viernes, 14 de septiembre de 2012

La conciencia moral en Edith Stein y la vocación de la mujer en la cultura contemporánea.



 

Sabemos que al final de su vida Edith Stein va a exhibir una preocupación constante por aquellos temas que hacen a la estructura de la persona humana y su relación con la mística. Si bien sus inicios intelectuales se remontan a la fenomenología de Husserl y a la psicología, contribuyendo en este sentido a una crítica del psicologismo imperante a través de su concepto de empatía. Sin embargo su búsqueda incesante de la verdad filosófica la llevará a la cumbre de la verdad mística. Justamente  en la “Ciencia de la cruz”, última obra escrita por la autora entre los años 1940-1942, se encuentra condensada toda su búsqueda intelectual y espiritual, donde la relación entre  Dios y el alma pasa a convertirse en el objeto central de atención de la Santa.  Edith nos dejará de esta forma una descripción filosófica brillante sobre esta  “vida del alma y sus potencias en relación con Dios”, mediante la aplicación del método fenomenológico que ella conjuga de manera admirable con la metafísica tomista y con los dogmas de Fe.
Adentrándonos en el tema en cuestión, Edith Stein entiende la conciencia moral dentro de la perspectiva de la metafísica clásica, en este sentido no escapa de entenderla como un principio perteneciente a la misma naturaleza humana (excluyendo de esta forma todo constructivismo y colectivismo de la conciencia),  la cual va a actuar en el hombre conforme a un fin universal, pues naturaleza y fin se corresponden en las creaturas creadas.  Aún así esta conciencia, sin dejar de ser un principio objetivo, va a tener para Edith una función personalísima, única y original: la configuración del ser propio.  Podríamos decir entonces que la conciencia moral va a ser la encargada de salvaguardar la concreción del fin universal de la naturaleza humana -que nosotros por revelación sabemos que es la bienaventuranza de la vida eterna- pero en una línea exclusivamente personal, permitiéndonos entonces: “obtener un criterio por el cual la voluntad puede orientarse para acometer la tarea de la autoconfiguración[1]. El hombre tiene por tanto la obligación moral de formarse a sí mismo siguiendo las voces que le llegan  desde su conciencia.  Edith Stein lo expresa con las siguientes  palabras:

              El hombre debe “tenerse a si mismo  bajo las riendas, a fin de configurar  libremente  los actos puntuales de su vida y de esa manera también su modo de ser permanente, es patente que para ello debe actuar conforme a un principio[2]


              Este formarse a sí mismo es para la Santa producto de la decisión libre de la persona y ella misma lo identifica con el carácter, efectivamente: “Todo el desarrollo del cuerpo, todo el adiestramiento de los sentidos, todo lo que se denomina formación del espíritu y del carácter, tiene aquí su lugar propio”[3]. Esto nos permite entrever hasta que punto la educación del carácter como ‘modo de ser permanente’, o como ‘proceso de autoconfiguración personal’, que se constituye a través de los hábitos en una “segunda naturaleza”, necesita de una conciencia moral educada, fortalecida y recta. Pues lo que uno debe ser, la autoconfiguración, es algo que esta inscripto en la propia naturaleza humana aunque de manera potencial. La función del yo, bajo la guía de su conciencia, será actualizar de manera única y original lo que ya esta dado virtualmente. La máxima socrática ‘sé lo que eres’, es decir sé en acto lo que ya eres en potencia, constituye la justa medida de este ‘deber ser’ del hombre. En otras palabras la actualización de la propia potencialidad no es otra cosa para Edith que el despliegue del ‘ser propio’. En esa actualización y en ese despliegue se va configurando la persona y el carácter como un modo de ser permanente. Lamentablemente muchas de las patologías con los cuales nos encontramos en este tiempo tienen aquí su raíz: en una falta de formación de la voluntad  para que el yo pueda asumir las riendas de su sí mismo, lo que falla entonces es la función de la conciencia  moral, y unida a ella la vida del espíritu en toda su integridad.
            Ahora bien, esta conciencia moral va a ocupar un lugar determinado dentro de la estructura ontológica de la persona. Edith Stein se va a ocupar de esclarecer su posición en el interjuego  de las potencias del alma y en su relación con la vida yo. Al respecto ella misma nos dice:

                El punto central del alma es el lugar en el  cual se dejan oír las voces de la conciencia y el lugar de las libres decisiones personales”[4]

               “La función del alma con la que oímos esa llamada, y que aprueba o reprueba nuestros actos cuando ya han tenido lugar, o incluso mientras los estamos efectuando, recibe el nombre de conciencia moral”[5]
Consecuentemente Sor Benedicta va a entender la conciencia moral como una función del alma espiritual, ella pertenece exclusivamente a la vida del espíritu, su lugar se encuentra en el centro del alma. Por eso Edith nos alerta que en esta tarea de autoconfiguración personal uno debe oír las voces que se hallan en su interior, es decir los llamados insistentes que nuestra conciencia nos hace desde el fondo de vuestra alma. La conciencia  moral se ubica así en el estrato mas profundo de la persona, entendiendo por “profundidad”  aquello que es más espiritual en el hombre, y adquiriendo allí un papel fundamental para entender la dinámica propia del alma en su vida interior y en su comercio con las cosas del mundo.  En ‘Ser finito y Ser eterno’ Edith lo expresará contundentemente:  

“La conciencia revela cómo los actos están arraigados en la profundidad del alma, y retiene al yo- a pesar de su libre movilidad- en esta profundidad: la voz que sale de lo profundo lo llama sin cesar a su lugar para responder allí de su acción y para comprender lo que produjo su acción, porque los actos dejan sus huellas en el alma: en seguida el alma se encuentra en un estado diferente del anterior”[6]

                La conciencia moral tendrá por lo tanto una función primordial: ella será la encargada de atraer al yo hacia lo hondo, hacia el centro. Cabe aclarar aquí que para Edith el yo no se identifica ni con el alma ni con el espíritu.  Podríamos  decir que Sor Benedicta piensa el alma espiritual desde una estructura topográfica, como estratos diferenciados, en ella podemos encontrar diferentes lugares o moradas, retomando así la imagen del alma como un castillo. El yo puede habitar entonces en la profundidad del alma o en la superficie, identificándose éste con “la persona libre y espiritual, cuya vida son los actos intencionales”[7]; mientras que “el hombre con todas sus capacidades corporales y anímicas es el sí mismo que tengo que formar[8]. El yo, por lo tanto, tiene un sentido espiritual, y accedemos a él a través de la vivencia, su vida son los actos intencionales. Las cosas pueden de esta manera penetrar y/o salir del alma, ya que ésta posee una especialidad interior, es decir una extensión capaz de ser llenada. Justamente en el inter-juego entre el yo y el alma va a tener lugar la acción de la conciencia: ‘atrayendo al yo y reteniéndolo en lo profundo’. Aquí el yo deberá dar cuenta de lo que hizo con lo que se le concedió, deberá también compadecer ante su propio tribunal interior respondiendo sobre su obrar,  pues sus actos no son indiferentes para la vida del alma. La conciencia moral tendrá así la función de salvaguardar ese orden intrínseco del alma, el cual es posible solamente en tanto que el yo viva, respire, y piense desde la interioridad del ser personal, solamente desde allí es posible para Edith un recto entendimiento con el mundo. En otras palabras, solo habitando en lo profundo – dirá Edith- el yo puede experimentar su propia fuerza como recogida en si; vive, además, en el fundamento de su ser, estando de veras en su casa y en su domicilio[9]. La función del yo será entonces movilizar sus recursos para hacer frente a los contenidos que le vienen de afuera, y de esta forma evitar ser arrastrado por ellos, siendo este naufragar del yo en lo extrínseco y superficial un peligro mortal para la vida del alma. Así, mientras más en la interioridad habite el yo, mayor posesión de sí y mayor libertad frente a aquello que no le es propio. He aquí la dignidad más alta del ser personal y espiritual libre, en donde la persona no resulta jamás constreñida por lo que entra de afuera. No vive tampoco en la agitación y preocupación por las cosas del mundo; sino que, haciendo uso de su fuerza y de su razón, puede desenredar con inteligencia que actitud tiene que tomar y orientar libremente sus fuerzas en la dirección elegida.

Muy distinta, en cambio, es para la Santa la situación en la cual el yo habita en la superficie, aquí la persona no penetra jamás en la hondura de los hechos ni puede captar el sentido último de los acontecimientos: sus razones eternas. Vive, además, en la inconsistencia de lo transitorio, de lo contingente que lo arrastra en el suceder sin fin de las situaciones. Edith nos advierte al respecto:

“ Pero pocos hombres  viven de manera tan recogida. En la mayor parte el yo se sitúa más bien en la superficie; sin duda, si le sucede ser profundamente impresionado por sucesos importantes y atraído a la profundidad, entonces trata de responder al acontecimiento con una conducta conveniente, pero después de un tiempo más o menos largo vuelve a la superficie. [10]

               ‘Se dan pocos hombres que viven de manera tan recogida’, vale decir: la vida contemplativa es hoy un tesoro de difícil hallazgo. La  mayoría de los hombres, en cambio, viven en la superficie. Algún acontecimiento puede, no obstante, llevarlos esporádicamente de nuevo a la hondura, pero su permanencia allí es inestable, pues rápidamente son seducidos por las potencias de este mundo: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. El hombre en este caso vivirá desarraigado, sin puntos de referencia, falto de estabilidad y ataduras. Fácilmente la vida pasará a identificarse para él con el movimiento, he aquí el origen de todos los vitalismos y activismos con extraordinaria vigencia en nuestra cultura. El yo pues, zarandeado por mil sucesos que lo arrastran, no será más que un “pobre yo”, un vasallo de los tiempos y de las modas de turno, un yo sin hogar, porque su morada está en lo profundo.  Vivirá además una vida falsificada, es decir  una vida que no es la suya propia sino la vida de otros.  Frente a este estado de cosas – insistirá Edith-  la función de la conciencia moral será ligar otra vez el yo a lo íntimo. La conciencia moral habita pues en este “centro del alma”, llamado también: “ápice del alma”, “chispa del espíritu”, y desde allí hará oír su voz al yo atándolo de nuevo hacia la hondura. Este fondo del alma será también por excelencia el lugar de la escucha del yo.  Escucha que significa obediencia del yo a la palabra que le es dada oír. La primera actividad del Yo será entonces escuchar: el hombre debe ser un auscultador; mientras que la segunda actividad será obedecer: ‘Habla Señor que tu siervo escucha’, dice Samuel. No pocas veces sucede que en el mundo ‘no hay nada que escuchar’, entonces se hace muy difícil tener que obedecer. Porque la escucha y la obediencia son la respuesta natural del hombre frente a la verdad, y toda verdad siempre viene del Espíritu Santo. El yo, por consiguiente, esta llamado a obedecer los llamados que le realiza su propia conciencia iluminada por el Espíritu Santo, aquí la conciencia moral natural se une con la conciencia mística. En definitiva podríamos pensar esta conciencia – la moral y la mística-  como la figura del centinela del alma, es decir como la encargada de custodiar que lo que penetre en el alma no sea contrario a su propia naturaleza y fin eterno. Consecuentemente podríamos también entender la enfermedad psíquica y/o espiritual como un ocultamiento o silenciamiento de las voces de nuestra conciencia moral, ya sea como consecuencia del pecado o de las pasiones desordenadas, esto podría suceder cuando falta el recogimiento adecuado, o cuando se vive permanente en la superficie, entonces las voces de la conciencia son acalladas por las voces del mundo actuando en sentido centrifugo para la vida del yo.

Finalmente nos quedaría decir alguna palabra con respecto a la misión de la mujer en el contexto de la cultura contemporánea. En este sentido Edith Stein ha sido una de las pioneras en plantearse el tema de la especificidad de la naturaleza femenina, siendo la temática de la mujer y de su vocación eterna una constante de su pensamiento. En efecto, para Santa Teresa Benedicta de la Cruz, la presencia de una naturaleza femenina nos remite necesariamente a la existencia de un alma femenina, en tanto que el alma es principio especificador de todo el ser humano, es ‘forma corporis’. Esto significa la posibilidad de entender la antropología desde una mirada dual, lo que le permitirá a la Santa elucidar distintas vocaciones tanto para el hombre como para la mujer, cuyo raigambre metafísico lo encontraremos en la idiosincrasia propia de cada alma como principio especificador del cuerpo. Edith va a intentar entonces responder en qué consiste este llamado propio y peculiar de la mujer, y partiendo de la fisiología femenina primero, para elevarse al plano de la mística después, ella descubrirá en la ‘maternidad espiritual’ aquella llamada irrevocable de la naturaleza en la cual la mujer deberá autoconfigurarse en la línea de su designio eterno, en efecto Edith nos dice:

"Como configuración anímica de la mujer he destacado la maternidad. No está vinculada a la maternidad corporal. No debemos separamos de esta maternidad estemos donde estemos. La enfermedad de la época se debe a que ya no hay maternidad"[11].

Vemos entonces como toda mujer para Edith está llamada a encarnar esta configuración anímica de la maternidad en cualquiera de las labores o profesiones donde se halle. La Santa de esta manera se opone a todo exclusivismo de la maternidad biológica defendido por ciertas ideologías materialistas. Pues aunque aquélla sea ciertamente importante para la continuación de la especie, no todas las mujeres están llamadas a vivir esta maternidad: ‘en cambio todas las mujeres estamos llamadas a ser madres espirituales: las casadas y las vírgenes’. La maternidad espiritual se erige así en el destino propio y más elevado de la mujer, en donde ella encontrará su autoconfiguración y la realización plena de su sí mismo, siendo la vocación común tanto de la casada como de la virgen, pues ambas deben realizar esta especificidad que dimana de la fuente de su principio metafísico y que corresponde a la imagen eterna que Dios ha sellado en su alma. Posteriormente Edith desarrollará la figura de la Virgen-Madre, en donde la entrega amorosa, el desasimiento y la virginidad del alma serán sus notas esenciales, así lo expresa la misma autora:

 “ Esta virginidad del alma puede también poseerla la mujer que es esposa y madre: ciertamente, solo por esta virginidad puede cumplir ella su tarea: el amor servicial, que no es sumisión esclava ni autoafirmación del propio yo, solo puede manar de esta fuente"[12]

En síntesis la maternidad espiritual, como aquel estado de pureza y castidad del alma a través del cual la mujer engendra a la humanidad desde la gratuidad del Amor Divino, es la esencia tanto de la virgen como de la casada. La mujer se convierte de esta manera  en un acto de ofrenda  agradable al Padre engendrando hijos espirituales para el Reino.  Juan Pablo II, en su carta ‘Mulieris dignitatem’ subraya este mismo aspecto, él mismo nos lo dice:

Si la dignidad de la mujer testimonia el amor, que ella recibe para amar a su vez, el paradigma bíblico de la "mujer" parece desvelar también cuál es el verdadero orden del amor que constituye la vocación de la mujer misma. Se trata aquí de la vocación en su significado fundamental, -podríamos decir universal- que se concreta y se expresa después en las múltiples vocaciones de la mujer, tanto en la Iglesia como en el mundo. La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer -sobre todo en razón de su femineidad- y ello decide principalmente su vocación[13]

El alma femenina no puede vivir entonces sin esta especial referencia a la hondura que la hace un ser habitable para el acogimiento materno y para el servicio. Este brindarse virginal y materno no sería entonces una elección sino un dinamismo ontológico de la propia naturaleza femenina.  Así la mujer, desde su propia interioridad, acoge al otro en su seno materno para cuidarlo y conservarlo. Pues nada encontramos en la mujer de fructífero y fecundo que no pase previamente por su corazón de madre. Su ser brilla, su fuerza irradia, cuando la mujer se entrega en esta tarea, cuando hace de su alma un lugar de acogida para otros. El “Hágase” de la Virgen es signo de esta especial vocación al acogimiento.
Por último propongo entender en esta línea el deber trascendental que la mujer está llamada a cumplir desde lo profundo de su designio metafísico y teológico en la cultura contemporánea: devolverle a un una sociedad enferma y herida por el olvido de su Creador la mirada amorosa de un corazón de Madre.



 Muchas gracias






























[1] Stein Edith (1998); La estructura de la persona humana; Biblioteca de autores cristianos; Madrid; p.166
[2] Stein Edith (1998); La estructura de la persona humana; Biblioteca de autorescristianos; Madrid; p.164
[3] Stein Edith (1998); La estructura de la persona humana; Biblioteca de autorescristianos; Madrid; p.150
[4] Stein Edith; Welt und person, 67.
[5] Stein Edith(1998); La estructura de la persona humana; Biblioteca de autores cristianos; Madrid;  p.165
[6] Stein Edith (1994);  Ser finito y ser eterno; Fondo de cultura económica; México; p. 455
[7] Stein Edith (1998); La estructura de la persona humana; Biblioteca de autores cristianos; Madrid; p.150
[8] Stein Edith (1998); La estructura de la persona humana; Biblioteca de autores cristianos; Madrid; p.150
[9] Stein Edith ( 1994); Ser finito y ser eterno; Fondo de cultura económica; México, p. 431
[10] Stein Edith ( 1994); Ser finito y ser eterno;  Fondo de cultura económica; México, p. 453
[11]  E. Stein, Das Leben Edith Steins, Kindheit und Jugend, ESW, VE, p.10.
[12] Edith Stein ( 1998); La mujer: su papel según la naturaleza y la gracia, Editorial Palabra, Madrid, p 259
[13] Juan Pablo II; Mulieris Dignitatem, 30

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