miércoles, 9 de enero de 2013

La Lectura de la Palabra de Dios en el Pueblo Católico

 


Mons. José Francisco González González, Obispo Auxiliar de Guadalajara, nos explica como la lectura de la Palabra de Dios contenida en la Biblia, por parte del pueblo cristiano, ha tenido sus altibajos a lo largo de la Historia de la Iglesia. Dios ha ofrecido su Palabra para que su pueblo tenga vida eterna (Cf. Jn 6,68). Sin embargo, de la misma manera que ha habido épocas en las cuales los cristianos han mostrado verdadera sed y hambre de alimentarse e hidratarse de la Palabra Divina, han existido otras de alejamiento y sordera ante, por ejemplo, las palabras del Profeta Amós, quien anunciaba: «He aquí que vienen días – declara el Señor Dios- en que enviaré hambre sobre la Tierra; no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír las Palabras del Señor» (8,11).
Hay, en efecto, un Documento del Concilio Vaticano II, el último en ser aprobado de los 16 que se firmaron en esas sesiones conciliares, en el cual se declara que «todos los fieles han de tener fácil acceso a las Escrituras» (Dei Verbum 22). Con todo, como queda dicho, en el transcurso de estos veintiún siglos de Historia de la Iglesia de Cristo han existido períodos de acercamiento y aprecio a la lectura de la Palabra de Dios, así como de descuido e incluso de prohibición para acercarse a la Biblia.

Siglos I-XII: Lectura frecuente
 

En esta época, la fuente directa donde se alimentaba el pueblo para su vivencia cristiana era la Biblia. Había un gran conocimiento de la Palabra Divina en el contacto fresco de la liturgia, la predicación y la catequesis, que eran sustancialmente bíblicas. Basta leer cualquier sermón apostólico o de los Padres de la Iglesia para percatarse de ello. La Teología no se basaba, en aquellos tiempos, en esquemas preconcebidos, sino que consistía en la explicación de la Lectio divina, o en la meditación de la Sacra pagina.
A guisa de ejemplo, existe una Carta de San Jerónimo a Eustoquia, hija de Santa Paula (PL 22, 404), en la que el Santo Patrono de los Estudios Bíblicos asienta: «Lee con frecuencia y aprende lo mejor que puedas. Que te venga el sueño mientras tengas el códice en tus manos (hoy la Televisión ha desbancado a la lectura de la Biblia), y que la página sagrada reciba tu rostro vencido por el sueño». También San Gregorio Magno señala: «La Escritura Sagrada es nuestro alimento y nuestra vida» (PL 76, 886).
La Biblia constituía entonces, una fuente directa donde se alimentaba la vida cristiana.
 
Siglos XII-XVI: Alejamiento paulatino
 

Durante este lapso se da, por un lado, el aprecio y la cercanía a la Palabra, pero también comienza a aparecer una serie de advertencias y cautelas eclesiásticas en torno a la lectura de la Biblia. Respecto a la difusión, baste anotar que en Basilea (Suiza), en un período de 50 años (1450-1500) se hicieron 18 ediciones de la Biblia. Había una fuerte preocupación de divulgar la Biblia entre el pueblo cristiano.
Empero, fue registrándose, al mismo tiempo, un paulatino alejamiento, debido, entre otras razones, al analfabetismo, la ignorancia de la lengua latina (la Eucaristía se celebraba en este idioma) y a las eventuales prohibiciones de su lectura por tergiversadas interpretaciones.
Hay una Carta del Obispo de Metz (año 1199), dirigida al Papa Inocencio III, en la que el Prelado acusa a un grupo de fieles laicos que en secreto se juntaban a leer una traducción francesa de la Biblia, comentaban entre sí los textos bíblicos y aprovechaban para criticar a los sacerdotes. El Papa respondió a la misiva e invitó a esos laicos a no usurpar el oficio de los predicadores de la Palabra, aunque sin prohibirles la lectura de la Biblia. A su vez, el Concilio Provincial de Oxford (1408), que responde de manera reactiva al movimiento cismático de Wiclef (Siglo XIV), sí prohíbe expresamente toda traducción de la Biblia no aprobada oficialmente.
Y también se promulgan restricciones a través de Leyes del Estado de Cataluña, en España, (Siglo XVI), las cuales impiden, a los que profesan la religión, tener consigo una versión de la Biblia.

Siglos XVI-XIX: Abandono práctico
 

Como reacción contraria al hecho del alejamiento del cristiano de la lectura de la Palabra de Dios, aunado a una serie de tradiciones eclesiásticas deformadas, los llamados Reformadores habrían de colocar como centro y esencia de su fe lo contenido en los textos bíblicos. Por ende, dictaminaron que no se necesitaba el papel explicativo de la Tradición ni de ninguna autoridad eclesiástica para su interpretación, y a partir de estas premisas procuraron poner una Biblia al alcance de todos los fieles que quisieran acercarse a ella. Martín Lutero, el reformista mayor, incluso tradujo la Biblia al alemán, en tanto que una traducción al español la harían unos monjes jerónimos que se habían adherido al protestantismo; ellos fueron Casidoro de Reina (1569) y Cipriano de Valera (1602), y es la traducción que se conoce como “Reina-Valera”.
Ante esta confusión, el Concilio de Trento no impulsó la lectura privada o particular de la Sagrada Escritura, sino al contrario, desde 1559 hasta 1756, prohibió la impresión, posesión y lectura de la Biblia en lengua vulgar y sin un permiso expreso. Años después, se levantaría la prohibición, pero sólo se permitían las traducciones aprobadas por las autoridades eclesiásticas y con las debidas notas explicativas (más o menos como la Biblia de Jerusalén). Sin embargo, la Eucaristía se celebraba aún en latín y la palabra evangélica obviamente no era entendida por el pueblo cristiano. Se multiplicaron, no obstante, a manera de compensación, los actos piadosos populares y el rezo de novenas y devociones.

Siglos XX-XXI: Vuelta a la Escritura
 

Un personaje providencial para iniciar el retorno del pueblo católico a la lectura y al estudio de la Biblia fue el Fraile Dominico francés Marie Joseph Lagrange, Fundador de L’Ècole Biblique, de Jerusalén (1890), y del Pontificio Instituto Bíblico en Roma (1909), quien publicó, entre otros estudios, una obra crítica fundamental para la comprensión de la Biblia.
Con todo, desde el punto de vista documental, hay otros escritos importantes en la apertura moderna católica para el estudio científico de la Biblia (antes, este campo estaba preponderantemente en manos de los estudiosos protestantes). Un primer documento fue del Papa León XIII (de quien está celebrándose el Bicentenario de su Nacimiento), Providentissimus Deus (1903); y otro, a 40 años de distancia, el firmado por Pío XII, Divino afflante Spiritu (1943).
A partir de entonces, se inició un movimiento de vuelta a la lectura de la Escritura que llegaría a su clímax en el Concilio Vaticano II (1962-1965), particularmente con la Constitución Dogmática Dei Verbum. Ahí se lee: “La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras, al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo” (N. 21). También ahí se asevera que todos los fieles han de tener fácil acceso a las Escrituras (N. 22).
Además, señala que la Iglesia se esfuerza en acercarse, día a día, a la más profunda inteligencia de las Sagradas Escrituras (N. 23), y añade que es necesario que todos los clérigos, diáconos, catequistas, se sumerjan en las Escrituras con asidua lectura y con estudio diligente para que ninguno de ellos resulte predicador vacío y superfluo de la Palabra de Dios (N. 25). Finalmente, en su Epílogo, este documento conciliar exhorta a que la Palabra de Dios se difunda y resplandezca, y el tesoro de la Revelación llene más y más los corazones de los hombres.

adelantos evidentes y tareas pendientes
 

Todo este movimiento de renovación eclesial que comenzó a gestarse desde los inicios del Siglo XX, hoy comienza a dejar ver sus frutos. En las Parroquias es cada vez más natural encontrar Escuelas y Cursos Bíblicos; los niños y los adolescentes son catequizados con textos y manuales que hacen mayor uso de la Biblia; la predicación en las Misas, ya celebradas en lengua común, particularmente las dominicales, gira en torno a las tres Lecturas, esmeradamente seleccionadas y con un mismo hilo conductor, etc. Se ha avanzado mucho, ciertamente, pero aún falta más por caminar.
Por otra parte, cabe recalcar que la lectura de la Biblia debe tener tres características: Inteligente (Cf. DV 8.12.23); Creyente, con cuatro dimensiones: Espiritual, Cristocéntrica, Eclesial y Orante (Cf. DV 10.12-13.25), y Actualizada e Inculturizada (Cf. DV 8.12.21).
¡Que bello sería si en el seno de todas las familias católicas los mismos padres se reunieran con sus hijos para, juntos, leer, meditar y aplicar a la vida la Palabra de Dios!
¡Cuánto se purificaría nuestra Iglesia si todos los bautizados habláramos, dialogáramos y discutiéramos aspectos de la vida comunitaria eclesial y familiar, teniendo como guía la Luz de la Palabra Divina!
¡Cómo se fortalecería nuestra Iglesia si la lectura asidua de la Palabra nos impulsara a llevar tal tesoro (la Misión) a otros ambientes, a otras personas, que desean ser enriquecidas!

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