martes, 19 de noviembre de 2013

¿Cómo aprende una persona a amar a Dios?

     
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En nuestro primer correo, hablamos sobre el significado de la palabra «amor». Reflexionamos juntos que el amor puede ser una emoción o una virtud y sobre caridad sobrenatural que se refiere al amor de Dios mismo.

 Creciendo en el amor

A medida que crecemos espiritualmente, estas tres formas del amor se juntan. Nuestro amor a Dios comienza a poner orden en nuestras emociones y descubrimos menos contraste entre nuestras preferencias emocionales naturales y las exigencias de la virtud. Nuestro amor a Dios también comienza a purificar nuestras mentes y corazones para que comencemos a ver a los demás como Dios los ve y aún sus fallas e imperfecciones objetivas no son impedimento para que los apreciemos. De igual manera, a medida que madura nuestro amor a Dios, abrazamos su voluntad con mayor aprecio emocional aun cuando su voluntad sea contraria a nuestras preferencias.
Pero en el camino hacia esa madurez, los distintos tipos de amor pueden causar mucha turbulencia en el alma. Simultáneamente, podemos experimentar una profunda repugnancia emocional hacia una persona que sabemos debemos servir con bondad. Por otro lado, podemos sentir una poderosa atracción emocional hacia alguien con quien no debemos involucrarnos emocionalmente. En este caso, la virtud del amor nos capacitará para guardar una respetuosa distancia emocional. Algunas veces esto requerirá de todo nuestro esfuerzo para resistir la tentación de desobedecer a la voluntad de Dios. La vida espiritual realmente es una batalla.

Amor y oración

Ahora podemos entrar en una breve reflexión sobre la relación entre oración y amor. Nuestra vida de oración tiene dos vertientes: fluye de nuestro amor a Dios (el cual nos impulsa hacia una comunión más y más profunda con Él) y alimenta ese amor. Esta es la razón por la cual no podemos decir que la oración es «hueca» hasta que amamos. Mas bien, la oración es una expresión de amor (ya sea inmadura o madura) y una manera de alimentar nuestro amor.
El contacto con Dios en la oración permite que su gracia nos purifique del egoísmo y de la oscuridad del pecado, permite remover obstáculos que nos impiden amar a Dios y al prójimo. La oración mental (meditación y la contemplación) es un punto crítico en este proceso. La meditación ejercita y fortalece nuestra fe, esperanza y caridad y, si Dios nos otorga la gracia de la contemplación, sucede lo mismo: fortalece, purifica e ilumina el alma, de manera que podamos imitar plenamente a Cristo en nuestro diario vivir. Recuerda constantemente santa Teresa de Ávila: «el agua es para la plantas». En otras palabras, el consuelo que Dios nos otorga en la oración (y no existe mayor consuelo que el que proviene de la contemplación) no es un fin por si mismo, mas bien es un regalo de Dios que inflama nuestros corazones con mayor amor y nos lleva a crecer en las virtudes cristianas, especialmente en la del amor.
Normalmente, el regalo de la contemplación será otorgado solo cuando una persona haya ya desarrollado una marcada madurez en la fe, esperanza y la caridad sobrenatural. De otra forma, la contemplación puede abrumar el alma y la persona puede fácilmente enamorarse más del regalo de consuelo que de Quien otorga el regalo.
Continuemos «pues caminamos en la fe y no en la visión...» (2 Corintios 5,7) mientras nos esforzamos por vivir un amor más profundo a Dios y a nuestro prójimo y, en su sabiduría, Dios seguramente armonizará en nuestras almas la emoción y la virtud de amar, de manera que «Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado» (Juan 15,11).

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