fundación de la Orden Camaldulense en España, en Studia Monástica vol 28 (1986) 359-3369;  Norbert Backmund, La Orden Premostratense en España,  en Hispania Sacra nº 71, XXXV (1983) 1-29;  José Goñi Gaztambide, La Orden de Grandmont en España, en Hispania Sacra  nº 26, vol XIII (1950)  401-410
 
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2 de enero - EGIPTO CRISTIANO - En el contexto de época
 
San Macario de Alejandría, Anacoreta + 408 ca.
«Dilexit Ecclesiam» amó a la Iglesia Católica
 

Este insigne anacoreta del siglo IV es uno de los mejores ejemplos de la vida ascética, con la tendencia al retiro del mundo y apartamiento a la soledad, que tanto predominó en este tiempo. Además, constituye una excelente prueba del tránsito de a vida puramente solitaria a la de comunidad o cenobítica, que se fue imponiendo a fines del sigo IV y durante el siglo V. De él nos informa ampliamente, sobre todo, Paladio, en su Historia Lausíaca, que es la más antigua y fidedigna historia del primer desarrollo del monacato.
Era originario de Alejandría, de donde se deriva e renombre con que es generalmente conocido; pero es denominado asimismo el Joven, en contraposición a San Macario de Egipto (15 de enero), llamado también el Viejo, aunque, a decir verdad, ambos son casi rigurosamente contemporáneos. Además, debe distinguírsele también de otros varios Macarios, célebres en los anales de la vida monástica, pues no puede olvidarse que la palabra griega macarios significa feliz o bienaventurado.
Así, pues, Macario de Alejandría, antes de entregarse a la vida de ascetismo cristiano, desempeñó hasta los cuarenta años e oficio de mercader de frutos o confitería, que dio pie, ya desde antiguo, a que sea considerado como patrono del ramo de los pasteleros. En a flor de la edad, cuando contaba cuarenta años, siguiendo la corriente ascética del tiempo, se retiró a la vida solitaria, donde perseveró con indomable constancia durante unos sesenta años, hasta su muerte. Ni la fecha de su nacimiento ni la de su muerte nos son conocidas, pero debió nacer hacia el año 310 y morir hacia el 408, casi centenario.
Cuando se retiró a la soledad, a mediados del Siglo IV, era el tiempo en que en todo Oriente, particularmente en los desiertos de Egipto, se halaba en su máximo apogeo a vida anacorética. Más aún. Con San Antonio Abad había tomado cada vez más consistencia el género de vidas de las comunidades de ermitaños, que vivían en sus celdas separados, pero se juntaban para algunos ejercicios ascéticos y estaban bajo la dirección de algún maestro señalado; y con San Pacomio se daba comienzo a una vida de estricto ascetismo, pero dentro de un lugar cerrado y bajo la obediencia de un superior y observancia de una regla. Es la vida cenobítica o de comunidad, que recibió su más pleno desarrollo, en Oriente con las dos reglas de San Basilio, y en Occidente con las de San Agustín y de San Benito.
Según atestigua Paladio, Macario inició su vida solitaria en el desierto de Egipto. Tal vez se puso en un principio bajo la dirección de algunos maestros de más prestigio, para aprender de ellos el verdadero ascetismo cristiano. Tal vez se unió a una de las colonias de as que estaban bajo dirección de San Antonio Abad († 356) o de algún otro de los maestro de la vida ascética que admitían discípulos. Tres eran los desiertos de Egipto, célebres por las grandes multitudes de solitarios, colonias de anacoretas y cenobios incipientes. El más alejado era e de la Escitia, en os límites de la Libia. Seguía e de las Celdas y de Nitria, que ocupaban grandes extensiones en la parte central. El tercero era el del Bajo Egipto, más próximo a Alejandría. Pues bien, consta que Macario recorrió estos diversos desiertos, pero que desarrolló definitivamente su vida ascética y llegó a ser un ejemplo y guía de anacoretas en al región de las Celdas, con una especie de colonias al estilo de San Antonio. Por e mismo tiempo, en e desierto de Escitia, desarrollaba una vida muy semejante y reunía en torno suyo gran número de discípulos Macario el Viejo. Ambos fueron verdaderas lumbreras del ascetismo cristiano de estos tiempos. Paladio nos refiere que , en los últimos años de la vida de Macario el Joven, estuvo con é en su cabaña y fue testigo de la vida que él y los demás discípulos llevaban. Por esto su testimonio es enteramente fidedigno.
La vida de Macario e Joven y de sus discípulos, conforme a la relación de Paladio, era de una austeridad extraordinaria. Cada anacoreta tenía su celda separada, donde vivía en la más absoluta soledad durante la emana; pero los sábados y domingos se reunían para os oficios divinos. Ocupábanse en la oración; observaban en trabajos manuales, como tejer esteras o cosas semejantes, que les ayudaran a fomentar la contemplación y unión con Dios. En general, era admirable la alegría, buen espíritu y aun la buena salud corporal, de que disfrutaban aquellos solitarios, a pesar de que su comida se reducía a lo más frugal e indispensable para mantener la vida. Sanos de cuerpo y de alma, aquellos anacoretas, bien orientados por sus excelente maestros, vivían sólo para Dios, a quien se habían consagrado por completo.
A esta vida de retiro absoluto del mundo, de oración y consagración a Dios, uníase la más estricta continencia, que constituyó desde un principio una parte sustancial del ascetismo cristiano, a lo cial se añadió una inmensa variedad de austeridades y penitencias, que a las veces rayaban en lo inverosímil. En todo ello fue San Macario a la cabeza; pero , según Paladio, sobresalía de un modo especial por sus austeridades, realizadas siempre con el más elevado espíritu de amor e imitación de Jesucristo en su pasión y con el ansia de reparación por e mundo, encenagado en toda clase de pecados.
Ciertamente estas austeridades parecerán exageradas y seguramente o serían en nuestros días; pero son claro indicio del elevado espíritu de aquellas generaciones de ascetas y particularmente del extraordinario amor a Dos de San Macario. El mismo Paladio refiere es siguiente rasgo, caro índice del espíritu de mortificación de Macario y sus discípulos. Habiendo recibido Macario en cierta ocasión una cesta de uvas, la envió a un monje de a celda vecina, que se encontraba algo enfermo. Este, movido a su vez por el espíritu de mortificación, la hizo llevar a otro monje; éste, con el mismo espíritu, a un tercero, y así fue pasando la cesta por todas las celdas, hasta que el último, no menos mortificado, la llevó al mismo maestro, Macario.
A todos los demás superaba Macario en la austeridad de vida, que llegó a hacerse proverbial entre los monjes del desierto. Siete años seguidos se alimentó únicamente de plantas y algunos granos, y durante los tres días siguientes se imitaba a cuatro o cinco onzas de pan diarias y un poco de agua. Impulsado por la misma ansia de mortificación , ejercitábase en largas vigilias, y para que no o rindiera el sueño, se mantenía fuera de su cabaña, quemado por el sol durante el día y transido de frío por la noche. Dios e había dado un cuerpo especialmente apto para soportar las más duras maceraciones y sacrificios, por lo cual, motivado siempre del ansia de agradar a Dios, trataba de imitar cualquier ejercicio espiritual que veía u oía de otros solitarios.
Es interesante lo que se refiere acerca de su estancia en el célebre monasterio de Tabennis, donde moraba san Pacomio con gran número de monjes. En efecto, atraído Macario por la fama de santidad y austeridad de vida de este monasterio, dirigióse a él hacia e año 349, disfrazado de campesino, y suplicó a Pacomio su admisión entre los monjes. Este le respondió que e parecía demasiado avanzado en edad para poderse acostumbrar a sus ayunos y vigilias. Pero, ante su insistencia , lo dejó siete días enteros a la puerta del monasterio, donde permaneció Macario sin probar ningún alimento. Entonces Pacomio e permitió ingresar en e claustro; pero, empezando entonces la Cuaresma, todos los monjes a observaban con el más riguroso ayuno y extraordinarios penitencias a la medida de sus fuerzas. Unos ayunaban uno; otros dos, tres o cuatro días por semana; unos estaban todo el día en pie y únicamente se sentaban durante las horas de trabajo. Macario, por su parte, se mantuvo en su rincón entregado a su trabajo y observando durante los cuarenta días e más riguroso ayuno, sin comer más que unas hojas de col cada domingo. A la vista de la rigurosa austeridad, los monjes acudieron durante la Pascua a su maestro Pacomio y le suplicaron no permitiera aquellos rigores que pudieran ser perjudiciales para toda la comunidad, pues los monjes querrían imitarlos y se consumían de inanición. Pacomio se puso entonces en oración para poder determinar lo que debía hacerse en un caso tan sorprenderte de austeridad y fervor religioso, y Dios le dio a entender que aquel hombre desconocido era Macario, cuya fama de santidad le era bien conocida. Entonces lo abrazó con e mayor fervor, le dio las gracias por a edificación que había dado a su monasterio y se despidió de él suplicándole rogara por sus monjes.
Todos estos detalles han sido transmitidos por Paladio testigo de la santa vida de Macario y sus discípulos y ciertamente, aun concediendo que pudiera haber algo de exageración debida al entusiasmo del biógrafo, indica con toda evidencia el espíritu de santa emulación de aquellos monjes del desierto en la oración y penitencia. El mismo Paladio atestigua igualmente cómo Macario tuvo que luchar contra las persistentes tentaciones del demonio, lo cual nos lo presenta bajo un aspecto más humano y semejante a nosotros, que tanto debemos luchar contra las continuas asechanzas del enemigo Así, en cierta ocasión, sugirióle éste la idea de abandonar el desierto, con el pretexto de que sería de más servicio y gloria de Dios, dirigiéndose a Roma y entregarse al cuidado de los enfermos en hospitales. Pero él, descubriendo en ello una falacia enemigo para hacerle abandonar aquella vida de oración y penitencia arrojóse al suelo de su celda, mientras gritaba: " Sacadme de aquí por la fuerza, si es que podéis; pues yo os aseguro que espontáneamente yo no marcharé de aquí". Mas, como fueran cada vez más persistentes las acometidas del demonio, llenó de arena una espuerta, la cargó sobre sus espaldas y andaba con esta carga por el desierto. Viéndole, pues, de esta forma un monje, trató de ayudarle pero él le dijo: "No, no; porque estoy atormentando este cuerpo, que tanto me atormenta a mi"
Por otra parte, de las indicaciones de su biógrafos deducimos que luchaba igualmente contra las tentaciones vanidad y amor propio, que tanto dan que hacer a las almas espirituales. En efecto, refiere Paladio que algunas veces, encontrándose a la puerta de la celda de Macario oía que hablaba en el interior increpándose a si mismo con estas palabras: "¿Qué quieres, viejo malvado? Has tomado ración de aceite y vino. ¿Qué más quieres, glotón de cabellos blancos?". Otras veces dirigía duros improperios, al diablo diciéndole: "¿Es que te soy deudor de alguna cosa? ¿Qué tienes que ver conmigo? Márchate lejos de mi".
En medio de una vida de tanta austeridad, y gozando de tanta intimidad con Dios, consta que tenía un atractivo tan grande entre los demás solitarios del desierto, que eran innumerables los que vivían cerca de él y se ponían bajo su dirección espiritual. Su espíritu verdaderamente paternal y la solidez espiritual de la dirección que daba a sus discípulos aparece claramente en esta anécdota: desalentado en cierta ocasión uno de sus discípulos, viendo su poco aprovechamiento espiritual, acudió a desahogarse con su maestro Macario. Este le respondió: "No te entretengas nunca con esta tentación y respóndete a ti mismo; mi amor a Jesús me obliga a perseverar aquí hasta el fin; estoy decidido a permanecer en esta celda, aunque sólo sea para darle gusto a Él y cumplir su voluntad".
De la misma suavidad de su trato y de la alegría espiritual irradiaba en torno suyo, es Buen testimonio el hecho siguiente, referido por los historiadores, que, aunque tal vez pertenezca al mundo de las leyendas, es indudable el mejor símbolo del atractivo humano de la virtud de Macario. En efecto, atravesando el Nilo en cierta ocasión junto con el otro Macario (el Viejo), cruzáronse con un grupo de ofíciales del ejercito, los cuales vivamente impresionados por el porte alegre y la felicidad que respiraban ambos anacoretas, decían los unos a los otros: "Es curioso como estos hombres son tan felices en medio de su pobreza". Oyendo esta expresión Macario de Alejandría cuéntase que repuso: "Tienes razón, al calificarnos de hombres felices, pues en verdad así lo atestigua nuestro nombre (Macario, palabra griega, significa feliz). Pues si somos felices porque despreciamos el mundo, ¿no es justo que os consideréis vosotros como miserables por ser sus servidores?" El mismo relato añade que estas palabras unidas al ejemplo de los dos solitarios, produjeron tal efecto en el jefe de aquel grupo, que volvió a su casa, distribuyó todo lo que poseía entre los pobres y se hizo ermitaño.
Para que el ejemplo de su vida fuera más humano y más completo, Dios permiti6 que fuera víctima de persecuciones y aun calumnias. Estas llegaron a tal extremo, que por algún tiempo se vio forzado a abandonar su celda y fue desterrado por la fe católica, por obra de Lucio, patriarca arriano de Alejandría. Más aún. Dios permitió igualmente fuera su alma probada con la mayor obscuridad espiritual. Efectivamente, movido de su ansia de contemplación, refiere Paladio que se encerró dentro de su celda con el propósito de permanecer en ella cinco días seguidos. Los dos primeros días se sintió inundado de dulzura celestial: pero al tercero se sintió acometido de tal turbación y guerra del enemigo, que se vio obligado a volver a su vida normal. Por esto observaba él a sus discípulos qué Dios se retira en ciertas ocasiones, para que los hombres experimenten su propia debilidad y reconozcan que la vida es una lucha.
No es, pues, de maravillar que con una vida tan santa recibiera de Dios la gracia especial de hacer milagros Tal vez algunos de los que se le atribuyen entren en el campo de la leyenda; pero ciertamente constituyen excelentes lecciones prácticas de su vida, profundamente ascética. Refiere Paladio, como testigo ocular, que un sacerdote, con la cabeza atormentada por una llaga cancerosa, acudió a la celda de Macario; pero éste, en un principio, se resistió porfiadamente a admitirlo y ni siquiera quería darle ninguna respuesta, pues había entendido en la oración que todo aquello era castigo de un pecado de la carne. Paladio mismo, sin sospechar nada de esto, insistió con Macario para que se compadeciera de aquel desgraciado, hasta que, al fin, lo consiguió. Macario acudió al enfermo y ante su sincero arrepentimiento, le otorgó el perdón.
Respecto de su muerte, Tillemont señala el año 394, pero es más probable que tuvo lugar hacia el 408, pues se sabe que murió contando unos cien años de edad y que nació a principios del siglo IV. Algunos le han atribuido una regla para los monjes. Tal vez se puede relacionar con esta regla lo que San Jerónimo copia en su carta a Rústico. Por otra parte, el bien conocido Codex Regularum, de San Benito de Aniano presenta una regla con el nombre de los dos Macarios, Serapión, Pafnucio de Escitia, Serapión de Arsinoe, etc. En el desierto de Nitria se mantuvo, durante varias centurias, un monasterio que lleva el título de San Macario. Su culto se introdujo en Oriente ya en la antigüedad
Agradecemos al autor - BERNARDINO LLORCA, S. I.
 

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Santa Apolonia 249ca.
«Dilexit Ecclesiam» amó a la Iglesia Católica
 

Santa Apolonia, Virgen y Mártir
Murió en Alexandria (Egipto) en 249 DC
Según la tradición, los padres de Apolonia no tenían decendecia a pesar de sus constantes oraciones a sus dioses. Finalmente la futura madre le pidió a la Virgen Santísima que interceda por ellos. Cuando la joven Apolonia conoció las circunstancias de su nacimiento, se hizo cristiana.-
San Dionisio, obispo de Alejandría, fue testigo de la muerte de Apolonia quien era para entonces una diaconesa de edad avanzada. La describió en una carta a Fabio que fue preservada por Eusebio, obispo de Antioquía.-
Se apoderaron de Apolonia, prendiendo una gran hoguera fuera de la ciudad, la amenazaron con arrojarla dentro si no pronunciaba ciertas palabras impías. Les rogó que le dieran unos momentos de tregua, como si fuera a considerar su posición. Entonces, para dar testimonio de que su sacrificio era perfectamente voluntario, tan pronto como la dejaron libre, se lanzó dentro de las llamas.-
San Agustín explica por que razón anticipó su muerte. El santo supone que obró por una dirección particular del Espíritu Santo, porque de otra manera no sería lícito hacerlo; nadie puede apresurar su propio fin.-
Santa Apolonia intercede por nosotros, para que no cedamos ante el paganismo actual que nos arrastra y nos quiere seducir. Que tu ejemplo y el de los otros mártires nos de fuerza para ser fieles a nuestro Señor Jesucristo. Amén.
-.-Santa Apolonia - Oración -Tú, Señor, que nos alegras hoy con la fiesta anual de Santa Apolonia, concédenos la ayuda de sus méritos, ya que has querido iluminarnos con el ejemplo de su virginidad y de su fortaleza. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.-
 
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Un eficaz artificio con el que el intolerante suele disfrazarse de hombre tolerante: él mismo juzga quién es el intolerante y qué castigo merece recibir en nombre de “su” concepto de tolerancia.

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Reina de la paz, ruega por nosotros.
Madre de misericordia y de esperanza,
obtén a los hombres y a las mujeres
del tercer milenio
el don valioso de la paz:
paz en los corazones y en las familias,
en las comunidades
y entre los pueblos;
paz, sobre todo, para las naciones
donde cada día
se sigue combatiendo y muriendo.
Haz que todos los seres humanos,
de todas las razas y culturas,
encuentren y acojan a Jesús,
que vino a la tierra
en el misterio de la Navidad
para darnos "su" paz.
María, Reina de la paz,
danos a Cristo,
paz verdadera del mundo.
 
S. S. Juan Pablo II – 2003.12.08 Plaza España – Roma, Italia
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Amor significa colocar la propia felicidad en la felicidad de los otros. -
Pierre Teilhard de Chardin – sacerdote católico y  científico.
 
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‘Donde no hay Dios, despunta el infierno, y el infierno persiste sencillamente a través de la ausencia de Dios’. Cardenal de la Iglesia Católica + J. Ratzinger.
 
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Gasteropodo - 2007 descubierto.
"Obras todas del Señor, bendecid al Señor".-
“¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!” (Sal 8, 2).


 
 
 
Quepa claro: "hablamos no solo para comunicarnos, sino para distinguirnos". Por lo mismo, nos vestimos no solo para evitar el frío, sino para reafirmar nuestra personalidad. Publicamos porque creemos en la verdad y solo ella nos hace libres.
Pedimos disculpas por los errores que tantas veces cometemos. No son por mala voluntad, ni por ignorancia, sino por no saber. No está mal recordar que una cosa es la ignorancia (= no saber lo que a uno no se le alcanza) y la nescencia (= no saber lo que uno debería saber).
 ‘Apud Dominum misericordia et copiosa apud Eum redemptio’
Jesús misericordia : Kyrie eleison. Christe eleison. Kyrie eleison.
¿Por qué repetimos y recomendamos algunos libros? - No responde esta habitual insistencia a ningún imperativo ni legal, ni moral, ni de compromiso alguno. El único compromiso es el del servicio a la conformación de una cultura católica que hoy es más necesaria que nunca.
Recomendamos vivamente:
1º Título: ´Los orígenes históricos del Cristianismo´, de José Miguel García
Fuentes paganas, judías y una posible versión aramea anterior a los evangelios que conocemos refuerzan la historicidad de Jesús.
El cristianismo parte de un hecho: Dios se ha hecho hombre. Se puede decir de muchas maneras pero el núcleo irrenunciable lo constituye el misterio de la Encarnación. Alguien que paseaba por Palestina, hacía milagros, hablaba de con autoridad y acabó muriendo y resucitando, no sólo era verdaderamente hombre sino también verdadero Dios.
Frente a esa verdad, desde el mundo cristiano, que es la única religión que genera anticuerpos, se han alado voces discrepantes. Algunas se apoyaban en el racionalismo, que es un abandono de la racionalidad por exceso, y otros en el prejuicio. De hecho las posturas no son tan fácilmente disociables.
Así, se negaba la historicidad de los Evangelios simplemente porque narraban milagros y alguien había decidido que éstos no cabían en el mundo. Un personaje central e influyente ha sido Bultmann, de nombre Rudolf.
José Miguel García, en la escuela de Mariano Herranz, muestra en este trabajo como no se puede renunciar a la certeza sobre la existencia histórica de Jesús. Para ello estudia los textos revelados, que son los más importantes, pero no deja de lado ni las fuentes paganas ni las judías que aluden también a Jesucristo. Pero, además, en la estela de su Maestro, emprende la difícil tarea de interpretar textos habitualmente empleados en contra de la divinidad de Jesús.
Así, por ejemplo, explica el silencio que, en el evangelio de Marcos, Jesús impone sobre su divinidad. Lo hace partiendo de la hipótesis de que los textos griegos, que son los recibidos por la Iglesia, responden a traducciones de una versión aramea anterior. De esa manera muchos textos que son de difícil comprensión y que han conducido a los traductores a hacer verdaderos equilibrios, alcanzan una mejor explicación y resultan más coherentes con el conjunto de los evangelios.
2º Título:
Europa y la Fe’. Editor: Ciudadela Libros. Autor: Hilaire Belloc.
Páginas: 237 - ISBN: 978-84-96836-23-5 -
En esta obra se trata con un realismo histórico apabullante el tema de Europa y su relación con la fe católica. No se debería desconocer este ensayo histórico admirable en que su autor explica cómo la Iglesia católica ayudó a salvar a Occidente, en las Edades oscuras, preservando lo mejor de la civilización griega y romana, y cómo los europeos, todavía hoy, nos beneficiamos de instituciones sociales y de forma políticas de indudable origen católico como los Parlamentos. Es muy posible que no se haya escrito una mejor visión de conjunto de la civilización occidental que este libro.
3º ‘Jesús de Nazaret’ – ‘Benedicto XVI’. 2007;al siglo: Joseph Cardenal Ratzinger
4º ‘El Libro negro de las nuevas persecuciones anticristianas’, Thomás Grimaux es el autor - Favre, 160 páginas. Valeurs Actuelles, 2008 -. Todo un acierto.
5º ‘LA LEYENDA NEGRA’, de PHILIP W. POWELL (1913-1987), publica la editorial Áltera en su colección ‘Los Grandes Engaños Históricos’. 2008 –

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