San Bernardo tiene un texto en el sermón 5to sobre diversas materias que habla de la necesidad de la humildad para la conversión de manera que podamos hacer la voluntad de Dios y eventualmente estar más ocupados en la voluntad de Dios en sí misma que en su voluntad sobre nosotros.
San Bernardo dice:
Cuando estos pensamientos (de humildad) hayan purificado nuestro corazón, en vez de andar según la amargura de nuestro espíritu nos dejaremos llevar del Espíritu de Dios y viviremos alegres, sin preocuparnos ya de cuál sea la voluntad de Dios sobre nosotros, sino interesándonos más bien cuál sea la voluntad divina en sí misma.
Resalto dos puntos: primero, la diferenciación entre la voluntad de Dios sobre nosotros y la voluntad de Dios en sí misma. No preocuparnos por la voluntad de Dios sobre nosotros indica que no estamos preocupados por nosotros mismos sino sólo por Dios; esto es importante. Hay una voluntad de Dios sobre nosotros, pero ésta se realizará en la medida que nos olvidemos de nosotros mismos, de nuestros planes y deseos y nos fijemos en Dios mismo. Nuestra felicidad está en dejarnos llevar por el Espíritu de Dios y para que esto suceda es necesario que dejemos de estar preocupados por nosotros mismos.
Segundo, un criterio de discernimiento útil para saber si estamos siguiendo la voluntad de Dios en sí misma o estamos preocupados por la voluntad de Dios sobre nosotros, éste es: si andamos en la amargura de nuestro espíritu o en la alegría del Espíritu de Dios. Podemos tener un gran deseo de conversión que es parte de la voluntad de Dios para nosotros, pero esa conversión no podemos alcanzarla por los propios esfuerzos exclusivamente, y nos hace falta la humildad de reconocer esto. No es a fuerza de introversión que vamos a alcanzar la alegría, ésta está en el éxtasis, en el salir de nosotros mismos, dejándonos arrastra por el Espíritu de Dios.  Donde está la amargura no está el Espíritu de Dios.
San Bernardo dice además:
Cuando hayamos ya progresado algún tanto en la vida espiritual, guiados por el Espíritu Santo, que escudriña los más altos misterios de Dios, dediquémonos a contemplar cuán suave es el Señor y cuán bueno es en sí mismo; y con el profeta supliquémosle que nos manifieste cuál sea su voluntad, para que pongamos nuestra mansión no en nuestro pobre corazón humano, sino en su santo templo; así podremos decir con el mismo profeta: mi alma se congoja, te recuerdo.
El centro de todo está en la contemplación de Dios, de allí fluye la vida verdadera y la posibilidad de la salvación. Si contemplamos la suavidad de Dios y su bondad desde nuestra debilidad, el tenor de nuestra vida será diferente; podemos suplicar que se manifieste la voluntad de Dios para con nosotros pero sin poner nuestra mansión (al decir de San Bernardo) en nuestro pobre corazón humano sino en su santo templo, y los cristianos sabemos que ese templo es Cristo mismo.
De lo que se trata es de vivir en Cristo y de dejarnos guiar por su Espíritu. Esto no es fácil porque supone andar, al menos a veces, a ciegas porque la propia voluntad ha quedado sometida, y supone aceptar situaciones cuya resolución es impredecible, pero debe sostenernos el hecho de que Jesús mismo vivió como hombre abandonando la propia voluntad, sabiendo siempre del amor del Padre y confiado en ese amor incluso en las situaciones más difíciles, como su pasión.
El camino de la conversión monástica se desarrolla entre el conocimiento de la propia debilidad y del propio pecado, y el reconocimiento de la presencia de Dios que lleva a la contemplación. No hay verdadero camino de contemplación sin camino de conversión y el camino de conversión es imposible si no alzamos la mirada hacia el Señor para entender su voluntad en sí misma, dejando de lado una preocupación con nosotros mismos.
La vida monástica está animada por este sentido profundo de la conversión que va introduciéndonos en la contemplación  y está estructurada para apoyar ese proceso; busquemos entonces la voluntad de Dios en sí misma si queremos descubrir su voluntad sobre nosotros.