Sabemos que al final de su vida Edith Stein va a exhibir una preocupación
constante por aquellos temas que hacen a la estructura de la persona humana y
su relación con la mística. Si bien sus inicios intelectuales se remontan a la
fenomenología de Husserl y a la psicología, contribuyendo en este sentido a una
crítica del psicologismo imperante a través de su concepto de empatía. Sin
embargo su búsqueda incesante de la verdad filosófica la llevará a la cumbre de
la verdad mística. Justamente en la
“Ciencia de la cruz”, última obra escrita por la autora entre los años
1940-1942, se encuentra condensada toda su búsqueda intelectual y espiritual,
donde la relación entre Dios y el alma pasa
a convertirse en el objeto central de atención de la Santa. Edith nos dejará de esta forma una
descripción filosófica brillante sobre esta “vida del alma y sus potencias en relación con
Dios”, mediante la aplicación del método fenomenológico que ella conjuga de
manera admirable con la metafísica tomista y con los dogmas de Fe.
Adentrándonos en el tema en cuestión, Edith Stein entiende la
conciencia moral dentro de la perspectiva de la metafísica clásica, en este
sentido no escapa de entenderla como un principio perteneciente a la misma
naturaleza humana (excluyendo de esta forma todo constructivismo y colectivismo
de la conciencia), la cual va a actuar
en el hombre conforme a un fin universal, pues naturaleza y fin se corresponden
en las creaturas creadas. Aún así esta
conciencia, sin dejar de ser un principio objetivo, va a tener para Edith una
función personalísima, única y original: la configuración del ser propio. Podríamos decir entonces que la conciencia
moral va a ser la encargada de salvaguardar la concreción del fin universal de
la naturaleza humana -que nosotros por revelación sabemos que es la
bienaventuranza de la vida eterna- pero en una línea exclusivamente personal, permitiéndonos
entonces: “obtener un criterio por el
cual la voluntad puede orientarse para acometer la tarea de la autoconfiguración”[1].
El hombre tiene por tanto la obligación moral de formarse a sí mismo siguiendo las
voces que le llegan desde su conciencia.
Edith Stein lo expresa con las
siguientes palabras:
“El hombre debe “tenerse a si mismo bajo las riendas, a fin de configurar libremente los actos puntuales de su vida y de esa manera
también su modo de ser permanente, es patente que para ello debe actuar
conforme a un principio”[2]
Este formarse
a sí mismo es para la Santa producto de la decisión libre de la persona y ella
misma lo identifica con el carácter, efectivamente: “Todo el desarrollo del cuerpo, todo el adiestramiento de los sentidos,
todo lo que se denomina formación del espíritu y del carácter, tiene aquí su
lugar propio”[3].
Esto nos permite entrever hasta que punto la educación del carácter como
‘modo de ser permanente’, o como ‘proceso de autoconfiguración personal’, que
se constituye a través de los hábitos en una “segunda naturaleza”, necesita de
una conciencia moral educada, fortalecida y recta. Pues lo que uno debe ser, la
autoconfiguración, es algo que esta inscripto en la propia naturaleza humana
aunque de manera potencial. La función del yo, bajo la guía de su conciencia, será
actualizar de manera única y original lo que ya esta dado virtualmente. La
máxima socrática ‘sé lo que eres’, es decir sé en acto lo que ya eres en
potencia, constituye la justa medida de este ‘deber ser’ del hombre. En otras
palabras la actualización de la propia potencialidad no es otra cosa para Edith
que el despliegue del ‘ser propio’. En esa actualización y en ese despliegue se
va configurando la persona y el carácter como un modo de ser permanente. Lamentablemente
muchas de las patologías con los cuales nos encontramos en este tiempo tienen
aquí su raíz: en una falta de formación de la voluntad para que el yo pueda asumir las riendas de su sí
mismo, lo que falla entonces es la función de la conciencia moral, y unida a ella la vida del espíritu en
toda su integridad.
Ahora bien, esta
conciencia moral va a ocupar un lugar determinado dentro de la estructura
ontológica de la persona. Edith Stein se va a ocupar de esclarecer su posición
en el interjuego de las potencias del
alma y en su relación con la vida yo. Al respecto ella misma nos dice:
“El
punto central del alma es el lugar en el cual se dejan oír las voces de la conciencia y
el lugar de las libres decisiones personales”[4]
“La función del alma con la que
oímos esa llamada, y que aprueba o reprueba nuestros actos cuando ya han tenido
lugar, o incluso mientras los estamos efectuando, recibe el nombre de conciencia
moral”[5]
Consecuentemente
Sor Benedicta va a entender la conciencia moral como una función del alma
espiritual, ella pertenece exclusivamente a la vida del espíritu, su lugar se
encuentra en el centro del alma. Por eso Edith nos alerta que en esta tarea de
autoconfiguración personal uno debe oír las voces que se hallan en su interior,
es decir los llamados insistentes que nuestra conciencia nos hace desde el
fondo de vuestra alma. La conciencia
moral se ubica así en el estrato mas profundo de la persona, entendiendo
por “profundidad” aquello que es más espiritual
en el hombre, y adquiriendo allí un papel fundamental para entender la dinámica
propia del alma en su vida interior y en su comercio con las cosas del mundo. En ‘Ser finito y Ser eterno’ Edith lo expresará
contundentemente:
“La conciencia
revela cómo los actos están arraigados en la profundidad del alma, y retiene al
yo- a pesar de su libre movilidad- en esta profundidad: la voz que sale de lo
profundo lo llama sin cesar a su lugar para responder allí de su acción y para
comprender lo que produjo su acción, porque los actos dejan sus huellas en el
alma: en seguida el alma se encuentra en un estado diferente del anterior”[6]
La conciencia
moral tendrá por lo tanto una función primordial: ella será la encargada de
atraer al yo hacia lo hondo, hacia el centro. Cabe aclarar aquí que para Edith
el yo no se identifica ni con el alma ni con el espíritu. Podríamos
decir que Sor Benedicta piensa el alma espiritual desde una estructura topográfica,
como estratos diferenciados, en ella podemos encontrar diferentes lugares o
moradas, retomando así la imagen del alma como un castillo. El yo puede habitar
entonces en la profundidad del alma o en la superficie, identificándose éste con
“la persona libre y espiritual, cuya vida
son los actos intencionales”[7];
mientras que “el hombre con todas sus
capacidades corporales y anímicas es el sí mismo que tengo que formar”[8].
El yo, por lo tanto, tiene un sentido espiritual, y accedemos a él a través de
la vivencia, su vida son los actos intencionales. Las cosas pueden de esta
manera penetrar y/o salir del alma, ya que ésta posee una especialidad
interior, es decir una extensión capaz de ser llenada. Justamente en el inter-juego
entre el yo y el alma va a tener lugar la acción de la conciencia: ‘atrayendo
al yo y reteniéndolo en lo profundo’. Aquí el yo deberá dar cuenta de lo que
hizo con lo que se le concedió, deberá también compadecer ante su propio
tribunal interior respondiendo sobre su obrar,
pues sus actos no son indiferentes para la vida del alma. La conciencia
moral tendrá así la función de salvaguardar ese orden intrínseco del alma, el
cual es posible solamente en tanto que el yo viva, respire, y piense desde la
interioridad del ser personal, solamente desde allí es posible para Edith un
recto entendimiento con el mundo. En otras palabras, solo habitando en lo
profundo – dirá Edith- el yo puede experimentar su propia fuerza como recogida
en si; vive, además, en el fundamento de su ser, estando de veras en su casa y
en su domicilio[9].
La función del yo será entonces movilizar sus recursos para hacer frente a los
contenidos que le vienen de afuera, y de esta forma evitar ser arrastrado por
ellos, siendo este naufragar del yo en lo extrínseco y superficial un peligro
mortal para la vida del alma. Así, mientras más en la interioridad habite el
yo, mayor posesión de sí y mayor libertad frente a aquello que no le es propio.
He aquí la dignidad más alta del ser personal y espiritual libre, en donde la
persona no resulta jamás constreñida por lo que entra de afuera. No vive
tampoco en la agitación y preocupación por las cosas del mundo; sino que,
haciendo uso de su fuerza y de su razón, puede desenredar con inteligencia que
actitud tiene que tomar y orientar libremente sus fuerzas en la dirección
elegida.
Muy distinta, en cambio, es para la Santa la situación
en la cual el yo habita en la superficie, aquí la persona no penetra jamás en
la hondura de los hechos ni puede captar el sentido último de los acontecimientos:
sus razones eternas. Vive, además, en la inconsistencia de lo transitorio, de
lo contingente que lo arrastra en el suceder sin fin de las situaciones. Edith
nos advierte al respecto:
“ Pero pocos
hombres viven de manera tan recogida. En
la mayor parte el yo se sitúa más bien en la superficie; sin duda, si le sucede
ser profundamente impresionado por sucesos importantes y atraído a la
profundidad, entonces trata de responder al acontecimiento con una conducta
conveniente, pero después de un tiempo más o menos largo vuelve a la
superficie. ”[10]
‘Se dan pocos hombres que viven de manera tan
recogida’, vale decir: la vida contemplativa es hoy un tesoro de difícil hallazgo.
La mayoría de los hombres, en cambio,
viven en la superficie. Algún acontecimiento puede, no obstante, llevarlos
esporádicamente de nuevo a la hondura, pero su permanencia allí es inestable,
pues rápidamente son seducidos por las potencias de este mundo: la
concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la
vida. El hombre en este caso vivirá desarraigado, sin puntos de referencia,
falto de estabilidad y ataduras. Fácilmente la vida pasará a identificarse para
él con el movimiento, he aquí el origen de todos los vitalismos y activismos
con extraordinaria vigencia en nuestra cultura. El yo pues, zarandeado por mil
sucesos que lo arrastran, no será más que un “pobre yo”, un vasallo de los
tiempos y de las modas de turno, un yo sin hogar, porque su morada está en lo
profundo. Vivirá además una vida
falsificada, es decir una vida que no es
la suya propia sino la vida de otros. Frente
a este estado de cosas – insistirá Edith- la función de la conciencia moral será ligar
otra vez el yo a lo íntimo. La conciencia moral habita pues en este “centro del
alma”, llamado también: “ápice del alma”, “chispa del espíritu”, y desde allí
hará oír su voz al yo atándolo de nuevo hacia la hondura. Este fondo del alma
será también por excelencia el lugar de la escucha del yo. Escucha que significa obediencia del yo a la
palabra que le es dada oír. La primera actividad del Yo será entonces escuchar:
el hombre debe ser un auscultador; mientras que la segunda actividad será
obedecer: ‘Habla Señor que tu siervo escucha’, dice Samuel. No pocas veces
sucede que en el mundo ‘no hay nada que escuchar’, entonces se hace muy difícil
tener que obedecer. Porque la escucha y la obediencia son la respuesta natural
del hombre frente a la verdad, y toda verdad siempre viene del Espíritu Santo.
El yo, por consiguiente, esta llamado a obedecer los llamados que le realiza su
propia conciencia iluminada por el Espíritu Santo, aquí la conciencia moral
natural se une con la conciencia mística. En definitiva podríamos pensar esta
conciencia – la moral y la mística- como
la figura del centinela del alma, es decir como la encargada de custodiar que
lo que penetre en el alma no sea contrario a su propia naturaleza y fin eterno.
Consecuentemente podríamos también entender la enfermedad psíquica y/o
espiritual como un ocultamiento o silenciamiento de las voces de nuestra
conciencia moral, ya sea como consecuencia del pecado o de las pasiones
desordenadas, esto podría suceder cuando falta el recogimiento adecuado, o
cuando se vive permanente en la superficie, entonces las voces de la conciencia
son acalladas por las voces del mundo actuando en sentido centrifugo para la
vida del yo.
Finalmente
nos quedaría decir alguna palabra con respecto a la misión de la mujer en el
contexto de la cultura contemporánea. En este sentido Edith Stein ha sido una
de las pioneras en plantearse el tema de la especificidad de la naturaleza
femenina, siendo la temática de la mujer y de su vocación eterna una constante de
su pensamiento. En efecto, para Santa Teresa Benedicta de la Cruz, la presencia
de una naturaleza femenina nos remite necesariamente a la existencia de un alma
femenina, en tanto que el alma es principio especificador de todo el ser
humano, es ‘forma corporis’. Esto significa la posibilidad de entender la
antropología desde una mirada dual, lo que le permitirá a la Santa elucidar
distintas vocaciones tanto para el hombre como para la mujer, cuyo raigambre
metafísico lo encontraremos en la idiosincrasia propia de cada alma como
principio especificador del cuerpo. Edith va a intentar entonces responder en
qué consiste este llamado propio y peculiar de la mujer, y partiendo de la
fisiología femenina primero, para elevarse al plano de la mística después, ella
descubrirá en la ‘maternidad espiritual’ aquella llamada irrevocable de la
naturaleza en la cual la mujer deberá autoconfigurarse en la línea de su
designio eterno, en efecto Edith nos dice:
"Como configuración anímica de la mujer he destacado la maternidad. No
está vinculada a la maternidad corporal. No debemos separamos de esta
maternidad estemos donde estemos. La enfermedad de la época se debe a que ya no
hay maternidad"[11].
Vemos
entonces como toda mujer para Edith está llamada a encarnar esta configuración
anímica de la maternidad en cualquiera de las labores o profesiones donde se
halle. La Santa de esta manera se opone a todo exclusivismo de la maternidad
biológica defendido por ciertas ideologías materialistas. Pues aunque aquélla
sea ciertamente importante para la continuación de la especie, no todas las
mujeres están llamadas a vivir esta maternidad: ‘en cambio todas las mujeres estamos
llamadas a ser madres espirituales: las casadas y las vírgenes’. La maternidad
espiritual se erige así en el destino propio y más elevado de la mujer, en
donde ella encontrará su autoconfiguración y la realización plena de su sí
mismo, siendo la vocación común tanto de la casada como de la virgen, pues
ambas deben realizar esta especificidad que dimana de la fuente de su principio
metafísico y que corresponde a la imagen eterna que Dios ha sellado en su alma.
Posteriormente Edith desarrollará la figura de la Virgen-Madre, en donde la
entrega amorosa, el desasimiento y la virginidad del alma serán sus notas
esenciales, así lo expresa la misma autora:
“ Esta virginidad del alma puede también
poseerla la mujer que es esposa y madre: ciertamente, solo por esta virginidad puede cumplir ella su
tarea: el amor servicial, que no es sumisión esclava ni autoafirmación del propio
yo, solo puede manar de esta fuente"[12]
En síntesis la maternidad espiritual, como aquel estado de pureza
y castidad del alma a través del cual la mujer engendra a la humanidad desde la
gratuidad del Amor Divino, es la esencia tanto de la virgen como de la casada. La
mujer se convierte de esta manera en un
acto de ofrenda agradable al Padre
engendrando hijos espirituales para el Reino. Juan Pablo II, en su carta ‘Mulieris
dignitatem’ subraya este mismo aspecto, él mismo nos lo dice:
‘Si la dignidad de la mujer testimonia el amor, que ella recibe para
amar a su vez, el paradigma bíblico de la "mujer" parece desvelar
también cuál es el verdadero orden del
amor que constituye la vocación
de la mujer misma. Se trata aquí de la vocación en su significado fundamental,
-podríamos decir universal- que se concreta y se expresa después en las
múltiples vocaciones de la mujer, tanto en la Iglesia como en el mundo. La
fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial el hombre,
es decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos
y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer -sobre todo en razón de su femineidad- y ello
decide principalmente su vocación”[13]
El
alma femenina no puede vivir entonces sin esta especial referencia a la hondura
que la hace un ser habitable para el acogimiento materno y para el servicio.
Este brindarse virginal y materno no sería entonces una elección sino un
dinamismo ontológico de la propia naturaleza femenina. Así la mujer, desde su propia interioridad,
acoge al otro en su seno materno para cuidarlo y conservarlo. Pues nada
encontramos en la mujer de fructífero y fecundo que no pase previamente por su
corazón de madre. Su ser brilla, su fuerza irradia, cuando la mujer se entrega
en esta tarea, cuando hace de su alma un lugar de acogida para otros. El “Hágase”
de la Virgen es signo de esta especial vocación al acogimiento.
Por último propongo entender en esta línea el deber
trascendental que la mujer está llamada a cumplir desde lo profundo de su
designio metafísico y teológico en la cultura contemporánea: devolverle a un
una sociedad enferma y herida por el olvido de su Creador la mirada amorosa de
un corazón de Madre.
Muchas gracias
[1] Stein Edith (1998); La estructura de la persona humana;
Biblioteca de autores cristianos; Madrid; p.166
[2] Stein Edith (1998); La estructura de la persona humana;
Biblioteca de autorescristianos; Madrid; p.164
[3] Stein Edith (1998); La estructura de la persona humana;
Biblioteca de autorescristianos; Madrid; p.150
[5] Stein Edith(1998); La
estructura de la persona humana; Biblioteca de autores cristianos; Madrid; p.165
[6] Stein Edith (1994); Ser
finito y ser eterno; Fondo de cultura económica; México; p. 455
[7] Stein Edith (1998); La estructura de la persona humana;
Biblioteca de autores cristianos; Madrid; p.150
[8] Stein Edith (1998); La estructura de la persona humana;
Biblioteca de autores cristianos; Madrid; p.150
[9] Stein Edith ( 1994); Ser finito y ser eterno; Fondo de cultura
económica; México, p. 431
[10] Stein Edith ( 1994); Ser finito y ser eterno; Fondo de cultura económica; México, p. 453
[12] Edith Stein ( 1998); La mujer: su papel según la naturaleza y la
gracia, Editorial Palabra, Madrid, p 259
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