martes, 19 de noviembre de 2013

El amor a la Tradición



En la vida del monje se combinan de forma admirable la innovación y la tradición. Y no tanto por lo que pueda hacer exteriormente, sino por la integración espiritual de su ser en el misterio de Dios. Es decir, por una parte conoce y celebra cuanto Dios ha hecho por la salvación de los hombres; y, por otra parte, integra su propia existencia en ese dinamismo de salvación.  De tal forma que de ambas historias surge una nueva experiencia vital, destinada a integrarse en el infinito cauce del amor de Dios.

El monje vive en la Tradición, es decir, se interesa por cuanto de generación en generación se han ido transmitiendo unos monjes a otros, fundamentalmente sus propias experiencias y vivencias de este misterio divino. El monje descubre cómo otros muchos, antes que él mismo, han descubierto la presencia salvífica del Dios que creó todo cuanto es, y que vino personalmente a rescatar a su criatura, el hombre, de la perdición del pecado.

Esas experiencias le enriquecen a él mismo, y le ayudan a comprender cuanto en él está realizando el Espíritu Santo. Por eso, es consciente de que no debe despreciar el incalculable caudal de sabiduría que se han ido transmitiendo las distintas generaciones de monjes. A lo largo de los siglos, en las distintas situaciones históricas y en los más diversos contextos, los monjes se han confrontado con la Palabra divina a ellos dirigida, y han respondido de forma siempre nueva y creativa a quien, desde toda la eternidad, nos ha destinado a compartir su vida divina.

Sólo desde el amor a la Tradición puede el monje llegar a una fecunda innovación, que no es otra cosa que el fruto de su propia experiencia. Porque cada monje, en la singularidad de su propio genio, de su propio ser creado por Dios y llamado a compartir la vida divina, responde de manera diferente, y da lugar a una nueva y original historia de salvación. La espiritualidad cristiana no nos iguala a todos, sino que nos integra como en un mosaico se integran millones de piedrecitas, cada una con la especificidad de su color, pero que aportan al mosaico la riqueza de los matices y la belleza del conjunto.

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