miércoles, 17 de julio de 2013

La obediencia en la Regla de San Benito


 



Si sobre la castidad la Regla es exageradamente sobria, sobre la obediencia es mas bien todo lo contrario. La importancia capital que le concede se deduce del hecho mismo de dedicarle especificamente tres capítulos (5, 68, 71), y de la gran frecuencia con que la menciona desde el principio del prólogo hasta el epílogo. Lo cual no es de admirar, ya que desde la primera pagina asegura que es el camino para retornar a Dios. Es así que la obediencia constituye el eje de todo itinerario monástico.
El concepto de obediencia siempre hizo referencia al oír a otro y hacer su voluntad. En este sentido ya era central en el Antiguo Testamento, donde Dios llama a escuchar su voz y a cumplir sus mandatos. La esencia del pecado es la desobediencia. 
En Nuevo Testamento subraya este valor. La vida de Jesús es la de la obediencia total al Padre, siguiendo el camino que este señala. El verdadero discípulo de Jesús cumple la voluntad de Dios. Es por eso que para San Pablo la obediencia es el fundamento de la salvación (Rom 5,19). La idea de obediencia encontró un eco extraordinario sobre todo entre los monjes a partir de las primeras generaciones. Los padres del desierto no se cansarán de insistir en este llamado a la obediencia a Dios, a la Escritura, al anciano espiritual, a la regla, a los hermanos. 
El primer capítulo que la Regla consagra a la obediencia (5) empieza sin preámbulos diciendo que «el primer grado de humildad es una obediencia sin demora». La frase se transformó en una cruz para los intérpretes. Hoy la gran mayoría está de acuerdo en que San Benito proclama su valor soberano y declara que es la cumbre y expresión mas perfecta de la humildad. No es cualquier tipo de obediencia, sino una obediencia pronta y amorosa, digna de Dios. San Benito sigue así la tradición de la espiritualidad cenobítica, que considera a la obediencia como un elemento primordial, imprescindible para la existencia misma de la comunidad, al ser el elemento fundante del monacato. 
El amor de Cristo es el principal motivo de obedecer y el mas perfecto. Pero la Regla enumera también otras razones menos elevadas. El servicio santo que se ha profesado, el temor al infierno, el deseo del cielo, la fe, el temor de Dios, y el anhelo de avanzar hacia la vida eterna. 
Para la Regla, la obediencia es renunciar al libre ejercicio de la propia voluntad, refrenando los propios deseos y los de la carne. En su aspecto positivo es dejarse llevar por el juicio y la voluntad de otro imitando al Señor que no vino a cumplir su voluntad sino la de Aquel que lo envió. Para que esta obediencia sea perfecta ante Dios, la Regla enumera ciertas caracteristicas. Se debe hacer sin miedo, sin tardanza, sin frialdad, sin murmuración y sin protesta. Obedecer exteriormente no basta si no va acompañado de buena voluntad, porque al superior se lo puede engañar pero a Dios no. Para la Regla el peor defecto contra la obediencia es la murmuración. 
San Benito vuelve a ocuparse de esta virtud al final de la Regla, en el capítulo 68, que para algunos comentadores (Delatte, de Vogüe) es uno de los mas bellos de toda la Regla. El capítulo se titula «Si le mandan a un hermano cosas imposibles». Si el capítulo 5 exponía una doctrina austera, exigente y teórica, este deja una enseñanza sobrenatural, en el fondo, más exigente y al mismo tiempo llena de humanidad y de comprensión. El monje ante una orden imposible o dificil de cumplir es autorizado por la Regla a exponer al superior sus razones, pero lo debe hacer sin soberbia, sin resistencia, con sumisión. Pero si aún así el superior no cambia de parecer, el monje «debe convencerse que así le conviene y obedecer con caridad, confiando en el auxilio de Dios». 
El último capítulo en el que San Benito se ocupa de este tema es el 71, en el que dedica algunas palabras a la obediencia mutua. Si durante buena parte de la Regla los monjes aparecían como meros discípulos bajo las órdenes del abad, aquí el autor hablará de la obediencia que se deben tener unos a otros. Y es que para el santo, la obediencia no solo es un bien en si mismo sino que implica la manifestación de la caridad, el ejercicio del amor fraterno, un nuevo vínculo que une a los hermanos entre si. El monje, por este camino, renuncia a su propia voluntad, a su propio interés, para hacerse servidor de sus hermanos en quién ve a Cristo. Tan firme es en este parecer el autor, que si un hermano se resistiera a esta obediencia horizontal, de hermano a hermano, debería sufrir una sanción y llegado el caso ser expulsado. El motivo de tanta rigidez es preservar la comunión fraterna, que tiene para el santo, un valor absoluto.

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