viernes, 15 de noviembre de 2013

La palabra “Mística”

Sería ingenuo y pretencioso, a la par que erróneo, presentar la experiencia mística como el remedio a todas las perplejidades actuales de la filosofia, o como la panacea a los “males” de la humanidad. Pero sería igualmente irresponsable minimizar la importancia de la crítica al reduccionismo racional (y no sólo racionalista) que la experiencia mística lleva implícita consigo.
El último recurso del hombre está en su experiencia. Pero esta experiecia no puede encajonarse en la subjetividad individual ni refugiarse en una objetividad meramente transcendente. Los problemas permanecen abiertos, pero el horizonte humano se descongestiona. La mística, bien entendida, es el reino de la libertad : libera al hombre tanto de sus condicionantes transcendentes como inmanentes, sin dejarle caer, por otra parte, en un libertinaje anárquico, puesto que le abre el camino para realizar su identidad. ¿Quiénes somos?, sería acaso el planteamiento más breve del problema- como intentaremos explicar.
Lo místico aflora cuando el hombre se percata (de captare) de que la palabra revela no sólo lo que la palabra dice, sino que el mismo decir viene recubierto de un único velo que la misma palabra no puede desvelar, puesto que ella misma es el velo que re-vela la realidad precisamente velándola. Se dice lo que se esconde en el decir.
Por eso se ha dicho que la mística es causa o efecto de la crisis del lenguaje. Esta afirmación surge del seno de la modernidad, que ha aceptado el nominalismo como mito englobante. Cuando las palabras se consideran tan sólo como signos, esto es, como designaciones más o menos arbitrarias de las cosas, la mística aparece ciertamente como crisis del lenguaje, puesto que la mística, cuando sale de su silencio, contesta (interpela) esta afirmación valiéndose del mismo lenguaje.
Prueba de ello es la interpretación de los Nombres de Dios de las místicas monoteístas, que hace tambalearse al positivismo nominalista, dado que el Nombre de Dios no es visto como una mera etiqueta. “Pero tenemos el Nombre!”, gritaba gozosamente aquel genial cordobés del siglo XII, Mosheh ben Maimon (Maimónides).
Las elucubraciones sobre las palabras de los Brahmana indios y de la Kaballah judía, por ejemplo, son algo más que mera logomaquia -si se interpretan en su propio contexto- a pesar de sus evidentes exageraciones. En la mayoría de las culturas, la función natural de la palabra es la de velar y desvelar la realidad -“velando” al mismo tiempo por su integridad- como acabamos de decir. Un padre de la Iglesia cristiana aduce la sugestiva comparación de los vestidos femeninos, cuya atracción consiste en velar y des-velar la belleza del cuerpo.
La auténtica palabra vela y des-vela la gloria (doxa) de lo real. La mística es esta visión-para la que se requieren todos los sentidos despiertos-. Como aún diremos, posiblemente Gregorio de Nisa no conocía un himno del Rig Veda que canta: “La palabra se revela a algunos como una novia engalanada que se entrega a su esposo”. ¿No serían los místicos estos “algunos”, precisamente aquellos capaces de enamorarse?
“En el Principio era la Palabra”, dicen varios textos sagrados tanto indios, cristianos como africanos; pero la Palabra no es el Principio. El místico aspira a este Principio de la Palabra. Este Principio “anterior” a la Palabra (que era en el Principio), pero no separable de ella, es el Silencio. Dios era silencio y no sólo estaba en el Silencio, dice un texto (generalmente mal traducido) de la Biblia, reportando la experiencia del profeta Elías.
Por esto los verdaderos místicos no se inquietan por desvelar el misterio, porque aunque le quitasen el velo, ni los ojos de los sentidos, ni los de la mente verían nada. Pero la nada es peligrosa. En la mística no hay camino, dicen Abhinavagupta y Juan de la Cruz, entre otros muchos.
No hay senda indicada porque toda es meta. De ahí el gran peligro de la mística: el peligro de todas las cosas últimas (y esto es lo real) que, por serlo, no permiten ningún otro criterio meta-real. En la realidad, la verdad es criterio de sí misma-no hay una meta-verdad. Por algo decían los escolásticos que es un “transcendental”.
Por eso la mística no tiene criterio extrínseco de verdad más allá de la propia experiencia. Lo que sí, en cambio, puede desvelarse es la pseudo-mística. Ésta se auto-traiciona como cuando se dispara un dispositivo de seguridad pasando a través de él con un simple manojo de llaves. La mística auténtica no tiene, ni necesita, llaves de interpretación ni de certeza. “Ay de vosotros que os habéis llevado la llave del conocimiento”, dice Jesús a los legistas.
Hay que usar la llave para abrirse al conocimiento ( función del maestro ), pero una vez descorrido el cerrojo ya no hace falta la llave: resulta inútil. Puede decirse lo que es mística más allá de sentir su Presencia- acaso oyendo su “música callada”, oliendo su perfume inaprensible y vislumbrando su luminosidad deslumbrante.
He aquí la traducción de un poeta místico, Rabindranath Tagore, traduciendo a otro místico, el tejedor, posiblemente analfabeto y uno de los primeros que en el siglo XV transciende las diferencias confesionales, Kabïr:
It is the music of the meeting of soul with soul;
It is the music of the forgetting of sorrows;
It is the music that transcends all coming in and all going forth.
Es la música del encuentro de alma a alma,
Es la música que hace olvidar todo el dolor,
Es la música que transciende toda ida y venida.
A Dios no le ha visto nadie, dice San Juan haciéndose eco de una larga tradición. El silencio es una categoría mística fundamental -como acentúa el buddhismo. El último velo de la realidad no puede ser desvelado, esto es, objetivado, aunque lo místico no sea tampoco pura subjetividad. La realidad no puede ser puramente objetiva (estamos en ella ) ni meramente subjetiva (nos transciende ). La mística sigue atrayendo por su misma peligrosidad y ambigüedad. “Sat-asat-anirvacanïya”, inexpresabilidad (entre ) Ser y no-Ser”, dice el Vedänta.
El pürvapaksin (el objetante) de la tradición índica, o el videtur quod (la primera apariencia) de la escolástica podrían objetar que la realidad no tiene velos y que por eso la llamamos “realidad” o “Ser”. Ésta es la tentación de una cierta mística (pseudo-filosófica): pretender quitar todos los velos.
A lo que el “sed contra” responde que, ciertamente, nos referimos a la realidad desnuda con la palabra “Ser”, pero que no podemos decirlo sin pensarlo-puesto que si lo decimos, de alguna manera ya lo pensamos. Pero al decirlo estamos ya cubriendo la realidad con el velo de la palabra-encubriéndola además con nuestra interpretación.
El místico responde que no hace falta decirlo o, simplemente, se calla- cierra la boca. Pero “dar la callada por respuesta” ya es una respuesta, como aprendieron los discípulos del Buddha y que, al parecer, Pilatos no comprendió del silencio del Nazareno. La palabra mística vela y revela.
Estamos ya tocando un problema candente de la mística. Cuando el místico confiesa que comulga con lo que otro místico dice, es que ha creído entrar en comunión con lo que el otro quiere decir ( que está re-velado en lo que dice ).
La sola inteligencia no penetra el decir. Sólo quien le quiere (ama) podrá penetrar en lo que el otro quiere (y dice ). Pero este querer no interpreta- y por eso no juzga.
Sólo quien ama no juzga- como insistiremos aún. Cuando Jesús nos conmina a no juzgar, nos invita a la visión mística- que ve ( y por tanto discierne ) pero no juzga. Algo así apuntaba J.Krishnamurti. Por eso el místico calla- y Buddha no responde a lo que en su tiempo se consideraban las cuestiones metafísicas más importantes. Pero ¿qué hay en este Silencio? O no se responde o no hay que decir que no hay nada: hay ausencia de Palabra. Pero ¿hay también ausencia de Ser?
No podemos distinguir el Ser de la Nada. ¿Con qué ( que no fuera ya Ser) lo íbamos a distinguir? Pero tampoco podemos afirmar que sean “lo mismo”, pues como dicen los Upanisad: ”Llegamos a un nivel en el que las palabras retornan (nivartante) a la misma mente” que las piensa. Volveremos sobre ello, aunque indirectamente.

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