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Juan Gabriel Perboyre, Santo |
Presbítero y Mártir
Martirologio Romano: En la ciudad de Wuchang, de
la provincia Hubei, en China, san Juan Gabriel Perboyre, presbítero
de la Congregación de la Misión y mártir, que, dedicado
a la predicación del Evangelio según costumbre del lugar, durante
una persecución sufrió prolongada cárcel, siendo atormentado y, al fin,
colgado en una cruz y estrangulado (1840).
Fecha de canonización: Beatificado
el 10 de noviembre 1889 por el Papa León XIII,
y canonizado por S.S. Juan Pablo II el 2 de
junio de 1996.
La misión divina
de la Iglesia se hace extensiva a toda la tierra
y en todos los tiempos, según la frase de Jesús:
Id, pues, y enseñad a todas las naciones. «Nuestra religión
debe enseñarse en todas las naciones y propagarse incluso entre
los chinos, a fin de que conozcan al verdadero Dios
y posean la felicidad en el cielo», afirmaba con valentía
San Juan Gabriel Perboyre, misionero en la China, ante un
mandarín encargado de interrogarlo. Y este último agregó: «¿Qué puedes
ganar adorando a tu Dios? - La salvación de mi
alma, el cielo al que espero subir después de haber
muerto».
El 2 de junio de 1996, con motivo de la
canonización de San Juan Gabriel Perboyre, el Papa Juan Pablo
II decía de él: «Tenía una única pasión: Cristo y
el anuncio de su Evangelio. Y por su fidelidad a
esa pasión, también él se halló entre los humillados y
los condenados; por eso la Iglesia puede proclamar hoy solemnemente
su gloria en el coro de los santos del cielo».
En
1817, a los 15 años de edad, Juan Gabriel ingresa,
junto con su hermano mayor Luis, en el seminario menor
de Montauban (Francia), dirigido por los Padres Lazaristas, hijos espirituales
de San Vicente de Paúl. Allí siente el deseo de
consagrarse a las misiones en países paganos. Después de terminar
el noviciado en Montauban, lo mandan a París para realizar
estudios de teología, y luego es ordenado sacerdote. En 1832,
su hermano Luis, que se había embarcado como sacerdote lazarista
hacia la misión de la China, muere de unas fiebres
durante la travesía. Juan Gabriel anuncia inmediatamente a la familia
su deseo de ocupar el sitio que la muerte de
su hermano ha dejado vacante.
Pero sus superiores no lo consideran
conveniente a causa de su frágil salud, y es nombrado
vicedirector del seminario parisino de los Lazaristas. Como activo ayudante
de un director de seminario ya mayor, sigue el principio
de enseñar más con el ejemplo que con la palabra.
Comunica de ese modo a los novicios su amor por
Jesús: «Cristo es el gran Maestro de la ciencia. Es
el único que da la verdadera luz... Solamente existe una
cosa importante: conocer y amar a Jesucristo, pues no sólo
es la luz, sino el modelo, el ideal... Así que
no basta con conocerle, sino que hay que amarle... Solamente
podemos conseguir la salvación mediante la conformidad con Jesucristo». Escribe
lo siguiente a uno de sus hermanos: «No olvides que,
ante todo, hay que ocuparse de la salvación, siempre y
por encima de todo».
Sin embargo, en su corazón guarda el
ardiente deseo de partir hacia las misiones; al mostrar a
los seminaristas los recuerdos traídos hasta París del martirio de
François-Régis Clet, les dice: «He aquí el hábito de un
mártir... ¡cuánta felicidad si un día tuviéramos la misma suerte».
Y les pide lo siguiente: «Rezad para que mi salud
se fortifique y que pueda ir a la China, a
fin de predicar a Jesucristo y de morir por Él».
Obtiene
finalmente de sus superiores el favor de salir hacia la
China, donde llega el 10 de marzo de 1836. Su
celo por la salvación de las almas le ayuda a
soportar el hambre y la sed para la mayor gloria
de Dios. Sea de día o de noche, siempre está
dispuesto a acudir donde se solicite su ministerio, de tal
forma que las fatigas y las vigilias no cuentan en
absoluto. Además, es asaltado por violentas tentaciones de desesperanza, pero
Nuestro Señor se le aparece y lo consuela, y el
gozo vuelve al alma del apóstol.
Víctima de los sufrimientos
En 1839
se desencadena una persecución contra los cristianos. El 15 de
septiembre, el padre Perboyre y su hermano el padre Baldus
se hallan en su residencia de Tcha-Yuen-Keou. De repente les
avisan de que llega un grupo armado. Los misioneros huyen
cada uno por su lado para no caer los dos
en manos de los enemigos. Juan Gabriel se esconde en
un espeso bosque, pero al día siguiente un desdichado catecúmeno
lo traiciona por una recompensa de treinta taeles (moneda china).
Los soldados le desgarran las vestiduras, lo visten con harapos,
lo amordazan y se van a la posada a celebrar
su arresto.
Interrogado por el mandarín de la subprefectura, Juan Gabriel
responde con firmeza que es europeo y predicador de la
religión de Jesús. Empiezan entonces a torturarlo, pero por temor
a que sucumba lo sientan en una banqueta y le
atan fuertemente las piernas. Así pasa la noche el piadoso
padre, bendiciendo a Jesús por concederle el honor de padecer
sus mismos sufrimientos. Trasladado a la prefectura, al cabo de
un penosísimo viaje a pie, con grilletes en el cuello,
en las manos y en los pies, sufre cuatro interrogatorios.
Para obligarlo a hablar, lo ponen de rodillas durante muchas
horas sobre cadenas de hierro. A continuación, lo cuelgan de
los pulgares y le golpean en la cara cuarenta veces
con suelas de cuero para obligarle a renegar de su
fe. Pero, reconfortado por la gracia de Dios, lo sufre
todo sin quejarse.
Después es trasladado a Ou-Tchang-Fou, ante el virrey,
donde debe responder en una veintena de interrogatorios. El virrey
quiere obligarlo en vano a caminar sobre un crucifijo. Lo
golpean con correas de cuero y con palos de bambú
hasta el agotamiento, o bien lo levantan a gran altura
con la ayuda de poleas y lo dejan desplomarse hasta
el suelo. Pero el alma del piadoso padre permanece unida
a Dios. «¿Así que sigues siendo cristiano? - ¡Oh, sí¡
¡Y me siento feliz por ello!». Finalmente, el virrey lo
condena al estrangulamiento; pero como quiera que la sentencia no
puede ejecutarse hasta que sea ratificada por el emperador, Juan
Gabriel Perboyre sigue en prisión durante algunos meses.
« ¡ Irreconocible
! »
Ningún cristiano había podido llegar junto a él mientras
los mandarines lo torturaban; sin duda se vanagloriaban con la
esperanza de que, al privarlo de cualquier ayuda, conseguirían vencer
su constancia con mayor facilidad. Pero esa severa consigna es
suavizada después del último interrogatorio. Uno de los primeros en
poder penetrar en la cárcel es un religioso lazarista chino
llamado Yang. ¡Qué desgarrador espectáculo aparece ante su mirada! Enmudece,
derrama abundantes lágrimas y apenas consigue dirigir unas palabras al
mártir. El padre Juan Gabriel desea confesarse, pero dos oficiales
del mandarín que se hallan constantemente a su lado se
lo impiden. Ante la petición de un cristiano que acompaña
al padre Yang, consienten en apartarse un poco, y el
misionero puede entonces confesarse.
Los demás prisioneros, encarcelados a causa de
delitos comunes, testigos de la piadosa vida del padre Juan
Gabriel, no tardan en apreciarlo; ideas hasta entonces desconocidas se
abren paso en sus endurecidas almas. Admiradores de tantas virtudes,
proclaman que tiene derecho a todo tipo de respeto. Él,
por su parte, se halla completamente feliz en medio de
los sufrimientos, porque lo vuelven más conforme con su divino
modelo.
« Es todo lo que deseaba »
Por fin, el 11
de septiembre de 1840, después de un año entre grilletes
y torturas, es conducido hasta el lugar de la ejecución.
Le atan brazos y manos a la barra transversal de
una horca en forma de cruz, y le sujetan ambos
pies a la parte baja del poste, sin que toquen
el suelo. El verdugo le pone en el cuello una
especie de collar de cuerda en el que introduce un
trozo de bambú. Con calculada lentitud, el verdugo aprieta dos
veces la cuerda alrededor del cuello de la víctima. Una
tercera torsión más prolongada interrumpe la plegaria continua del mártir,
haciéndolo entrar en el inmenso y eterno gozo de la
corte celestial. Tiene 38 años. Una cruz luminosa aparece en
el cielo, visible hasta Pekín. Ante el asombro de todos,
contrariamente a lo que sucede con los rostros de los
ajusticiados por estrangulamiento, el de Juan Gabriel está sereno y
conserva su color natural.
«El mártir da testimonio de Cristo, muerto
y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da
testimonio de la verdad de la fe y de la
doctrina cristiana» (CIC, 2473). El sacrificio de San Juan Gabriel
Perboyre produjo muchos frutos espirituales, muchos de los cuales son
visibles: al igual que él, muchos cristianos chinos dieron su
vida por Cristo, y la religión cristiana se desarrolló en
China hasta requerir la construcción de catorce vicarías apostólicas. Más
recientemente, las persecuciones del régimen comunista no han conseguido extinguir
la fe.
San Juan Gabriel nos recuerda a nosotros mismos que
«Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a
manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio
de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron
por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que
les ha fortalecido con la confirmación» (CIC, 2472). Ese testimonio
no siempre conduce al martirio de la sangre, pero supone
la aceptación de la cruz de cada día. Empeñémonos en
llevarla con amor, con la ayuda de la Santísima Virgen,
y alcanzaremos el cielo, arrastrando con nosotros multitud de almas:
«Más allá de la cruz, no hay otra escala por
la que podamos subir al cielo» (Santa Rosa de Lima).
Es la gracia que, en este comienzo de año, pedimos
a San José, para Usted y para todos sus seres
queridos, vivos y difuntos.
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