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Vicente Soler, Beato |
Presbítero y Mártir
Martirologio Romano: En Motril, junto a Granada, de
Andalucía, en España, beato Vicente Soler, presbítero de la Orden
de los Agustinos Recoletos y mártir, que, en la persecución
contra la Iglesia, fue condenado a muerte junto con otros
cautivos, a los que él había preparado piadosamente para la
muerte y, fusilado ante los muros del cementerio, alcanzó la
gloria del triunfo en Cristo (1936).
EL MARTIRIO Del 25 de julio al 15 de agosto
de 1936 siete agustinos recoletos, encabezados por su prior, y
un sacerdote diocesano, entregaron su vida por Cristo en las
calles de Motril. Desde la proclamación de la República,
el 14 de abril de 1931, habían vivido en perpetua
zozobra. El 13 de mayo, tras menos de un mes
de vida republicana, las monjas recoletas tuvieron que abandonar su
convento y no pudieron volver a él hasta el 21
de agosto. Con el triunfo del frente popular, el 16
de febrero de 1936, la inquietud fue en aumento hasta
convertirse en congoja.
El 1 de mayo el pueblo impide
el culto en su iglesia y por la tarde una
turba de 7.000 personas se agolpa a las puertas del
convento en son de amenaza. El 3 se vuelve a
repetir la manifestación, «insultando y cacheando, pistola en mano», a
los fieles que salían de la misa dominical. El 16
de julio fueron clausuradas las iglesias de la ciudad y
el 19, domingo, quedaron prohibidas todas las misas. Al padre
Julián Moreno le arrojaron de las recoletas, a donde había
ido a celebrarla. Al día siguiente registraron minuciosamente los dos
conventos recoletos.
La comunidad vivió estos acontecimientos con la natural
inquietud. El 21 el padre Soler se sintió obligado a
advertir a las monjas del peligro y a animarlas con
la esperanza del premio futuro: «algunos caeremos y seremos mártires,
pero después del Viernes Santo viene la Resurrección». Los padres
Moreno y Vicente Pinilla se refugiaron en casa de un
policía; y el hermano Jorge Hernández, en el hospital. Pero
el 24 los dos primeros regresaron al convento y, a
pesar de los avisos de gente amiga y del peligro
cada día más inminente, la comunidad optó por permanecer en
la ciudad. También don Manuel pudo acogerse a un refugio
seguro, pero consideró la propuesta como una tentación y el
22 de julio juró no abandonar nunca su parroquia. Al
día siguiente hizo lo propio la comunidad agustino-recoleta en pleno.
La conciencia no les reprochaba culpa alguna y creyeron que
su presencia en Motril podría ser útil para la ciudad.
Muy pronto los temores de la comunidad se hicieron realidad.
A primeras horas de la mañana del 25 de julio
cinco de sus ocho miembros, es decir los padres Deogracias
Palacios, León Inchausti, José Rada y Julián Benigno Moreno, más
el hermano José Ricardo Diez, fueron sacados violentamente del convento
y acribillados a balazos en la vía pública. En ella
permanecieron dos horas expuestos a la curiosidad de los transeúntes,
sin que nadie se atreviera a cubrirlos ni a retirarlos,
hasta que llegaron los camilleros de la Cruz Roja.
Al
día siguiente, de 10 a 11 de la mañana, «entre
burlas, mofas y escarnios» ametrallaron al padre Vicente Pinilla en
el atrio de la iglesia de la Divina Pastora, en
la que se había refugiado la noche anterior en compañía
de su párroco, Manuel Martín Sierra, a quien mataron unos
metros más adelante.
El padre Vicente Soler pudo eludir la
vigilancia de los milicianos y refugiarse en casa de las
señoritas Caridad y Felisa García. En ella permaneció escondido hasta
el día 29, en que, delatado por un joven desplazado
a quien él había socorrido repetidas veces, fue descubierto y
encarcelado. En la cárcel halló modo de dirigir la oración
de los presos, de infundirles ánimo con relatos de su
vida misionera y de confesarlos. Confesó hasta al socialista Juan
Antúnez, a quien rencillas partidistas tenían recluido en la cárcel.
Murió fusilado junto con otros 18 presos en la madrugada
del 15 de agosto. Cual otro padre Kolbe, y nueve
años antes que él, se ofreció a substituir en el
paredón a un preso, padre de ocho hijos, Manuel Pérez
Reina. Su ofrecimiento fue desechado porque el miliciano de turno
se percató de que su nombre ya estaba en la
lista de los condenados.
Su caridad no terminó con este
gesto heroico. A medida que los milicianos iban sacando de
la fila a los prisioneros para asestarles el tiro de
gracia en las tapias del cementerio, Soler les iba bendiciendo
y absolviendo. Como él hacía el número 10 de la
lista, pudo absolver a los nueve que le precedieron y
también al siguiente, un joven de Acción Católica llamado Francisco
Burgos. Este joven recibió tres tiros, pero logró sobrevivir. A
él debemos estos detalles sobre la prisión y muerte del
padre Soler.
POR LOS SENDEROS DE LA VIDA Los siete
religiosos eran hombres sencillos, alejados del debate político, consagrados a
su ministerio sacerdotal y sin otras aspiraciones que su propia
perfección y la salvación de las almas. Todos procedían de
tierras y familias de abolengo cristiano. Soler, Rada y Pinilla
eran aragoneses de Malón, Tarazona y Calatayud, respectivamente; Inchausti procedía
de un caserío de Ajánguiz, en Vizcaya; Moreno, de Alfaro,
en La Rioja, hijo de una hermana de san Ezequiel
Moreno; Deogracias, de Baños de Valdearados, en el sur de
Burgos; y José Ricardo, de Camposalinas, una aldea de León.
Todos habían profesado la regla de san Agustín y todos
habían crecido bajo la mirada maternal de la Virgen en
conventos agustinos recoletos de la ribera navarra y de la
vega granadina.
Los cinco primeros estrenaron su sacerdocio en Filipinas,
donde trabajaron varios años en islas periféricas y experimentaron los
rigores de la persecución. En 1898 tres cayeron en manos
de los patriotas filipinos y durante unos meses conocieron las
penalidades de la prisión. Luego regaron con sus sudores los
dilatados campos del Brasil y, cuando sus fuerzas comenzaban a
decaer, fijaron su residencia en Motril. Los testigos del proceso
alaban su dedicación a sus deberes sacerdotales, reconocen su preocupación
por el bienestar temporal de los motrileños y confiesan que
ninguno de ellos tenía enemigos personales.
La vocación agustiniana y
el martirio entrelazaron sus vidas, pero, como la gracia no
destruye la naturaleza, cada uno encarriló la suya de modo
muy personal. Inchausti y Pinilla llevaron una vida rectilínea, de
sacerdotes y misioneros enamorados de su ministerio. Pinilla se distinguió
por su sencillez, su jovialidad, su asiduidad en el confesonario,
su devoción a la Virgen de la Consolación y su
amor a los niños. «A su lado», escribía en octubre
de 1916 un semanario de São Paulo, «es imposible estar
triste, porque tiene por norma aquello de santa Teresa: “tristeza
y melancolía no las quiero en casa mía”. Es el
padre de los niños, y cuando contemplamos el atractivo irresistible
que siente la chiquillada hacia el amable padre Vicente, acude
naturalmente a nuestra mente aquello de que la inocencia sabe
conocer dónde se encuentra esta perla». Con cierta frecuencia le
bailaba en el corazón la idea del martirio y entonces
no lograba reprimir sus ansias de fecundar con la sangre
sus trabajos apostólicos.
Rada y Moreno toparon con mayores obstáculos
y atravesaron momentos difíciles. Moreno era un hombre culto, de
fácil palabra y de sentimientos delicados. Amigo de la pluma,
publicó centenares de artículos en periódicos, boletines y revistas religiosas
de España y Venezuela. Sus escritos son de tema y
corte muy heterogéneos. Alterna la prosa con el verso, y
el artículo doctrinal con el cuento y la crónica de
actualidad. En 1918 dedicó al cine una serie de 13
artículos y otra de nueve al rosario. Esta última serie
la tituló, no sin cierta carga provocativa, «¿Por qué no
rezo el rosario?».
En Venezuela su temperamento versátil, su elocuencia
y su afición a la pluma encontraron clima propicio. El
cariño del pueblo, el aprecio de la jerarquía, la estima
de las autoridades y cierta relación con el reducido círculo
literario de la nación convirtieron sus años venezolanos (1902-04 y
1907-20) en el periodo más fecundo y feliz de su
vida. Ejerció el ministerio sacerdotal en las ciudades de La
Victoria, Valencia, Coro, Maracaibo y Caracas. En todas desarrolló una
intensa labor pastoral, con especial atención a la predicación, a
la catequesis y a la enseñanza. En La Victoria contó
con el apoyo del presidente de la República, Cipriano Castro,
que admiraba sus dotes literarias.
Rada fue un párroco sensible
a las necesidades espirituales y materiales de sus feligreses. En
Filipinas mereció el aplauso del obispo diocesano por su celo
en la preparación de las confirmaciones y en la construcción
del templo y casa parroquial. El gobierno le otorgó la
medalla del Mérito Civil por su interés en promover los
recursos del pueblo.
Los mismos rasgos reviste su actuación en
Brasil, sobre todo durante los seis años que trabajó en
Fazenda do Centro (Espíritu Santo), un ministerio que combinaba la
cura pastoral con la atención a las necesidades materiales de
los emigrantes italianos. Entre 1909 y 1910 los religiosos adquirieron
una gran hacienda abandonada a raíz de la liberación de
los esclavos (1888) y formaron 118 lotes que luego distribuyeron
entre otras tantas familias. Su celo volvió a llamar la
atención del obispo que requirió su presencia en las visitas
pastorales e incluso le llamaba a la sede episcopal (Vitoria)
para confesar al clero o para que, en su ausencia
y «no teniendo otro en quien depositar su confianza», sirviera
la parroquia de San Gonzalo y las capellanías del hospital
y del convento del Carmen. Las crónicas hacen notar su
afición a las labores hortícolas.
Soler fue un religioso ejemplar,
dotado de sentido social y amante de los pobres. Durante
seis años dirigió la provincia de Andalucía y en 1926
fue elegido general de la orden. Este último oficio lo
aceptó a disgusto, le pesó desde el primer momento y
terminó por renunciarlo. En Motril infundió nueva vida a los
Talleres de Santa Rita, fundó el Círculo Católico de Obreros
(1914) y abrió una escuela nocturna. Su vida y su
apostolado rezuman unción sacerdotal y amor a la Virgen, a
san José y al Sagrado Corazón. Pasaba largas horas en
el confesonario, difundió la esclavitud mariana y promovió las vocaciones
religiosas y sacerdotales. Sin ser un escritor profesional, no dejó
nunca de empuñar la pluma. Sus escritos son de índole
histórica, devocional o religiosa.
Deogracias y José Ricardo, los jóvenes
del grupo, no conocieron el horizonte filipino. Deogracias trabajó en
parroquias de Brasil y Argentina hasta que, siendo todavía muy
joven, fue llamado a tareas administrativas. En Argentina fue algún
tiempo (1932-33) director espiritual del seminario diocesano de Santa Fe.
En 1936 era superior de la comunidad de Motril, a
la que mantuvo unida y serena en el momento de
la prueba. De acuerdo con sus miembros, optó por permanecer
en Motril a pesar de ser bien consciente de los
peligros que corría. José Ricardo fue protagonista de una experiencia
conmovedora. Hijo de madre soltera y deficiente mental, hubo de
afrontar prejuicios sociales y un drama interior, que expresó en
una copla que tarareaba con cierta frecuencia: «Yo no puedo
llamar madre/ en la tierra a una mujer; /no ha
querido ser mi padre/ el hombre que me dio el
ser». De todo salió airoso y el 30 de enero
de 1934 se consagró a Dios con los votos religiosos,
con la esperanza de llegar un día al sacerdocio.
Ambos
podrían haber evitado la muerte, pero ninguno de los dos
prestó oído a propuestas que quizá les habrían liberado de
ella, pero a costa de ser infieles a su vocación.
Don Manuel, segundo de once hermanos, de los que tres
optaron por la vida religiosa, ingresó en el clero diocesano
de Granada tras haber cursado el bachillerato con los escolapios
de la ciudad. En 1929 bajó a Motril, donde se
encargó de la parroquia de la Divina Pastora y en
ella seguía al estallar la guerra civil. Fue un sacerdote
ejemplar, pendiente siempre de sus feligreses. Vivía pobremente para poder
socorrer con más largueza a los desvalidos. Fueron notorias su
laboriosidad y celo apostólico, así como su devoción a la
Virgen y a la Eucaristía. Salvador Huertas, cura mayor de
Motril durante decenios, tejió un hermoso elogio sobre sus virtudes
en el proceso diocesano. Subrayó «su humildad profundísima, que manifestaba
en todo momento; su caridad inagotable para con los pobres,
llegando a desprenderse aun de las cosas más necesarias en
el alimento, en el vestido y en las atenciones más
perentorias por socorrer a las necesidades de sus feligreses; su
laboriosidad incansable y su celo infatigable en trabajar por la
gloria de Dios y la salvación de las almas y
su diligencia en el exacto cumplimiento de sus deberes sacerdotales
y parroquiales».
EL MENSAJE Estos mártires nos dejan en herencia
la sencillez de una vida consagrada al servicio de los
demás sin alharacas ni exterioridades; el amor a la Virgen,
en el que descuellan Soler, que consagró la orden a
la Virgen, y Pinilla, que difundió por doquier el culto
a la Consolación; el celo misionero, que los llevó a
difundir el Evangelio por tres continentes; la asiduidad en el
confesonario; la atención a los pobres; y, sobre todo, el
amor a Cristo ratificado en el momento supremo del martirio.
Impresiona la fidelidad con que toda una comunidad selló con
su sangre el compromiso que había firmado en su profesión
religiosa. A Pinilla le sorprendió el tiro de gracia en
actitud de bendecir a sus perseguidores. Los testigos afirman que
afrontó la muerte «con ánimo sereno y tranquilo», con un
crucifijo en la mano y repitiendo las palabras de Cristo
en la Cruz:
«perdónalos porque no saben lo que hacen».
Uno de los asesinos exclamó emocionado: «Yo no mataré más
a nadie. Si es verdad que hay santos, éste es
uno». Otro pasante, que no acertaba a explicarse su actitud
ante la muerte, exclamó: «¡Cuidado con la gente ésta! ¡Qué
cabeza dura tienen, están viendo que los van a matar,
y, sin embargo, siguen aferrados a sus ideas, besando el
crucifijo!». Soler murió absolviendo a sus compañeros; y don Manuel,
gritando «¡Viva Cristo Rey!».
LA GLORIFICACIÓN Las circunstancias del martirio
impidieron toda clase de honras fúnebres. Todos fueron enterrados a
hurtadillas, en una fosa común, sin manifestación alguna de duelo.
Sólo tras la liberación de la ciudad, se pudo pensar
en rendirles el merecido homenaje. El 29 de abril de
1937 la ciudad celebró un solemne funeral por todos ellos,
y en octubre de 1939 se procedió a la exhumación
de sus restos con el fin de darles nombre y
una sepultura digna.
La orden comenzó pronto a recoger datos
con vistas a su posible beatificación. Pero en la curia
granadina no tenían prisa. Preferían concentrar sus esfuerzos en la
causa del padre Manjón. Sólo en 1952 accedió a instruir
el proceso, que se arrastró con desesperante lentitud hasta 1971.
En ese año la postulación aportó nuevos documentos, incoando una
segunda etapa procesal que concluyó el 2 de junio del
año siguiente. El 2 de mayo de 1986 la Congregación
para la Causa de los Santos aprobó el proceso y
en 1990 se publicó la Positio super martyrio. El 28
de mayo de 1996 el Congreso de los teólogos reconoció
su martirio y, meses más tarde, el 21 de enero
de 1997, la Comisión de cardenales y obispos confirmaba su
dictamen. El 25 de marzo de 1997 el Santo Padre,
acogiendo esos votos, mandó que se publicara el decreto de
su martirio. El 7 de marzo de 1999, tras nuevas
dilaciones debidas fundamentalmente a la dificultad de encontrar un hueco
en su apretada agenda, Juan Pablo II inscribía a los
ocho siervos de Dios en el catálogo de los mártires.
Fue proclamado beato el 7 de marzo de 1999 por
S.S. Juan Pablo II.
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