martes, 20 de marzo de 2012

Enséñanos a orar


Jesús rezaba. Con frecuencia sentía deseos de dejar por un momento a aquella muchedumbre interesada, a aquellos discípulos duros de cabeza, para retirarse a un lugar apartado o a una montaña, y allí se quedaba solo delante del Padre.

Para sí mismo no tenía nada que pedir, ni pan, ni perdón, ni protección, ni favores. Pero en su presencia volvía a ser lo que era, se llenaba de paz, escuchaba en lo más hondo de su alma. La conciencia de su filialidad lo llenaba de fuerza y de alegría. Sabía de nuevo que era el Hijo muy amado que el Padre había llenado de sus dones.

Se sentía de nuevo revestido de aquella paciencia infinita, de aquella misericordia incansable del Padre, de aquel amor dinámico y creador. Su oración se desbordaba en palabras de confianza y de cariño: “Padre, yo sé que tú siempre me escuchas. Padre, yo te bendigo. Te doy gracias. Padre, todo lo tuyo es mío...”

Y cuando regresaba, luminoso, radiante, renovado, los apóstoles se preguntaban: “¿De dónde viene? ¿Qué le ha pasado? ¿Quién ha podido transformarlo de ese modo?” Alguien les contaba que había ido a rezar. Y entonces se decían: “¡Ah, si supiéramos orar así! ¡Qué pena que nadie nos haya enseñado a rezar!” Y un día se atrevieron a pedirle: “Señor, enséñanos a orar”.

Y Jesús les enseñó esa oración tan hermosa que es el Padre Nuestro. Es una oración muy parecida a la de Jesús: Santificado sea tu nombre ‑ venga a nosotros tu Reino ‑ hágase tu voluntad. Pero, a la vez es una oración adaptada a las necesidades de los discípulos: Danos el pan de cada día ‑ perdónanos como nosotros perdonamos - no nos dejes caer en tentación.

Más que una oración para rezar, es una oración para meditar. ¿No necesitó Él mismo una noche entera para pronunciar solamente un versículo del Padre Nuestro: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Es una oración que los iría transformando a los apóstoles, modelando por dentro, que los conduciría, a lo largo de su vida, a la misma entrega total que su Señor.

Mediante esta oración, Jesús nos muestra el rostro verdadero del Padre: es tan bueno que resulta incluso un poco débil a los ojos de los superficiales; es tan cariñoso que no sabe negar nada; está tan entregado a nosotros que aparentemente hace uno con él todo lo que quiere.

En el Padre Nuestro, Jesús se pone a atacar nuestro escepticismo y nuestra desconfianza, a sacudir nuestra timidez y a afirmar con todas sus fuerzas que no hay ningún límite para la generosidad divina. Nuestros deseos se ven limitados únicamente por nuestro miedo; nuestras oraciones sólo tienen la frontera de nuestra inconstancia; nuestras realizaciones fracasan solamente por nuestra falta de fe. Jamás hay que buscar en Dios la razón de nuestras fallas.

El único obstáculo para que se nos escuche no es la dificultad de disponer al Padre en nuestro favor, sino que es la dificultad de convencernos a nosotros mismos de que hemos de acudir a Él con fe. La única resistencia que puede oponerse a una oración perseverante, no es la del Padre que se niegue a dar, sino la de nosotros que nos empeñamos en no recibir.

Pero no se trata de que nos hagamos todavía más interesados de lo que ya somos. La única cosa que se puede pedir, la única cosa que Dios puede dar, es Él mismo, su espíritu, su amor.

Tengamos cuidado, por eso, con los dones de Dios: son vivos, sorprendentes, activos, peligrosos para nuestro egoísmo y nuestra pereza. El don de Dios hace dar. El perdón de Dios hace perdonar. El amor de Dios hace amar como Él, hasta la pasión y la cruz.

Recemos el Padre Nuestro con ese mismo espíritu, con el Espíritu de Dios, para que de sus frutos en nosotros, para que sea fecundo en nuestra vida de cristianos.


La oración del alma


El Padrenuestro


Hay muchas oraciones cristianas. El arte ha inmortalizado, por ejemplo, el rezo del Ángelus al mediodia, con el famoso lienzo de Millet.

Pero el Padrenuestro es la oración por excelencia, porque nos la enseñó Jesucristo. Es el modelo de toda oración.

Padre nuestro: con esta invocación nos dirigimos a Dios padre, que es la Primera Persona de la Santísima Trinidad, Dios Padre, que nos ha hecho hijos suyos adoptivos (cfr. Catecismo, 2782).

Que estás en el cielo (cfr. Catecismo, 2794 y 2795): Dios está en todas partes y el Espíritu Santo mora en nuestra alma en gracia, junto con el Padre y el Hijo, mientras no le expulsemos por un pecado grave.

Santificado sea tu nombre (cfr. Catecismo, 2807) Pedimos para que Dios sea conocido, amado, honrado y servido por todos los hombres de la tierra.

Venga a nosotros tu Reino: queremos que Dios reine en nuestra alma por la gracia y que su Reino en la tierra (la Iglesia) se extienda cada día más, para que todos podamos reinar con Él en el Cielo (cfr. Catecismo, 2818).

Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo: la Voluntad de Dios es que todos los hombres se salven (cfr. Catecismo, 2822). Nosotros le pedimos siempre que se haga lo que Dios quiera, no lo que queremos nosotros, porque a veces no sabemos pedir lo que realmente nos conviene.

Danos hoy nuestro pan de cada día: le pedimos a Dios lo necesario para la vida del alma -el Pan de la Eucaristía- y para la vida del cuerpo (cfr. Catecismo, 2830 y 2831).

Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden: si perdonamos al prójimo -es decir a todos los que nos rodean-, también Dios nos perdonará a nosotros (cfr. Catecismo, 2839 y 2840).

No nos dejes caer en la tentación: le pedimos a Dios que nos ayude a vencer las tentaciones: huir de las ocasiones de pecar, a ser constantes en la oración, a acudir con frecuencia a los sacramentos, etc. (cfr. Catecismo 2846-47).

Y líbranos del mal: le pedimos a Dios que nos libre del único verdadero mal, que es el pecado; le rogamos también que nos libre de la pena que trae consigo el pecado, que es la condenación. (cfr. Catecismo, 2850-51).

PADRE NUESTRO


Lo rezamos tantas veces, que quizá no nos damos cuenta de lo que decimos.

Di Padre,
si cada día procuras portarte como hijo
y tratas a los demás como hermanos.

Di nuestro,
si intentas aislarte de tu egoísmo.

Di que estás en el cielo,
si tratas de ver más lo espiritual
y no piensas sólo en lo material.

Di santificado sea tu nombre,
si procuras amar a Dios con todo el corazón,
con toda el alma y con todas las fuerzas.

Di venga a nosotros tu Reino,
si de verdad Dios es tu rey
y trabajas para que él reine en todas partes.

Di hágase tu voluntad,
si la aceptas y luchas por no hacer la tuya.

Di dános hoy nuestro pan,
si buscas compartir con los que no lo tienen
y con los que sufren.

Di perdona nuestras ofensas,
si quieres cambiar y perdonar de corazón.

Di no nos dejes caer en la tentación,
si te esfuerzas en alejarte del mal.

Di líbranos del mal,
si tu compromiso es por el bien.

Y di amén,
si tomas en serio la aportación de estas palabras.

Tarea

Reflexionar cada frase del Padre Nuestro

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