lunes, 12 de agosto de 2013

Carta sobre el combate espiritual


El combate espiritual

 


Carta 7
 
Estimadas amigas y amigos de la oración de Jesús, los saludo invocando el Santo Nombre de Nuestro Señor Jesucristo.
Ante algunas consultas coincidentes trataré hoy de referirme al tema de las caídas recurrentes, a esa flojedad del alma que periódicamente suele acometer a quién intenta perseverar en el camino espiritual.
La situación más habitual a la que se hace referencia en esas preguntas, está ligada al modo de liberarse de aquellas tendencias, hábitos, vicios o pecados, que sometiendo a la persona con frecuencia, la imposibilitan de verdadero avance espiritual. Son conductas que parecen devolvernos  siempre al mismo punto, a cierto “nudo” problemático que se manifiesta como muro en apariencia insuperable.
La experiencia espiritual profunda, aquella a la que nos referíamos en otro texto como “el lugar de la presencia”, es una vivencia posible para cualquier ser humano que busca con sinceridad a Cristo en el propio corazón. Sin embargo antes es necesario abandonar al hombre viejo que vive en nosotros. (Col. 3, 5-11)
¿Cómo extirpar el hábito del mal? ¿Cómo combatiremos contra lo compulsivo, que tomándonos de repente nos esclaviza en alienada reacción? Hemos de tener claro quiénes son  nuestros enemigos principales y situarnos frente a aquello que más nos aleja de Dios disponiéndonos al combate con resolución y firmeza.
“Es en la atención donde yace el poder de resistir todo lo que pueda venir” dijo Monje Nicéforo en la Filocalia. Verdaderamente. Esta atención debe ser lo más constante posible y advertir la dirección errónea de la mente apenas iniciada. El pecado, la caída, el vicio, se inicia antes que su consumación misma. Es en una cierta previa laxitud del alma donde hallamos su raíz.
El derrumbe del alma o el tropiezo, viene como consecuencia de un estado de carencia interior que se manifiesta como angustia, inquietud, aburrimiento o tensión en general. El cuerpo y la mente sufren esta situación y buscan aliviarse mediante la realización de aquella actividad que descarga su ansiedad o que al menos la anestesia transitoriamente.
Nos encontramos así con diversos vicios que tienen en el nerviosismo interno su común denominador. Debemos poner nuestro mejor esfuerzo, en el momento en que nos ataca la compulsión o el deseo de realizar aquello que no queremos hacer, para aumentar nuestra atención y observar lo que nos está ocurriendo.
No salir huyendo rumbo al pecado, vicio, tendencia o hábito que nos aliviará la tensión fugazmente, aniquilando mientras tanto al espíritu; sino ir hacia lo profundo, escrutando con sumo cuidado el dolor que quiere ser calmado.
Este momento decisivo, es análogo al desierto de Jesús y a las tentaciones que padeció. Es desierto porque nos despoja del placer que perseguimos para olvidar la pena o el desasosiego. Es desierto porque nos deja frente a la verdad.
Es un momento, que si se aprovecha bien, rinde gran fruto al alma. Ha de tomarse como ejemplo a Jesucristo cuando atravesó la multitud. (Lc. 4, 28-30) Hemos de atravesar los diversos apetitos que nos atacan, no huir de ellos.
Si permanecemos atentos a lo que sucede en nuestro interior y repetimos la oración de Jesús, con el fervor necesario, implorando la ayuda de Dios para despojarnos de lo viejo que vive en nosotros, veremos que no pasa mucho rato hasta que el asalto disminuye.
Les propongo una práctica que no falla. Si se encuentran prestos a caer, al borde de la situación aquella que tanto quisieran desterrar de sus vidas, repitan antes la oración de Jesús unas cuantas veces. Veinte o treinta repeticiones serán necesarias como mínimo para que el Espíritu que clama en nosotros se imponga al pecado. (Gal. 4, 6-7)
Esta actitud de atención esencial y de oración decidida, permite que se abra en nosotros la posibilidad de la libertad ante el determinismo de la carne.
Examinemos con actitud reflexiva nuestros enemigos cotidianos y alimentemos el deseo de vencer; dispongámonos a enfrentar la íntima tensión, no evadiendo el problema sino mediante la fe.
Lo primero es invocar a Jesucristo con el fervor que nos da el deseo de no caer,  lo segundo elevar la atención hacia nuestra propia alma, examinando aquello que nos inquieta, mientras relajamos el cuerpo lo más que podemos.
¿Quiero verdaderamente superar lo viejo que habita en mí? ¿Estoy dispuesto a realizar algún esfuerzo para permitir que la gracia me transforme? El momento del combate es aquél preciso instante, en el que queriendo olvidarme del íntimo dolor, deseo abrazar el placer fugaz. Allí, es preciso ejercer la opción, el albedrío que se nos ha dado.
Es muy diferente la vida de aquel que corre de un placer al otro buscando anestesiar las heridas a la de quién, creciendo espiritualmente, se instala en un bienestar entusiasta, no dependiente.
Permanezcamos firmes imitando las actitudes que Cristo nos muestra en los Evangelios, esculpiendo Su rostro en el templo del corazón.
Los saludo invocando la misericordia que trae el Nombre de Jesucristo.
(Lecturas recomendadas: Lucas 1, 74-75 y Juan 6, 63)

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