jueves, 15 de agosto de 2013

Cristianos tristes como el demonio.


 

AcediaLas peores tentaciones son aquellas que ni siquiera notamos. Cuando sabemos que estamos tentados, podemos luchar por evitar caer en la tentación, pero cuando somos incapaces de reconocer el mal como mal, estamos perdidos. Ni siquiera nos daremos cuenta de que estamos haciendo mal, con lo cual será muy difícil o incluso imposible que consigamos evitarlo.
Hoy traigo al blog unas líneas de un doctor de la Iglesia que me han llamado la atención en ese sentido. San Francisco de Sales habla de dos tentaciones. Una de ellas es bastante común y los cristianos la conocemos bien. Caemos en ella, pero cuando lo hacemos, sabemos que estamos cayendo en la tentación y, con la gracia de Dios nos arrepentimos. La otra tentación es más sutil, menos evidente, y en eso reside su fuerza.
El demonio aprovecha la tristeza para tentar a los buenos, intentando hacer que estén tristes en la virtud, igual que intenta que los malos se alegren de sus pecados. Del mismo modo que sólo puede tentarnos para que hagamos el mal consiguiendo que ese mal parezca atractivo, solo puede tentarnos para que nos apartemos del bien consiguiendo que ese bien carezca de atractivo. Le encanta vernos tristes y desesperanzados, porque él está triste y desesperanzado por toda la eternidad y querría que todo el mundo fuese como él”.
San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota
La primera tentación, que es hacer que el mal parezca atractivo, resulta familiar para todos. Es más, como Santo Tomás explicó muy bien, es la única forma de conseguir que alguien haga el mal. Nadie elige el mal por sí mismo. Somos incapaces de hacerlo, porque hemos sido creados por Dios y nuestra voluntad sólo reacciona ante el bien: Omnis autem appetitus non est nisi boni (1). Por eso, cuando hacemos el mal es siempre sub specie boni. Es decir, fijándonos en el bien inmediato que vamos a conseguir con ese pecado. Cuando uno hace el mal, siempre está buscando un bien para sí mismo, ya sea disfrutar del coche robado, de la joven secretaria o del agridulce desahogo de la venganza.
La tentación, en estos casos, consiste en hacer que sólo tengamos ojos para el placer inmediato que proporcionará el pecado, mientras “olvidamos” intencionadamente del mal que va a sufrir el vecino o incluso el que sufriremos nosotros más tarde. Es algo que todos conocemos muy bien, porque nos confesamos de cosas así siempre que acudimos al confesionario.
La segunda tentación, en cambio, es mucho más sutil. No solemos pensar que la tristeza en el bien sea una tentación. El mismo nombre del pecado al que nos incita resulta extraño y desconocido para la mayoría de los cristianos de hoy: la acedia. No es extraño, pues, que caigamos constantemente en esa tentación que se presenta “de incógnito”, con resultados desoladores.
La acedia es el componente espiritual (y principal) de la pereza. Es la desgana por las cosas de Dios, por la virtud, por la oración, por el bien, por la santidad y por hacer la Voluntad de Dios. Está ligada directamente a la falta de esperanza (la cual, precisamente, es la virtud teologal que menos entendemos y practicamos).
La acedia es, por ejemplo, el terrible engaño que consigue que, ante la maravilla de las maravillas que es la Eucaristía, el Sacrificio de la Misa, la Pascua de Nuestra Salvación, el Banquete del Señor, el centro y culmen de la vida cristiana, que se une a la liturgia del Cielo y que hace presente ante nuestros ojos la muerte de Cristo en la Cruz y su resurrección… nuestra reacción no sea la admiración, sino la desgana y, en el mejor de los casos, el cumplimiento de un precepto a modo de simple trámite. Es la vocecilla que te dice: “Buf, seguir a Cristo, ser santo, qué pereza… yo con ir tirando tengo suficiente” Es la reducción de la impresionante aventura de la vida cristiana a un intento mezquino y agobiante de cumplir unas pocas normas para que Dios moleste lo menos posible. Es, en definitiva, la explicación del famoso soneto:
Cuántas veces el ángel me decía:
“Alma, asómate ahora a la ventana,
Verás con cuánto amor llamar porfía”.
Y cuántas, hermosura soberana,
“Mañana le abriremos”, respondía,
para lo mismo responder mañana.
La acedia, pues, está muy relacionada con la envidia. Si la envidia es la tristeza por el bien ajeno (o alegría por su mal), la acedia es tristeza ante el bien de la gracia, ya sea en sí o incluso en uno mismo. Por eso, hace que uno se entristezca de las cosas que suelen alegrar y entusiasmar a los que aman a Dios, como la vocación a la santidad, la consagración a Dios, la liturgia, las virtudes, la doctrina de la Iglesia, la vida de los santos, la conversión…
El pecado de acedia no sólo tiene efectos terribles sobre el que lo comete, sino que también es, probablemente, el mayor obstáculo para la evangelización. Un amigo mío sacerdote habla, muy acertadamente, de los “cristianos con cara de acelga”, que son, en realidad, los cristianos con cara de acedia. Es decir, aquellos para quienes la vida cristiana es una terrible carga, una especie de renuncia a todo lo bueno que puede haber en la vida. La acedia hace que tu cristianismo parezca una repugnante enfermedad que nadie quiere arriesgarse a coger. También es la verdadera explicación de la falta de vocaciones de algunas congregaciones religiosas o seminarios. ¿Quién va a querer ser cristiano como tú, si no haces más que quejarte, si da la impresión de que Dios te ha fastidiado al concederte la fe? ¿Quién va a querer ser cristiano, si los únicos cristianos que conoce tienen cara de acelga? Como señala San Francisco de Sales, ¿quién va a querer parecerse a ti, si más que parecerte a Cristo, te pareces al demonio y siempre estás triste como él? ¿Quién va a querer ser fraile de la congregación de San Cucufato, si los frailes de San Cucufato están obsesionados por que no se note que son frailes y lo que quieren es ser como los demás? La acedia convierte la vida cristiana o la vocación a la vida consagrada en algo insípido, pesado, desagradable, soso y aburrido… y los demás lo notan enseguida.
Baudelaire decía que el gran logro del demonio ha sido convencer a la gente de que no existe. Visto el éxito de esta táctica, ha empleado las mismas mañas para ocultarnos a los cristianos la misma existencia del pecado de acedia y las terribles consecuencias que tiene la desgana por las cosas de Dios. Y, desgraciadamente, también ha tenido mucho éxito. Por mil personas que se confiesan de lujuria o de ira, habrá una que se confiese de acedia (2). Y me atrevería a decir que la acedia es, de suyo, mucho más peligrosa que aquellas, porque convierte en cenizas en nuestra boca el vino nuevo de la salvación. Es un pecado de estúpidos, porque, a diferencia de los otros pecados, ni siquiera nos proporciona un placer, aunque sea fugaz y tengamos que pagarlo caro, sino que, al contrario, destruye la felicidad que Dios nos regala abundantemente.
Todos sabemos que hay que luchar contra la falta de caridad. También suele aceptarse que la fe es esencial para un cristiano. Sin embargo, en paralelo con el olvido de la acedia, apenas habrá quien luche decididamente contra la desesperanza, a pesar de que es el pecado contra el que Jesús advirtió con las palabras más duras de todo el Evangelio: “No será perdonado ni en esta vida ni en la otra”.
¿Qué podemos hacer contra la acedia? En el Catecismo que mandó imprimir San Juan de Ribera para los moros conversos, se explicaba, con gran sencillez: “Contra acedia, el fervor de la Caridad y la virtud de la esperanza viva, con la cual emprendemos animosamente los medios que son menester para alcanzar las promesas de los bienes eternos de Dios”. Por supuesto, la caridad y la esperanza son dones gratuitos de Dios. Superan infinitamente nuestras fuerzas y lo único que podemos hacer es pedirlos con humildad.
Por otra parte, para alimentar esos dones gratuitos de lo alto una vez que los hemos recibido, podemos y debemos luchar por abrir el corazón aún más a la acción de Dios, avivando la llama que él mismo ha encendido en nuestras almas. Para ello conviene, por ejemplo, leer vidas de santos, que siempre despiertan en nosotros la sana envidia por tener lo que ellos tuvieron. La conversación con personas buenas y que aman a Dios. La Misa diaria, que es la fuente misma del fervor de la Caridad y puede ablandar el corazón más endurecido. Las jaculatorias repetidas a menudo, como la oración del corazón: Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí, que soy un pecador. La acción de gracias a Dios, recordando uno por uno los miles de regalos que nos ha conseguido…
Finalmente, para luchar contra este pecado tan poco conocido, mi consejo personal es rezar a la Persona más olvidada y desconocida de la Santísima Trinidad: el Espíritu Santo. Invocarle a menudo. Celebrar con alegría el día de nuestro bautismo y de nuestra confirmación. Rezar frecuentemente o mejor aún cantar los grandes himnos de la Iglesia al Espíritu Santo: el Veni Creator Spiritus y el Veni Sancte Spiritus. Ven, Espíritu creador… Agua viva, fuego, caridad… Infunde amor en los corazones… Ven, luz de los corazones… Consolador buenísimo, dulce huésped del alma, dulce refrigerio. Descanso en el trabajo… Danos el gozo que dura para siempre.
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(1) Summa Theologiae Ia IIae 8.1.
(2) Advertencia legal: El blog Espada de doble filo no acepta ninguna responsabilidad si un lector decide confesarse de acedia y el sacerdote le responde: “¿Hacequé?” Vivimos tiempos recios, como decía Santa Teresa.

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