martes, 19 de febrero de 2013

El verdadero Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, un hombre de Pascua

 

Benedicto-XVI
                                                       
 “Cuanto más lo pienso, tanto más me parece la característica esencial de nuestra existencia humana: esperar todavía la Pascua y no estar aún en la luz plena, pero encaminarnos confiadamente a ella
A la luz del libro autobiográfico “Mi vida”, publicado en 1997 y que recoge la existencia de Joseph Ratzinger desde su nacimiento hasta su ordenación episcopal cincuenta años después y su posterior trayectoria como cardenal y Papa hasta la renuncia al ministerio petrino
 Nacido ante la Pascua

“Ser bautizado con la nueva agua se consideraba como un importante signo premonitorio. Siempre ha sido muy grato para mí el hecho de que, de este modo, mi vida estuviese ya desde el principio inmersa en el misterio pascual, lo cual no podía ser más que un signo de bendición”. Es Joseph Ratzinger quien habla, quien relata, en el referido libro “Mi vida”, su nacimiento y su bautismo. Era el 16 de abril de 1927.

Era sábado santo cuando en Martkl junto al Inn, en Baviera, nacía el
hasta ahora Sucesor de Pedro. Al día siguiente, domingo de Pascua, recibía las aguas bautismales, recién bendecidas. La Pascua será ya toda su vida un signo y un reclamo: “Cuanto más lo pienso, tanto más me parece la característica esencial de nuestra existencia humana: esperar todavía la Pascua y no estar aún en la luz plena, pero encaminarnos confiadamente a ella”.

Aquel 16 de abril de 1927 era día de frío y nieve. Al hogar compuesto por el gendarme Joseph Ratzinger y su esposa María llegaba el tercero y último de sus hijos. Le habían precedido, María, la mayor, y Georg, el hermano sacerdote y músico del Papa.

Benedicto XVI nació -dicho está- en Martkl junto al Inn, junto al río Inn, que discurre placentero, agreste y hermoso entre Alemania y Austria y que da su nombre a ciudades como Innsbruck.

Pero el mismo Ratzinger confiesa que le es difícil afirmar cuál es realmente su patria chica. Es, eso sí, “un hijo genuino del católico pueblo bávaro”, como afirma en el libro “Mi vida”, su prologuista, el actual cardenal arzobispo de Milán, monseñor Angelo Scola, quien señala, como características propias de los bávaros “la alegre participación en cualquier aspecto humano y un pertinaz sentido del deber”. Ambos rasgos se observan con nitidez en Joseph Ratzinger: su espléndida humanidad y su acendrado sentido del deber.
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Infancia, adolescencia y juventud

Los diez primeros años de su vida serán un recorrido por distintas localidades del sur de Alemania como Tittmoning, Aschau y Traunstein. Aquellos años, de continuos cambios de domicilio en función del trabajo ya aludido de su padre, van a marcar, de alguna manera su vida, como lo harán aquellos hermosísimos paisajes de montañas y lagos, la doble raíz cultural -celta y romana- de aquellas tierras, la tan enraizada huella y testimonio en ellas del cristianismo, las celebraciones de las principales fiestas cristianas como la Navidad y la Semana Santa y la presencia de María Santísima en Santuarios como el de Altötting. Se perfilan así rasgos esenciales de su vida y de su temperamento como la serenidad, la introspección, el cultivo de la vida interior, el amor por la familia, el gusto por las cosas sencillas y por la naturaleza y la vivencia plena de los misterios cristianos a través de la liturgia de la Iglesia, cuya “inagotable realidad” le acompañó y acompaña durante su vida.

La sombra alargada y funesta del nazismo incipiente también se hace presente en estos primeros años de infancia de Ratzinger, cuyo padre supo inculcar a sus hijos el rechazo frontal a esta ideología del mal.

Son años asimismo en los que en nuestro personaje nacen también algunas de sus principales aficiones: la música clásica, de la que su hermano Georg será excelente profesional, la literatura -incluso sentía vocación de poeta…- y el estudio de las lenguas clásicas como el latín y el griego, que tan importantes serán para su futuro como teólogo.
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La hora del Seminario

En la Pascua de 1939 -también la Pascua, como tantas otras veces en su vida-, con doce años, Joseph ingresa en el Seminario Menor de Traunstein. Eran vísperas de la gran tragedia de la II Guerra Mundial, que estallaba el 1 de septiembre de aquel mismo año. Su hermano fue movilizado para el servicio laboral del Reich y él, con dos años menos, será después llamado a los servicios antiaéreos de Múnich y también al servicio laboral del Reich con azada incluida… Y, mientras tanto y mientras la muerte, la desolación y la destrucción crecían sin cesar y por doquier, Joseph aprovecha al máximo el tiempo para el estudio y la vida interior.

Otro rasgo definitorio de Ratzinger se va a ir perfilando en aquellos años: su libertad interior, su sentido de la independencia y su conciencia del deber. Y hasta se descubrirá poco dotado para el deporte y nada inclinado a la vida militar.

En mayo de 1945 acaba la guerra y es preciso construir la paz entre tantas y tantas ruinas materiales y espirituales. En noviembre de aquel año vuelve al Seminario: al Seminario de Frisinga. Allí estudia Filosofía y “conoce” a Agustín de Hipona, su gran maestro para toda su vida.

Dos años después comienza los estudios de Teología en Múnich, donde se encontrará con extraordinarios profesores como Schamus, Maier, Stummer, Mürsdorf, Pascher, Söhngen… Entonces Joseph descubrirá la exégesis bíblica y su método histórico-crítico y la exégesis se convertirá en el centro de su formación y posterior trabajo teológico, mientras la liturgia sigue siendo también para él clave y referencia inexcusables.
Se convierte en partidario del movimiento litúrgico, auspiciado años antes por el gran Odo Casel, monje benedictino. Y, “así como había aprendido a comprender el Nuevo Testamento como alma de toda la teología, del mismo modo entendí la liturgia como el fundamento de la vida, sin cual ésta acabaría por secarse”.
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El sacerdocio

Acabados sus estudios teológicos y en la víspera de la ordenación sacerdotal, el mundo de la docencia y de la investigación teológica llama a su puerta. Era el verano de 1950. En menos de un año, Joseph recibirá la ordenación sacerdotal mientras comienza a redactar su tesis doctoral -”Pueblo y Casa de Dios en la enseñanza sobre la Iglesia de San Agustín”-.

En sus estudios se sumerge en la teología del “doctor gratiae” y del jesuita francés Henri de Lubac. Y el 29 de junio de 1951, fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo, es ordenado presbítero. Junto a él, fueron también ordenados sacerdotes su hermano Georg y otros cuarenta seminaristas. La ordenación tuvo lugar en la catedral de Frisinga. El ordenante era el cardenal Faulhaber, una mítica y venerada figura del catolicismo alemán entre guerras. Una anécdota de aquel radiante día quedará grabada en la memoria y en el alma de Joseph: “En el momento en que el anciano arzobispo impuso sus manos sobre las mías, un pajarillo -tal vez, una alondra- se elevó del altar mayor de la catedral y entonó un breve canto gozoso: para mí fue como si una voz de lo alto me dijese: «va bien así, estás en el camino justo»”.

Durante poco más de un año intenso, hermoso y aleccionador fue coadjutor de la parroquia “La Preciosa Sangre” de Múnich y en octubre de 1952 fue destinado como formador del Seminario de Frisinga. Meses después, en julio de 1953, lograba el doctorado en Teología.
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El profesor

En el semestre estival de 1953, al quedar vacante la cátedra de Teología dogmática y Teología fundamental del Seminario de Frisinga, comienza el tiempo para lo que será el genuino ministerio sacerdotal de Ratzinger y su gran vocación: la Teología como profesor, estudioso y publicista.

Se sucederán distintas circunstancias y avatares de distinto signo, volverá a vivir con toda su familia y se encontrará con otro maestro para toda su vida: San Buenaventura y sus conceptos de historia y revelación.

Entrará entonces en contacto con otro de los grandes teólogos del siglo XX: Karl Rahner, como le sucederá después con Urs von Balthasar. Su tesis de habilitación como docente navegará en aguas procelosas ante el recelo del gran Michael Schmaus. Pero finalmente en febrero de 1957 aprobará la habilitación, mientras iba creciendo el teólogo fiel y libre -en la libertad de la verdad- que llevaba dentro y mientras se desarrollaba el gran profesor, el magnífico profesor, siempre pendiente de sus alumnos, siempre de parte del más débil.
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Bonn y el Rhin: se amplían los horizontes

En abril de 1959 -de nuevo, en Pascua- Joseph Ratzinger deja su tierra bávara y marcha a Bonn, la entonces capital de la Alemania Occidental, la Alemania libre. Marcha como profesor ordinario de Teología fundamental de la Universidad de Bonn, ciudad sobre el Rhin, como él mismo la define. “El gran río, con su navegación internacional, le daba un sentido de apertura y amplitud de horizontes, de un diálogo entre las culturas y las naciones que desde hace siglos se encuentran aquí y se fecundan recíprocamente”.

En la Universidad será compañero de claustro de Klauser, Jedin, Auer, Hacker. En Bonn conoce al arzobispo de la vecina Colonia, el cardenal Frings, quien lo hará su asesor teológico para el Concilio Vaticano II y quien le conseguirá el nombramiento oficial de perito conciliar. El Concilio Vaticano II, tanto durante sus sesiones en Roma como en la expectación con que se seguía en su Alemania natal, va a marcar la vida y el ministerio de nuestro personaje. Volveremos sobre ello.

Durante sus años en Bonn, en vacaciones, el 25 de agosto de 1960, fallece su querido padre. Tres años después, fallece su amada madre: “el 16 de diciembre de 1963 cerró para siempre sus ojos, pero la luz de su bondad permaneció y para mí se convirtió cada vez más en una demostración concreta de la fe por la que se había dejado moldear. No sabría señalar una prueba de la verdad de la fe más convincente que la sincera y franca humanidad que ésta hizo madurar en mis padres y en otras muchas personas que he tenido la ocasión de encontrar”.
 
Münster y Tubinga

En febrero de 1964, su hermano Georg, el músico, fue nombrado maestro de capilla de la extraordinariamente bella catedral gótica de Ratisbona, célebre por sus estilizadas torres ojivales de 105 metros de altura y por sus “Pequeños Cantores”, a quienes desde entonces y hasta su jubilación dirigió el hermano del Papa.

Unos meses antes, en agosto de 1963, Joseph había comenzado su actividad docente en Münster, en su bien dotada, numerosa y prestigiosa Universidad. El viaje por Alemania de Ratzinger le llevaba ahora al noroeste del país, a una histórica ciudad del land -del Estado- de Renania del Norte-Westfalia. En Münster y en Osnabrück, en 1648, se firmó la llamada paz de Westfalia, que puso fin a la guerra de los treinta años y al enfrentamiento armado entre cristianos.

Durante tres años permaneció Ratzinger en Münster, alternando su estancia en esta ciudad con su presencia en Roma durante el Concilio. Los tiempos se tornaron difíciles, mientras algunos teólogos se “crecieron”… y la primerísima recepción del Concilio se polarizaba y dividía.

Y Joseph tenía “nostalgia del sur”. Años antes, en 1959, el teólogo Hans Küng le había ofrecido la segunda cátedra de Teología dogmática en Tubinga. Tubinga era mucho Tubinga. Y, aunque hubo de esperar, en el semestre estival de 1966 comenzaba allí la docencia. Fue decano de la Facultad de Teología. Escribió entonces su quizás principal libro “Introducción al cristianismo”. Pero el ambiente estaba demasiado revuelto y dividido. “Antes -escribe en su autobiografía- se habría podido esperar que las facultades de Teología serían un baluarte contra la tentación marxista. Ahora, sin embargo, sucedía justamente lo contrario: se convertían en el verdadero centro ideológico”.

Ratisbona, la antigua capital imperial sobre el Danubio

En 1967 el Estado libre de Baviera abría en la ciudad imperial de Ratisbona su cuarta Universidad. A comienzos de 1969, le llega a nuestro personaje la propuesta de asumir la segunda cátedra de Teología dogmática.

“Quería desarrollar mi teología en un contexto menos agitado y no quería estar implicado en continuas polémicas. El hecho de que mi hermano ejerciera en Ratisbona -por lo que la familia podía volver a reunirse en un lugar- fue un motivo más que me ayudó a decidir el nuevo destino que debía ser -era plenamente consciente de ello- definitivamente el último”.


Ya sabemos que no fue así y que de Ratisbona regresó a Munich y Frisinga como arzobispo y que de allí, como cardenal, pasó a Roma y que de Roma, en abril -Pascua, de nuevo- de 2005 se convirtió en su Obispo y Pastor de la Iglesia Universal…

Los años de Ratzinger en Ratisbona fueron más plácidos, bien creativos y notablemente fecundos. Fue también decano de la Facultad de Teología y vicerrector de la Universidad. Y, sobre todo, fueron los años de la consolidación en la elaboración de su propio proyecto teológico.

Fueron años donde estrechó contacto, admiración y colaboración con De Lubac y Balthasar, Gillmeier y Auer donde entró en comunicación con Karl Lehmman, donde colaboró con la Santa Sede y la Congregación para la Doctrina de la Fe como miembro de la entonces naciente Comisión Teológica Internacional, donde se insertó entre los creadores de la Revista “Communio”, donde, siguiendo las huellas de Romano Guardini, ensayó fórmulas de pastoral universitaria, donde escribió su tratado sobre Escatología -para él la principal de sus obras- y donde, desde el verano de 1976, su nombre “sonaba” para suceder en la sede episcopal de Múnich y Frisinga al gran cardenal Julius Döpfner

Llega, de nuevo, la Pascua

Y aquellos rumores de nombramiento episcopal pronto le llegaron también al interesado. “No podía tomarme estos rumores muy en serio, dado que eran sobradamente conocidas tanto las limitaciones de mi salud como mi desconocimiento de las funciones de gobierno y de administración; me sentía llamado a un vida de estudio y no había tenido nunca en mente nada distinto”.

Pero llegó, de nuevo, la Pascua…, esta vez en anticipo. El 25 de marzo de 1977 el Papa Pablo VI le nombraba arzobispo de Munich y Frisinga. El día de Pentecostés -el gran don de la Pascua es la efusión del Espíritu Santo-, aquel año, el 28 de mayo, era ordenado obispo en la catedral de Múnich, sobriamente restaurada tras los destrozos de la segunda guerra mundial.

Aquel día experimentó sensaciones parecidas a cuando su ordenación sacerdotal, y el calor y el cariño con que fue acogido por sus nuevos fieles le recordó el cariño y el calor que le dispensaron en julio de 1951 sus amigos, sus familiares y sus primeros feligreses. Y sintió una gran alegría, que le invadía de paz: “Era la alegría de ver de nuevo presente aquel ministerio, aquel servicio en una persona que no vive y actúa para sí misma sino para Él y, por ello, para todos”.
Y a buen seguro que sentimientos parejos vivió, también en Pascua, el 19 de abril y el 24 de abril de 2005, cuando fue elegido Papa y cuando tomó posesión formal de la nueva y suprema misión encomendada.

“Cooperatores veritatis”

“Con la consagración episcopal comienza en el camino de mi vida el presente” escribe Ratzinger. “Entretanto, -añade más adelante en la página final de “Mi vida”- yo he llevado mi equipaje a Roma y desde hace ya varios años camino con mi carga por las calles de la Ciudad Eterna. Cuando seré puesto en libertad, no lo sé, pero sé que también para mí sirve que «me he convertido en una bestia de carga y, precisamente así, estoy contigo»”. Luego nos explicaremos.

Los obispos deben elegir un lema y un escudo. Ambos van más allá de la mera frase o de la mera heráldica. Ambos expresan el latir más íntimo de su corazón y su más cierta aspiración en el desempeño del ministerio confiado.

“Como lema episcopal escogí dos palabras de la tercera epístola de San Juan: «cooperador de la verdad», ante todo, porque me parecía que podía representar bien la continuidad entre mi tarea anterior y el nuevo cargo; porque, con todas las diferencias que se quieran, se trataba y se trata siempre de lo mismo: seguir la verdad y ponerse a su servicio”.
 
Un moro, una concha, un oso

Y para su escudo episcopal recurrió a la historia de la diócesis que se le encomendaba y a su propia historia personal. En el blasón de los obispos de Frisinga aparece desde hace más de mil años un moro coronado, cuyo significado no acaba de saberse. Pero ahí está. “Para mí -afirma Ratzinger- es la expresión de la universalidad de la Iglesia, que no conoce ninguna distinción de raza ni de clase, porque todos somos uno en Cristo”.

Junto al moro coronado eligió otros dos signos: una concha, signo de nuestro ser peregrinos -de nuestro ser camino de Pascua- y evocación -con inspiración en “su” San Agustín- de que “la grandeza del misterio es mucho más grande que toda nuestra ciencia”.

El moro coronado, la concha y un oso. Sí, uno oso. ¿Por qué uno oso? Es el oso de Corbiniano, el fundador de la diócesis de Frisinga. Y se trata de una historia legendaria, aderezada, de nuevo, por parte de Ratzinger, con inspiración agustiniana.

Cuenta la leyenda que un oso despedazó el caballo en que viajaba a Roma San Corbiniano. Este reprendió al oso y le impuso, como castigo, que cargara en sus lomos con el fardo que hasta entonces había llevado el caballo. “Así, el oso tuvo que arrastrar el fardo hasta Roma y sólo allí lo dejó en libertad el santo”.

Y este oso recuerda a Ratzinger las meditaciones que sobre los versículos 22 y 23 del salmo 72 hizo San Agustín. El salmo muestra la situación de necesidad y de sufrimiento que es propia de la fe que deriva del fracaso humano. El salmista entiende que la riqueza y el éxito material son finalmente irrelevantes y que lo importante es saber reconocer lo verdaderamente necesario y portador de salvación: “Cuando mi corazón se exacerba…, estúpido de mí, no comprendía, una bestia era ante ti. Pero a mí que estoy siempre contigo”.

Y explica Ratzinger que en esta frase, al igual que San Agustín, él también se reconocía: “había elegido la vida de estudio y Dios lo había destinado a hacer de «animal de tiro», el bravo buey que tira del carro de Dios en este mundo”.
 
De Múnich a Roma

Un mes después de consagración episcopal, el Papa Pablo VI lo creó cardenal del orden de los presbíteros y le asignaba el título de la Iglesia Santa María Consolatrice in Tiburtina. Tenía 50 años. Y se convertía en uno de los cardenales más jóvenes de la historia reciente. En agosto de 1978 participó en el cónclave que eligió Papa a Juan Pablo I en octubre, tras la muerte repentina de éste, en el cónclave de Juan Pablo II.

Poco más de tres años después, el Papa Wojtyla, que había conocido al teólogo Ratzinger en el Concilio Vaticano II y con quien mantuvo después relación, lo llamaba a Roma como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En febrero de 1982 dejaba definitivamente Baviera y, aunque cumplidos los 75 años, quiso volver a su verde tierra natal, Roma seguía siendo la patria definitiva de quien a sus 42 años se instaló en Ratisbona, convencido de que sería su destino final…
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El teólogo del Papa Juan Pablo II

Desde un primer momento y en progresión continua, Ratzinger se fue ganando la entera confianza del Papa. Fue quizás el más estrecho de sus colaboradores, excepción hecha de su secretario personal. Y creció el teólogo, mientras, para algunos, crecía el estereotipo fácil, la descalificación frívola y hasta la caricatura. Como el tiempo y la verdad ponen a cada uno en su sitio, ya nadie quiere recordar los prejuicios que su figura suscitaba para algunos.

Y su sencillez, su bondad, su capacidad de escucha, su lucidez crecían. Estábamos ante un buen pastor y un grandísimo teólogo.

De él, del teólogo, en el prólogo del libro “Mi vida”, monseñor Angelo Scola, destacaba estos rasgos: la constante referencia a la centralidad de Jesucristo, el “unicum sufficiens”; su teología transida de ensimismamiento de Jesucristo, aprendido de la mirada a Cristo y al crucifijo; la peculiar e intrínseca conexión que establece entre revelación e historia; el íntimo nexo que establece entre teología y santidad; la presentación de la Iglesia como el ámbito de la experiencia cristiana y creyente; la creencia y vivencia de la celebración de la Eucaristía como la mejor y más precisa percepción de la naturaleza del cristianismo; y su posición de abanderado del reto conciliar desde -añado yo- el criterio de la continuidad, que trazó en su memorable discurso, ya como Papa, del 22 de diciembre de 2005 en el cuarenta aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II y que reiteró, incluso creativamente, en las celebraciones de la apertura del Año de la Fe 2012-2012, precisamente año convocado para conmemorar las bodas de oro de la apertura del Concilio Vaticano II.

En sus más de veintitrés años como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Ratzinger ejercitó y vivió plenamente su lema episcopal -”Cooperador de la verdad”- y sirvió con fidelidad y clarividencia a quien -el Papa- está llamado a sostener a los demás en la roca y en la verdad de la fe.
 
La Pascua de 2005

Y en la Pascua de 2005, a este humilde trabajador de la viña del Señor, que siempre y sólo quiso ser teólogo y poder rezar y estudiar en paz e interpretar al piano a Mozart, Bach o Beethoven, la Providencia -a la que siempre ha escuchado y seguido- le convirtió en el primer viñador de esta Viña del Señor que es su Iglesia.

Y el resto de esta historia, mientras él sigue tirando del carro de Dios –hasta ahora (del 19 de abril de 2005 al 28 de febrero de 2013) como el primer tirador-, nos la sabemos todos bien. Le correspondía suceder a un gigante, a Juan Pablo II. Y ni una sombra de complejo le surgió. Que para amar y venerar a Juan Pablo II ya está él también el primero y a quien tuvo el gozo de poder beatificar, en olor de multitudes, el 1 de mayo de 2011.
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En el alba del camino de la Pascua de 2013

Y ha sido dos días antes de comenzar la Cuaresma, de comenzar el camino hacia la Pascua. Fue el lunes 11 de febrero de 2013, a media mañana, pasada las once treinta horas. Benedicto XVI entraba definitivamente en la historia del pontificado romano, del mejor pontificado romano. Y lo hacía con sus casi ochos años previos y con una decisión para la historia.

“Os he convocado a este Consistorio, no sólo para las tres causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia. Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando”.
 
Una mañana para la historia

Pasaban –dicho está ya- las once y media de la mañana del lunes 11 de febrero de 2013. El Papa Benedicto XVI había convocado a los cardenales residentes en Roma a una reunión ordinaria, a un consistorio para el anuncio de nuevas canonizaciones. Anunciadas estas para el 12 de mayo de 2013 y relativas a las causas de una religiosa mexicana y de otra colombiana más ochocientos mártires italianos del siglo XV asesinados por odio a la fe por musulmanes, se produjo la noticia que ha conmocionado al mundo, la inmensa sorpresa, la decisión histórica de la primera renuncia de un Papa desde 1415 y propiamente sin otro precedente, más o menos similar, desde 1294.

Con voz débil y firme, prosiguió el Santo Padre: “Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”.

Los cardenales contenían la respiración. Eran conscientes de estar asistiendo un momento histórico, inédito, único. Radia Vaticana y el Centro Televisivo Vaticano transmitían en directo el acto. El Papa hablaba en latín. “¿Será verdad lo que estamos oyendo?”. No había duda.

Y, como si de una formulación técnica y precisa se tratase, Benedicto XVI añadió: “Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice”.

No había duda: Benedicto XVI renunciaba al ministerio apostólico petrino. El cónclave llamaba a las puertas de la Iglesia.

Y el Papa sabio y humilde, ya a dos meses de cumplir 86 años, concluía sus palabras con este hermosísimo párrafo final: “Queridísimos hermanos, os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos. Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo, y suplicamos a María, su Santa Madre, que asista con su materna bondad a los Padres Cardenales al elegir el nuevo Sumo Pontífice. Por lo que a mí respecta, también en el futuro, quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria”.
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Sorpresa, conmoción, responsabilidad

La noticia presurosa y veloz recorrió los cuatro puntos cardinales. Se desataron los comentarios, las dudas, las preguntas, la expectación. Benedicto XVI entraba definitivamente en la historia –y por la puerta grande- con este gesto de responsabilidad, de libertad y de grandeza.

Dos días después, en la audiencia general de los miércoles, volvió a referirse a su renuncia con estas palabras: “Como sabéis he decidido – gracias por vuestra simpatía –, he decidido renunciar al ministerio que el Señor me ha confiado el 19 de abril de 2005. Lo he hecho con plena libertad por el bien de la Iglesia, tras haber orado durante mucho tiempo y haber examinado mi conciencia ante Dios, muy consciente de la importancia de este acto, pero consciente al mismo tiempo de no estar ya en condiciones de desempeñar el ministerio petrino con la fuerza que éste requiere”.

Y en un nuevo ejercicio de lucidez, de humildad y auténtico sentido de Iglesia y de lo que la Iglesia, añadió también el miércoles 13 de febrero: “Me sostiene y me ilumina la certeza de que la Iglesia es de Cristo, que no dejará de guiarla y cuidarla. Agradezco a todos el amor y la plegaria con que me habéis acompañado. Gracias. En estos días nada fáciles para mí, he sentido casi físicamente la fuerza que me da la oración, el amor de la Iglesia, vuestra oración. Seguid rezando por mí, por la Iglesia, por el próximo Papa. El Señor nos guiará”.
Luminoso y sereno, apacible y firme

Y comenzaron a pasar los años y con el paso del tiempo y de las fatigas, Benedicto XVI se vio con casi 86 años y sintió -¡qué cosa más natural!- mayor y hasta impedido para continuar su misión. Y como acabamos de escribir, por sorpresa, nos dijo “adiós”, “hasta aquí he llegado”… Y lo hizo fiel a su estilo. ¿Qué estilo? Quizás ya no haga falta recordarlo. Pero…

La sencillez, la cercanía junto a su timidez natural y el espíritu de trabajo han sido a lo largo de estos casi ocho años rasgos definitorios de su ministerio. Con paz, con libertad, con fidelidad, sin ruidos, a su propio ritmo -sin prisas, pero sin pausas-, Benedicto XVI ha gobernado con pulso sereno y seguro, condolido y profético, la nave de la Iglesia. Su persona ha emanado dulzura, autoridad y confianza. Su ministerio ha rezumado fidelidad, entrega y clara conciencia de la misión confiada. Y aunque, como ya hemos sugerido, la nave de Pedro ha sido azotada por virulencia hasta inusitada, sobre todo con los casos de pederastia y el Vatileaks, el humilde trabajador de la viña del Señor, ha sido también el eficiente y paciente, el fuerte y frágil, el sabio y prudente timonel de su barca y guardián de su viña.

A lo largo de sus ocho años al frente de la nave de Pedro, Joseph Ratzinger-Benedicto XVI ha sido un magnífico pastor de la Iglesia católica, una referencia segura para las personas de buena voluntad y una personalidad respetada y en creciente prestigio en el conjunto de la sociedad.

Durante estos atrás,  me ha gustado calificar a Benedicto XVI como Papa luminoso y sereno, apacible y firme. En la hora de su despedida, estos cuatro adjetivos recobran, a mi juicio, plena vigencia. Ha sido el Papa de la palabra.  Ha sido y sigue siendo una delicia y una auténtica escuela y fuente de enriquecimiento y hasta de formación permanente leerle y reflexionar sobre sus palabras y pensamientos.

Teólogo y catequeta excepcional, Benedicto XVI ha dado lo mejor de sí mismo en el ejercicio de su magisterio, en admirable fidelidad creativa con el Magisterio de la Iglesia. Además, ha corroborado su magisterio no solo con su indiscutible valía intelectual –propias de un auténtico sabio–, sino también con su talante personal y creyente profundamente religioso, humano y humilde. Humilde, sí, porque la humildad de Benedicto XVI ha sido uno de sus grandes dones y virtudes, ahora ya, al igual que su luminoso magisterio, todo un legado.

El Papa sabio y humilde que ha sido –me cuesta hablar ya en pasado al referirnos a él…–, Benedicto XVI ha sobresalido igualmente por su hondura y afabilidad humana, por su indudable apacibilidad. Hombre y creyente, pues, de paz, de encuentro, de comunión, de diálogo, quienes lo han tratado personalmente han destacado siempre la suma delicadeza de su trato, su capacidad de escucha y el don de la acogida.

Papa firme en tiempos de turbulencias –¡y tantas y tan lamentables como los casos de pederastia, el Vatileaks, polémicas innecesarias como las airadas reacciones tras el discurso de Ratisbona y otras más!­­–, Benedicto XVI ha mantenido firme el pulso y el ritmo de la nave de Pedro. Ha sido valiente, sincero, honesto, claro, audaz. Ha sido en medio de tantas “noches oscuras” testigo de luz y de esperanza. Y, en todos los cargos y servicios en que lo ha ido situando la Providencia, ha custodiado, defendido y difundido la fe católica, la fe de la Iglesia, con toda su sabiduría, con todas sus fuerzas, con toda su apacible y firme –valga la redundancia- firmeza y con todo el sentido y la conciencia de la responsabilidad.
 

Y es que Joseph Ratzinger-Benedicto XVI ha sido y  sigue siendo un hombre de Pascua y de espera de la Pascua. Porque -de nuevo, con sus palabras, “cuanto más lo pienso, tanto más me parece la característica esencial de nuestra existencia humana: esperar todavía la Pascua y no estar aún en la luz plena, pero encaminarnos confiadamente a ella”.

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