El 13 de marzo del 2000, el entonces cardenal
Ratzinger fue invitado por el cardenal De Giorgi, arzobispo de Palermo a dar una
conferencia sobre la Trinidad durante la Semana de la Fe que desde hacía varios
años se hacía en Cuaresma. Aquí el texto de su intervención (Es bastante largo
así que será por partes. La primera, como es típico de Ratzinger, es un poco
elíptica. Casi como creando suspense...)
LA SANTÍSINA TRINIDAD: Fuente, modelo y meta
de la Iglesia.
Dios tiene nombres
Los más ancianos recuerdan todavía cuando el
astronauta ruso Yuri Gagarin, volviendo de su viaje en el espacio (el primero en
la historia de la humanidad), aseguraba de no haber visto a ningún Dios. Incluso
para el ateo menos ingenuo era obvio que una afirmación similar no podía
constituir un argumento convincente conta la existencia de Dios. Que Dios no se
pueda tocar con las manos u observar con el telescopio, que no habite sobre la
luna, sobre Saturno, o sobre cualquier otro planeta o en las estrellas, lo
sabíamos ya, antes que lo dijera Gagarin, a prescindir del hecho que este viaje
en el espacio, aun siendo una empresa extraordinaria, en los parametros del
Universo, puede ser considerado no más que un breve paseo fuera de la puerta de
casa, y el conocimiento que nos ha hecho adquirir son muy inferiores a aquellos
que podíamos ya disponer en base a nuestros cálculos y observaciones.
Mucho más intensa, en cambio, es la penosa
sensación de ausencia de Dios que muchos provaron en nuestros días. Lo vemos
ilustrado en una antigua fábula de matriz judía, donde se cuenta que el profeta
Jeremias, con su hijo, pudo combinar algunas letras de dieron origen a un hombre
viviente. Sobre la frente del Golem (el hombre formado por si mismo) estaban
impresas las letras que habían consentido de revelar el misterio de la creación:
YAHVÉ ES LA VERDAD. El Golem arrancó uno de estas siete letras (el número del
cual se compone la frase en la lengua hebraica) mutando tan radicalmente el
sentido de la inscripción que ahora decía: DIOS ESTÁ MUERTO. Horrorizados, el
profeta y su hijo le preguntaron que intenciones tenía. La respuesta del hombre
nuevo fue: Desde que fuisteis capaces de crear al hombre, Dios está muerto. Mi
vida es la muerte de Dios. Si el hombre tiene todo poder, Dios no tiene más
ninguno.
Esta antichísima historía judaica, inventada en
el medioevo cristiano, explica, como en un sueño angustioso, el drama del hombre
en la edad de la técnica. Este tiene hoy todo poder en el mundo, conoce sus
funciones y la ley que gobierna la historia. Su saber es poder. Él es en grado
de desmontar este mundo para después reconstruirlo; para él es un complejo de
funciones, del cual se puede servir y usar para el propio servicio. En un mundo
como este, no hay más lugar para la intevención de Dios. El hombre puede
encontrar ayuda solo en el hombre, porque el poder sobre el mundo puede ser
ejercitado solo por el hombre. Pero un Dios privado de todo poder no es más
Dios. Si el poder está solo en las manos del hombre no existe más ningún Dios.
Estas reflexiones muestran algunas de los aspectos fundamentales del problema
del conocimiento humano de Dios. Lo que se ve en este conocimiento en último
analisis, no pone solo un problema de orden teórico sino de naturaleza práctica
y vital. Depende la relación que el hombre establece consigo mismo y con el
mundo, consigo mismo y su propia vida. El problema del poder es solo un aspecto,
mientras que las decisiones fueron ya hechas en la esfera de las relaciones del
Yo con el Tú y con el Nosotros: en la experiencia del ser humano-amado y del ser
humano-rechazado. De estas experiencias y decisiones de fondo, en la relación
entre el Yo con el Tú y el Nosotros, depende la posibilidad de que el hombre vea
en el ser-con y en el pre-ser del Totalmente Otro una competencia y peligro, no
el fundamento que esta a la base de nuestra confianza. Y depende también la
posibilidad de contestar este testimonio o de aceptarlo con respeto y
reconocimiento.
(Continua Ratzinger con una interesante y existencial reflexión sobre el conocimiento de Dios)
Esta idea que esta en las raíces del problema de Dios (no confundir con aquel - más reciente de las pruebas de su existencia), podría ser ilustrada en el contexto de una historia de las religiones. En el historia religiosa del género humano, la cual coincide, en la cultura más elevada con su historia espiritual, Dios aparece en todas partes como el Ser lleno de ojos, como el Visionario (Veggente): una idea arcaica que se mantiene en la imagen del ojo de Dios, entrando así en el arte cristiano. Dios es Ojo, Dios es Vista. Aquí se encuentra una sensación originaria del hombre, aquella de sentirse conocido. El sabe que no existe una oscuridad absoluta, que su vida esta siempre expuesta a la mirada de Alguno, que su vivir es un ser-visto. En la oración de uno de los más bellos Salmos del Antiguo Testamento, encontramos la expresa convicción que acompañó al hombre a lo largo de toda la historia.
"Señor, tú me sondeas y me conoces,
tu sabes si me siento o me levanto,
de lejos percibes lo que pienso
te das cuenta si camino o si descanso
y todos mis pasos te son familiares.
Antes que la palabra este en mi lengua.
tú, Señor, la conoces plenamente
me rodeas por detrás y por delante
y tienes puesta tu manos sobre mí;
una ciencia tan admirable me sobrepasa;
es tan alta que no puedo alcanzarla.
¿A dónde iré para estar lejos de tu
espíritu?
¿A dónde huiré de tu presencia?
Si subo al cielo, allí estás tú;
si me tiendo en el Abismo, estás tu
presente.
Si tomara las alas de la aurora
y fuera a habitar en los confines del
mar,
también allí me llevaría tu mano y sostendría
tu derecha.
Si dijera: "¡Que me cubran las tinieblas
y la luz sea como la noche a mi
alrededor!"
las tinieblas no serían oscuras para ti
y la noche sería clara como el día. (Sal 138,
1-12)
Como hemos dicho esta sensación de ser-vistos
puede suscitar en el hombre dos reacciones opuestas. Este ser-expuesto puede
turbarlo, hacerlo sentir en peligro, un ser limitado en su mismo ámbito vital.
Sensaciones que pueden transformarse en irritación e intensificarse hasta el
punto de inducirlo a entrar en una lucha contra un testigo envidioso de la
propia libertad, de la capacidad ilimitada de su querer y actuar. Pero puede dar
también origen al actuar contrario. El hombre que se abre al amor ante esta
presencia que continuamente lo circunda, puede revelar el misterio al que aspira
su entero ser. Aquí el podrá notar la superación de la propia soledad, que
ninguna creatura logrará jamás eliminar y que constituye de todas formas una
verdadera y propia contradicción para el ser que aspira a la presencia del Otro,
del Tú. En esta presencia misteriosa el puede encontrar el fundamento de aquella
confianza que le permite vivir. Y este es el lugar en el cual resolver el
problema de Dios. La solución depende en el modo en que el hombre observa la
propia vida; si quiere mantenerse no-visto, quedara solo en si mismo ("Seréis
como Dios"), o si se muestra que reconoce, no obstante sus imperfecciones o
mejor, propiamente porque es imperfecto, de frente a Aquel que llena y sostiene
la soledad que lo circunda. Las razones que motivan uno u otra elección son las
más diversas. Aquello que es decisivo es la experiencia de fondo que se hace con
el Tú: si a partir de ella se experimenta el amor o si se lo considera una
amenaza. Todo depende de la imagen con la cual el hombre encuentra a Dios: si es
la imagen terrible que medita el momento de la condena, o con el amor creador
que espera. Depende también de las decisiones a través de las cuales el hombre
acepta o modifica el curso de su propia vida, las experiencias vividas en el
pasado.
De estas
reflexiones tendría que resultar claro al menos la imposibilidad de disociar el
problema de la existencia de Dios del problema de quién o que cosa Dios es. No
se puede probar o negar que Dios existe, para después preguntarse quién o que
cosa propiamente él es. El contenido implicado en la idea que el hombre se hace
de Dios, decide también la posibilidad o no que se desarrolle un conocimiento,
pero donde este conocimiento y estos contenidos son atravesados con las
decisiones de fondo que tocan a nuestra vida humana, haciendo más pequeño o
dilatando nuestro rayo de conocimiento, que la pura teoría revela aquí toda su
impotencia.
Pero nos preguntamos: ¿como se muestra el Dios
bíblico? ¿Quién es propiamente este Dios? En la historia bíblica de la
revelación, sea tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento de fundamental
importancia se ha presentado la autorrevelación de Dios a Moisés así como viene
descripta en el capítulo 3 del éxodo. Aquí debemos tener bien presente el
contexto histórico y el lugar en el que este Dios se manifiesta. El contexto
histórico nos lo presenta la misma Palabra de Dios: "He observado la miseria de
mi pueblo en Egipto y he oído su grito a causa de sus explotadores; conozco sus
sufrimientos" (v.7). Dios se hace garante del derecho. Él defiende a los débiles
de los potentes. Es este su verdadero rostro. Es este el núcleo de la
legislación veterotestamentaria que pone sobre la protección personal de Dios a
la viuda, el huérfano y al extranjero. Y lo encontramos también al centro de la
predicación de Jesús que se pone de parte de aquellos que vienen acusados, de
los condenados, de los moribundos y que en esta condición hace experiencia de la
ayuda de Dios. En este contexto entra también su lucha por la revaluación del
sábado (es solo un ejemplo!). En el Antiguo Testamento, el sábado es el día de
la libertad de las creaturas, el día en el que los hombres y los animales, el
esclavo y el patrón reposan. Y el día en el que se recupera la comunión fraterna
de todas las creaturas en medio de un mundo donde reinan la desigualdad y la
esclavitud. Por un día la creación vuelve al punto de partida: todos son libres
en virtud de la libertad de Dios. La actitud que Jesús asume ante el sábado se
traduce en una lucha para que este día asuma su significado originario: para que
sea el día de la libertad de Dios y no se transforme, por la influencia de los
leguleyos, en un día atormentado de las prescripciones minuciosas. El lugar en
el cual se cumple los sucesos descriptos desde Éxodo 3 hasta el desierto. Para
Moisés, Elías y Jesús, ese es el lugar de la vocación y de la preparación. Si no
se sale del engranaje de la vida cotidiana, si no se confronta con la potencia
de la soledad, no se podrá tampoco hacer una experiencia de Dios. En cuanto
concierne al contexto histórico diremos que un corazón codicioso y egoísta no
puede conocer a Dios, teniendo en cuenta este segundo aspecto tendremos que
admitir que Dios no puede ser encontrado por un corazón confuso y
distraído.
Pero vayamos al nudo del problema. Dios se
presenta a Moisés con un nombre que se traduce en una fórmula: "Yo soy el que
soy". Toda la historia de la fe que sigue (hasta la confesión de Jesús tiende a
Dios) es una interpretación continua y renovada de estas palabras. Desde el
inicio es claro que el nombre de Yahvé se diferencia netamente de todos los
otros nombres que se utilizan para calificar un dios. Este no es un nombre entre
tantos, porque aquel que lo lleva no es uno que se pueda confundir con otros. Su
nombre es misterio, y lo pone en una condición que no puede ser equiparada a
aquella de cualquier otro. "Yo soy el que soy": esto quiere decir cercanía,
poder que se ejercita en el presente y sobre el futuro. Dios no es prisionero de
aquel que viene "antes de la eternidad"; Él es presencia: "Yo soy", presente en
todo tiempo y anterior a todo tiempo. Puedo llamar a este Dios aquí y ahora: Él
esta aquí. Me responde en este momento. Algunos siglos más tardes, al final del
gran exilio, se reveló decisivo en otro aspecto. La potencia de este mundo, que
han hecho grandes maravillas y declararon muerto a Yahvé, vienen destronados en
el curso de una noche. Son potencias del pasado. Él, en cambio, permanece. Él
es. "Yo soy" no significa solo presencia de Dios, sino también su estabilidad.
Mientras todo pasa, Él es hoy, ayer y mañana. Eternidad no significa pasado,
sino fidelidad incondicionada, continuidad absoluta. Dios es: esto también en un
tiempo en el que se confunde lo actual con el bien, lo moderno con lo verdadero.
Pero el tiempo no es Dios. Dios es eterno, mientras el tiempo es un
ídolo.
Se pone entonces otro interrogante, todavía más
general, más fundamental: ¿Que significa propiamente un "nombre de Dios"? El
hecho que el Antiguo Testamento Dios tenga nombres no es una reminiscencia del
mundo politeístico, cuando la fe israelita progresivamente se debía imponer? A
favor de esta interpretación están los diversos nombres de Dios que abundan en
las más antiguas narraciones de la tradición, mientras progresivamente
desaparecen en el desarrollo sucesivo de la fe veterotestamentaria; se mantiene
el nombre de "Yahvé", pero no se lo pronuncia más desde hace mucho tiempo porque
el segundo mandamiento lo prohibe. El Nuevo Testamento no conoce precisos
nombres de Dios y en el Antiguo Testamento griego el nombre de Yahvé es
continuamente substituido por el de Señor. Pero esto es sólo un aspecto. Y
verdadero. Los simples nombres desaparecen en la medida en la que se aleja de
las posiciones politeísticas; por el otro lado la idea de que Dios tiene un
nombre juega un rol decisivo en el Nuevo Testamento. En el capítulo 17 del
Evangelio de Juan (que por diversos aspectos puede ser considerado el vértice de
la evolución de la fe neotestamentaria) aparece cuatro veces la voz "nombre de
Dios". El párrafo principal está en los versículos 6 y 26, la confesión de
Jesús, el cual da testimonio de haber sido enviado a manifestar el "nombre de
Dio", Lo comprenderemos a la luz de la contraposición que subyace. El
Apocalipsis habla del antagonista de Dios, de la bestia. Este animal, que
ejercita un poder contrario a aquel de Dios, no tiene un nombre, pero si un
número. Para Juan, este número es 666 (13,18). Es un número y transforma en
números. Que cosa significa lo hemos vivido en los campos de concentración,
horrendos sobre todo porque borran el rostro, la historia, transforman al hombre
en un número, lo reducen a un engranaje de una enorme máquina. El hombre aquí no
es otro que una función. En nuestros días no tenemos que olvidar que estos
campos de concentración prefiguraban la suerte de un mundo que arriesga de
asumir, si acepta la ley universal de la máquina, la misma estructura de un
campo de concentración. De hecho, si no se dan otra cosa que funciones, también
el hombre se reduce a una función. La máquina que él ha construido le impone su
ley. El hombre debe poder ser leído por el ordenador, y esto solo es posible si
es traducido en números. Todo el resto no cuenta. Aquello que no es una función,
no tiene ningún valor. La bestia es el número y transforma en números. Dios en
cambio es un nombre y llama por el nombre. Él es persona y busca la persona.
Tiene un rostro y busca nuestro rostro. Tiene un corazón y busca nuestro
corazón. Para él nosotros no somos solo una función al interno de la gran
máquina mundial. Son justamente los individuos que no asumen esas ficciones
aquellos que el prefiere. Nombre significa posibilidad de ser interpelados.
Significa comunión. Por este motivo Cristo es el verdadero Moisés, la plenitud
última de la revelación del nombre. Su revelación definitiva del "nombre" de
Dios no consiste en una nueva palabra - el mismo es el rostro de Dios, es el
nombre de Dios, la posibilidad de invocar a Dios como un Tu, como persona, como
corazón. El nombre propio de Jesús revela el misterio del nombre pronunciado en
la zarza ardiente. Ahora aparece claro que Dios no había pronunciado en modo
definitivo su nombre y que su discurso era temporalmente interrumpido. El Nombre
de Jesús, de hecho, contiene la voz Yahvé en su forma hebraica y agrega otro
concepto: "Dios redime". "Yo soy aquel que soy" significa: Yo soy aquel que los
redime. Su ser es redención.
Algunas preguntas.
Dios es Uno y Trino
¿Cuantas veces hacemos en forma distraida el
signo de la cruz e invocamos el nombre de la Trinidad Divina? Este gesto
significa renovar las promesas bautismales, aceptar las palabras con las cuales
fuimos hechos cristianos, acoger aquello que en el bautismo y sin nuestra
participación y reflexión nos fue donado, asimilarlo en nuestra vida personal.
Un tiempo nos fue versada el agua sobre la cabeza y proferida la palabra "Te
bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". La Iglesia hace
al hombre cristiano pronunciando el nombre del Dios trinitario. Desde el inicio
es este el modo del cual ella se sirve para explicar aquello que cree decisivo
para "ser-cristiano": la fe en el Dios Uno y Trino. Quizás estas palabras les
causan desilusión. Todo esto lo sentimos tan distantes de nuestra vida que nos
parece inútil, incomprensible. Esperamos algo que nos atraiga, que nos estimule,
algo que sea realmente importante para el hombre y su vida. Pero justamente es
aquello que aparece en esta fórmula: el cristianismo está interesado sobre todo
en Dios. El cristianismo no se sostiene sobre nuestras esperanzas, temores y
deseos, sino sobre Dios, sobre su poder y potencia. La primera proposición de la
fe cristiana, orientamento de fondo de nuestra conversión dice: Dios es.
¿Pero que significa esto? ¿Que significa en la
vida cotidiana vivida en este mundo? Significa, sobre todo, que Dios es, y que
entonces los "dioses" no son Dios. Es Él a quien debemos adorar, y no a otro.
¿Pero no es verdad que quizás los dioses están muertos desde hace tiempo? ¿Una
expresión similar no nos parece clara hasta el punto de parecer vacía, sin
ningún sentido? Quien observa atentamente la realidad se hace otra pregunta: ¿Es
verdad que en nuestro tiempo no damos ningún servicio a los ídolos? ¿No hay nada
que hoy se adore junto y contra Dios? ¿No es verdad que después de la muerte de
Dios los dioses han reiniciado a ejercitar su inquietante poder? En el "Gran
Catecismo" Lutero ha pintado en forma eficaz la misma situación: "¿Que
significa tener un Dios o que cosa es un Dios? Significa tener aquel del cual se
espera todo bien y protección en todas nuestras dificultades. Tener un Dios no
significa otra cosa que confiar en él con todo el corazón y a él creer con todas
las fuerzas, como he dicho muchas veces y que solo esta confianza y fe de
nuestro corazón hacen ambos: Dios y el ídolo". ¿En que cosa confiamos y creemos?
¿Acaso el dinero, el poder, la reputación, la opinión pública, el sexo no son
poderes delante de los cuales el hombre se inclina, a los cuales le rinde un
honor idolátrico? ¿Y el mundo no asumiría otro aspecto en el caso en que estos
dioses fueran depuestos de sus tronos? Dios es: esto significa que sobre todos
nuestros objetivos e intereses están la verdad y la justicia. Está el valor de
aquello que, desde el punto de vista terreno, no tiene ningún valor. Hay una
adoración de Dios, la verdadera adoración, que protege al hombre de la dictadura
de los fines y que lo protege de las dictaduras ejercitadas por los ídolos. Dios
es: esto significa también que nosotros todos somos sus creaturas. Solo
creaturas, pero como tales fuimos originados en Dios. Nosotros somos creaturas
queridas por Él y destinadas a la eternidad: lo es también nuestro vecino y
también la persona antipática. El hombre no es un producto del azar no es el
resultado de una lucha por la existencia, que haría triunfar a aquel más
adaptado, a aquel que se puede imponer: El hombre es fruto del amor creativo de
Dios. Dios es: aquí tenemos que subrayar la copula, traducir entonces la formula
en la siguiente proposición: "Dios es realmente, y aquello significa que obra,
actúa". No es un origen alejado o una meta indeterminada de nuestra
trascendencia. No ha tomado distancia de la maquina mundial, no ha abdicado de
sus funciones porque todo funciona por si mismo. El mundo es y permanece siendo
su mundo, el presente es su tiempo, y no el pasado. Él puede actuar, actúa en
una forma real ahora, en este mundo y en nuestra vida. ¿ Nosotros ponemos en el
nuestra confianza? ¿En los cálculos que hacemos a lo largo de nuestra vida, en
nuestro vivir cotidiano, Él entra en nuestra realidad? ¿ Nos hemos dado cuenta
de lo que significa la primera tabla de los Diez Mandamientos, esta instancia
verdaderamente fundamental que es dada a la vida del hombre, viene después
asumidas en las tres primeras invocaciones del Padre Nuestro y concretada en una
directriz fundamental de nuestro espíritu, de nuestro vivir?
(Quinta parte del discurso de Ratzinger, con algunas ideas que a mi entender debieran ser correctamente interpretadas, sobre todo en lo que se refiere a la capacidad del hombre de pensar a Dios).
Dios es. Y la fe agrega que Dios es Padre, Hijo
y Espíritu Santo. Uno y Trino. Este punto central permanece envuelto en un
silencio bastante embarazante. ¿No fue la Iglesia demasiado lejos? ¿No sería
mejor acontentarse con esta inmensidad, y que este ser, tan inaccesible,
permaneciera en el misterio? Por otra parte ¿Que significado puede tener para
nosotros? Es verdad, esta proposición es y se mantiene como expresión de la
alteridad de Dios, el cual es infinitamente más grande que nosotros. Trasciende
todo nuestro pensamiento y ser. De todos modos, si no hubiera nada de decir, no
habría sido manifestado ni siquiera su contenido. Es claro que podía ser
comprendido solo dentro de los esquemas de un lenguaje humano, porque así era
insertado en el proceso de reflexión y de vida de los hombres.
Pero ¿que significa esto? Comenzando desde el
momento en el que Dios mismo quiso manifestarse. El se llama Padre. La
paternidad humana nos ofrece ya una anticipación de aquello que Él es. Pero
cuando esta paternidad no existe, cuando solo se experimenta como un fenómeno
biológico, y no como un fenómeno humano y espiritual, se vuelve vacío también
nuestro discurso sobre Dios Padre. Si la paternidad humana desaparece, no
podremos ni siquiera a pensar y hablar de Dios. Dios no esta muerto pero si
aquello que constituye la premisa para que el mundo conozca a Dios. La crisis de
la paternidad que hoy nosotros estamos viviendo es un componente, el más
importante, que amenaza al hombre en su humanidad. Observar la paternidad solo
como un hecho biológico sin ningúna relación con el hombre, o bajo la forma de
tiranía que debe ser rechazada, significa olvidar algo extremadamente importante
para la misma estructura del ser humano. Este ser exige un padre en el verdadero
sentido, esto es, en el sentido que nos fue manifestado en la fe: como
responsble por el otro, que no es dominado sino reconducido a si mismo: con
amor que no quiere aprisionar al otro, pero que tampoco lo confirma en su
condición, sino que lo quiere en aquella verdad profunda que tiene sus raices en
el Creador. Una paternidad de este tipo solo es posible cuando se acepta el
propio ser creatura. El dicho de Jesús: "Uno solo es el Padre vuestro, aquel del
cielo" (Mt 23,9), nos hace comprender el modo correcto de ejercitar nuestra
paternidad: no explotando nuestro poder sobre los hombres sino haciéndonos
responsables de la verdad que es dada por Dios y que puede liberar también al
otro, sin egoismos y para Dios.
Pero debemos reflexionar también sobre el hecho
de que en la Biblia Dios se manifiesta sobre todo en la figura del "Padre". Y
aquello implica que también que el misterio de la maternidad tiene origen en Él,
y a Él se dirige o de Él se oculta en sus deformaciones como en la paternidad.
Que el hombre sea "imagen de Dios" lo hace comprensible en su contenido real y
extremadamente práctico. El no es imagen de Dios en modo abstracto: si fuera así
nos encontraríamos también ante un Dios abstracto. Lo es en su realidad concreta
y esta es la relación: lo es como Padre, Madre, Hijo. Son clasificaciones que,
referidas a Dios, son consideradas como imágenes; pero lo són porque el hombre
es imagen y son siempre acompañadas de una exigencia de realidad. Son imágenes
que exigen la "imagen" y que pueden transformarse en una presencia de Dios o en
su "muerte". La humanización del hombre y el conocimiento de Dios son
inseparables, justamente porque el hombre es "imagen" de Dios. Destruir el ser
humano significa comprometer la imagen misma de Dios. La disolución de la
paternidad y la maternidad, o su reducción a un puro momento biológico, que no
tiene nada que ver con el hombre como tal, estan íntimamente ligadas a la
disolución de nuestra filiación con Dios. Este es el programa de la
hybris que quiere reducir al hombre a su esfera biológica para hacerlo
nuevamente esclavo. Hasta las raices de nuestro ser humano y de nuestra
posibilidad de pensar a Dios. Un Dios que no puede ser imaginado no puede ser ni
siquiera pensado. Toda "prueba de la existencia de Dios", se revela inútil
cuando nuestro pensamiento agota nuestras energías para hacer imposible toda
imaginación de Dios.
Hybris: es un concepto griego que puede
traducirse como ‘desmesura’ y que en la actualidad alude a un orgullo o confianza en sí
mismo muy exagerada, resultando a menudo en merecido castigo. En la Antigua
Grecia aludía a un desprecio temerario hacia el espacio personal ajeno unido a
la falta de control sobre los propios impulsos, siendo un sentimiento violento
inspirado por las pasiones exageradas, consideradas enfermedades por su carácter
irracional y desequilibrado, y más concretamente por Ate (la furia o el
orgullo). Como reza el famoso proverbio antiguo, erróneamente atribuido
a Eurípides: «Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven
loco.» (Nota del T.)
La conferencia del Cardenal Ratzinger en Palermo (VI)
Obviamente en estas reflexiones críticas no
podemos prescindir de la situación eclesial. Por una parte no tenemos que
olvidar que también en nuestros días nos ofrecen óptimos ejemplos de paternidad
y de maternidad, de grandes figuras como aquella de Maximiliano Kolbe o la Madre
Teresa, las cuales nos muestran que aun prescindiendo del aspecto biológico es
posible realizar el sentido más verdadero y profundo de la paternidad y
maternidad. Por otra parte tenemos que tener en cuenta el hecho de que una
realización así presenta siempre los trazos de la excepcionalidad y que en el
curso de la historia la imagen de Dios y del hombre conoció contaminaciones y
deformaciones. Sería romanticismo decir: ahórrense los dogmas, la cristología,
el Espíritu Santo, la Trinidad, porque nos basta con anunciar un Dios Padre y la
fraternidad entre los hombres, sin ninguna teoría mística. Esta exigencia podría
parecer legítima. Pero todavía nos tenemos que preguntar si esta vía alcanza un
conocimiento tan complejo del ser humano: ¿Sobre que cosa fundamentamos nuestra
comprensión sobre lo que significa ser padre, ser hermanos y sobre que motivos
tenemos que fundar esta confianza? Es verdad, también en las más antiguas
culturas encontramos pruebas estimulantes de la confianza en el "Padre" que esta
en los cielos. Pero es también verdad que en la evolución sucesiva, la atención
religiosa se revelo más que en este "Padre celeste", en otras potencias
mundanas; en el curso de la evolución histórica también la imagen del hombre y
la misma figura divina asumió trazos de ambigüedad. Es claro que los griegos
llamaban Zeus con un apelativo de "Padre". Tal calificación no quería decir
ninguna confianza sino solo la profunda ambigüedad de Dios, la trágica
ambigüedad de un mundo que produce miedo. Llamándolo "Padre", ellos entendían
decir que Dios es como los padre humanos, a veces buenos cuando están de buen
humor, pero al mismo tiempo egoístas, tiranos, imprevisibles y peligrosos. De la
misma manera ellos hacían experiencia de un poder misterioso que domina el
mundo: algunos individuos son respetados y estimados, a otros se los deja morir
de hambre o se los hace esclavos. El "Padre del mundo", como lo experimentamos
en nuestra vida, refleja la imagen de nuestros padres humanos: facciosos y
siempre peligrosos. ¿Pero la misma fraternidad, hoy tanto exaltada, se presenta
tan clara a la experiencia? ¿Es verdaderamente un motivo que justifica nuestras
esperanzas? La primera pareja de hermanos de la historia humana según la Biblia
es la de Caín y Abel, en el mito de Roma, Rómulo y Remo: motivo recurrente,
parodia cruel que nos describe la misma realidad en neto contraste con el himno
que hoy se eleva a la "fraternidad". ¿Y la experiencia que hemos vivido desde
1789 en adelante no agrega nuevos trazos, todavía más terribles a esta parodia,
y no agrega colores más terribles de los que nos habíamos habituado en la visión
de Caín y Abel? ¿De donde sabemos que la paternidad es un bien del cual nos
podemos fiar y Dios, no obstante toda apariencia, no juega con el mundo sino que
lo ama y lo amará siempre? En efecto, Dios mismo se mostró y atravesando
diversas imágenes puso una nueva medida. Esto adviene en el Hijo, el Cristo.
Toda su existencia se desarrolla proyectada en el abismo de la verdad y el bien,
que es Dios. Solo desde este Hijo nosotros experimentamos realmente quien es el
Padre. La crítica de la religión del ochocientos sostenía que las religiones
existen desde el momento en que los hombres comenzaron a proyectar en el cielo
aquello que consideraban óptimo y bello, y que hacía más soportable el mundo.
Cuando comenzaron a proyectar en el cielo la propia realidad, a esta le dieron
el nombre de Zeus, un dios inquietante y peligroso. Pero el Padre de la Biblia
no es una reduplicación celeste de la paternidad humana, porque pone algo
absolutamente nuevo y ejercita su crítica al ser confrontado con toda otra
paternidad. Es Dios mismo quien establece e impone la medida.
Prescindiendo de Jesús nosotros no sabríamos
quien es realmente el "Padre". Esto nos viene ilustrado en la oración, la cual
acompaña siempre la vida de Cristo. Un Jesús que no fuese continuamente inmerso
en el Padre, que no se comunicara continuamente y profundamente con él, sería un
ser totalmente diverso del Jesús de la Biblia, del Jesús real de la historia.
Jesús ha vivido de la oración y en la oración comprendió a Dios, al mundo y a
los hombres. Mirar el mundo con los ojos de Dios y vivirlo en su prospectiva
significa ponerse a la secuela de Cristo. Es él que nos manifiesta que cosa
significa vivir totalmente de la certeza que Dios es. Es él que no hace entender
el significado de una aceptación de la primera tabla de los mandamientos como
verdaderamente "primera". Es él que nos ha dado el sentido de esta elección de
fondo.
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