Educar a fondo a los hijos, para la verdadera
felicidad; programar, en cierta manera, un plan de formación y
seguirlo con flexibilidad y constancia, para transmitir los valores auténticos,
no es una tarea hercúlea que exija "mucho tiempo". Más
bien consiste en una constante del vivir.
¿HASTA QUÉ PUNTO
INFLUYE LA DEDICACION DE LOS PADRES EN LA FORMACION DE
SUS HIJOS? Wolfrang Amadeus Mozart a los siete años escribía
sonatas y a los doce, óperas. Parece increíble, pero alguien
lo hizo posible: su padre Leopoldo Mozart, un gran músico
que sacrificó sus muchas posibilidades de éxito para dedicarse por
entero a la educación del pequeño genio.
Robert Browning, cuando
contaba apenas cinco años, cierto día vio a su padre
leyendo un libro. "¿Qué lees, papá?". El padre levanta su
mirada llena de luz y contesta: "El sitio de Troya".
"¿Qué es Troya?", pregunta el niño. La respuesta no fue:
"Troya es una ciudad de la Antigua Grecia. Ahora vete
a jugar", sino que allí mismo, en el cuarto de
estar, el padre de Robert hizo con asientos y mesas
una especie de ciudad. Una silla de brazos hizo de
trono y en él puso al pequeño Robert. "Aquí tienes
a Troya, y tú eres el rey Príamo. Ahí está
Helena de Troya, bella y zalamera (señaló a la gata
bajo el escabel). Allá afuera, en el patio, ¿ves unos
perros grandes que tratan siempre de entrar en la casa?
Son los aguerridos reyes Agamenón y Menelao que están poniendo
sitio a Troya para apoderarse de Helena..."
A los siete
años, Robert leía ya la Ilíada, penetrando gracias al ingenio
de su padre, con toda naturalidad, en el mundo de
la gran poesía. Años más tarde sería el más importante
poeta inglés de la época victoriana.
Quizá nosotros no tengamos
el talento musical de Leopoldo Mozart ni el ingenio de
Mr. Browning. No es indispensable, porque lo importante es que
hagamos de nuestros hijos hombres y mujeres felices. Y para
esto basta enseñar a ser hombres y mujeres cabales. Y
esto nos es asequible, luchando por serlo nosotros.
Es significativo
que el escritor existencialista Jean Paul Sartre -que a tantos
ha llevado con sus escritos a la náusea del mundo
y de sí mismos-, confesara que él no llegó al
ateísmo por un conflicto de dogmas, sino por la indiferencia
religiosa de su familia.
Afortunadamente, cabe recordar, también tantos casos
como el bien conocido de la madre de San Agustín.
Con su ejemplo, larga oración y penitencia hizo de un
hijo a la deriva uno de los más grandes santos
doctores de la Iglesia.
LA EDUCACIÓN Y EL PLUMERO Desde luego la educación de los hijos requiere tiempo.
Pero no mucho, sino todo (es una ventaja). Porque en
todo momento, queramos o no, estamos enseñando cosas muy importantes
a nuestros hijos, con nuestras actitudes y nuestro comportamiento ante
las cosas más pequeñas de la vida cotidiana: tanto si
los castigamos como si los mimamos o los divertimos; tanto
si los miráramos con indiferencia como si lo hacemos con
preocupación, siempre estamos enseñándo, formando o... deformando. Cabe decir: en
todo momento se nos ve el plumero, es decir, la
escala de valores que llevamos dentro, en la cabeza y
en el corazón.
Los hijos lo perciben todo: la mirada
esquiva, la sonrisa irónica al otro lado de la habitación;
no digamos ya un juicio inequívoco: "la vecina del quinto
es insoportable", "qué desgracia, no nos ha tocado la lotería",
etcétera.
Si el padre al llegar a casa nunca dice
a su hijo más que "hola", para sumergirse acto continuo
en "lo suyo", está enseñando al niño de un modo
tan efectivo como si se preocupara intensamente de él y
le consagrara varias horas al día. Lo malo es que
en ese caso, la enseñanza es negativa y deformante. Se
le ve al padre la pobre idea que padece de
paternidad, de filiación, de familia y de todo lo humano
y lo divino. No hay que olvidar que es toda
la persona del padre que educa a toda la persona
del hijo.
¿QUE VA A SER DE NUESTROS HIJOS? ¿Qué va a ser de nuestros hijos? Es cosa
clara que la educación de los hijos entraña una aventura
en el más estricto sentido de la palabra. Se emprende
con la ilusión de alcanzar una alta meta: la felicidad
de los hijos. Pero no cabe esperar una garantía de
éxito infalible, y menos un triunfo inmediato. Pero esta incertidumbre
es providencial, porque impide que los padres se duerman, se
aburguesen y se compliquen la vida con preocupaciones demasiado egoístas.
Los padres se encuentran siempre instados a poner toda la
carne en el asador, desde el primer momento al último
del día.
EL NIÑO, ESE ANIMAL RACIONAL A pesar de
lo incierto del resultado, es bueno y alentador pensar que
"el niño y el adolescente son animales racionales (creados a
imagen y semejanza de Dios) y no hacen ni dicen
nada irracionalmente (...). Desde siempre han empezado a pensar. Debemos
tener muy presente esta idea. Si fallamos, seremos nosotros, no
ellos. Existen caracteres más y menos dóciles, es cierto, pero
las personas con más o menos docilidad -es otra cosa-
son fruto directo de la educación que han recibido. Si
unos hijos resultan más fáciles de educar que otros, no
depende tanto de los caracteres, sino de la educación que
han recibido, desde el momento de nacer (...) (EUSEBIO FERRER,
Exigir para educar, Ed. Palabra, Col. Hacer familia 4, págs.
190-191).
¿QUE HACER CON LOS INTERMINABLES POR QUÉS?Los niños, afortunadamente,
hacen miles de preguntas (cada una de ellas es una
oportunidad estimulante para la enseñanza). Cuando un niño mirando por
la ventanilla del tren pregunta: "¿Por qué los alambres suben
y bajan?", si se le contesta: "No me molestes", o
"Eslavelocidadeltren", el niño llega a la conclusión de que las
personas mayores no tienen respuestas razonables o que tienen un
genio endiablado. De este modo, es natural, se desilusionan un
poco del mundo y disminuye su interés por conocerlo. Cuando
los niños le pregunten -dice Gilbert Highet- "¿de dónde viene
la lluvia?", dígaselo, y si no lo sabe dígales eso
también, que no lo sabe, y prométales averiguarlo.
Si hacen
preguntas en un momento inoportuno, como cuando tratamos de hacerles
dormir, se les debe decir: "Pregúntame eso mañana, a la
hora del desayuno, ¿quieres?". Nunca es bueno dejar sin alguna
respuesta verdadera la pregunta de un niño.
VENTAJAS DE LA
MENTE INFANTIL El niño es un gran ignorante, pero tiene
la ventaja de carecer de nuestros prejuicios (escépticos, relativistas o
subjetivistas). El niño es una persona, un ser racional que
razona; y razona siempre, aun cuando no lo parezca. Sus
antenas están siempre desplegadas, y su razón hace lo que
debiera hacer toda razón: buscar razones, los porqués profundos de
las cosas. El niño sabe que todo tiene una explicación,
aunque no sepa cuál sea la explicación de tantas cosas
concretas. Sus por qués son continuos y exasperantes... para quienes
han renunciado a razonar y se conforman con verdades a
medias, medias verdades, conjeturas, o incluso con opiniones tan volubles
como erradas.
Si no se le facilita pronto al niño
la respuesta que está al final (o al principio, según
se mire) de todas las preguntas posibles -es decir, Dios-,
su razón sufrirá sin duda una dolorosa insatisfacción, porque ¿cómo
admitir sin artificiosos ejercicios mentales, que pueda existir algo sin
causa proporcionada, sin razón de ser, sin sentido?; en otros
términos, ¿cómo puede una razón sana admitir el absurdo?. El
absurdo es precisamente una voluntaria renuncia a proseguir la búsqueda
de la verdad acerca de alguna cuestión, es decir, su
porqué radical; equivale a la parálisis responsable de la razón,
quizá porque no interese la verdad, o porque no compense
a la pereza mental el esfuerzo de continuar la indagación.
EL ABSURDO HACE DAÑO Por eso admitir el absurdo hace
daño a la razón, a la persona entera, porque es
una gran mentira. Lo cierto es que todo tiene su
porqué, al menos -y nada menos- en la sapientísima y
amorosísima Voluntad de Dios.
No se trata, por
supuesto, de poner a Dios como respuesta inmediata de todo
cuanto sucede. Si, por ejemplo, algún conocido ha muerto, no
debemos explicarlo siempre enseguida con un "porque Dios lo ha
querido", porque si ha sido víctima de un atentado terrorista,
es evidente que no lo ha querido Dios. Lo que
sí es cierto es que el Amor de Dios a
la persona, se encuentra de algún modo siempre en la
explicación profunda de cuanto ha sucedido y sucede. Esto es
lo que hay que aprender a explicar, no sin antes
-claro es- habérnoslo explicado a nosotros mismos. Una buena educación
de la mente y de la afectividad requiere hablar de
Dios. "Dios debe ser un miembro más de la familia,
no un fetiche al que se acude cuando hay algún
peligro y que se olvida cuando éste pasó. Eso sería
inventar algo más parecido al genio de la lámpara de
Aladino que aceptar la realidad del Dios verdadero" (Ibid., p
208).
¿ES POSIBLE LA NEUTRALIDAD EN MATERIA RELIGOSA? La experiencia
enseña que un niño sin religión equivale a un niño-problema,
ocupado de sí mismo, de sus cosas, de su egoísmo.
La felicidad estriba en la generosidad, y se proyecta al
futuro que salta hasta la vida eterna. Por eso, los
padres que quieren la felicidad de sus hijos han de
enseñarles cuanto antes la raíz de la felicidad temporal y
de la plenitud de la felicidad eterna: el Amor infinito
de Dios.
Las dimensiones, el relieve, la relevancia de las
cosas cambia mucho si se miran a la luz de
Dios o a la luz del materialismo. Por eso, en
la cuestión sobre si es necesario enseñar la religión a
los niños, o silenciársela, no cabe neutralidad. El silencio es
una opción concretísima, de enormes, disolventes y desasosegantes consecuencias.
SI
DIOS NO EXISTIESE Hace unos pocos años había en cierto
país europeo un hombre de Gobierno que declaró públicamente -y
de ello se hizo eco la prensa- que le había
entusiasmado una pintada que vio en un muro, que decía:
"Si Dios existe, ése es su problema"; y rizando el
rizo apostilló: "existirá o no, pero a mí que no
me maree".
Dejando a un lado la insolente y preocupante
trivialización del asunto a cargo de hombre investido de tan
alta responsabilidad, cabe preguntarse si de veras es o no
indiferente para la vida de cada persona en particular, y
de la sociedad en general, la existencia de Dios.
Dostoiewski,
el gran escritor ruso, dice por medio de uno de
sus personajes: "Si Dios no existe, todo está permitido". Es
claro, porque Dios es el único ser verdaderamente superior que
puede exigir al hombre. Obviamente, en el todo permitido se
incluiría -¿por qué no?- el terrorismo, el infanticidio (aborto procurado)
y el geronticidio (matar ancianos, aunque con la mayor dulzura
posible). "En efecto -tuvo que reconocer el ateo Jean Paul
Sartre -, todo está permitido si Dios no existe, y
por consiguiente el hombre se encuentra abandonado porque no encuentra
en él ni fuera de él, dónde aferrarse".
Es claro
que si Dios no existe, no hay Absoluto: ni principios
absolutos, ni derechos absolutos; todo es relativo, y el bien
y el mal moral no pasan de ser palabras huecas.
¿No plantea esto ningún problema a todo ser humano inteligente?
¿Da igual que haya o no haya Dios?¿Se vive igual
cuando se sabe que Dios existe que cuando se niega?
¿No es evidente la gran sima que se abre entre
el supuesto mundo encapsulado en sí mismo, sin autor, rodando
a su aire, hacia su suerte fatal y el mundo
realmente creado y cuidado por Dios?
SIN DIOS, LA SELVA
"Haz el mal, verás como te sientes libre", dice uno
de los héroes de Sartre, en Le Diable et le
bon Dieu. Sin Dios no hay posibilidad de fundar sólidamente
valores éticos para el hombre o la sociedad. Sólo cabe
la ley del más fuerte. "Puesto que yo he eliminado
a Dios Padre -sigue Sartre-, alguien ha de haber que
fije los valores. Pero al ser nosotros quienes fijamos los
valores, esto quiere decir llanamente que la vida no tiene
sentido a priori". En rigor, para el ateísmo "no tiene
sentido que hayamos nacido, ni tiene sentido que hayamos de
morir. Que uno se embriague o que llegue a acaudillar
pueblos, viene a ser lo mismo; el hombre es una
pasión inútil"; y el niño "un ser vomitado al mundo",
"la libertad es una condena" y "el infierno son los
otros".
El Premio Nobel, agnóstico, Albert Camus reconoció que "si
no se cree en nada, si nada tiene sentido y
si en ninguna parte se puede descubrir valor alguno, entonces
todo está permitido y nada tiene importancia. Entonces no hay
nada bueno ni malo, y Hitler no tenía razón ni
sinrazón. Lo mismo da arrastrar al horno crematorio a millones
de inocentes que consagrarse al cuidado de enfermos. A los
muertos se les puede hacer honores o se les puede
tratar como basura. Todo tiene entonces el mismo valor..." En
este caso, ya no se divide el mundo en justos
e injustos, sino en señores y esclavos. El que domina
tiene razón". Es la ley de la selva. Y el
héroe así concebido es Sísifo, el hombre que se mofa
de los dioses, menosprecia su propio destino, mira estúpidamente cómo
una y otra vez se le cae el peñasco que
había empujado hasta una cima, y torna a subirlo, sin
saber por qué, sin lograr nunca una finalidad, un sentido.
LA LUZ GOZOSA DE LA FE En cambio, quien tiene
fe en Dios Padre Todopoderoso, por mal que se le
den las cosas siempre tendrá la posibilidad de venirse arriba,
de enriquecer su corazón incluso con el amor a sus
enemigos -porque verá que también son hijos de Dios-, y
de vivir una alegría íntima que nada ni nadie, pase
lo que pase, pueden arrebatar.
CUIDADO CON EL CUELLO DE
LA BOTELLA Tampoco se trata de atosigar al niño con
lecciones profundas incesantes. La mente del niño se ha comparado
al cuello de una botella: si se intenta meterle gran
cantidad de licor en poco tiempo, se derrama y desperdicia;
en cambio, gota a gota, despacio, pero con constancia, pronto
se llena y va asimilando sabiduría.
LA CONTRAEDUCACION Y LAS
COSAS PEQUEÑAS El mal se suele difundir ordinariamente
por medio de cosas pequeñas. Lo virus, las bacterias nocivas
se instalan en los buenos alimentos. No dar importancia a
pequeños detalles de higiene puede acarrear graves enfermedades. La "contraeducación"
promovida por ciertos -abundantes- medios de comunicación social muchas veces
es subliminal, a base de indirectas, insinuaciones, pequeñas ironías aparentemente
inofensivas, pero que dividen, destruyen un afecto hacia los padres,
la fe en Dios, la fidelidad a un amor importante.
La solución de los grandes males -el peor de nuestra
época es la indiferencia religiosa- se encuentra muchas veces en
el cuidado de cosas pequeñas, aparentemente insignificantes, en la vida
de familia. El breve comentario o la sonrisa laudatoria que
despierta el amor a lo bueno y noble y lo
discierne de lo zafio y vil. La ayuda para rezar
las oraciones diarias. La bendición de la mesa. El empeño
por conseguir, a pesar de algún sacrificio, rezar el Rosario
en familia (explicando por qué). Ir juntos -y elegantes- a
Misa, ocasión de comentar alguna de las grandes maravillas que
encierra tan gran misterio. Dar gracias después de la Comunión,
etcétera.
Vale la pena meditar esta poesía de Juan Bárbara:
"Dichoso el niño/ que al oir que Dios baja a
la mesa,/ sorprende en su padre la pupila grave/ pendiente
del misterio,/ no perdida en desconches y vidrieras;/ y percibe,/entre
los femeninos gestos de su madre,/ esa seguridad de hablar
con alguien./ Qué rica herencia,/ si no sufre el desmentido
de la vida,/ salir a contemplar desde el origen/ la
variable irisación del mundo"
Estar educando de continuo no es
una forma angustiosa de vivir, sino un estímulo de superación
constante, un deporte superior, en el que tampoco importa demasiado
que haya altibajos de forma, sino la voluntad inquebrantable de
mejorar la calidad de vida espiritual propia, con vistas a
enriquecer la de toda la familia. Y, como en la
vida de un buen deportista, como en la vida de
un buen cristiano, habrá derrotas y momentos en que parecerá
que todo se ha perdido, pero enseguida se redescubrirán en
el último Porqué sobradas razones para proseguir con esperanza hasta
el fin de la prueba. Así, en todo caso seremos
vencedores.
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