19 de septiembre
(1591 d.C.)
(1591 d.C.)
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He aquí un santo hoy prácticamente olvidado. Y, sin embargo, en el Madrid de
Felipe II, de 1560 a 1591, cuando la Villa empezó a ser Corte, fue el hombre
que más veneración suscitó entre los madrileños, del rey abajo, a pesar de
que otros muchos llamaban la atención por entonces en este sentido entre
aquellos religiosísimos españoles. Durante los treinta años últimos de su
larga vida, el padre Orozco fue el santo de Madrid, "el santo de San
Felipe" como le llamaban por el nombre del convento agustiniano en que vivía.
Hoy es casi un desconocido en Madrid y, no digamos, en el resto de España...
Había nacido, en 17 de octubre de 1500, en Oropesa, pueblo toledano de la diócesis de
Avila, de Hernando de Orozco y María de Mena. Su nombre de Alonso lo recibió
por encargo del cielo. Cuenta el mismo Beato que su madre le refirió cómo
estando ella encinta y pensando qué nombre pondría al hijo que naciera, oyó
se le decía: "¿Cómo le has de llamar sino Alonso?" Entendiendo que
la Virgen María le quería para especial capellán y devoto suyo, como lo había
sido siglos antes el gran Ildefonso de Toledo.
De 1508 a 1514 pasa sus días en Talavera de la Reina (a donde vinieron a residir
sus padres), y en Toledo, sirviendo de "seise" o niño de coro en la
colegiata de la primera y luego en la Primada de la segunda. Su afición de por
vida a la música debió nacer en estos años felices de su infancia. En 1514
marcha a "estudiar leyes" a Salamanca. Y allí, en 1522, se decide a
pedir el hábito de San Agustín juntamente con su hermano mayor Francisco. Es
maestro de novicios el venerable padre Luis de Montoya, otra figura casi
preterida de la España del XVI. Prior, fray Hernando de Toledo. En seguida lo
será Santo Tomás de Villanueva, en cuyas manos hará su profesión el 9 de
junio de 1523. Poco después será sacerdote, al mismo tiempo que seguirá sus
estudios de artes y teología en la cada vez más floreciente universidad. Con
todo, no llegó a recibir grados académicos, y nunca será "maestro"
en el seno de su Orden. Pero sí le dedicarán a predicador. Y téngase en
cuenta la importancia de este ministerio en aquellos tiempos. Suponía una
preparación doctrinal y una habilidad nada comunes, dada la afición de las
gentes, y la competencia inevitable de púlpitos que llevaba consigo. Toda la
vida ejercitará este apostolado con un aplauso unánime, y con frutos espléndidos
de conversión y mejora de vida entre sus oyentes. Es más, el 13 de marzo de
1554 Carlos V le nombrará predicador real, dadas las noticias que tiene del
mismo, recibidas sin duda de su hija doña Juana, gobernadora de España en su
ausencia. Esta conoce por entonces al padre Orozco, que está de prior en
Valladolid, donde ella reside.
Mientras tanto, en su Orden ha tenido que moverse bastante en cargos de gobierno.
Enumeremos rápidamente sus etapas. De 1530 a 1537 es conventual en Medina del
Campo. En 1538, prior de Soria. En 1540, prior de Medina. En 1541, definidor de
la provincia de España. De 1542 a 1544, prior de Sevilla. De 1544 a 1548, prior
de Granada, y entre tanto, además, desde 1545, visitador de Andalucía.
En 1548 se ofrece a ir a Méjico en ansias de evangelización y de martirio. Pero
hubo de volverse desde Canarias a Sevilla, aquejado por la gota artrítica que
ya otras veces había padecido. En 1550 reside en Montilla a ruegos de la
marquesa de Priego. En 1551, de nuevo en Sevilla. En ese mismo año, prior de
Valladolid. En 1554, definidor provincial. En calidad de tal preside en 1557 el
famoso capítulo agustiniano de Dueñas. Para, finalmente, residir desde 1560 en
Madrid, sin más cargos ya de su Orden, porque la Corte se ha trasladado a
aquella villa. Y su condición de predicador real le obliga a estar allí junto
a Felipe II, de quien será siempre apreciadísimo.
Su título de predicador regio le exenciona de los superiores de su Orden. Pero él
vivirá siempre en el convento de San Felipe como el más sencillo y observante
religioso. Sus "gajes" o paga de predicador la distribuirá por partes
iguales (él podía disponer como quisiera de ella) entre el convento donde
habita, las agustinas de Talavera por él fundadas, y los pobres.
Porque, después de varios años de preparación, ha logrado que se abra aquel
monasterio de religiosas en 1576, así como el de agustinos de la misma ciudad.
Años antes, 1570, ha conseguido también el de agustinas de la Magdalena de
Madrid (hoy agustinas del Beato Orozco), y después, en 1588, el de agustinas de
la Visitación en el mismo Madrid (hoy agustinas de Santa Isabel).
De 1560 a 1591 su vida se consume en Madrid de la manera más santa y fecunda que
puede imaginarse.
Predicar, ¡y con qué fuego y qué espíritu! ¡Almas! ¿qué hacéis? Y se estremecían
los oyentes... Aconsejar a todos: pobres, enfermos, pecadores... Era el hombre
de Dios a quien todos recurrían. Desde el rey y los grandes a los últimos
miserables... Todos le buscan, le rodean. le aman... El es todo para todos.
Hasta los prodigios y gracias se le caen de las manos pródigas de bendiciones y
misericordias.
Escribir... Porque estando en Sevilla, 1542, la Virgen le ha dicho por dos noches en sueños:
Escribe... Y lo hará hasta morir. Será uno de los escritores espirituales más
fecundos del siglo XVI. Luego volveremos sobre sus obras espirituales.
Su vida personal se ha deslizado, entre tanto, entre virtudes, sufrimientos y
gracias del cielo. Las enfermedades y trabajos le llovieron abundantes. Durante
treinta años, de 1522 a 1551, los escrúpulos más terribles han macerado su
pobre existencia. Solamente le dejan libre durante la confesión y misa diarias,
que celebra devotísimamente. Desde 1551 la paz le acompaña. Su oración es
cada vez más contemplativa y más incesante, a la par que trabaja, que se
mortifica —según el estilo de la época—, que cultiva todas las virtudes en
grado heroico, ante la admiración de los que le conocen y con él conviven. En
medio del entusiasmo que le rodea, él vive la añoranza continua de poderse
retirar al convento agustiniano de El Risco, soledad abandonada y abrupta de la
serranía abulense, que nunca conseguirá. Un clavicordio, que toca
gustosísimamente,
le suavizará a ratos su nostalgia sin medida. Dios no le quiso ni misionero y mártir
en América, ni ermitaño en El Risco. Le quiso santo y apóstol en Madrid, que
nacía como capital de España.
En 1589 se retira a vivir con otros agustinos a las casas de doña María de Aragón,
que ella quiere convertir en colegio. En aquel convento improvisado se acabará
su largo vivir. Son casi dos años de enfermedades, de gracias del cielo, de
resplandores vespertinos. Felipe II, Isabel Clara Eugenia, el cardenal Quiroga,
todos le visitan.
Se extinguió dulcemente abrazado a su cruz y con su vela encendida en la mano, en
el mediodía del 19 de septiembre de 1591, no sin antes haber predicado —¡santo
vicio empedernido!— durante media hora a los que le rodeaban: ¡Óiganme,
que quiero predicar...!
Sus exequias y entierro fueron clásicos de multitudes y prodigios, como era de
esperar. Luego se fue haciendo poco a poco el silencio. Y la beatificación,
retardada, no llegó hasta el 15 de enero de 1882, en el pontificado de León
XIII.
Alonso de Orozco es como una sombra bendita que se proyecta en el fondo y a lo largo
del siglo XVI español. Suave, delicado, sencillo, se impuso por su acrisolada
virtud. Su afición musical, su misma tendencia escrupulosa en la primera etapa
de su vida, dicen de su temperamento y condición.
Sus libros son también reflejo de su alma. 'No es original ni profundo. Sencillo,
algo medieval en el contenido y en la forma. Fecundo, seguro, práctico,
moralista más que dogmático, aunque con todo el fundamento doctrinal
necesario. Empapado de Sagrada Escritura. Cálido, ungido, suave como él...
Particularmente insinuante al hablar de oración. Su estilo es lo mismo. Hay páginas
de antología. Pero, en general, es demasiado humilde, aunque siempre digno. El
sólo quería hacer bien, que le entendieran todos, no se preocupaba mucho de lo
demás. Ni quizá tenía formación ni habilidad para otra cosa. El hecho es que
escribió y publicó sin cesar. El mismo hizo en vida varias ediciones de
algunas de sus obras. Nunca la Inquisición parece le inquietase por ello. Su
seguridad doctrinal, su misma sencillez, quizá también las dedicatorias a
grandes personajes, le dejaron tranquilo. Pero sus obras no han resistido al
tiempo. No han sido "eternas". Hoy apenas se leen. Sin embargo, una
selección podría todavía gustarse y ayudar a las almas deseosas. Y, sobre
todo, la figura del Beato y su obra literaria toda espera y reclama un estudio
serio, que le sitúe en las circunstancias de su siglo, que le valorice, que le
exalte como se merece. Sin duda llegará, como llegará la hora de su definitiva
glorificación al canonizarle, ¡Lo haga el Señor!
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