jueves, 14 de noviembre de 2013

El temor del Señor

 

 
El temor del Señor es una noción que aparece frecuentemente en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, en los Padres de la Iglesia y en la literatura monástica 3 . Nuestra época no es muy amiga de esta expresión y trata de evitarla; por lo tanto parece que es importante esclarecerla y descubrir su verdadero sentido a fin de que pueda ocupar todo el lugar que le corresponde en el camino espiritual que Dios propone al hombre.
El temor del Señor es llamado en la Biblia «base (literalmente “cabeza, principio”) de la sabiduría». En efecto, el temor del Señor es la puerta de entrada al camino de renuncia y de acción de gracias propuesto por Cristo. El temor del Señor acompaña la fe al comienzo de toda experiencia religiosa: impulsa al primer acto de renuncia, que libera al hombre de sus ataduras exteriores, materiales y afectivas.
No asombrará entonces que los Padres monásticos le concedan un lugar importante en la vida espiritual de los creyentes. La Regla de san Benito emplea la expresión unas veinte veces en contextos particularmente notables.
Después de la enseñanza bíblica y su prolongación, la doctrina de san Benito y sus fuentes, esta noción resultará tal vez más aceptable y más comprensible para las mentalidades de nuestro tiempo.

I. El temor del Señor en el Antiguo Testamento

Se dice a veces que el Antiguo Testamento estaba bajo el régimen del temor y el Nuevo, bajo el del amor. «Timor et amor», así se expresaba san Agustín para resumir esa oposición bíblica.
Es necesario salir de ese esquema reductor: el Antiguo Testamento presenta sin cesar a Dios a la luz de la ternura y del amor al hombre. En el Monte Sinaí, Dios se revela a Moisés: El Señor es un Dios compasivo y bondadoso, lento para enojarse, y pródigo en amor y fidelidad. Él mantiene su amor a lo largo de mil generaciones… (Ex 34,6-7). Esta expresión se repite diecisiete veces en el Antiguo Testamento, de las cuales siete en los Salmos.
Al amor de Dios al hombre, debe responder el del hombre a Dios; dos veces al día el pueblo judío recita el Shema Israel: Escucha, Israel, el Señor tu Dios es el Único, tú amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza (Dt 6,5).
A la inversa, en el Nuevo Testamento el sentimiento del temor del Señor está muy presente ante la Revelación de Jesucristo.
Pero ¿de qué temor estamos hablando?
1. El temor religioso
Frente al misterio divino, hay en el hombre un sentimiento universal magníficamente explorado por R. Otto, en los capítulos 5 y 7 de su libro Das heilige, Lo sagrado. En realidad, el temor descripto allí no tiene nada que ver con el temor del Señor . El mysterium tremendum de Otto es un sentimiento de terror sagrado, o más exactamente sacral, ante el cual uno tiembla y queda inmóvil. La Biblia conoce también ese sentimiento, pero precisamente, intenta liberar de él al hombre para permitirle acceder a una verdadera relación con Dios exenta de todo miedo paralizante.
2. Temor en el encuentro con el Señor
Después de su falta en el jardín del Edén, Adán y Eva, al oír la voz de Dios, tienen miedo y se esconden (cf. Gn 3,10).Es su primer sentimiento de hombre y de mujer semejantes a nosotros: sentimiento de temor por su falta y por haberse apartado del mandamiento de Dios.
En la historia de Israel, el Señor se manifiesta frecuentemente en teofanías que invitan a un temor saludable con vistas a una conversión ante la revelación de Dios. Pero se revela también y de una manera más característica en la intimidad: así Moisés se encontró con él en la zarza ardiente, y se cubrió el rostro porque tuvo miedo de ver a Dios (cf. Ex 3,1-7). Así también Elías se vela el rostro no frente al viento fuerte y potente que erosionaba las montañas y resquebrajaba los peñascos, ni frente al terremoto, ni frente el fuego sino ante el rumor de una brisa suave, en la que reconoce la presencia del Señor (1 R 19,12-13).
Cuando Dios se manifiesta en el Antiguo Testamento, invita al hombre a no ceder al terror ni al temor paralizante: la expresión no temas es empleada con frecuencia 4 . Jesús empleará también esta expresión en el evangelio durante su vida terrena y en sus apariciones después de la Resurrección.
3. El temor del Señor, base de la Sabiduría
Los libros sapienciales permiten dibujar mejor los contornos de ese temor del Señor al cual el hombre es invitado.
Los Proverbios y el Sirácida (Eclesiástico) ofrecen letanías sobre el temor del Señor.
El temor del Señor está en la base de todo itinerario de sabiduría:
es el comienzo de la sabiduría (Pr 1, 7; 9,10)
es escuela de sabiduría (Pr 15,3)
es corona de la sabiduría (Si 1,18 ; 21,11)
es sabiduría e instrucción (Si 1,27)
toda sabiduría es temor del Señor (Si 19,20).
El temor del Señor permite luchar eficazmente contra el mal:
temor del Señor es detestar el mal (Pr 8,13)
con el temor del Señor se evita el mal (Pr 16, 6)
el temor del Señor es fruto de la humildad (Pr 22,4).
El temor del Señor da la verdadera vida:
es fuente de vida (Pr 14,27)
lleva a la vida (Pr 19,23)
acrecienta los días (Pr 10,27).
El temor del Señor es verdaderamente digno de elogio para el sabio:
es gloria y motivo de orgullo (Si 1,11)
deleita el corazón (Si 11,12)
nada hay mejor que el temor del Señor (Si 23,27)
supera a todo lo demás (Si 25,11)
con él, nada falta (Si 40,26)
es un paraíso de bendición (Si 40,27).
El profeta Isaías desarrolla la misma enseñanza presentando el temor del Señor como «el verdadero tesoro» (33, 6) y al Mesías como a quien tiene el espíritu de inteligencia y de temor del Señor (11, 2) y recibiendo del temor del Señor su inspiración (11, 3).
Así:
- El Señor quiere liberar al hombre de todo miedo, ordena que no se tema al enemigo (cf. los profetas y en particular Jeremías), ni a los poderes adversos, tampoco a su propia persona, en la medida en que tal sentimiento obstaculiza la Alianza.
- Pero el Señor invita a un temor filial positivo que quita todo miedo. El Dios creador de los elementos del mundo es también su Señor y pone todas las cosas al servicio del hombre con la condición de que éste lo reconozca y lo tema como criatura que es dependiente de su creador: en esto está la fuente de la vida.
El temor del Señor es lo único que hace posible un encuentro verdadero para el establecimiento de la alianza del hombre con Dios. El pecado, ruptura de la Alianza, es lo que trae consigo el miedo a las fuerzas adversas.
El temor del Señor es el sentimiento que se experimenta ante la íntima presencia de Dios que se revela al hombre y lo impulsa a apartarse de todo mal para volverse hacia el único que puede tornarlo libre y justo. Temer al Señor es reconocer la impotencia de la criatura y su dependencia frente a su Creador. Por eso temer al Señor es honrarle, reverenciarle, escucharle, obedecerle y adorarle.
Lejos de esclavizar, el temor del Señor libera de toda esclavitud y de todo miedo, y por ello es principio de la Sabiduría.
II. El temor del Señor en el Nuevo Testamento
En la línea del Antiguo Testamento, el Nuevo distingue entre el miedo que experimenta la naturaleza humana y el temor que proviene de Dios.
1. El temor de los hombres
Los que se oponen al designio de Dios o a la persona de Cristo viven bajo el imperio del miedo:
Cuando oyó Pilato la acusación de los judíos, se atemorizó más (Jn 19,8); los soldados se llenaron de miedo ante el drama de la muerte de Jesús (cf. Mt 27,54); ante el misterio de su resurrección, los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos (Mt 28,4). Los notables, los jefes de los sacerdotes y los fariseos tuvieron miedo de la multitud y actuaron en función de ese miedo.
El temor se manifiesta también ante la duda:
La perspectiva de los sufrimientos y de la muerte de Jesús llena a los discípulos de temor (Mc 10,32). Su miedo es tanto mayor cuanto que entonces todas sus esperanzas se desvanecían y ellos, como discípulos de ese maestro condenado, arriesgaban su propia vida. En la mañana de Pascua, las mujeres fueron presa de un gran temor: Ellas salieron corriendo del sepulcro, porque estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie porque tenían miedo (Mc 16,8). Aunque Mateo diga que ese temor estaba mezclado con alegría (28,8), hay que entenderlo realmente en un primer momento como el miedo ante la duda de perder completamente a Jesús. José de Arimatea obra en secreto por miedo a los Judíos (Jn 19,38) y ese mismo miedo impulsa a los discípulos a encerrarse en el Cenáculo, entre perplejos y temerosamente esperanzados (Jn 20,19).
2. El temor del Señor
Los milagros y las manifestaciones del poder del Hijo de Dios suscitan temor en quienes son sus testigos, como ocurre ante la tempestad calmada (Mc 4,41 y par.) y ante las curaciones hechas por Jesús (Mt 9,8; Mc 5,15); después de la curación del paralítico (Lc 5,26) todos quedaron llenos de asombro y glorificaban a Dios, diciendo con gran temor: hoy hemos visto cosas maravillosas. Los prodigios realizados por los apóstoles (Hch 2,42-43) suscitan la misma reacción.
Pero al mismo tiempo, esta revelación de Dios libra a los creyentes de todo miedo. Sobre todo en boca de Cristo, vuelve una y otra vez esta expresión: No teman (cf. Lc, 1-2 . 5,10; Mt 14,27 y par.). En el episodio de la Transfiguración, al oír la voz los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo” (Mt 17,6-7). El ángel de la Resurrección y el mismo Resucitado invitan también a desterrar el miedo ante la revelación del Dios viviente.
La expresión No teman o No tengan miedo es verdaderamente una vía de acceso a la manifestación de Dios en Cristo; el Papa Juan Pablo II hizo de ella la palabra del comienzo de su ministerio y la repite continuamente.
San Pablo expresa esta enseñanza en un breve párrafo: Ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos que nos hace llamar a Dios ¡Abbá! es decir ¡Padre! (Rm 8,15).
Este es el verdadero temor del Señor. La obra redentora de Dios por medio de Cristo en el Espíritu libera del miedo al creyente y lo abre al verdadero temor que le permite entrar en una justa relación de intimidad con el Dios de la Alianza a fin de dejarse guiar dócilmente por la acción del Espíritu Santo.

3. El temor del Señor en la vida del creyente
El temor del Señor acompaña el primer paso hacia la fe. Creer en el Señor es experimentar por él ese sentimiento de infinito respeto y de temor amante que forman parte del movimiento de la conversión. ¿Los convertidos del paganismo o del judaísmo no eran acaso llamados hermosamente los temerosos de Dios?
Por el contrario, la ausencia de fe se manifiesta concretamente por la ausencia del temor de Dios. Esta es la actitud del malo o del impío.
Estas dos actitudes contrarias ligadas a la fe o a la no fe están muy bien resumidas en la escena de los dos ladrones crucificados a ambos lados de Jesús; el «buen» ladrón decía al otro: ¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo (Lc 23,40).
Y san Pablo, con palabras del Salmo 13, caracteriza así la actitud de pecado de la humanidad que se niega a creer: El necio dice en su corazón: No hay Dios… el temor de Dios no está ante sus ojos (cf. Rm 3,18).
El temor del Señor, que acompaña el paso inicial de la fe, interviene también en la perspectiva final del juicio. Si se teme a Dios que discierne la santidad y el pecado de los elegidos, es esencialmente porque ese momento de encuentro decisivo para la vida del hombre es inseparable de la noción de Alianza. El juicio es una revaluación de los derechos y deberes de los contrayentes de la Alianza: paz y salvación para los que mantienen esa alianza, y dolor y tristeza para los que la rompen.
El juicio es anunciado, pero no adviene ahora, es diferido sin cesar para dejar al hombre tiempo de convertirse, de reanudar la alianza que rompió. El temor que se experimenta ante la perspectiva del juicio debe ser situado, por lo tanto, frente a una relación de alianza entre dos partes que cuentan infinitamente una para la otra; el hombre teme no responder a la gracia que recibe permanentemente de Dios, teme no responder a su amor. Se trata aquí de un amor que teme y que impulsa a la conversión, a volver al ser amado y traicionado; este temor va acompañado de una esperanza total en la misericordia de Dios.
Cierta literatura ha desarrollado exageradamente un sentimiento de temor frente a la muerte y al juicio de Dios. A veces ese sentimiento nacía del temor universal, de ese terror ante el misterio que hace temblar. Tal sentimiento no es temor del Señor. Las escenas de juicio y las Cartas del Nuevo Testamento son muy discretas acerca de este punto: ellas invitan más bien al creyente a orientar su mirada hacia la fe y la caridad, dentro del temor a romper la alianza.
Finalmente, el temor del Señor es un arte cristiano de vivir, el temor es verdaderamente la base de la sabiduría, representa los primeros pasos de amor en el encuentro con el Señor. El temor es lo que pone al hombre en el camino de toda justicia.

III. El temor del Señor en la Tradición cristiana

1. Los Padres de la Iglesia

Los Padres griegos toman la enseñanza del Nuevo Testamento y la expresan en sus propias culturas.
San Clemente en su Carta a la Iglesia de Corinto se muestra bastante negativo al evocar repetidamente los castigos de Dios para los que hubieren abandonado el temor (3, 4; 14, 2; 21, 1; 49, 1). San Ignacio de Antioquía matiza más cuando invita a los fieles a temer la cólera venidera o equivalentemente a amar la gracia presente. San Atanasio de Alejandría opone al temor legal el temor puro de Cristo, así llamado porque torna al hombre puro, apartándolo del mal. Es la reverencia que conviene a la libertad de los hijos de Dios 5 .
Para los Griegos, el temor verdadero está impregnado de respeto filial y trae consigo una conversión en profundidad. De acuerdo con la Escritura, lo llaman «principio de la sabiduría» y en otros lugares «pedagogo de los niños».
Los Occidentales se han mostrado sensibles a esta dimensión de la vida espiritual y entre ellos, muy especialmente san Agustín cuya enseñanza a este respecto merece ser destacada.
San Agustín afirma que hay dos temores: uno servil y otro filial 6 . No obstante, uno no es considerado menor que el otro: el primero es el terror al mal, terror que preserva al creyente y lo encamina hacia el amor 7 . Ese temor, sin embargo, sigue siendo carnal y servil; permite apartar momentáneamente el pecado, pero no obligatoriamente la voluntad de pecar.
Así pues, el temor servil, el terror sagrado, no es suficiente para curar la voluntad pecadora, es necesario un principio superior que únicamente la gracia puede dar: es el temor puro, el miedo de perder la justicia. Está estrechamente ligado al amor. Comprende a la vez el gusto por la justicia, el miedo de desagradar a Dios, el deseo de su presencia y el amor a Cristo, que enciende el corazón.
Existe, pues, para san Agustín un vínculo evidente entre el temor del Señor y la caridad:
«La caridad no entra en el alma sin compañía. Lleva consigo el temor que ella misma introduce: el temor casto que permanece por siempre 8 ». «No lo elimina, ni lo echa afuera, sino más bien lo abraza, lo tiene por compañero y posesión 9 ».
2. San Benito y sus fuentes

a- Casiano
Sobre este tema del temor, Casiano propone una síntesis para la vida monástica.
El libro IV de las Instituciones Cenobíticas le concede amplio lugar:
«Nuestra cruz es el temor del Señor. Así como el que está crucificado no tiene ya la posibilidad de mover sus miembros o de volverse hacia donde le parece mejor, de la misma manera debemos ajustar nuestras voluntades y deseos no de acuerdo con lo que nos es grato y nos deleita en el presente, sino de acuerdo con la ley del Señor, allí donde nos ha sujetado…» (IV, 35).
«El principio de nuestra salvación y su conservación es el temor del Señor (Pr 9,10), puesto que por medio de él los que se ejercitan en el camino de la perfección adquieren el comienzo de la conversión, la purificación de sus vicios y la guarda de las virtudes. Cuando ese temor ha penetrado el espíritu de un hombre da a luz el desprecio de todas las cosas… Y aquel desprecio y privación de todos los bienes lleva a adquirir la humildad … » (IV 39, 1).
En otra parte, Casiano introduce sus indicios de humildad con una invitación al temor de Dios 10 .
Cuando uno se ha encontrado con el Señor ya no puede comportarse al modo del mundo. El mundo centra su atención sobre sí mismo sin otra referencia. Todo lo considera a partir de lo presente, y sacrificar a los ídolos mundanos es lo único que permite acceder a la felicidad. Confiar únicamente en sí mismo da la ilusión de que se está muy seguro y algo arrogante: el hombre se siente dueño y señor. Pero a la vez, el hombre de ese mundo está sometido al miedo de lo que todavía le es desconocido a nivel de su comprensión puramente humana. Por el contrario, quien teme al Señor, orienta su mirada hacia Cristo, y especialmente hacia Cristo crucificado, de quien depende y de quien recibe todo; lo ve presente en todas las cosas y se comporta en consecuencia.
Casiano se refiere al temor del Señor también en la Conferencia XI . Se trata de un temor ligado a la grandeza del amor. Es una mezcla de respeto y de atención afectuosa de un hijo por el padre que lo ama, de un hermano por su hermano, de un amigo por su amigo, de una esposa por su esposo. Esta actitud es fundamental para entrar y progresar en una verdadera relación con Dios. Es necesario pasar del terreno movedizo del miedo al terreno estable en el que el temor acompaña al amor. Es considerable la distancia entre el temor de amor y el temor imperfecto. La conversión se manifiesta por el paso del uno al otro. Sólo el Espíritu de Dios puede infundir el temor amante en el corazón del hombre. El temor servil no habita en el hijo de Dios; sólo el temor de los perfectos habita en él por el Espíritu. El hombre está, pues, invitado por Dios a pasar del temor, principio de la sabiduría, al temor, tesoro de la sabiduría y de la ciencia de Dios 11 .
b.- San Benito
Antes de ver las aplicaciones concretas del temor del Señor en la Regla de San Benito (RB), hay que situar este tema en el conjunto del tratado espiritual benedictino.
Casiano ya resumía todo el itinerario espiritual en un solo párrafo, que fue una de las fuentes del pensamiento de san Benito:
«El principio de nuestra salvación y de nuestra sabiduría es, según la Escritura, el temor del Señor (Pr 9, 10). Del temor del Señor nace una compunción saludable. De la compunción del corazón nace la renuncia, es decir, el despojamiento y el desprecio de toda riqueza. Del despojamiento es engendrada la humildad. De la humildad viene la mortificación de las voluntades. Por la mortificación de las voluntades son extirpados y se marchitan todos los vicios. Con la expulsión de los vicios, las virtudes pueden crecer y dar fruto. Por la fecundidad de las virtudes se adquiere la pureza del corazón. Por la pureza del corazón se posee la perfección de la caridad apostólica » (Inst. IV, 43).
La perfección consiste en la caridad, en el único amor a Dios y al prójimo. Pero en este camino de santidad hay un primer paso que va unido al temor. En Casiano, este temor inicial es simplemente un umbral, no está incluido en los indicios de la humildad sino que los introduce.
Para la tradición monástica, este primer paso corresponde a la entrada en el monasterio (desprecio de la apariencia, desprendimiento de los bienes materiales, renuncia a la familia y a los vínculos afectivos…) Cuando el monje ha realizado este renunciamiento, está más preparado para recibir la dura formación en la humildad que es el trabajo propio que se lleva a cabo en el interior del monasterio y que dura a lo largo de toda la vida cenobítica.
La Regla del Maestro (=RM) y la RB toman esta doctrina pero matizándola. El temor de Dios ya no es solamente un primer paso ligado a la entrada en el monasterio, sino que deviene uno de los grados del camino de la perfección de la humildad. En efecto, el primer paso tiene que rehacerse constantemente. El monje abandonó todo en un primer momento, impulsado por la fe y el temor del Señor, pero puede ocurrir que pase luego parte de su vida monástica buscando bajo nuevas formas todo lo que había abandonado. Por eso, el Maestro y San Benito dicen que es necesario tener siempre ante los ojos la llamada inicial y responder a ella constantemente con nuevos esfuerzos, en el temor del Señor que lleva a la conversión.
La RB también se distingue de Casiano por su nota muy cristológica: «por amor de Cristo» (cf. 7, 69), con una perspectiva escatológica. Es Cristo, actuando por medio del Espíritu Santo, quien permite los efectos transformantes de la caridad en el camino de la humildad. En los diversos grados de humildad, la referencia a la Escritura es constante, no así en Casiano. En la RB son numerosas las citas que evocan a Cristo. Este camino que comienza por el temor de Dios es específica y claramente cristiano.
Además, el temor del Señor en el primero y en el duodécimo grados de humildad encuadra a los otros diez (que vienen directamente de Casiano) dentro de una dimensión teologal. En Casiano, Dios está presente sólo implícitamente.
Según san Benito, hay que ponerse primero en la presencia de Dios y tomar conciencia de la propia condición de criatura, antes de ponerse a la escucha del abad o de los hermanos en el ejercicio de la obediencia y de la humildad. Es el único modo de mantener la perspectiva justa.
El primero y el duodécimo grados están casi tan desarrollados como los otros diez juntos: ellos solos forman ya un pequeño tratado espiritual: temor de Dios, vigilancia, guarda del corazón, recuerdo de Dios y de los mandamientos, meditación sobre las realidades últimas, conciencia de la presencia de Dios, recuerdo de los pecados…
El temor de Dios es el telón de fondo de todo el tratado de la humildad y es por ello que san Benito vuelve a él una y otra vez en su Regla. Para él, el temor del Señor es una virtud del corazón que ayuda al monje a mantenerse en la presencia de Dios, dispuesto a amarle y a servirle en todo.
Ese es el camino que conduce a la caridad perfecta. Cuando hayan llegado a esta meta de la vida cristiana, los monjes tendrán para con Dios un temor inspirado en el amor (Amore Deum timeant, RB 72,9).
Sobre aquel telón de fondo, san Benito describe algunas actitudes concretas en las que debe intervenir el temor del Señor para el bien de la vida de los monjes y del monasterio. RB menciona veintiuna veces el temor de Dios. Tanto la vida del conjunto de la comunidad como cierto número de funciones exigen que se ejercite esta virtud.

La comunidad

El temor inspira la actitud justa de la comunidad, muy especialmente durante la liturgia:
Los monjes permanecerán de pie, con respeto y temor mientras el abad lea el Evangelio en las vigilias (11, 9). Hay que releer todo el capítulo 19 sobre el modo de salmodiar y las citas bíblicas que contiene: Servid al Señor con temor (Sal 2) y Cantad sabiamente (Sal 46).
Este temor del Señor durante la liturgia no es una noción muy habitual en la práctica actual: de lo que se trata en realidad es de mantenerse en presencia de «Aquel que es» y comportarse en consecuencia. Dios está presente en todas partes y espera nuestra respuesta fundamental, especialmente durante esa acción altísima que es la liturgia. La actitud litúrgica determina todas las demás de la vida ordinaria. Esta actitud no es una de las menos acentuadas en el testimonio monástico.
La comunidad también está invitada a tener ese sentimiento interior con ocasión de la elección del abad.. «Cuando hay que ordenar un abad, téngase siempre como norma que se ha de establecer a aquel a quien toda la comunidad, guiada por el temor de Dios, esté de acuerdo en elegir, o al que elija solo una parte de la comunidad, aunque pequeña, pero con más sano criterio» (64). El abad es el garante del temor de Dios en la comunidad, por eso hay que elegirlo con ese mismo temor.
En estos pasajes de la Regla, temor y sabiduría son correlativos: el monje debe elegir convenientemente, según el espíritu de sabiduría que es fruto del temor de Dios.

El Abad

El abad debe hacer todo con temor de Dios y observando la Regla (3, 11).
El capítulo 3 insiste en esto en el marco de las decisiones comunitarias: «La decisión dependa del parecer del abad […] y corresponde que éste disponga todo con probidad y justicia» (3, 5-6)., por eso debe hacer todo con temor de Dios y observando la regla.
El abad se enfrenta constantemente a opciones decisivas que orientan la vida de la comunidad. Cada día carga sobre sí, de manera particular, el cuidado de la opción que cada monje hizo una vez por todas al entrar en el monasterio y entregar su voluntad en manos de Cristo por la obediencia. El abad, por las decisiones que es su deber tomar, permite a los que así lo quieren, vivir verdaderamente según esa opción inicial.
En ese sentido, la referencia a la Regla es fundamental para el abad. No hace las cosas a su gusto, sino conforme al gusto de Dios, según la intuición de san Benito para la comunidad en su conjunto.
Se comprende entonces que se invite al abad a que «guarde íntegramente la presente Regla, para que, habiendo administrado bien, oiga del Señor […] En verdad os digo que lo establecerá sobre todos sus bienes (Mt 24,47) (RB 64,20-22).
San Benito insiste también en la cuenta que el abad tendrá que dar a Dios. Este tema del juicio, tanto en la Regla como en la Biblia, no hace referencia directamente al temor de Dios, pero el hecho de tener siempre ante los ojos el examen final puede dar lugar a una actualización permanente del temor de Dios en la vida del monje y muy especialmente del abad, puesto que tendrá que dar cuenta de las almas de sus monjes y de la suya propia. Viviendo así en el temor saludable de aquel momento que espera al pastor, el abad está atento a sí mismo y a su actitud frente a la opción entre el bien y el mal. Pero esto debe ser para él sólo un debate interior, un control interior constante que no debe pesar en la vida de la comunidad. Es importante que el abad, como lo pide san Benito, guarde siempre la justa medida: ni turbulento o sea agitándose siempre sin temor de Dios, ni ansioso, es decir sin animarse a actuar por temor de que nada salga bien.
Finalmente, la RB prevé que el abad pase él mismo del temor de la ley exterior al temor de un corazón de hijo y que ayude a la comunidad a dar dicho paso: «Trate de ser más amado que temido» (64, 15) y «odie los vicios pero ame a los hermanos» (64, 11).
San Benito da algunos consejos que ofrecen los medios para vivir este programa:
«Sepa el abad que debe más servir (prodesse) que mandar (praesse)» (64, 8).
«Aún al corregir obre con prudencia y no se exceda, no sea que por raspar demasiado la herrumbre se quiebre el recipiente; tenga siempre presente su debilidad, y recuerde que no hay que quebrar la caña hendida» (64, 12-13).
«No decimos con esto que deje crecer los vicios, sino que debe cortarlos con prudencia y caridad, según vea que conviene a cada uno» (64, 14).
Por fin, se le pide al abad que no se preocupe excesivamente por los módicos recursos de su monasterio; debe vivir con lucidez y confianza según el Salmo 33: Nada falta a los que temen a Dios. «Ante todo no se preocupe de las cosas pasajeras, terrenas y caducas de tal modo que descuide o no dé importancia a la salud de las almas encomendadas a él» (2, 33). este consejo va junto con la referencia a Mt 6, 33: Busquen el reino de Dios y su justicia y todas estas cosas se les darán por añadidura. Para el abad esta es la manera concreta de vivir en el temor del Señor, a la luz de la enseñanza de san Benito.

El Prior

En los primeros siglos del monacato, la función del prior o del segundo del abad originó frecuentes dificultades: «Sucede a menudo que con ocasión de la ordenación del prior se originan graves escándalos en los monasterios» (65, 1); por eso san Benito pide al abad que él mismo establezca a su prior, pero que retenga en sus manos la plena organización de su monasterio. En realidad san Benito preferiría que esa tarea se repartiera entre los decanos, más bien que confiarla a un solo prior que entrase tal vez en competencia con el abad. Por lo tanto, se pondrá sumo cuidado en el nombramiento del prior que se ha de hacer, «con el consejo de los hermanos temerosos de Dios».

El Mayordomo

«Elíjase como mayordomo del monasterio a uno de la comunidad que sea temeroso de Dios y como un padre para toda la comunidad» (31, 1-2). Las diversas cualidades del mayordomo que se enumeran después de esta primera afirmación pueden indicar lo que San Benito entiende por esto. El mayordomo debe ser: «sabio»: una vez más la sabiduría acompaña y caracteriza el temor de Dios; maduro de costumbres; ni altivo ni agitado (31, 1). Tales son para san Benito algunos de los rasgos del temor del Señor.
Esta actitud fundamental del mayordomo apunta a que obre con humildad: «Ante todo tenga humildad, y al que no tiene qué darle, déle una respuesta amable» (31, 13) y también «niéguele razonablemente y con humildad lo que aquél pide indebidamente» (31, 7).
De nuevo insiste san Benito en el pensamiento del juicio: «Mire por su alma, acordándose siempre de aquello del Apóstol: Quien bien administra se procura un buen puesto (1 Tim 3, 13) (31, 8), «acordándose de lo que merece, según la palabra divina, aquel que escandaliza a alguno de los pequeños (Mt 18, 6) (31, 16).
En definitiva toda esta actitud interior del mayordomo debe permitirle vivir en la caridad, que es la meta propuesta: «No contriste a los hermanos» (31, 6); «no los entristezca con su desprecio» (31, 7); Cuide con toda solicitud de los enfermos, niños, huéspedes y pobres, sabiendo que, sin duda, de todos estos ha de dar cuenta en el día del juicio» (31, 9); «para que nadie se perturbe o aflija en la casa de Dios» (31, 19).
Este capítulo 31 ofrece una admirable descripción de la práctica del temor del Señor que es sabiduría, madurez y humildad, sin agitación ni orgullo y que coloca una y otra vez en la perspectiva del juicio para vivir de la caridad y en ella.

El Hospedero

En el capítulo 53 de la RB se pide que se ocupe de la atención de los huéspedes un hermano cuya alma esté poseída del temor de Dios (53, 21). Y de nuevo se relaciona dicho temor con la sabiduría: «La casa de Dios sea sabiamente administrada por varones sabios» (53, 22).
Nada semejante se encuentra en las Reglas anteriores y en particular en la RM, que prevé simplemente hermanos designados por turno para vigilar a los huéspedes tentados de robar. San Benito concede gran importancia a este responsable permanente del alojamiento de los huéspedes, que debe no sólo cumplir bien su función sino ejercerla con gran calidad espiritual. Ya no se trata de temer al extraño que viene a perturbar la vida monástica, sino de temer a Cristo que viene en persona del huésped a visitar a la comunidad. El temor de Dios es para el hospedero prenda de discernimiento para adoptar con cada huésped la actitud que convenga.
El Portero
El capítulo 66 de la RB se refiere también a la recepción de las personas que llegan y a las relaciones con el exterior: «En cuanto alguien golpee o llame un pobre, responda enseguida Deo gratias o Benedic, y con toda la mansedumbre que inspira el temor de Dios, conteste prontamente con fervor de caridad» (66, 3). El temor de Dios tiene aquí por fruto la bondad y la mansedumbre, y conduce a la caridad ferviente. Temer al Señor es hacerse disponible para amar de todo corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas.
También en este capítulo relaciona san Benito el temor con la sabiduría, dado que a la puerta del monasterio pone un anciano discreto (66, 1) que, como el mayordomo, ha de ser maduro en sus costumbres.
El Enfermero
En el capítulo 36 de la Regla, san Benito pide que se designe para el servicio de los hermanos enfermos, un hermano temeroso de Dios, diligente y solícito (36, 7).
En la persona de los hermanos enfermos se reconoce a Cristo. Se los sirve para honrar a Dios, por eso ellos no deben «molestar con sus pretensiones excesivas a sus hermanos que los sirven» (36, 4). La expresión «servir para honrar a Dios» describe una actitud interior que permite percibir qué es lo que san Benito entiende por temor de Dios. Esta actitud se le recomienda particularmente al mayordomo, al hospedero y al enfermero, con respecto a aquellos que de suyo no inspiren tal honor.
La diligencia y la solicitud son presentadas como frutos del temor del Señor opuestos a la negligencia que tanto el abad como los monjes deben evitar.

Conclusión

El amor es el único motor verdadero de todo progreso en la conversión, pero el temor es necesario en ese camino, porque acompaña al verdadero amor. Permite evitar la presunción de aquél que quisiera ser llamado santo antes de serlo en verdad: «Los que temen al Señor no se engríen de su buena observancia, antes bien, juzgan que aun lo bueno que ellos tienen no es obra suya sino del Señor» (RB, Pról. 29-30).
El temor del Señor permite también ensanchar el campo visual del espíritu. «No actúo simplemente ante los hombres, sino ante Dios que está siempre ante mí». En este sentido, san Bernardo llama al temor «guardián de la gracia», «cubierta del vaso que protege el agua de la sabiduría de la contaminación de la vanagloria 12 ».
Los autores cristianos de todos los siglos han manifestado cómo el temor del Señor pone al creyente tras los pasos de Cristo en su dependencia del Padre, para cumplir su Voluntad por el Espíritu de amor. Según santo Tomás de Aquino, la Iglesia atribuye a Cristo la plenitud del temor, «ya que el alma de Cristo se dirigía hacia el Padre, con afectuosa reverencia, impulsada por el Espíritu Santo. Por eso la Epístola a los Hebreos nos dice que fue escuchado en todo a causa de su reverencia. Cristo, en cuanto hombre, poseyó este afectuoso temor hacia Dios más plenamente que cualquier otro hombre 13 ».
«El temor de Dios es verdaderamente la base de la sabiduría». Permite dar cuerpo a la fe; el movimiento del espíritu se traduce en una actitud concreta de todo el ser que acoge a Dios presente en toda criatura. Aquí está el único camino de una verdadera conversión. Dios está concretamente presente en su creación; mediante el temor del Señor, el hombre va tomando mayor conciencia de ello, acepta vivir en dependencia de dicha presencia, nunca se halla solo, siempre está en presencia del Otro con quien entabla sin cesar una relación de Alianza, de Amor.
Pero el temor del Señor no es solamente el principio de la sabiduría, es también el tesoro de la sabiduría. El temor permite llegar a la meta que es la caridad; en la caridad se halla el tesoro de un temor enteramente libre, plenamente amante, que permite vivir superando las ilusiones siempre posibles de los amores de este mundo.
El temor de Dios está en el orden del día de toda vida espiritual. Confiere peso a toda vida espiritual. San Benito lo expresa claramente cuando describe la actitud del monje «logrado» en el duodécimo grado de humildad: no es turbulento, ni agitado, ni disperso, es un hombre que manifiesta la humildad en todo su ser, sin ninguna ostentación, incluso en su cuerpo. Ese monje llegará pronto a aquella caridad que, siendo perfecta, excluye el temor inicial, para recibir la gracia del Espíritu Santo, como un servidor purificado, habitado por el único amor de Cristo.
Para vivir con Cristo, que ama al Padre, recibe todo de Él y le entrega todo durante su vida como hombre, con la fuerza del Espíritu, es necesario penetrar en el misterio divino con infinito respeto, un temor justo y bueno, el único que permite recibir en lo más profundo del ser el don de la Pascua, más allá de todo miedo y de toda muerte, para vivir desde ahora con la libertad de los hijos de un Padre amantísimo.

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